Capítulo 6

A la segunda mañana después de la boda de Jason, ya me sentía mejor. Tener una misión ayudaba. Debía estar en Prendas Tara cuando abriese, a eso de las diez. Necesitaba recoger la ropa que Eric mencionó que necesitaría para la cumbre. No tendría que estar en el Merlotte's hasta las cinco y media de esa tarde, así que gocé de esa agradable sensación de tener todo el día por delante para mí.

—¡Hola, chica! —dijo Tara, saliendo de la trastienda para saludarme. Su ayudante a tiempo parcial, McKenna, me lanzó una mirada y siguió ordenando la ropa. Supuse que estaba reubicando en su sitio las prendas que no lo estaban; al parecer, las empleadas de las tiendas de ropa se pasan mucho tiempo haciendo eso. McKenna no hablaba y, si mucho no me equivocaba, trataba de evitar hacerlo conmigo a toda costa. Eso me dolía, ya que había ido al hospital a visitarla cuando la operaron de apendicitis un par de semanas atrás, y también le había comprado un pequeño regalo.

—El socio comercial de Northman, Bobby Burnham, ha llamado para decir que necesitabas ropa para un viaje —comentó Tara. Asentí, procurando aparentar que era algo dado por hecho—. ¿Te vendría bien ropa informal? ¿O prefieres algo más de negocios? —Me lanzó una mirada decididamente falsa, y supe que estaba enfadada conmigo porque me tenía miedo—. McKenna, puedes llevarte esa carta a la oficina de correos —le dijo Tara, con toda la intención en la voz. McKenna se fue por la puerta trasera, la carta bajo el brazo como si fuese una fusta de caballería.

—Tara —le dije—, no es lo que piensas.

—Sookie, no es asunto mío —respondió, esforzándose por sonar neutral.

—Yo creo que sí —expliqué—. Eres mi amiga, y no quiero que pienses que me voy de viaje con un puñado de vampiros por diversión.

—Entonces, ¿por qué vas? —La expresión de Tara se desprendió de toda falsa alegría. Estaba seria a más no poder.

—Me pagan por asistir a una reunión con unos cuantos vampiros de Luisiana. Haré las funciones de contador Geiger para ellos. Les diré si un humano se la quiere colar, y sabré lo que los humanos de otros vampiros pensarán. Sólo será por esta vez. —No podía darle más explicaciones. Tara había catado el mundo de los vampiros más de lo que hubiese querido, y casi murió en el proceso. No quería saber más de ello, y no podía culparla. Pero eso no le facultaba para decirme lo que tenía que hacer o no. No había dejado de meditar acerca de todo el asunto, incluso antes del sermón de Claudine, y no pensaba dejar que nadie me apeara de mis decisiones una vez las hubiese tomado. Comprar la ropa estaba bien. Trabajar para los vampiros, también… siempre que no hubiese humanos muertos en el menú.

—Hace la tira que somos amigas —dijo Tara en voz baja—. Para lo bueno y para lo mano. Te quiero, Sookie, y siempre te querré; pero está claro que no pasamos por nuestro mejor momento. —Tara había sufrido tantas decepciones y preocupaciones a lo largo de su vida, que ya no quería exponerse a más. Así que estaba cortando amarras conmigo, y pensaba llamar a J.B. esa noche para reanudar su relación carnal, y lo haría prácticamente a mi salud.

Era una extraña forma de escribir mi prematuro epitafio.

—Necesito un vestido de noche, estilo cóctel, y algo bonito para ponerme a diario —señalé, comprobando mi lista de forma bastante innecesaria. No pensaba perder más el tiempo con Tara. Me lo pensaba pasar muy bien, por muy amargada que pareciese. Se había pasado, me dije.

Disfruté comprando ropa. Empecé con un vestido de noche y otro de cóctel. También me llevé dos trajes, como de negocios (aunque no del todo, porque no me veo con telas rayadas). También cayeron dos pares de pantalones, unas medias, unos leggings, un par de camisones y algo de lencería.

Me debatía entre el deleite y la culpa. Me gasté más dinero de Eric del que era necesario, y me pregunté qué pasaría si me preguntaba qué había comprado. Entonces sí que me sentiría mal. Pero era como si me hubiese dado un ataque de frenesí comprador, en parte debido a una pura alegría y en parte por mi enfado hacia Tara, por no hablar del temor que me inspiraba la expectativa de acompañar a un grupo de vampiros a cualquier parte.

