—Halleigh, como te vas a casar con un poli, quizá podrías decirme… cuánto le mide la porra —preguntó Elmer Claire Vaudry.
Yo estaba sentada al lado de la futura novia, Halleigh Robinson, ya que había recibido la vital tarea de registrar cada regalo y su donante, mientras la propia Halleigh abría todos los paquetes forrados de papel blanco y plateado y las bolsas de regalo con adornos florales.
A nadie pareció sorprenderle que la señora Vaudry, una maestra de escuela cuarentona, lanzara una pregunta tan obscena en medio de aquella reunión femenina, eclesiástica y de tan estricta clase media.
—Pues no sabría decirte, Elmer Claire —dijo Halleigh tímidamente, a lo que siguió un coro de escépticas cantarínas.
—Bueno, ¿y qué me dices de las esposas? —insistió Elmer Claire—. ¿Las habéis usado alguna vez?
Estalló una algarabía de voces femeninas sureñas en el salón de Marcia Albanese, la anfitriona que había accedido a prestar su casa como el cordero del sacrificio, para que fuera allí donde se celebrara la despedida de soltera. La otra anfitriona se había llevado lo menos malo y sólo debía aportar el ponche y la comida.
—Cómo eres, Elmer Claire —dijo Marcia desde su posición, cerca de la mesa de refrescos. Pero sonreía. Elmer Claire desempeñaba su papel de atrevida, mientras las demás la dejaban disfrutar con él.
Elmer Claire nunca se habría mostrado tan vulgar de estar presente la vieja Caroline Bellefleur. Caroline era la emperatriz social de Bon Temps. Tenía alrededor de un millón de años de edad y la espalda más recta que la de un soldado. Sólo un contratiempo extremo la habría mantenido apartada de un acontecimiento social de esa importancia para su familia, y es que algo extremo había ocurrido. Caroline Bellefleur había sufrido un infarto, para conmoción de todos los habitantes de Bon Temps. Para su familia, sin embargo, el acontecimiento no había supuesto una gran sorpresa.
La gran doble boda de los Bellefleur (Andy con Halleigh y Portia con su contable) había sido programada para la primavera pasada. La habían organizado con prisas dado el repentino deterioro de la salud de Caroline Bellefleur. Pero, incluso antes de que pudiera celebrarse la improvisada boda, la señora Caroline sufrió el ataque. Y luego se rompió la cadera.
Con el beneplácito de Portia, la hermana de Andy, y su novio, Andy y Halleigh habían pospuesto la boda hasta finales de octubre. Pero había oído que la señora Caroline no se recuperaba, como habían esperado sus nietos, y cada vez parecía menos probable que se fuese a recuperar su estado previo.
Halleigh, con las mejillas enrojecidas, luchaba contra el lazo que rodeaba una pesada caja. Le facilité unas tijeras. Había una tradición acerca de cortar un lazo, relacionada de alguna manera con el número de hijos que tendría la pareja casadera, pero yo estaba dispuesta a apostar que Halleigh prefería una solución rápida. Cortó la parte de la cinta más próxima a ella para que nadie se percatara de su fría indiferencia hacia las tradiciones. Me lanzó una mirada agradecida. Todas íbamos ataviadas con lo mejor de nuestros armarios, por supuesto, pero Halleigh parecía especialmente mona y joven con su traje de pantalón con rosas bordadas en la chaqueta. Llevaba un ramillete, por supuesto, que la distinguía como la agasajada.
Me sentía como si estuviese observando una curiosa tribu de otras latitudes, una que daba la casualidad que hablaba mi idioma. Soy camarera, varios peldaños por debajo de Halleigh en la escala social, y telépata, aunque la gente suele olvidarse de ello porque cuesta creerlo, dada la normalidad de mi ser exterior. Pero estaba en la lista de invitadas, así que hice un gran esfuerzo por encajar con elegancia. Estaba bastante convencida de que lo había conseguido. Llevaba puesta una blusa ajustada sin mangas, pantalones azules, sandalias naranjas y azules, y llevaba el pelo suelto y liso, derramándose por mi espalda. Los pendientes naranjas y la cadena dorada remataban el conjunto. Puede que estuviésemos a finales de septiembre, pero hacía más calor que en la cocina del infierno. Todas las presentes aún lucían sus conjuntos más veraniegos, aunque algunas valientes se habían atrevido con los colores del otoño.
