Capítulo 5

Andaba yo más dormida que despierta. Menos mal que conocía cada rincón del Merlotte's como la palma de mi mano, o me habría dado con cada mesa y cada silla. Bostecé ampliamente mientras tomaba nota a Selah Pumphrey. Normalmente, Selah me ponía de los nervios. Llevaba varias semanas saliendo con mi innombrable ex amante; bueno, ya eran meses. Por muy invisible que mi ex se hubiera hecho, nunca conseguiría tragarla a ella.

—¿No has descansado bien, Sookie? —preguntó, con voz afilada.

—Perdona —me disculpé—. Supongo que no. Anoche estuve en la boda de mi hermano. ¿Qué aliño querías para la ensalada?

—Ranchero. —Los grandes ojos negros de Selah me escrutaban como si estuviera a punto de pintarme un retrato. De veras quería saberlo todo sobre la boda de Jason, pero preguntarme sería como ceder terreno al enemigo. Será tonta.

Bien pensado, ¿qué hacía Selah allí? Nunca iba al bar sin Bill. Vivía en Clarice. No es que Clarice estuviese muy lejos; se podía llegar en un cuarto de hora o veinte minutos, a lo sumo. Pero ¿por qué estaría una promotora inmobiliaria de Clarice…? Oh. Debía de estar enseñando alguna casa por aquí. Sí, el cerebro me iba lento ese día.

—Vale, marchando —dije, y me volví para irme.

—Escucha —pidió Selah—. Quiero ser sincera.

Ay, Dios. En mi experiencia, eso quería decir «deja que sea abiertamente malvada».

Me di la vuelta, resuelta a parecer muy irritada, que era como me sentía realmente. No era el mejor día para joderme. Entre mis muchas preocupaciones, estaba el hecho de que Amelia no había vuelto a casa anoche, y cuando subí para buscar a Bob, descubrí que había vomitado en su cama…, lo cual no me habría importado demasiado, pero resultaba que había puesto la colcha de mi bisabuela. Me había tocado a mí limpiar el desastre y poner en remojo la colcha. Quinn se había marchado temprano, y sencillamente me sentía triste por ello. Y luego estaba lo del matrimonio de Jason, todo un potencial para el desastre.

Se me ocurrieron algunas cosas más que añadir a la lista, pero eran suficientes para saber que no estaba pasando por mi mejor momento.

—Estoy trabajando, Selah, no para tener charlas personales contigo.

Omitió mis palabras.

—Sé que vas a hacer un viaje con Bill —dijo—. Estás intentando quitármelo. ¿Cuánto tiempo llevas planeándolo?

Sé que la mandíbula se me había quedado colgando. Era lo que menos me esperaba de ella. El cansancio solía afectar a mi telepatía, al igual que a mi tiempo de reacción y el proceso de mis ideas. Además, subía mis escudos a tope cuando trabajaba, así que no vi venir a Selah. Un estallido de ira me recorrió de parte a parte, haciendo que levantara la mano para darle un bofetón, pero una dura y cálida mano me la agarró y la devolvió a su sitio. Era Sam, y ni siquiera le había visto llegar. Al parecer, me lo estaba perdiendo todo ese día.

—Señorita Pumphrey, me temo que hoy tendrá que almorzar en otra parte —señaló Sam, tranquilamente. Por supuesto, todo el mundo estaba mirando. Pude sentir como todas las mentes se ponían en alerta ante los potenciales futuros cotilleos mientras las miradas absorbían cada matiz de la escena. Pude sentir cómo se me sonrojaba la cara.

—Tengo derecho a comer aquí —dijo Selah, con voz alta y arrogante. Fue un gran error. En un abrir y cerrar de ojos, las simpatías de los parroquianos se decantaron de mi lado. Pude sentir cómo sus oleadas se me echaban encima. Abrí los ojos de par en par y adopté un aspecto triste, como el de esos crios de ojos anormalmente grandes de las horribles pinturas de gente sin hogar. Parecer patética no era para tanto. Sam puso un brazo sobre mí, como si fuese una niña herida y miró a Selah con una expresión de honda decepción por su comportamiento.