Con otro suspiro, éste más callado e íntimo, devolví la lencería y los camisones a su sitio. No eran indispensables. Me dio pena desprenderme de ellos, pero en general me ayudó a sentirme mejor. Comprar ropa para satisfacer una necesidad concreta era algo correcto, como un sano almuerzo. Pero la ropa interior era algo muy distinto, como pasarse con el dulce o atiborrarte a golosinas; que sabes que te encantan pero no te convienen.

El sacerdote local, que había empezado a asistir a las reuniones de la Hermandad del Sol, me sugirió que trabar amistad con vampiros, e incluso trabajar para ellos, era pedir a gritos que alguien te matara. Me lo dijo sobre la cesta de su hamburguesa la semana anterior. Me dio por pensar en ello mientras permanecía ante la caja registradora y Tara pasaba mis compras, que iban a ser pagadas con el dinero de un vampiro. ¿Pedía yo a gritos que me mataran? Meneé la cabeza. Ni por asomo. Y pensaba que la Hermandad del Sol, la organización antivampiros ultraderechista que cada vez tenía más adeptos en Estados Unidos, era una mierda. Su condena de todos los humanos que tuviesen trato con los vampiros, incluyendo la visita a un negocio regentado por uno, era ridícula. Pero ¿qué me atraía tanto hacia ellos?

Lo cierto era que había tenido tan pocas oportunidades de obtener la vida que mis compañeros de clase habían conseguido (la vida ideal con la que había crecido), que cualquier otra vida que pudiera forjarme se me hacía interesante. Si no podía tener un marido e hijos, preocuparme por lo que me iba a poner para ir a la comida informal de la iglesia o de si la casa necesitaba otra mano de pintura, entonces lo haría por la incidencia de siete centímetros de tacón en mi sentido del equilibrio mientras luciera varios kilos extra de lentejuelas.

Cuando acabé, McKenna, que había regresado de la oficina de correos, llevó las bolsas hasta mi coche, mientras Tara arreglaba las cuentas con el hombre de Eric, Bobby Burnham. Colgó el teléfono con aspecto satisfecho.

—¿Lo he gastado todo? —pregunté, curiosa por saber cuánto había invertido Eric en mí.

—Ni de lejos —dijo—. ¿Qué más te quieres llevar?

Pero la fiesta se había acabado.

—Nada —añadí—. Ya tengo suficiente. —Sentí el impulso de pedirle a Tara que se lo quedara todo de vuelta. Pero pensé que sería toda una faena para ella—. Gracias por todo, Tara.

—De nada —me dijo. Su sonrisa era un poco más tibia y genuina. A Tara siempre le ha gustado ganar dinero, y nunca ha conseguido estar demasiado tiempo enfadada conmigo—. Deberías pasarte por World of Shoes, en Clarice, para comprarte algo que vaya con el vestido de noche. Están de rebajas.

Estaba decidido. Era el día de hacer todas las cosas. Siguiente parada: World of Shoes. Aún me quedaba una semana para el viaje, pero el turno de aquella noche se me pasó como un ensueño, a medida que me excitaba más antes la expectativa de la partida. Nunca había estado tan lejos de casa como en Rhodes, que está cerca de Chicago; lo cierto es que nunca había estado al norte de la línea Mason-Dixon. Sólo había volado una vez, un viaje corto entre Shreveport y Dallas. Tendría que comprarme una maleta, una de esas con ruedas. También tendría que comprar… Se me ocurrió una larga lista de pequeñas cosas. Sabía que en algunos hoteles había secadores de pelo. ¿Sería el caso del Pyramid of Gizeh? El Pyramid era uno de los hoteles más famosos para vampiros que habían aflorado en las grandes ciudades.

Como ya había apalabrado los días libres con Sam, esa noche le dije cuándo tenía planeado marcharme. Sam estaba sentado detrás del escritorio de su despacho cuando llamé a la puerta; al marco de ésta, más bien, porque Sam casi nunca la cierra. Levantó la vista de sus facturas. Le alegró la interrupción. Cuando trabajaba en los libros, se pasaba las manos por el pelo rubio rojizo, que ahora parecía un poco electrificado. A Sam le gustaba más atender en el bar que hacer labores de contabilidad, pero esa noche había contratado a un sustituto para poner en orden los libros.