Conocía a todas las participantes en la despedida, por supuesto. Bon Temps no es un lugar precisamente grande, y mi familia lleva casi dos siglos viviendo aquí. Pero una cosa es saber a quién tienes delante y otra estar cómoda, así que me alegré de recibir la tarea de tomar nota de los regalos. Marcia Albanese era más aguda de lo que jamás habría pensado.
Sin duda estaba aprendiendo un montón. Aunque me esforzaba por no escuchar con mi mente, y mi pequeño trabajo me ayudaba en ello, empezaba a sufrir cierta saturación mental.
Para Halleigh era como tocar el cielo. Le estaban haciendo regalos, era el centro de atención y se iba a casar con un tipo genial. No estaba segura de que conociese muy bien a su novio, pero estaba deseosa de creer que Andy gozaba de aspectos maravillosos de los que yo nunca había sabido u oído hablar. Tenía más imaginación que el típico hombre de clase media de Bon Temps; eso lo sabía. Y también tenía miedos y ánhelos que enterraba profundamente; eso también lo sabía.
La madre de Halleigh había venido desde Mandeville para participar en la despedida, como no podía ser menos, y estaba invirtiendo sus mejores sonrisas para apoyarla. Pensé que yo era la única que se había dado cuenta de que la madre de Halleigh detestaba las multitudes, incluso las diminutas como ésa. Cada instante que pasaba sentada en el salón de Marcia resultaba una cruz para Linette Robinson. En ese preciso momento, mientras se reía ante otra de las agudezas de Elmer Claire, deseaba con todas sus fuerzas estar en casa con un buen libro y un vaso de té helado.
Empecé a susurrarle que todo acabaría en (eché una mirada a mi reloj) una hora, hora y cuarto a lo sumo, pero recordé que eso la machacaría más de lo que ya estaba. Anoté los «Paños de Selah Pumphrey» y permanecí sentada en equilibrio a la espera del siguiente regalo. Selah Pumphrey pretendía que yo reaccionara de forma exagerada cuando apareció en la puerta, ya que ella era quien estaba saliendo con el vampiro del que yo había abjurado. Selah se pasaba la vida imaginando que saltaría sobre ella y le zurraría en la cabeza. Tenía una opinión muy pobre de mí, y eso que no me conocía en absoluto. Sencillamente no asimilaba que el vampiro en cuestión estaba fuera de mis intereses. Di por sentado que la habían invitado porque era la agente inmobiliaria de Halleigh y Andy cuando se compraron su casita.
«Tara Thornton; conjunto íntimo», anoté y le sonreí a mi amiga Tara, que había escogido el regalo para Halleigh de las existencias de su tienda de ropa. Claro que Elmer Claire tuvo mucho que decir acerca del conjunto, y todas pasamos un buen rato (al menos de cara para fuera). Algunas de las presentes no se sentían cómodas con el dilatado sentido del humor de Elmer Claire, llegando a pensar unas cuantas que su marido tenía mucho que aguantar, mientras que otras deseaban sencillamente que cerrase el pico. Ese grupo lo comprendíamos Linette Robinson, Halleigh y yo.
El director de la escuela donde enseñaba Halleigh había regalado a la pareja unos salvamanteles individuales muy bonitos, y el adjunto a la dirección se había encargado de aportar unas servilletas a juego. Apunté los regalos y añadí más papel de regalo a la bolsa de basura que tenía al lado.
—Gracias, Sookie —dijo Halleigh en voz baja, mientras Elmer Claire contaba otra historia sobre algo que había pasado en su boda y que tenía que ver con el pollo y el padrino—. De veras aprecio tu ayuda.
—No es para tanto —respondí, sorprendida.
—Andy me dijo que te pidió que escondieras el anillo de compromiso cuando se me declaró —añadió, sonriente—. Y no es la primera vez que me echas una mano. —Así que Andy le había contado todo lo demás acerca de mí.
