Nunca le he contado esta historia a nadie y nunca había creído que lo haría, no porque temiera que no me creyeran, sino porque me daba vergüenza… y porque era mía. Siempre he pensado que contarla me degradaría a mí y el relato en sí, tornándolo más mezquino y mundano, un simple cuento de terror de campamento narrado antes de apagar las luces. Creo que también me asustaba la posibilidad de que, si la contaba, si la escuchaba con mis propios oídos, tal vez empezara a dudar de ella. Pero desde la muerte de mi madre tengo problemas para conciliar el sueño. Me adormezco y de repente vuelvo en mí con un sobresalto, temblando de pies a cabeza. Dejar encendida la luz de la mesilla ayuda, pero no tanto como cabría esperar. De noche acechan tantas sombras… ¿han reparado en ello alguna vez? Incluso con la luz encendida. Y las largas podrían pertenecer a cualquier cosa, la verdad.
A cualquier cosa.
Iba a tercero en la Universidad de Maine cuando la señora McCurdy me llamó por lo de mi madre. Mi padre había muerto cuando yo era demasiado pequeño para recordarlo, y no tenía hermanos, de modo que éramos Alan y Jean Parker solos contra el mundo. La señora McCurdy, que vivía en nuestra calle, llamó al piso que compartía con otros tres chicos. Había visto el número anotado en la pizarra magnética que mamá tenía en la puerta de la nevera.
—Un derrame cerebral —explicó con su arrastrado deje del Norte—. Fue en el restaurante. Pero no hace falta que vengas disparado. El médico dice que no ha sido muy grave. Está consciente y puede hablar.
—Sí, pero ¿dice cosas coherentes? —pregunté.
Intentaba hablar con voz serena, pero el corazón me latía con violencia y de repente hacía demasiado calor en el salón. Tenía el piso para mí solo; era miércoles, y mis compañeros estaban en clase todo el día.
—Sí, sí. Lo primero que hizo fue pedirme que te llamara, pero sin asustarte. Bastante sensato, ¿no?
—Sí.
Pero por supuesto que estaba asustado. Cuando alguien te llama y te dice que a tu madre se la han llevado del trabajo al hospital en ambulancia, ¿cómo no vas a asustarte?
—Dice que te quedes en la universidad y te concentres en los estudios hasta el fin de semana. Y que luego vengas si no tienes que estudiar demasiado.
«Ya —pensé—, y una porra.» Iba a quedarme en ese piso destartalado que apestaba a cerveza mientras mi madre yacía en una cama de hospital a ciento y muchos kilómetros al sur, tal vez moribunda.
—Tu madre aún es joven —prosiguió la señora McCurdy—, pero estos últimos años ha engordado mucho y luego está lo de la hipertensión. Y el tabaco. Tendrá que dejar de fumar.
Pero yo no creía que lo hiciera, con derrame o sin, y estaba en lo cierto; a mi madre le encantaba fumar. Di las gracias a la señora McCurdy por llamar.
—Es lo primero que he hecho al llegar a casa —señaló—. Bueno, Alan, ¿cuándo vendrás? ¿El sábado?
Pero cierto matiz de su voz indicaba que sabía que no era así.
Por la ventana contemplé la magnífica tarde de otoño, el cielo muy azul de Nueva Inglaterra sobre los árboles que regalaban sus hojas amarillas a Mill Street. Luego consulté el reloj. Las tres y veinte. Estaba a punto de salir hacia el seminario de filosofía que empezaba a las cuatro cuando sonó el teléfono.
—No, no, por Dios, iré esta misma noche.
La señora McCurdy lanzó una carcajada seca y algo ronca. Menuda era ella para hablar de dejar de fumar; ella y sus inseparables Winston.
—¡Buen chico! Irás derecho al hospital antes de ir a casa, ¿no?
—Supongo —repuse.
No tenía sentido explicarle a la señora McCurdy que algo le pasaba a la transmisión de mi viejo coche y que de momento no iba a moverse de donde estaba. Haría autoestop hasta Lewiston y luego hasta nuestra casita de Harlow si no era demasiado tarde. Si lo era, dormiría en una de las salas de espera del hospital. No sería la primera vez que iba en autoestop desde la universidad hasta casa. Ni que dormía sentado con la cabeza apoyada contra una máquina expendedora de Coca-Cola.