—Adelante, Sook —dijo—. ¿Cómo va todo?

—Hay bastante gente; apenas tengo un momento. Sólo quería decirte que me voy el jueves que viene.

Sam trató de sonreír, pero al final sólo consiguió parecer descontento.

—¿Es necesario que lo hagas? —preguntó.

—Eh, ya hemos hablado de esto —respondí, con un tono que sonaba a clara advertencia.

—Bueno, pues te echaré de menos —explicó—. Y me preocuparé un poco. Tantos vampiros alrededor.

—También habrá humanos, como yo.

—Como tú, no. Habrá humanos con una obsesión enfermiza por la cultura vampírica, o saqueadores de muertos, tratando de sacar provecho de los no muertos. No son gente sana, y su esperanza de vida es corta.

—Sam, hace un par de años no tenía la menor idea de cómo era el mundo que me rodeaba. No sabía lo que tú eras en realidad; no sabía que los vampiros se diferenciaban entre ellos como lo hacemos nosotros. No sabía que las hadas existían de verdad. Jamás me habría podido imaginar nada de eso. —Agité la cabeza—. Qué mundo este, Sam. Es maravilloso y aterrador. Cada día es diferente. Jamás pensé que llegaría a tener mi propia vida, y ahora la tengo.

—Soy la última persona que desearía hacerte sombra, Sookie —dijo Sam, con una sonrisa. Pero no se me escapó el matiz ambiguo de su afirmación.

Pam vino a Bon Temps esa noche. Parecía aburrida y fresca en su mono azul pálido con bordes azul marino. Lucía mocasines con hebilla metálica a juego…, no es broma. Ni siquiera sabía que aún los vendieran. El cuero oscuro estaba pulido hasta el máximo brillo. El metal estaba como nuevo. Recibió muchas miradas de admiración por parte de la parroquia. Se sentó en una de las mesas de mi sección y aguardó pacientemente, con las manos entrelazadas sobre la mesa. Se sumió en el estado de suspensión de los vampiros que ponía de los nervios a cualquiera que no lo hubiese presenciado antes. Sus ojos estaban abiertos, pero no veían, el cuerpo totalmente inmóvil, la expresión vacía.

Como estaba en su estado de letargo, atendí a unas cuantas personas más antes de dirigirme hacia su mesa. Estaba segura de saber por qué estaba allí, y la conversación con ella no era lo que más me apetecía.

—¿Quieres algo de beber, Pam?

—¿Qué ha pasado con el tigre? —dijo, yendo directa a la yugular del tema.

—Estoy saliendo con Quinn —contesté—. No pasamos mucho tiempo juntos por su trabajo, pero nos veremos en la cumbre. —Habían contratado a Quinn para que organizase algunas de las ceremonias y rituales de la cumbre. Estaría ocupado, pero al menos podría verle, y ya estaba emocionada con la perspectiva—. Después de la reunión, pasaremos un mes juntos —le dije.

Vaya, puede que me hubiese pasado de la lengua con eso. La sonrisa de Pam se desvaneció.

—Sookie, no sé qué extraño juego os traéis entre manos Eric y tú, pero no nos viene nada bien.

—¡No tengo ningún juego! ¡Ninguno!

—Puede que tú no, pero él sí. No ha vuelto a ser el mismo desde la vez que estuvisteis juntos.

—No sé qué podría hacer yo al respecto —dije, débilmente.

—Yo tampoco —aseguró Pam—, pero espero que pueda aclarar sus sentimientos hacia ti. No le gusta tener conflictos. No disfruta sintiéndose ligado a alguien. No es el vampiro despreocupado que solía ser.

Me encogí de hombros.

—Pam, he sido todo lo sincera que he podido con él. Supongo que le preocupará otra cosa. Creo que exageras mi importancia en las prioridades de Eric. Si siente algún amor inmortal hacia mí, ten por seguro que no me ha dicho nada. Nunca le veo. Y sabe lo mío con Quinn.

—Hizo que Bill se confesara contigo, ¿verdad?

—Bueno, Eric estaba delante —dije, insegura.

—¿Crees que Bill te lo habría dicho si Eric no se lo hubiera ordenado?

Había hecho todo lo posible para olvidar aquella noche. En el fondo de mi mente, sabía que el extraño momento escogido por Bill para decírmelo era muy significativo, pero me negué a ahondar en ello.