—No es nada —dije, algo azorada.
Lanzó una mirada de reojo hacia Selah Pumphrey, que estaba sentada a dos sillas plegables.
—¿Sigues saliendo con ese hombre tan guapo al que vi en tu casa? —preguntó, elevando el tono un par de grados—. Ese tío de pelo negro tan estupendo.
Halleigh vio a Claude cuando me llevó a mi alojamiento temporal en la ciudad. Claude era el hermano de Claudine, mi hada madrina. Sí, la verdad. Claude estaba como un tren, y podía ser todo un encanto (con las mujeres) durante sesenta segundos seguidos. Hizo el esfuerzo cuando conoció a Halleigh, y no pude sino estar agradecida, al notar que los oídos de Selah habían captado la conversación como los de una zorra.
—Lo vi hace cosa de tres semanas —contesté, pensativa—. Pero ahora no estamos juntos. —Lo cierto es que nunca lo hemos estado, porque la idea que tenía Claude de una cita ideal implicaba tener barba y estar dotado de un modo que yo nunca podría. Pero no era necesario que lo supiera todo el mundo, ¿no?—. Estoy con otra persona —añadí con modestia.
—¿Ah, sí? —saltó Halleigh, con inocente interés. Esa chica cada vez me caía mejor (tenía cuatro años menos que yo).
—Sí —agregué—. Un asesor de Memphis.
—Pues vas a tener que traerlo a la boda —dijo Halleigh—. ¿No sería maravilloso, Portia?
Ésa era un caso aparte. Portia Bellefleur, hermana de Andy y la otra novia de la potencial boda doble de los Bellefleur, me pidió en su momento que asistiera al evento para servir las bebidas, junto con mi jefe, Sam Merlotte. Ahora estaba en un aprieto, porque ella nunca me habría invitado más que en calidad de camarera (evidentemente, no me habían invitado a ninguna despedida en su honor). Miré a Portia con aire inocente y lleno de felicidad.
—Claro —expresó Portia con suavidad. De algo le había servido hacer la carrera de Derecho—. Nos encantaría que trajeras a tu novio.
Me alegré al imaginar a Quinn convirtiéndose en tigre durante la recepción. Dediqué a Portia una sonrisa de lo más luminosa.
—Veré si puede acompañarme —asentí.
—Eh, chicas —dijo Elmer Claire—, me ha dicho un pajarito que anotara lo que decía Halleigh mientras abría los regalos porque, ya sabéis, ¡es lo que se dice durante la noche de bodas! —añadió, agitando un bloc de notas.
Todas guardaron silencio, sumidas en una feliz expectación. O quizá era pavor.
—Esto es lo primero que exclamó Halleigh: «¡Oh, qué envoltorio más bonito!». —Hubo un coro de risitas sociales—. Luego dijo, veamos: «Eso me vale, ¡apenas puedo esperar!». —Más risitas—. Y después: «¡Oh, necesitaba uno de ésos!». —Estallido de hilaridad.
Después de aquello, llegó la hora de la tarta, el ponche, los cacahuetes y la bola de queso. Todas volvimos a nuestros asientos, llevando con cuidado platos y vasos, cuando Maxine, la amiga de mi abuela, inició un nuevo tema de conversación.
—¿Qué tal tu nueva amiga, Sookie? —preguntó Maxine Fortenberry. Estaba justo al otro lado de la habitación, pero no tenía ningún problema en hablar en voz alta. En el otoño de su cincuentena, Maxine era corpulenta y saludable. Había sido como una segunda madre para mi hermano Jason, cuyo mejor amigo era Hoyt—. La chica de Nueva Orleans.
—Amelia está muy bien. —Miré nerviosamente, demasiado consciente de que era el nuevo centro de atención.
—¿Es verdad que perdió su casa en las inundaciones?
—El inquilino informó que había sufrido algunos daños, así que Amelia está esperando noticias del seguro. Luego decidirá qué hacer.
—Menos mal que estaba aquí contigo cuando pasó el huracán —dijo Maxine.
