Capítulo 3

Estábamos en la cocina cuando volvió Amelia. Había dado de comer a Bob, su gato. Se había portado tan bien antes, que se merecía una mínima recompensa. El tacto no suele venir de serie con Amelia.

Bob pasó de su pienso para centrarse en observarnos mientras Quinn freía unas lonchas de beicon y yo troceaba unos tomates. Había sacado el queso, la mayonesa, la mostaza y los encurtidos, cualquier cosa imaginable que un hombre querría en su sándwich de beicon. Me había puesto unos viejos shorts y una camiseta. Quinn había cogido su bolsa de la ranchera y se había puesto su ropa informal: una camiseta sin mangas y unos pantalones desgastados.

Amelia revisó a Bob de la cabeza a la cola cuando se volvió hacia los fogones, y luego posó su mirada en mí, acompañándola con una amplia sonrisa.

—¿Os lo habéis pasado bien, chicos? —dijo, soltando las bolsas de la compra sobre la mesa de la cocina.

—Llévalas a tu habitación, por favor —contesté, porque, de lo contrario, Amelia nos hubiese hecho admirar todas y cada una de las cosas que había comprado. Entre forzados pucheros, agarró sus bolsas y se las llevó al piso de arriba. Volvió al cabo de un minuto, y le preguntó a Quinn si quedaba beicon suficiente para ella.

—Claro —dijo Quinn, gustoso, poniendo unas cuantas lonchas más en la sartén.

Me encantan los hombres que saben cocinar. Mientras yo preparaba los platos y los cubiertos, era bien consciente de la ternura que sentía bajo el ombligo, así como de mi abrumadoramente relajado humor. Saqué tres vasos del armario, pero olvidé lo que iba a hacer de camino a la nevera, ya que Quinn se apartó un momento del fogón para darme un rápido beso. Sus labios eran tan tibios y firmes que me recordaron a otra cosa suya que había estado tibia y firme. Recordé, como si de un instante de revelación se tratara, la primera vez que Quinn entró en mí. Habida cuenta de que mis únicos encuentros sexuales previos habían sido con vampiros, que sin duda van más por el lado frío de las cosas, os podéis imaginar la desconcertante experiencia que puede suponer un amante que respira, a quien le late el corazón y que tiene un pene cálido. De hecho, los cambiantes suelen ser un poco más calientes que los humanos normales. A pesar del preservativo, pude sentir su calor.

—¿Qué? —preguntó Quinn—. ¿A qué viene esa mirada? —Sonreía interrogativamente.

Le devolví la sonrisa.

—Sólo estaba pensando en tu temperatura —dije.

—Eh, ya sabías lo caliente que me pones —declaró, sonriente—. ¿Qué me dices de lo de leer los pensamientos? —dijo, más en serio—. ¿Cómo fue?

Me pareció maravilloso que hubiese hecho la pregunta.

—No podría definir tus pensamientos con claridad —respondí, con una amplia sonrisa—. Quizá podrían resumirse con un «Sísísísísíporfavorporfavor».

—Entonces no hay problema —dijo, perfectamente seguro de sí mismo.

—No hay problema. Siempre que sigas envuelto en el momento y estés contento, yo lo estaré.

—Y tanto —dijo, volviéndose al fogón—. Esto es sencillamente genial.

Yo también lo pensaba.

Sencillamente genial.

Amelia se comió su sandwich con gran apetito y luego cogió en brazos a Bob para darle unos trozos de beicon que había ido acumulando. El gran gato blanco y negro ronroneó ostentosamente.

—Bueno —señaló Quinn, cuando su primer sándwich hubo desaparecido a una velocidad vertiginosa—, ¿éste es el tipo que se transformó por error?

—Sí —dijo Amelia, acariciando las orejas de Bob—, éste es. —Estaba sentada con las piernas cruzadas en la silla de la cocina, algo de lo que yo era simplemente incapaz, y su atención se centraba en el gato—. El coleguilla —canturreó—. Mi cosita linda. Mira qué lindo es, míralo.