—¿Por qué crees que a Eric le habría importado una mierda lo que le ordenaran a Bill, y mucho menos el revelárselo a una humana, si no fuese porque alberga sentimientos hacia ti?

Jamás lo había visto desde esa perspectiva. Su confesión me había hecho tanto daño (la reina había planeado que me sedujera, llegada la necesidad, para ganarse mi confianza), que nunca me planteé por qué Eric le obligó a revelarme la trama.

—Pam, no lo sé. Escucha, estoy trabajando y tienes que pedir alguna bebida. He de atender a las demás mesas.

—Que sea una TrueBlood, cero negativo.

Me apresuré para sacar la bebida de la nevera y la metí en el microondas. La agité suavemente para asegurarme de que la temperatura era homogénea. Impregnaba los lados de la botella de una forma desagradable, pero lo cierto es que parecía sangre auténtica, y tenía su sabor. Puse algunos vasos en casa de Bill, así que ya tenía experiencia. Hasta donde sabía, beber sangre sintética era como beberse la de verdad. A Bill siempre le había gustado, aunque más de una vez había dicho que el sabor no lo era todo; la sensación de morder la carne, el sentir el latido del corazón, era lo que hacía divertido el ser vampiro. Tragar de una botella no tenía ningún encanto. Llevé la botella y una copa de vino a la mesa de Pam y las deposité ante ella, con una servilleta, por supuesto.

—¿Sookie? —Levanté la mirada y vi que Amelia acababa de entrar.

Mi compañera de piso había venido varias veces al bar, pero esa noche me sorprendió verla.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Eh…, hola —le dijo Amelia a Pam. Reparé en los pantalones de vestir de Amelia, su polo de golf blanco inmaculado y sus deportivas a juego. Miré a Pam y comprobé que sus pálidos ojos estaban abiertos como nunca.

—Te presento a mi compañera de piso, Amelia Broadway —le dije a Pam—. Ésta es la vampira Pam.

—Encantada de conocerte —contestó Pam.

—Bonito conjunto —le respondió Amelia.

Pam parecía satisfecha.

—Tú también tienes buen aspecto —dijo.

—¿Eres una vampira de los alrededores? —preguntó Amelia. Si algo era, es directa y parlanchina.

—Soy la lugarteniente de Eric —explicó—. ¿Sabes quién es Eric Northman?

—Claro —dijo Amelia—. El ardiente rubiales que vive en Shreveport, ¿no?

Pam sonrió, dejando asomar sus colmillos. Paseé la mirada entre las dos. La madre del cordero.

—Quizá te gustaría pasarte por el bar alguna noche —invitó Pam.

—Oh, claro —respondió Amelia, aunque no como si estuviese especialmente emocionada. Se hacía la dura. Si no conocía mal a Amelia, le duraría unos diez minutos.

Acudí a atender a un cliente que me llamaba desde otra mesa. Por el rabillo del ojo vi que Amelia se sentaba con Pam, y hablaron durante unos minutos antes de que Amelia se levantara y se fuese a la barra para esperarme allí.

—¿Qué te trae por aquí esta noche? —pregunté, puede que un poco abruptamente.

Amelia arqueó las cejas, pero no me disculpé.

—Sólo quería decirte que he cogido un recado telefónico en casa.

—¿De quién?

—De Quinn.

Sentí que una sonrisa se encendía en mi cara. Una de verdad.

—¿Qué ha dicho?

—Dijo que te vería en Rhodes. Ya te echa de menos.

—Gracias, Amelia. Pero podrías haberme llamado aquí para decírmelo, o habérmelo contado cuando hubiese vuelto a casa.

—Oh, es que me aburría un poco.

Sabía que eso pasaría, tarde o temprano. Amelia necesitaba un trabajo, uno a jornada completa. Echaba de menos su ciudad y a sus amigos, por supuesto. A pesar de haber dejado Nueva Orleans antes de lo del Katrina, sufrió cada día que pasó desde que el huracán golpeara la ciudad. También echaba de menos la práctica de la brujería. Esperaba que hiciera migas con Holly, otra camarera y una dedicada wiccana. Amelia sentía cierto desprecio por la fe wiccana. Alguna que otra vez, Amelia se había reunido con la asamblea de Holly, en parte por guardar las formas… y en parte porque echaba de menos la compañía de otras practicantes como ella.