Supuse que la pobre Amelia habría escuchado eso mismo un millar de veces desde agosto. Creo que estaba cansada de tratar de sentirse afortunada.
—Oh, sí —asentí alegremente—, tuvo suerte.
La llegada de Amelia Broadway a Bon Temps había sido objeto de no pocos cotilleos. Es lo normal.
—Entonces, ¿Amelia se quedará contigo por el momento? —preguntó Halleigh, servicialmente.
—Pasará un tiempo conmigo, sí —dije, sonriente.
—Es muy amable por tu parte —lo aprobó Marcia Albanese.
—Oh, Marcia, ya sabes que tengo todo el piso de arriba, que no lo uso para nada. De hecho, lo ha arreglado ella; hizo que le instalaran un aparato de aire acondicionado, así que estamos mucho mejor. No me viene nada mal.
—Aun así, a mucha gente no le gustaría tener inquilinos durante tanto tiempo. Supongo que debería acoger a una de esas pobres almas que hay en el Days Inn, pero es que no soy capaz de meter extraños en mi casa.
—A mí me gusta la compañía —dije, lo cual era en gran parte cierto.
—¿Ha vuelto a ver cómo está su casa?
—Ah, sólo una vez. —Amelia tuvo que entrar y salir de Nueva Orleans muy deprisa para que ninguna de sus amigas brujas pudiera rastrearla. Amelia no pasaba por su mejor momento con la comunidad de brujas del Big Easy.
—Lo que está claro es que adora a ese gato suyo —dijo Elmer Claire—. Había llevado a su minino al veterinario el otro día, cuando iba yo con Powderpuff —se refería a su gato persa blanco, y que tenía más años que Matusalén—. Le pregunté por qué no lo castraba y ella le tapó las orejas al gato como si pudiera comprenderme. Me pidió que no hablara de esas cosas delante de Bob, como si fuese una persona.
—Bob le gusta mucho —dije, al borde de la risa ante la idea de que un veterinario castrara a Bob.
—¿Cómo conociste a esa Amelia? —preguntó Maxine.
—¿Os acordáis de mi prima Hadley?
Todas asintieron, salvo Halleigh y su madre.
—Pues bien, Hadley vivía en Nueva Orleans, y le alquiló el piso de arriba a Amelia —expliqué—. Cuando Hadley murió —todas volvieron a asentir con grave solemnidad—, fui a la ciudad a encargarme de sus cosas. Allí la conocí. Nos hicimos amigas y decidió visitar Bon Temps durante un tiempo.
Todas las señoras presentes me miraron con gran expectación, como si ardieran en deseos de escuchar lo que fuera a venir a continuación. Porque tenía que haber más explicaciones, ¿verdad?
Y tanto que había más que contar, pero no pensaba que fueran a estar listas para escuchar que Amelia, tras una noche de gran pasión, había convertido a Bob en gato durante un experimento sexual. Nunca le pedí que me describiera las circunstancias, ya que no me apetecía en absoluto tener una idea visual de lo que pasó. Pero allí estaban todas, aguardando una porción explicativa más. La que fuese.
—Amelia rompió con su novio por las malas —proseguí, manteniendo el tono bajo y confidencial.
Las expresiones de todas ellas se volvieron brillantes y simpatizantes.
—Era un misionero mormón —les dije. Bueno, Bob sí que tenía aspecto de uno, con sus pantalones negros y su camisa blanca de mangas cortas. Incluso había llegado a la casa de Amelia en bicicleta. Era un brujo, como Amelia—. Pero llamó a su puerta y los dos se enamoraron a primera vista. —Lo cierto es que lo primero que hicieron fue acostarse, pero ya se sabe…, es lo mismo a efectos del relato.
—¿Lo sabían sus padres?
—¿Lo descubrió su Iglesia?
—¿No es verdad que pueden tener más de una mujer?
Las preguntas se agolparon a demasiada velocidad como para lidiar con ellas, así que esperé a que las asistentes recuperaran su compostura más pasiva. No estaba acostumbrada a inventarme historias, y me estaba quedando sin base de verdad para seguir adelante con el relato.