—Me aseguraré de que la llave esté bajo la carretilla roja —prometió—. Ya sabes dónde, ¿no?
—Sí.
Mi madre tenía una vieja carretilla roja junto a la puerta del cobertizo, y en verano resplandecía rebosante de flores. Por alguna razón, pensar en ello me hizo asimilar de golpe la noticia que acababa de darme la señora McCurdy. Mi madre estaba en el hospital, la casita de Harlow donde había crecido estaría a oscuras aquella noche, porque no habría nadie para encender las luces en cuanto oscureciera. La señora McCurdy ya podía decir que aún era joven, pero cuando uno solo tiene veintiún años, cuarenta y ocho parecen una eternidad.
—Conduce con cuidado, Alan, y no corras.
Por supuesto, mi velocidad dependía del conductor que tuviera a bien llevarme, y personalmente esperaba que condujera como alma que lleva el diablo. No veía el momento de llegar al hospital de Maine Central. Pero no tenía sentido inquietar a la señora McCurdy.
—No se preocupe, y gracias.
—De nada —contestó ella—. Tu madre se pondrá bien y estará encantada de verte.
Colgué el teléfono, garabateé una nota para explicar lo que había pasado y adónde iba. En ella pedía a Hector Passmore, el más responsable de mis compañeros de piso, que llamara a mi tutor y le pidiera que avisara a mis profesores para que no me jorobaran por hacer novillos, ya que dos o tres de ellos se ponían como una moto. Luego embutí una muda en mi mochila, añadí mi gastado ejemplar de Introducción a la filosofía y salí. La semana siguiente dejé ese curso a pesar de que se me daba bastante bien. Aquella noche, mi forma de ver el mundo cambió, cambió mucho, y ningún pasaje de mi manual de filosofía parecía encajar en los cambios. Comprendí que hay cosas debajo… eso, debajo… y que ningún libro puede explicarlas. Estoy convencido de que a veces es mejor olvidar qué son esas cosas. Si puedes, claro.
Ciento ochenta kilómetros separan la Universidad de Maine, en Orono, de Lewiston, en el condado de Androscoggin, y el camino más corto es la interestatal 95. Pero la autopista no es el mejor lugar para hacer autoestop, porque la policía estatal es capaz de parar a cualquier persona que les parezca rara, y si el mismo poli te pilla dos veces, tienes todos los números para que encima te ponga una multa. Así pues opté por la carretera 68, que se dirige sinuosa hacia el sudoeste desde Bangor. Es una carretera bastante transitada, y si no tienes pinta de psicópata, por lo general te llevan. Además, la poli casi siempre te deja en paz.
La primera persona que me llevó era un agente de seguros taciturno que me dejó en Newport. Tras esperar unos veinte minutos en el cruce de la carretera 68 y la 2, un señor entrado en años que se dirigía a Bowdoinham paró para llevarme. No dejaba de rascarse el paquete como si intentara agarrar algo suelto que correteara por allí dentro.
—Mi mujer siempre me decía que acabaría en la cuneta con un cuchillo clavado si seguía llevando a autoestopistas —me confió—, pero cuando veo a un chico joven de pie junto a la carretera, siempre me acuerdo de mis tiempos mozos. Yo también hacía autoestop a menudo. Y ya ves, lleva cuatro años muerta, y yo sigo en la brecha, conduciendo el mismo viejo Dodge. La echo muchísimo de menos —aseguró rascándose de nuevo la entrepierna—. ¿Adónde te diriges, hijo?
Le conté que iba a Lewiston y la razón de mi visita.
—Es terrible —exclamó—. Tu pobre madre, lo siento mucho.
Su compasión era tan intensa y espontánea que me hizo aflorar lágrimas a los ojos. Parpadeé con fuerza para contenerlas. Lo último que quería en el mundo era romper a llorar en el coche de aquel anciano, que traqueteaba, se agitaba y olía mucho a meados.
—La señora McCurdy… la señora que me llamó, dice que no está tan grave. Mi madre aún es joven; solo tiene cuarenta y ocho años.
—¡Pero un derrame! —insistió el hombre con sincera consternación.