—Y yo tengo derecho a pedirte que te vayas —contestó—. No tolero que insultes a mi personal.

Selah nunca era grosera con Arlene, Holly o Danielle. Apenas sabía de su existencia, ya que era de ese tipo de personas que nunca miran a quienes les sirven. Nunca se había podido quitar de la cabeza que Bill había salido conmigo antes de conocerla a ella, entendiendo «salir» como un eufemismo para «follar frecuente y afanadamente con alguien».

El cuerpo de Selah se estremeció de rabia mientras se levantaba y arrojaba la servilleta al suelo. Lo hizo de forma tan abrupta que habría tirado la silla al suelo si Dawson, un licántropo tan fuerte como una roca que llevaba un negocio de reparación de motocicletas, no la hubiera cogido con una mano. Selah aferró su bolso para dirigirse a la puerta, evitando chocarse por los pelos con mi amiga Tara, que entraba en ese momento.

Dawson estaba de lo más entretenido con la escena.

—Y todo eso por un vampiro —observó—. Esas cosas de sangre fría tienen que tener algo para que dos mujeres bonitas se enfaden así.

—¿Y quién está enfadada? —dije, sonriente y bien erguida para demostrarle a Sam que no estaba para nada desconcertada. No creo que llegara a engañarle, ya que Sam me conoce muy bien, pero cogió la intención y volvió detrás de la barra. Los murmullos de la jugosa conversación a la que había dado lugar el enfrentamiento aumentaron desde los parroquianos que estaban comiendo. Me dirigí hacia la mesa donde había tomado asiento Tara. La acompañaba J.B. du Rone.

—Tienes buen aspecto, J.B. —comenté, alegre, sacando los menús de la caja de servilletas con el salero y el pimentero, y entregándoles uno a cada uno. Me temblaban las manos, pero no creo que se dieran cuenta.

J.B. me sonrió.

—Gracias, Sookie —dijo, con su agradable voz de barítono. Era muy guapo, pero andaba muy corto de inteligencia. Sin embargo, eso le otorgaba una encantadora sencillez. Tara y yo habíamos cuidado de él en la escuela, ya que, una vez que otros compañeros menos guapos observaron y enfilaron esa sencillez, J.B. lo pasó bastante mal… sobre todo en el instituto. Dado que Tara y yo también contábamos con serias manchas en nuestros expedientes de popularidad, tratamos de protegerlo tanto como pudimos. A cambio, J.B. me invitó a un par de bailes a los que me apetecía mucho asistir, y su familia le facilitó a Tara un lugar donde quedarse cuando la mía no pudo.

Tara se había acostado con él en algún punto de aquel doloroso camino. Yo no. Pero no parecía afectar a la relación de ninguno.

—J.B. tiene trabajo nuevo —comentó Tara, sonriente y con un aire de autosatisfacción. Así que ésa era la razón por la que habían venido. Nuestra relación había pasado por algunas tiranteces durante los últimos meses, pero sabía que querría compartir su orgullo después de haber hecho algo bueno por J.B.

Eran muy buenas noticias. Y me ayudó a no pensar en Selah Pumphrey y su momento rabioso.

—¿Dónde? —le pregunté a J.B., que contemplaba el menú como si fuese la primera vez que lo veía.

—En el gimnasio de Clarice —dijo. Levantó la mirada y sonrió—. Dos días a la semana me tengo que sentar en un mostrador con esto puesto. —Hizo un gesto con la mano para resaltar su polo, limpio y ajustado, marrón con rayas borgoña, y sus pantalones igual de ajustados—. Recibo a los miembros, hago saludables estiramientos, limpio el material y dispongo las toallas. Tres días a la semana me pongo el chándal y entreno con las señoras.

—Suena genial —afirmé, fascinada por la perfección del trabajo ante la limitación de las cualificaciones de J.B. Era adorable; impresionantes músculos, cara bonita, dientes blancos y rectos. Sin duda, era un anuncio para cualquier gimnasio. También era un tipo de buen corazón y muy limpio.

Tara se me quedó mirando, aguardando su merecido elogio.

—Buen trabajo —le dije, y chocamos los cinco.