—La verdad es que no sé mucho sobre la Iglesia mormona —respondí a la última pregunta, y era la pura verdad—, aunque creo que los mormones modernos pueden tener más de una mujer. Pero lo que les pasó a ellos es que sus familiares lo descubrieron y entraron en cólera porque no creían que Amelia fuese lo suficientemente buena para su chico, así que lo agarraron y se lo llevaron a casa. Por esa razón ella quiso abandonar Nueva Orleans y cambiar de aires, olvidarse del pasado y todo eso, ya sabéis.
Todas asintieron, profundamente fascinadas por el drama de Amelia. Sentí una punzada de culpabilidad. Durante un par de minutos, todas emitieron sus opiniones acerca de la triste historia. Maxine Fortenberry lo resumió todo.
—Pobrecilla —dijo—. El chico debió de hacerles frente.
Le pasé a Halleigh otro regalo para que lo abriera.
—Halleigh, sabes que eso no te va a pasar —dije, desviando la conversación a un tema más adecuado—. Andy está loco por ti, cualquiera puede verlo.
Halleigh se sonrojó, y su madre añadió:
—Todas queremos a Andy. —Y la despedida volvió a su cauce. La conversación pasó de la boda a los almuerzos que cada iglesia cocinaría por turnos para los evacuados. A la noche siguiente les tocaba a los católicos, y Maxine parecía aliviada cuando dijo que el número de comensales se había reducido en veinticinco.
Más tarde, mientras conducía hacia casa, me sentí un poco reventada por la falta de costumbre social. También me enfrenté a la perspectiva de contarle a Amelia su nueva historia inventada. Pero cuando vi la ranchera aparcada en mi jardín, todos esos pensamientos se evaporaron de mi cabeza.
Quinn estaba allí; Quinn, el hombre tigre, que se ganaba la vida organizando y produciendo eventos sociales para el mundo sobrenatural; Quinn, mi chico. Aparqué en la parte de atrás y prácticamente salté fuera del coche después de lanzar una ansiosa mirada al retrovisor para asegurarme de que mi maquillaje estaba bien.
Quinn salió a la carrera por la puerta de atrás mientras yo subía los peldaños, y me lancé sobre él de un salto. Me cogió y empezó a dar vueltas. Cuando me posó en el suelo, sus labios estaban pegados a los míos, sus manos enmarcando mi cara.
—Estás preciosa —dijo, separándose para tomar aire. Un instante después, suspiró—. Hueles de maravilla. —Y reanudó el beso.
Finalmente, pudimos concluirlo.
—¡Hace una eternidad que no te veo! —exclamé—. ¡Cómo me alegro de que estés aquí! —Hacía semanas que no veía a Quinn, y sólo había estado con él fugazmente cuando pasó por Shreveport de camino a Florida con una carga de accesorios para la fiesta de mayoría de edad de la hija del líder de la manada.
—Te he echado de menos, nena —dijo, mostrando sus resplandecientes dientes blancos. Su cráneo rapado brillaba bajo la luz del sol, que picaba especialmente en esas últimas horas de la tarde—. He podido charlar un poco con tu compañera mientras estabas en la despedida. ¿Cómo ha ido?
—Pues lo típico. Muchos regalos y mucho cotilleo. Es la segunda despedida a la que asisto para la misma chica, y además les he regalado una fuente por la boda, así que están contentas.
—¿Se puede celebrar más de una despedida por la misma persona?
—En una ciudad tan pequeña como ésta, sí. Y eso que hubo otra cena despedida en Mandeville durante el verano. Así que creo que Andy y Halleigh van bien servidos.
—Pensaba que se casaban el pasado abril.
Le conté lo del infarto de Caroline Bellefleur.
—Para cuando se recuperó y volvieron a empezar a hablar de fechas para la boda, la señora Caroline se cayó y se rompió la cadera.
—Caray.
—Los médicos pensaban que no lo superaría, pero también ha sobrevivido a eso, así que pienso que Andy, Halleigh, Portia y Glen celebrarán una de las bodas más esperadas de Bon Temps algún día del mes que viene. Y estás invitado.
—¿Ah,sí?