Quinn parecía un poco molesto, pero yo era igual de culpable por hablar a Bob como si fuese un bebé cuando estábamos solos. Bob, el brujo, había sido un extraño tipo delgaducho y con cierto encanto friqui. Amelia me dijo que había sido peluquero; decidí que, si eso era verdad, se dedicaba a arreglar cabelleras en una funeraria. Pantalones negros, camisa blanca…, ¿bicicleta? ¿Alguna vez habéis visto a un peluquero que se presente de esa guisa?

—Bien —dijo Quinn—. ¿Y qué estás haciendo al respecto?

—Estoy estudiando —explicó Amelia—. Estoy tratando de averiguar qué es lo que hice mal para enderezarlo. Sería más fácil si pudiera… —Su voz se desvaneció con cierta culpabilidad.

—¿Si pudieses hablar con tu mentora? —dije, servicial.

Me miró con el ceño fruncido.

—Sí —respondió—. Si pudiera hablar con mi mentora.

—¿Y por qué no lo haces? —quiso saber Quinn.

—Primero, porque se supone que no debo usar magia de transformación. Está bastante prohibido. Segundo, he tratado de ponerme en contacto con ella por Internet desde el Katrina, en cada comunidad que usan las brujas, y no doy con ella. Puede que esté en algún refugio, quizá esté con sus hijos o con una amiga, o incluso es posible que haya muerto.

—Supongo que obtienes el grueso de tus ingresos del alquiler de tu propiedad. ¿Qué planes tienes ahora? ¿Cuál es el estado de tu propiedad? —preguntó Quinn, llevando su plato y el mío a la pila. Esa noche no tenía inconveniente en ir al grano con las preguntas personales. Aguardé con interés a las respuestas de Amelia. Siempre quise saber cosas sobre ella que me resultaban un poco violentas de preguntar, como de qué vivía entonces. A pesar de haber trabajado a tiempo parcial en la tienda de ropa de mi amiga Tara mientras su ayudante estaba de baja, sus gastos excedían con creces sus ingresos. Eso significaba que tenía un buen crédito, ahorros u otra fuente de ingresos aparte de las lecturas del tarot que había realizado en una tienda cerca de Jackson Square y el dinero del alquiler, que ya no recibía. Su madre le había dejado dinero. Debía de ser una fortuna.

—Bueno, he estado una vez en Nueva Orleans desde la tormenta —dijo Amelia—. ¿Conocéis a Everett, mi inquilino?

Quinn asintió.

—Cuando pudo hacerse con un teléfono, me informó de algunos daños en el bajo, donde vivo. Habían caído árboles y estaba lleno de ramas, y, por supuesto, no hubo agua ni luz durante dos semanas. Pero el barrio no sufrió tanto como otros, gracias a Dios, y cuando volvió la luz fui allí —respiró profundamente. Leí en su mente que temía aventurarse en el territorio que estaba a punto de revelarnos—. Yo, eh, fui a hablar con mi padre sobre los arreglos del tejado. Entonces, teníamos un tejado azul, como la mayoría de la gente de alrededor. —El plástico azul que cubría los tejados dañados era el nuevo canon en Nueva Orleans.

Era la primera vez que Amelia hablaba de su familia de una forma que no fuese tan general. Yo sabía más por sus pensamientos que por su conversación, y tenía que tener cuidado de no mezclar las dos fuentes cuando hablábamos. Podía ver la presencia de su padre en su mente, amor y resentimiento entremezclados en sus pensamientos para formar un confuso amasijo.

—¿Tu padre arreglará la casa? —preguntó Quinn como si tal cosa. Estaba hurgando en la caja donde guardaba todas las galletas que pasaban el umbral de mi casa, algo no muy habitual, ya que tiendo a ganar peso cuando hay dulces cerca. Amelia no tenía ese problema, y había acumulado un par de cajas llenas de galletas Keebler, que puso a disposición de Quinn.

Amelia asintió, mucho más absorta en el pelaje de Bob de lo que había estado un momento antes.

—Sí, ya tiene gente trabajando en ello —dijo.

Aquello era nuevo para mí.

—¿Y quién es tu padre? —Quinn seguía yendo al grano. Hasta ahí, le había funcionado.

Amelia se removió sobre la silla de la cocina, provocando que Bob alzara la cabeza en protesta.