Al mismo tiempo, mi huésped se sentía muy nerviosa ante la posibilidad de ser descubierta por las brujas de Nueva Orleans y verse obligada a pagar una multa por su error con Bob. Para añadir otra capa emocional al asunto, desde el Katrina, Amelia temía por el bienestar de sus antiguos compañeros. No había forma de saber si estaban bien sin delatarse.

A pesar de todo eso, sabía que llegaría un día (o noche) en el que Amelia vería desbordarse su inquietud, hasta el punto de querer buscar más allá de mi casa, mi patio y Bob.

Traté de no fruncir el ceño cuando Amelia volvió a la mesa de Pam para seguir charlando. Le recordé a mi guerrera interior que Amelia era muy capaz de cuidar de sí misma. Probablemente estuviera más segura de ello la noche de Hotshot. Cuando volví al trabajo, centré mis pensamientos en la llamada de Quinn. Deseé haber tenido mi móvil nuevo encima (gracias al pequeño alquiler que me pagaba Amelia, me pude permitir uno), pero no pensaba que fuese adecuado llevarlo en horas de trabajo. Y Quinn sabía que no lo tendría conmigo, ni encendido, salvo que tuviese la libertad de responder. Deseé que Quinn me estuviera esperando en casa cuando dejara el bar, dentro de una hora. La fuerza de esa fantasía me intoxicó.

Aunque hubiese estado encantada con revolcarme en esa sensación, dejándome tentar por el rubor que me provocaba mi nueva relación, decidí que era hora de bajar a tierra y enfrentarme a mi pequeña realidad. Me centré en servir mis mesas, sonreír y charlar cuando fuera necesario, y poner una nueva TrueBlood a Pam de vez en cuando. Por lo demás, dejé a Amelia y Pam en su mano a mano.

Al fin terminó mi última hora de trabajo y el bar se despejó. Hice mis tareas de cierre, al igual que mis demás compañeros. Cuando me cercioré de que las cajas de servilletas y los saleros estuvieran llenos y listos para la jornada siguiente, recorrí el corto pasillo hasta el almacén para dejar mi delantal en la gran cesta de lavandería. Tras escuchar nuestras pistas y quejas durante años, Sam finalmente hizo que colgaran un espejo para nuestra alegría. Me sorprendí a mí misma totalmente quieta, contemplándolo. Hice por espabilarme y empecé a deshacer el nudo del delantal. Arlene se estaba atusando la melena roja. Arlene y yo ya no éramos tan buenas amigas. Se había unido a la Hermandad del Sol. Si bien la Hermandad se presentaba al mundo como una organización informativa, dedicada a difundir la «verdad» acerca de los vampiros, sus filas estaban atestadas de quienes pensaban que todo vampiro era maligno y debía ser eliminado con métodos violentos. Lo peor de la Hermandad extendió su rabia sobre los humanos que trataban con los vampiros.

Humanos como yo.

Arlene trató de cruzar su mirada con la mía en el espejo. No lo logró.

—¿Esa vampira del bar es tu colega? —dijo, poniendo un énfasis peyorativo en la última palabra.

—Sí —contesté. Aunque no me caía muy bien, podía decir que era mi colega. Todo lo relacionado con la Hermandad me erizaba el vello de la nuca.

—Tienes que salir más con humanos —dijo Arlene. Su boca formaba una franja rígida, sus ojos pesadamente maquillados entornados con intensidad. Arlene nunca había sido lo que se puede decir una pensadora de hondura, pero me sorprendía y me consternaba lo rápidamente que había sido engullida por la ideología de la Hermandad.

—Paso el noventa y cinco por ciento de mi tiempo con humanos, Arlene.

—Pues tendría que ser el cien por cien.

—No puedo imaginar en qué punto sería eso de tu incumbencia. —Había tirado de mi paciencia hasta su límite.

—Has acumulado todas esas horas porque te vas con un grupo de vampiros a una especie de reunión, ¿no es así?

—Insisto, ¿por qué te metes donde no te llaman?

—Tú y yo hemos sido amigas durante mucho tiempo, Sookie, hasta que ese Bill Compton entró por la puerta del bar. Ahora siempre estás con los vampiros, y llevas a gente rara a tu casa.