Nos dirigimos al interior, ya que me apetecía quitarme los zapatos y ver lo que estaba haciendo mi compañera de piso. Traté de dar con algún recado prolongado que cargarle, ya que eran muy pocas las veces que podía ver a Quinn, que era como mi novio, si es que podía emplear esa palabra a mi edad (veintiséis años).
Lo que quiero decir es que emplearía esa palabra más tranquilamente si alguna vez pudiera bajar su ritmo de vida para echarme el lazo.
Pero el trabajo de Quinn, para una subsidiaria de Extreme(ly Elegant) Events, abarcaba mucho territorio, literal y metafóricamente. Desde que nos separamos en Nueva Orleans, tras nuestro rescate de unos secuestradores licántropos, había visto a Quinn en tres ocasiones. Estuvo en Shreveport un fin de semana, de camino a alguna parte, y fuimos a cenar a Ralph and Kacoo's, un restaurante muy popular. Lo pasamos bien esa noche, pero tuvo que llevarme a casa pronto porque al día siguiente tenía que meterse en la carretera temprano. La segunda vez, se dejó caer por el Merlotte's durante uno de mis turnos, y como era una noche floja, me pude tomar una hora libre para sentarme con él, charlar y cogernos un poco de las manos. La tercera, le hice compañía mientras cargaba su ranchera en el cobertizo de U-RENT-SPACE. Fue en pleno verano, y habíamos sudado de lo lindo. Sudor, mucho polvo, cobertizos, el vehículo ocasional cruzando el lugar… de todo menos romántico.
E incluso en ese momento, cuando Amelia bajaba las escaleras llevando obsequiosamente su bolso a la espalda para concedernos algo de privacidad, no parecía nada prometedor el hecho de que nos viéramos forzados a coger un instante al vuelo para consumar una relación que había tenido tan poco tiempo de contacto.
—¡Hasta luego! —dijo Amelia con una amplia sonrisa dibujada en la cara. Sus dientes, los más blancos que había visto, le conferían un aire a gata de Cheshire. Su pelo corto parecía rebelarse (ella decía que nadie en Bon Temps sabía hacer un corte como era debido), y su cara estaba limpia de todo maquillaje. Amelia parece una joven madre de barrio residencial que lleva una sillita de bebés adosada a la parte de atrás de su monovolumen; la clase de madre que encuentra tiempo para ir a natación, correr un poco y jugar al tenis. Lo cierto era que Amelia salía a correr tres veces a la semana y practicaba tai chi en mi patio trasero, pero odiaba meterse en una piscina y pensaba que el tenis era para (y cito) «idiotas que respiran por la boca». Yo siempre había admirado a los jugadores de tenis, pero cuando Amelia expresaba un punto de vista, se pegaba a él como una lapa—. Me voy al centro comercial de Monroe —añadió—. ¡De compras! —Y, con un saludo en plan «soy una buena compañera de piso», brincó al interior de su Mustang y desapareció…
… dejándonos a Quinn y a mí mirándonos mutuamente.
—Esta Amelia —dije, sin convicción.
—Es… única —respondió Quinn, tan incómodo como yo.
—El caso es que… —empecé a decir, justo cuando Quinn comentaba:
—Escucha, creo que deberíamos… —Y los dos nos quedamos callados. Me invitó a hablar primero con un gesto.
—¿Cuánto tiempo estarás aquí? —pregunté.
—Tengo que marcharme mañana —dijo—. Podría quedarme en Monroe o en Shreveport.
Volvimos a quedarnos mirándonos. No puedo leer la mente de los cambiantes, no como las de los humanos corrientes. Puedo percibir propósitos generales, y el suyo era, bueno, un deseo resuelto.
—Bien —dijo, y se puso sobre una rodilla—. Por favor —suplicó.
Tuve que sonreír, pero aparté la mirada.
—Lo único es que… —traté de decir otra vez. Habría sido mucho más fácil tener esa conversación con Amelia, que era sincera en extremo—. Ya sabes que tenemos, eh, mucha… —Hice un gesto reiterativo con la mano.
—Química —completó él la frase.