—Bueno, Sookie, lo único que falta para que la vida sea perfecta es que me llames alguna noche —dijo J.B. Nadie era capaz de proyectar una lujuria tan sencilla y absoluta como él.

—Muchas gracias, J.B., pero ahora estoy saliendo con alguien —respondí, sin molestarme en bajar la voz. Tras la pequeña exhibición de Selah, sentía la necesidad de presumir un poco.

—Ohh, ¿ese Quinn? —preguntó Tara. Puede que le hubiese hablado de él un par de veces. Asentí, y volvimos a chocar los cinco—. ¿Está en la ciudad? —interrogó, bajando la voz.

—Se marchó esta mañana —respondí, con el mismo tono de discreción.

—Yo quiero la hamburguesa mexicana con queso —dijo J.B.

—Pues te traeré una —contesté, y cuando Tara pidió lo suyo, me dirigí hacia la cocina. No sólo me alegraba mucho por J.B., sino que parecía que Tara y yo habíamos solucionado nuestras diferencias. Necesitaba un toque positivo en mi día, y lo había recibido.

Cuando llegué a casa con un par de bolsas de la compra, Amelia había vuelto y mi cocina brillaba como si fuese una de exposición. Cuando se aburría o se sentía estresada, a Amelia le daba por limpiar, lo cual era una maravillosa costumbre en una compañera de piso, sobre todo cuando no estás acostumbrada a tener una. Me gusta la limpieza, y de vez en cuando me da por limpiar de arriba abajo, pero en comparación con Amelia no era más que una aficionada.

Miré las ventanas impolutas.

—Te sientes culpable, ¿eh? —dije.

Amelia dejó caer los hombros. Estaba sentada a la mesa de la cocina con una taza humeante de uno de sus extraños tés.

—Sí —respondió, abatidamente—. Vi que la colcha estaba en la lavadora. He limpiado la mancha y la he tendido en la cuerda de atrás.

Como me había dado cuenta de ello al entrar, me limité a asentir.

—La represalia de Bob —dije.

—Ya.

Abrí la boca para preguntarle con quién había pasado la noche, pero me di cuenta de que no era asunto mío. Además, a pesar de encontrarme muy cansada, Amelia emitía pensamientos como nadie, y en segundos supe que había estado con el primero de Calvin, Derrick, y el sexo no había sido nada del otro mundo. Y las sábanas de Derrick estaban muy sucias, lo cual había sacado de quicio a Amelia. Y, por si fuera poco, cuando se despertó, Derrick dejó claro que el pasar una noche juntos los convertía en pareja. A Amelia le costó lo suyo para que Derrick la acercara a casa en su coche. Estaba empecinado en que se quedara con él en Hotshot.

—Flipada, ¿eh? —comenté, metiendo la carne de hamburguesa en la nevera. Esa semana me tocaba cocinar a mí, e iba a hacer filetes de carne picada, patatas asadas y judías verdes.

Amelia asintió, elevando la taza para tomar un sorbo. Se trataba de un remedio casero para la resaca que había pergeñado, y se estremeció al experimentarlo en sí misma.

—Pues sí. Los tíos de Hotshot son un poco raros —afirmó—. Algunos. —Amelia sintonizaba mejor que nadie con mi telepatía. Dada su naturaleza sincera y abierta (a veces demasiado), supongo que nunca sintió la necesidad de ocultar ningún secreto.

—¿Qué vas a hacer? —le pregunté, sentándome frente a ella.

—Verás, no hacía mucho que salía con Bob —dijo, saltando al meollo de la conversación sin molestarse en preliminares. Sabía que la comprendía—. Sólo estuvimos juntos esa noche. Créeme, fue genial. Me caló hondo. Por eso empezamos a… eh, experimentar.

Asentí, tratando de parecer comprensiva. Por mí, los experimentos estaban bien; lamer donde nunca lo habías hecho antes, o probar esa postura que acaba provocándote un calambre en el muslo. Cosas así. Pero nada que implicase convertir a tu amante en un animal. Nunca conseguí aunar los ánimos suficientes para preguntarle a Amelia cuál había sido el objetivo, y era una cosa que su cerebro no proyectaba.