—No tengo por qué darte cuentas de cómo vivo —dije, sintiendo cómo saltaba mi espita. Podía ver todo lo que había en su mente, todo ese prejuicio puritano y pagado de sí mismo. Me dolía. Me disgustaba profundamente. Había hecho de canguro para sus hijos, la consolé cuando una serie de hombres que no merecían la pena la dejaron tirada, limpié su caravana y la animé para que saliera con hombres que no la pisotearan. Y ahora ella me miraba, ciertamente sorprendida ante mi estallido de rabia—. Está claro que tienes unos agujeros enormes en tu vida si necesitas llenarlos con toda esa mierda de la Hermandad —añadí—. No hay más que ver a los hombres hechos y derechos con los que sales, deseando casarte con ellos. —Con esa poco cristiana referencia, clavé el tacón y me giré para salir del bar, agradecida por haber cogido antes mi bolso del despacho de Sam. No hay nada peor que tener que hacer una parada en medio de una salida llena de dignidad.

De alguna manera, me di cuenta de que Pam estaba a mi lado. Se me había acercado tan deprisa que ni siquiera la vi moverse. Miré por encima del hombro. Arlene estaba apoyada de espaldas en la pared, con la expresión distorsionada por el dolor y la rabia. Mi tiro de despedida le había dado donde más le dolía. Uno de los novios de Arlene le había robado la cubertería de plata de la familia, y sus maridos…, no sabría por dónde empezar.

Pam y yo ya estábamos fuera antes de poder reaccionar a su presencia.

Aún estaba conmocionada por el ataque verbal de Arlene y mi propia reacción de ira.

—No debí haberle dicho nada sobre él —me lamenté—. Sólo porque uno de los maridos de Arlene fuese un asesino no me da razón para ser así de mala. —Estaba comportándome justo como mi abuela, y no pude reprimir una risa nerviosa.

Pam era un poco más baja que yo, y levantó la vista hacia mi cara con curiosidad mientras yo trataba de recuperar el control.

—Esa tipa es una zorra —dijo Pam.

Saqué un pañuelo de mi bolso para secarme las lágrimas. Suelo llorar cuando me enfado; y lo odio. Las lágrimas te hacen parecer débil, independientemente de qué las haya causado.

Pam me cogió de la mano y me limpió las lágrimas con el pulgar. La ternura del gesto se vio mitigada cuando se metió el dedo en la boca, pero quise creer que su intención era buena.

—Yo no diría tanto, pero no tiene el cuidado que debería con las compañías que frecuenta —admití.

—¿Por qué la defiendes?

—La costumbre —dije—. Hace años que somos amigas.

—¿Y qué has sacado de su amistad? ¿Qué beneficio ha supuesto?

—Ella… —Tuve que interrumpirme para pensarlo—. Supongo que me dio la excusa para decir que tenía una amiga. Cuidé de sus hijos y la ayudé con ellos. Cuando no podía venir a trabajar, me hacía cargo de sus horas, y si ella hacía mi turno, yo le limpiaba la caravana a cambio. Si me ponía enferma, ella venía a verme y me traía comida. Pero, lo más importante, era tolerante con mis diferencias.

—Ella te utilizó y tú te sentiste agradecida —señaló Pam. Su rostro impertérrito no daba pista alguna acerca de sus sentimientos.

—Escucha, Pam, no era así.

—¿Y cómo era, Sookie?

—Yo le caía bien de verdad. Pasamos nuestros buenos ratos.

—Es una vaga. También con sus amistades. Si le resulta fácil ser amable, no hay problema. Pero si el viento cambia, su amistad se esfuma. Y creo que ahora el viento sopla en sentido contrario. Ha encontrado otra forma de sentirse importante por sí misma, odiando a otros.

—¡Pam!

—¿Acaso no es verdad? Llevo años observando a la gente. Conozco a las personas.

—Hay verdades que se deben decir, y otras que es mejor que no se digan.

—Más bien hay verdades que preferirías que no dijera —me corrigió.

—Sí. Tienes razón…, la verdad.

—En ese caso, te dejaré y volveré a Shreveport. —Pam se dispuso a rodear el edificio, donde tenía aparcado el coche.

—¡Eh!

—¿Sí? —dijo, dándose la vuelta.

—A todo esto, ¿por qué has venido?

Pam sonrió inesperadamente.

—¿Aparte de para hacerte preguntas sobre tu relación con mi creador? ¿Y el incentivo de haber conocido a tu deliciosa compañera de piso?

—Sí, aparte de todo eso.

—Quiero hablarte de Bill —dijo, para mi profunda sorpresa—. De Bill y de Eric.