—Copley Carmichael —dijo entre dientes.

Ambos nos quedamos callados del pasmo. Al cabo de un momento levantó la cabeza para mirarnos.

—¿Qué? —interrogó—. Vale, es famoso. Vale, es rico. ¿Y?

—El apellido es distinto —dije.

—Uso el de mi madre. Me harté de que la gente hiciera cosas raras cuando estaba delante —explicó Amelia, tajante.

Quinn y yo intercambiamos miradas. Copley Carmichael era un pez gordo en Luisiana. Tenía los dedos metidos en todo tipo de tartas económicas, y todos ellos estaban bastante sucios. Pero era un humano de los clásicos; nada de rollos sobrenaturales a su alrededor.

—¿Sabe que eres una bruja? —pregunté.

—No se lo ha creído ni un instante —dijo Amelia, frustrada y desesperada—. Cree que no soy más que una aspirante fracasada, que frecuento a gente rara para hacer cosas raras y así burlarme de él. No creería en los vampiros aunque los viese a todas horas.

—¿Y qué me dices de tu madre? —preguntó Quinn. Rellené mi taza de té. Ya me conocía la respuesta.

—Está muerta —respondió Amelia—. Hace tres años. Fue entonces cuando me mudé de la casa de mi padre al bajo de la calle Chloe. Me lo regaló cuando me gradué en el instituto para tener mi propia fuente de ingresos, pero hizo que lo gestionara sola, para que obtuviera la experiencia de primera mano.

A mí eso me parecía un trato bastante bueno. Dubitativa, dije:

—¿No era eso lo correcto? ¿Aprender mediante la práctica?

—Sí, bueno —admitió—. Pero al mudarme, quiso asignarme una paga… ¡a mi edad! Yo sabía que tenía que hacerlo por mi cuenta. Entre el alquiler, el dinero que hacía leyendo el porvenir y los trabajillos mágicos que hacía por mi cuenta, he podido salir adelante. —Alzó la cabeza, orgullosa.

Amelia parecía no darse cuenta de que el alquiler venía a ser un regalo de su padre, no algo que ella se hubiese ganado en realidad. Estaba absolutamente encantada con su autosuficiencia. La amiga que yo había hecho casi por accidente era un manojo de contradicciones. Dado que era una gran emisora de pensamientos, yo podía cazarlos altos y claros. Cuando me encontraba con ella a solas, tenía que poner todos los escudos de los que era capaz. Solía relajarme cuando Quinn andaba cerca, pero no debí hacerlo. Me estaba dejando inundar con todo el embrollo procedente de la mente de Amelia.

—¿Podría ayudarte tu padre a encontrar a tu mentora? —preguntó Quinn.

Amelia se quedó en blanco por un momento, como si meditara al respecto.

—Es un tipo poderoso, eso ya lo sabes. Pero está teniendo los mismos problemas que los demás desde lo del Katrina.

Con la salvedad de que tenía mucho más dinero y que podía irse a cualquier otra parte y volver cuando le diese la gana, cosa que estaba fuera del alcance de la mayoría de habitantes de Nueva Orleans. Apreté la boca para guardarme esa observación. Era hora de cambiar de tema.

—Amelia —dije—. ¿Conocías bien a Bob? ¿Quién andará buscándolo?

Adquirió un aire asustado, cosa poco habitual en Amelia.

—Yo también me lo pregunto —contestó—. Sólo conocía a Bob de hablar de vez en cuando, antes de esa noche. Pero sé que tenía…, bueno, amigos en la comunidad mágica. No creo que ninguno de ellos sepa que nos hemos liado. Esa noche, antes del baile de la reina, cuando estalló todo el follón entre los vampiros de Arkansas y los nuestros, Bob y yo volvimos a mi casa después de dejar a Terry y a Patsy en la pizzería. Lo habíamos celebrado tanto, que Bob llamó al trabajo para decir que estaba enfermo y que no iría a trabajar al día siguiente, y se pasó el día conmigo.

—Entonces, ¿cabe la posibilidad de que la familia de Bob lleve meses buscándolo? ¿Preguntándose si sigue vivo?