—Supongo que te gustan los gatos —dije, siguiendo mi proceso mental hasta la conclusión más lógica—. Quiero decir, que Bob es un gato. Uno pequeño. Y, luego, de entre todos los tíos disponibles que hubieran alucinado por pasar una noche contigo, escogiste a Derrick.

—¿Oh? —saltó Amelia, poniéndose tiesa. Trató de sonar casual—. ¿Más de uno?

Amelia tenía la tendencia a pensar muy bien de sí misma como bruja, pero no tanto como mujer.

—Uno o dos —dije, esforzándome por no reírme. Bob entró en la cocina y se rozó con mis piernas, ronroneando sonoramente. No pudo haber sido más explícito, pues rodeó a Amelia como si se tratara de un montón de excrementos de perro.

Amelia lanzó un profundo suspiro.

—Escucha, Bob, tienes que perdonarme —le suplicó al gato—. Lo siento. Simplemente me dejé llevar. Una boda, unas cuantas cervezas, bailar en la calle, un tipo exótico… Lo siento. De verdad. Lo siento horrores. ¿Qué tal si te prometo celibato hasta que encontremos una forma de devolverte a tu forma?

Aquello suponía un gran sacrificio por parte de Amelia, como sabría cualquiera que se hubiese pasado un par de semanas (y más) leyéndole la mente. Era una chica muy saludable y una mujer muy directa. También era muy variopinta en cuanto a sus gustos.

—Bueno —dijo, pensándoselo mejor—, ¿qué tal si te prometo no enrollarme con ningún tío?

Bob sentó los cuartos traseros, enrollando su cola en las patas delanteras. Parecía adorable mientras contemplaba a Amelia con esos ojos amarillos que no parpadeaban. Parecía que se lo estaba pensando.

—Rrrr —respondió al fin.

Amelia sonrió.

—¿Crees que eso es un sí? —dije—. Si es así, recuerda… que a mí sólo me gustan los chicos, así que no me mires.

—Oh, no creo que tratase de tirarte los tejos de todos modos —contestó Amelia.

¿He dicho que Amelia peca a veces de un poco de falta de tacto?

—¿Y por qué no? —pregunté, sintiéndome insultada.

—No escogí a Bob al azar —dijo ella, todo lo azorada que podía parecer—. Me gustan delgaduchos y oscuros.

—Tendré que vivir con eso —bromeé, procurando parecer profundamente decepcionada. Amelia me arrojó una bola de té y yo la cogí al vuelo.

—Buenos reflejos —dijo, asombrada.

Me encogí de hombros. Si bien hacía una eternidad que había ingerido sangre de vampiro, parecía que algo de ella seguía presente en mi cuerpo. Siempre he sido una persona saludable, pero, de un tiempo a aquella parte, apenas si recordaba lo que era un dolor de cabeza. Y me movía un poco más deprisa que el resto de la gente. No era la única persona que disfrutaba de los efectos secundarios de la ingesta de sangre vampírica. Ahora que los efectos son del dominio público, los propios vampiros se han convertido en presas. El cultivo de su sangre para venderla en el mercado negro se ha convertido en una profesión tan peligrosa como lucrativa. Esa misma mañana, había oído en la radio que un drenador había desaparecido de su apartamento de Texarkana después de que le concedieran la condicional. Si te ganas la enemistad de un vampiro, has de saber que te puede esperar mucho más tiempo que cualquiera.

—Puede que sea la sangre de hada —comentó Amelia, mirándome de forma pensativa.

Volví a encogerme de hombros, esta vez con expresión de «no sigas con el tema». Recientemente, había averiguado que había parte de hada en mi ascendencia, y no era algo que me alegrara precisamente. Ni siquiera sabía de qué parte de mi familia procedía ese legado, mucho menos de quién concretamente. Todo lo que sabía era que, en algún momento del pasado, algún miembro de mi familia tuvo un encuentro íntimo y personal con un ser feérico. Me pasé un par de horas explorando los árboles genealógicos y la historia familiar que mi abuela tanto se había esmerado en recopilar, pero no encontré ninguna pista.