—Eso —dije—. Pero si no conseguimos vernos más de lo que lo hemos hecho en los últimos tres meses, no estoy muy segura de querer dar el siguiente paso —odiaba decirlo, pero era necesario. Lo último que necesitaba era sufrir más—. Tengo muchas ganas de acostarme contigo —dije—. Muchas. Pero no soy el tipo de mujer que se conforma con un rollo de una noche.
—Tendré unas largas vacaciones cuando concluya la cumbre —explicó Quinn, y supe que estaba siendo completamente sincero—. Un mes. Vine para preguntarte si podía pasarlo contigo.
—¿De veras? —no pude evitar sonar incrédula—. ¿En serio?
Me sonrió. Quinn tiene la cabeza afeitada y suave, es de tez aceitunada y tiene una recia nariz. Su sonrisa le provoca hoyuelos en las comisuras de los labios. Sus ojos son de, color púrpura, como un pensamiento en primavera. Es grande como un luchador profesional, y da el mismo miedo. Alzó su gran mano, como si estuviese pronunciando un juramento.
—Sobre un montón de Biblias —dijo.
—Sí —expresé, después de escrutar mis miedos interiores y asegurarme de que eran nimios. Además, puede que no tenga un detector de mentiras incorporado, pero habría sabido si me decía aquello sólo para meterse bajo mis faldas. Cuesta mucho leer a los cambiantes, sus cerebros son muy feroces y parcialmente opacos, pero me habría enterado de ser mentira—. Entonces, sí.
—Oh, vaya. —Quinn respiró hondo, y su sonrisa iluminó la habitación. Pero al instante siguiente, su mirada se concentró de esa manera que tienen los hombres cuando están pensando específicamente en el sexo. De repente, estaba de pie rodeándome con los brazos como si fuesen sogas bien apretadas.
Su boca encontró la mía. Empezamos donde lo habíamos dejado besándonos. Su boca era muy inteligente, y su lengua muy tibia. Sus manos empezaron a examinar mi topografía. Bajaron por la línea de mi espalda hasta la curva de mis caderas, para volver a subir hasta los hombros y enmarcarme la cara un instante y descender de nuevo en una tentadora caricia en el cuello con la leve punta de sus dedos. Entonces, esos mismos dedos hallaron mis pechos, me quitaron la camiseta y los pantalones, y exploraron un territorio donde antes sólo habían estado brevemente. Le gustó lo que encontró, si es que «Hmmm» podía considerarse como una declaración de deleite. A mí me lo decía todo.
—Quiero verte —dijo—. Quiero verte entera.
Nunca había hecho el amor de día. Parecía muy (excitantemente) pecaminoso pugnar con los botones antes de la puesta de sol, y me alegré de llevar un sujetador de encaje blanco tan bonito con unas diminutas braguitas. Cuando me arreglo, me gusta hacerlo en todos los sentidos.
—Oh —exclamó, al ver mi sujetador, que contrastaba maravillosamente con mi moreno veraniego—. Oh, madre mía. —No eran las palabras, sino la expresión de profunda admiración. Ya me había quitado los zapatos. Afortunadamente, esa mañana había prescindido de aquellas medias hasta la rodilla, tan poco sexys, optando por llevar las piernas al aire. Quinn se tomó su tiempo acariciándome el cuello con la nariz y abriéndose camino a besos hasta el sujetador mientras yo pugnaba por desabrocharle el cinturón, aunque, como estaba inclinado mientras yo lidiaba con la dura hebilla, la cosa no fue tan rápida como hubiera sido deseable.
—Quítate la camisa —dije, y me salió una voz tan ronca como la suya—. Yo no la llevo, tú tampoco deberías.
—Vale —contestó, y en un abrir y cerrar de ojos su camisa había desaparecido. Cualquiera podría esperar que Quinn fuera peludo, pero no lo era. Lo que sí es, es musculoso hasta el enésimo grado, y en ese momento su piel aceitunada estaba muy bronceada. Sus pezones eran sorprendentemente morenos y estaban (no tan sorprendentemente) duros. Ay madre, estaban justo a la altura de mis ojos. Pugnó con su propio cinturón del demonio mientras yo empezaba a explorar un bulto duro con la boca y la mano. Todo el cuerpo de Quinn sufrió una sacudida y dejó de hacer lo que estaba haciendo. Hundió sus dedos en mi pelo para apretar mi cara contra él, suspiró, aunque le salió más como un gruñido que hizo vibrar todo su cuerpo. Con la mano que me quedaba libre, aferré sus pantalones y él reanudó su pugna con el cinturón, aunque de manera distraída.