—Eh, calma. No soy tan horrible. A Bob lo crió su tía, pero no se llevan bien. Hace años que no tiene contacto con ella. Estoy segura de que tiene amigos preocupados, y lo lamento de veras. Pero, aunque supieran lo que ha pasado, eso no le ayudaría mucho, ¿verdad? Y, desde el Katrina, todo el mundo tiene muchas cosas de las que preocuparse.

En ese interesante punto de la discusión, el teléfono se puso a sonar. Yo era la que estaba más cerca, así que lo cogí. La voz de mi hermano casi rezumaba electricidad de la emoción.

—Sookie, tienes que estar en Hotshot en una hora.

—¿Por qué?

—Crystal y yo nos casamos. ¡Sorpresa!

Si bien no me había cogido totalmente por sorpresa (Jason llevaba meses saliendo con Crystal Norris), lo repentino de la ceremonia me puso nerviosa.

—¿Crystal vuelve a estar embarazada? —pregunté, suspicaz. Había abortado un bebé de Jason hacía poco tiempo.

—¡Sí! —dijo Jason, como si fuesen las mejores noticias que pudiese contar—. Y esta vez, estaremos casados cuando llegue el bebé.

Jason estaba omitiendo la realidad, y cada vez estaba más dispuesto a ello. Y la verdad era que Crystal había estado embarazada al menos una vez antes de estarlo de Jason, y también había perdido al bebé. La comunidad de Hotshot era víctima de su propia endogamia.

—Vale, voy para allá —dije—. ¿Pueden venir Amelia y Quinn?

—Claro —respondió Jason—. A Crystal y a mí nos encantará que estén aquí.

—¿Tengo que llevar algo?

—No, Calvin y los demás se encargan de cocinar. Lo haremos al aire libre. Hemos colgado guirnaldas de luces. Creo que traerán una gran cazuela de jambalaya[1], arroz y ensalada de col. Mis colegas y yo nos encargamos del alcohol. ¡Tú ponte guapa! Te veo en Hotshot en una hora. No llegues tarde.

Colgué y me quedé sentada un momento, la mano aún aferrada al teléfono inalámbrico. Típico de Jason: ven dentro de una hora a una ceremonia improvisada por la peor de las razones, ¡y no llegues tarde! Al menos no me había pedido que llevase una tarta.

—¿Estás bien, Sookie? —quiso saber Quinn.

—Mi hermano Jason se casa esta noche —dije, tratando de mantener un tono de voz coherente—. Estamos invitados a la boda, y tenemos que estar allí en una hora. —Siempre supe que Jason no se casaría con una mujer a la que yo adorase; toda la vida había tenido debilidad por las fulanas duras. Y Crystal lo era, sin duda. También era una mujer pantera, miembro de una comunidad que se guardaba sus propios secretos con celo. De hecho, mi hermano era ahora un hombre pantera también porque había sido mordido repetidas veces por un rival pretendiente de Crystal.

Jason era mayor que yo, y por Dios que había conocido a un buen puñado de mujeres. Di por sentado que era capaz de distinguir cuando una le convenía.

Emergí de mis pensamientos para descubrir que Amelia me miraba con una mezcla de sorpresa y emoción. Le encantaban las fiestas, y la cantidad de ellas disponibles en Bon Temps era muy limitada. Quinn, que conoció a Jason mientras estaba de visita en mi casa, me miró con una escéptica ceja alzada.

—Sí, lo sé —dije—. Es una locura y una estupidez. Pero Crystal vuelve a estar embarazada, y nadie lo va a detener. ¿Queréis venir conmigo? No estáis obligados. Yo me tengo que arreglar ahora mismo.

—Oh, genial —exclamó Amelia—, me podré poner mi vestido nuevo. —Y corrió escaleras arriba para quitarle las etiquetas.

—¿Quieres que te acompañe, nena? —preguntó Quinn.

—Sí, por favor —dije. Se acercó y me rodeó con sus fuertes brazos. Me sentí aliviada, a pesar de saber que Quinn no dejaba de pensar en lo tonto que era Jason.

Lo cierto era que estaba bastante de acuerdo con él.