Como si el mero pensamiento la hubiera invocado, Claudine llamó a la puerta trasera. No es que hubiera llegado gracias a unas livianas alas, sino en su coche. Claudine era un hada de pura sangre, y tenía otros medios para desplazarse, aunque sólo los empleaba en casos de emergencia. Es muy alta, con una densa melena negra, y grandes ojos rasgados a juego. Tiene que cubrirse las orejas con el pelo ya que, a diferencia de su hermano mellizo, Claude, no se ha redondeado quirúrgicamente las puntas afiladas.

Claudine me abrazó entusiasmada, relegando a Amelia a un saludo en la distancia. No eran precisamente almas gemelas. Amelia había adquirido la aptitud mágica, mientras que Claudine era mágica hasta el tuétano. Cierta desconfianza era la tónica entre ambas.

Claudine viene a ser la criatura más alegre que he conocido nunca. Es muy amable, dulce y servicial, como una GirlScout sobrenatural, no sólo porque lo lleva en su naturaleza, sino porque trata de ascender en la cadena mágica para convertirse en un ángel. Esa noche, la cara de Claudine estaba inusualmente seria. Mi corazón dio un vuelco. Me apetecía irme a la cama y echar de menos a Quinn en privado. También quería relajarme de lo nerviosa que me había puesto en el Merlotte's. No me apetecía recibir malas noticias.

Claudine se sentó frente a mí y me sostuvo las manos sobre la mesa de la cocina. Sin mirar a Amelia, le dijo:

—Date un paseo, bruja —y me quedé boquiabierta.

—Zorra de orejas puntiagudas —murmuró Amelia, levantándose con su taza de té.

—Asesina de compañeros —repuso Claudine.

—¡No está muerto! —estalló Amelia—. ¡Sólo es… diferente!

Claudine bufó, lo cual no resultó ser una mala respuesta.

Estaba demasiado cansada para reprender a Claudine por su grosería sin precedentes, y me sujetaba las manos con demasiada fuerza como para alegrarme por su reconfortante presencia.

—¿Qué pasa? —pregunté. Amelia salió de la cocina como una exhalación y oí sus fuertes pasos al subir las escaleras.

—¿No hay vampiros por aquí? —preguntó Claudine con voz ansiosa. ¿Sabéis lo que siente un adicto al chocolate ante un helado de chocolate con doble ración de tropezones de chocolate? Pues así es como se sienten los vampiros ante las hadas.

—No. No hay nadie, salvo tú, Amelia, Bob y yo —dije. No iba a negarle la personalidad a Bob, aunque a veces era muy difícil de recordar, sobre todo cuando era necesario limpiarle la caja de los excrementos.

—¿Vas a acudir a esa cumbre?

—Sí.

—¿Por qué?

Buena pregunta.

—La reina me paga por ello —respondí.

—¿Tanto necesitas el dinero?

Empecé a desestimar su preocupación, pero luego me lo pensé en serio. Claudine había hecho mucho por mí, y lo mínimo que podía hacer por ella era sopesar lo que me decía.

—Hombre, puedo pasar sin él —dije. Después de todo, aún conservaba parte del dinero que Eric me había pagado por ocultarlo de un grupo de brujas. Pero ya había gastado una porción, como suele pasar con el dinero; el seguro no había cubierto todo lo que resultó dañado por el incendio que consumió mi cocina el invierno anterior, y había comprado nuevos accesorios, aparte de hacer una donación al departamento de bomberos voluntarios. Acudieron muy deprisa e hicieron grandes esfuerzos por salvar mi cocina y mi coche.

Y Jason había necesitado ayuda para pagar la factura del médico por el aborto de Crystal.

Sentía que echaba de menos esa capa de protección que separa la solvencia de la bancarrota. Me apetecía reforzarla, ensancharla. Mi pequeño barco navegaba por aguas financieras peligrosas, y me apetecía contar con un remolcador cerca para mantenerlo a flote.

—Puedo pasar sin él —expresé, más firmemente—, pero no quiero.

Claudine suspiró. Su expresión estaba llena de preocupación.