—Vamos al dormitorio —señalé, aunque no me salió como una sugerencia tranquila y desapegada, sino más bien como una desgarrada exigencia.
Me cogió en volandas y le rodeé el cuello con los brazos mientras volvía a atacar su preciosa boca con mis besos.
—No es justo —dijo—. Tengo las manos ocupadas.
—La cama —exigí, y él me depositó sobre la cama y se echó encima de mí—. La ropa —le recordé, pero él tenía la boca llena de mi sujetador y mi pecho y no respondió—. Oh —gemí. Podría haber repetido eso, o un llano «sí» unas cuantas veces. En ese momento, un pensamiento estalló en mi cabeza—. Quinn, ¿tienes…? Ya sabes. —Nunca antes había tenido la necesidad de esas cosas, ya que los vampiros no pueden dejar embarazada a una chica o transmitirle una enfermedad venérea.
—¿Por qué crees que aún tengo los pantalones puestos? —explicó, sacando un pequeño paquete del bolsillo trasero. En ese momento, su sonrisa era mucho más salvaje.
—Bien —dije desde el corazón. Habría saltado de cabeza desde la ventana si hubiésemos tenido que dejarlo ahí—. Ya te puedes quitar los pantalones.
Ya había visto a Quinn desnudo antes, pero bajo unas circunstancias decididamente más estresantes (en medio de un pantano, bajo la lluvia, mientras nos perseguían unos licántropos). Quinn se quedó junto a la cama y se quitó los zapatos, los calcetines y, finalmente, los pantalones, lentamente para regalarme la vista. Al desprenderse de ellos, reveló unos calzoncillos bóxer que parecían vivir bastante estresados. Con un rápido movimiento, también se deshizo de ellos. Tenía un trasero duro y respingón, y la línea que iba de la cadera al muslo me hacía la boca agua. Tenía varias cicatrices finas y blancas repartidas al azar por el cuerpo, pero parecían formar una parte tan natural de él que no me impidieron admirar la belleza de su poderoso cuerpo. Estaba arrodillada sobre la cama mientras lo hacía.
—Ahora, tú —pidió él.
Me desabroché el sujetador y me lo deslicé por los brazos.
—Oh, Dios —exclamó él—. Soy el hombre más afortunado del mundo. —Tras una pausa, prosiguió—: El resto.
Me incorporé junto a la cama mientras terminaba lo que había empezado.
—Esto es como estar ante un bufé —dijo—. No sabría por dónde empezar.
Me toqué los pechos.
—Primera parada —sugerí.
Descubrí que la lengua de Quinn era un poco más áspera que la de cualquier hombre. Boqueaba y emitía sonidos incoherentes cuando pasó de mi pecho derecho al izquierdo, tratando de decidirse sobre cuál le gustaba más. No pudo escoger de inmediato, lo cual no me supuso inconveniente alguno. Cuando se centró en el derecho, yo me estaba apretando contra él y haciendo sonidos que describían con toda claridad mi desesperación.
—Creo que me saltaré el segundo plato y pasaré directamente al postre —susurró con una voz oscura y ronca—. ¿Estás lista, nena? Suena a que sí. Siento que lo estás.
—De sobra —dije, extendiendo una mano hacia abajo, entre los dos, para aferrar la extensión de su sexo. Se estremeció de pies a cabeza cuando lo toqué. Se puso el preservativo.
—Ahora —gruñó—. ¡Ahora! —lo guié hacia mi entrada, alzando las caderas para darle la bienvenida—. He soñado con esto —dijo, y penetró en mí hasta el fondo. Aquello fue lo último que cualquiera de los dos pudo decir.
El apetito de Quinn era tan impresionante como su sexo.
Disfrutó tanto del postre, que decidió repetir.