—No puedo ir contigo —dijo—. Ya sabes cuántos vampiros nos rodean. Ni siquiera puedo disfrazarme.

—Lo comprendo —contesté, algo sorprendida. Jamás se me pasó por la cabeza que fuese a venir.

—Y creo que habrá problemas —dijo.

—¿De qué tipo? —La última vez que asistí a una reunión social de vampiros hubo muchos problemas, muy graves, de lo más sangrientos.

—No lo sé —dijo Claudine—, pero siento que se aproximan, y creo que deberías quedarte en casa. Claude está de acuerdo.

A Claude le importaba un bledo lo que pudiera pasarme, pero Claudine fue lo bastante generosa para incluir a su hermano en su amable gesto. Hasta donde yo sabía, el mayor beneficio que podía sacar el mundo de Claude era estético. Era profundamente egoísta, carecía de don de gentes y era absolutamente precioso.

—Lo siento, Claudine, y te echaré de menos mientras esté en Rhodes —dije—. Pero me he comprometido a ir.

—Permanecer en la estela de un vampiro —explicó Claudine lúgubremente— te marcará como una de los suyos, sin remedio. No volverás a ser una inocente espectadora. Demasiadas criaturas sabrán quién eres y dónde encontrarte.

No era tanto lo que decía como la forma de hacerlo lo que me provocó escalofríos por todo el cuerpo. Tenía razón. No contaba con defensa alguna, aunque estaba convencida de que ya estaba demasiado hundida en el mundo de los vampiros como para salir de él.

Sentada allí, en mi cocina, con los últimos rayos de sol de la tarde colándose por la ventana, tuve una de esas iluminaciones que te cambian para siempre. Amelia guardaba silencio en el piso de arriba. Bob había regresado para sentarse junto a su cuenco de comida y contemplar a Claudine. Ésta brillaba bajo el torrente de sol que le caía directamente sobre la cara. A la mayoría de nosotros, eso nos revelaría cada mínimo defecto de la piel. Pero Claudine no dejaba de parecer perfecta.

No estaba segura de poder comprender jamás a Claudine y su forma de ver el mundo, y tenía que admitir que sabía aterradoramente poco acerca de su vida; pero estaba bastante segura de que se había entregado genuinamente a mi bienestar, por la razón que fuese, y que de verdad temía por mí. Y aun así, sabía que acudiría a Rhodes con la reina, con Eric, el innombrable y el resto de la comitiva de Luisiana.

¿Tenía curiosidad sobre la agenda de los vampiros en la cumbre? ¿Deseaba la atención de más miembros de la sociedad de los no muertos? ¿Deseaba ser conocida como una fanática de los vampiros, esos humanos que simplemente adoran a los muertos andantes? ¿Anhelaba alguna parte de mí tener la oportunidad de estar cerca de Bill implícitamente, aun en busca de algún sentido emocional a su traición? ¿O era Eric? Sin saberlo, ¿acaso estaba enamorada del extravagante vikingo que era tan guapo, tan bueno haciendo el amor y tan político a la vez?

Se antojaba un prometedor saco de problemas para la nueva temporada de las radionovelas.

—Sintonízame mañana —murmuré. Cuando Claudine me miró de soslayo, continué—: Claudine, me avergüenza hacer algo que no tiene sentido desde muchos puntos de vista, pero quiero el dinero y lo voy a hacer. Volveré para verte. No te preocupes, por favor.

Amelia irrumpió de nuevo en la habitación y empezó a hacerse otro té. No se quedaría mucho tiempo.

Claudine pasó de ella.

—Me voy a preocupar —dijo, sin más—. Se avecinan problemas, mi querida amiga, y caerán directamente sobre tu cabeza.

—Pero ¿acaso sabes cómo o cuándo?

Meneó la cabeza.

—No, sólo sé que se avecinan.

—Mírame a los ojos —susurró Amelia—. Veo un hombre alto y moreno…

—Cállate —le dije.

Nos dio la espalda e hizo un excesivo aspaviento.

Claudine se fue poco después. En lo que quedó de visita, no recuperó en ningún momento su típico aire alegre. Nunca volvió a hablar de mi viaje.