De nuevo se llevó la mano grande y huesuda de anciano a la entrepierna holgada de sus pantalones verdes.
—¡Un derrame siempre es grave! Mira, hijo, te llevaría hasta la puerta del hospital si no hubiera prometido a mi hermano Ralph que lo acompañaría a la residencia geriátrica de Gates. Su mujer está allí, tiene esa enfermedad que te lo hace olvidar todo, no me acuerdo cómo se llama… Anderson, Álvarez o algo así…
—Alzheimer —lo ayudé.
—Eso. Seguro que yo también la estoy pillando. Joder, estoy tentado de llevarte de todos modos.
—No hace falta —aseguré—. Seguro que en Gates no me costará encontrar a quien me lleve.
—¡Pero tu madre! ¡Un derrame a los cuarenta y ocho! —Otra rascada de pelotas—. ¡Putos pantalones!
De repente soltó una carcajada entre divertida y desesperada.
—¡Vaya mierda! Si vives lo suficiente, hijo, todo tu engranaje empieza a fallar. Al final, Dios te da por el culo, te lo digo yo. Pero eres un buen chico por dejarlo todo e ir a verla.
—Ella también es una buena madre —señalé mientras las lágrimas volvían a escocerme en los ojos.
No había sentido añoranza al irme a la universidad… bueno, solo un poco la primera semana, pero en ese momento sí la sentí. Solo quedábamos ella y yo, sin otros parientes próximos. No podía imaginarme la vida sin ella. Según la señora McCurdy, no había sido muy grave. Un derrame, eso sí, pero no demasiado grave. Más le valía haber dicho la verdad, pensé, más le valía.
Permanecimos en silencio durante un rato. No avanzábamos con toda la rapidez que habría querido, porque el anciano no pasaba de los setenta por hora y a veces traspasaba la línea blanca para probar un poco el carril contrario, pero era un trayecto largo, lo cual estaba muy bien. La carretera 68 se extendía ante nosotros, serpenteando entre kilómetros y kilómetros de bosque y cruzando pueblos que aparecían y desaparecían al cabo de un instante, cada uno de ellos con su bar y su gasolinera. New Sharon, Ophelia, West Ophelia, Ganistan (que hasta poco antes se había llamado Afghanistan, extraño, pero cierto), Mechanic Falls, Castle View, Castle Rock… El azul radiante del cielo fue amortiguándose a medida que acababa el día; el anciano encendió primero las luces de posición y luego los faros. De hecho puso las largas, pero no parecía darse cuenta, ni siquiera cuando los vehículos que iban en sentido contrario se lo advertían con ráfagas de sus propias largas.
—Mi cuñada ya no recuerda ni su nombre —comentó de repente—. No se acuerda de nada de nada. Eso es lo que te hace esa enfermedad de Anderson, hijo. Tiene una expresión… como si dijera «Que alguien me saque de aquí»… o como si fuera a decirlo si se le ocurrieran las palabras necesarias. ¿Sabes a qué me refiero?
—Sí —asentí.
Respiré hondo y me pregunté si la orina que olía era del hombre o si tal vez tenía perro y de vez en cuando lo llevaba en el coche. También me pregunté si se ofendería si bajaba un poco la ventanilla. Por fin decidí hacerlo. No pareció darse cuenta, como no se daba cuenta de que los coches del carril contrario le hacían largas.
Hacia las ocho llegamos a la cima de una cuesta en West Gates.
—¡Mira, hijo! ¡La luna! Qué maravilla, ¿verdad?
Era una maravilla, en efecto, una enorme bola anaranjada surgiendo del horizonte. Sin embargo, también me pareció que tenía algo espeluznante, como si estuviera preñada e infectada. Al contemplar la luna naciente, de repente me asaltó una idea espantosa. ¿Y si al llegar al hospital mamá no me reconocía? ¿Y si su memoria se había fundido por completo y ya no se acordaba de nada de nada? ¿Y si el médico me decía que necesitaría a alguien que cuidara de ella el resto de su vida? Ese alguien tendría que ser yo, por supuesto, porque no había nadie más. Adiós a la universidad. ¿Qué les parece, amigos y vecinos?
—¡Pide un deseo, muchacho! —exclamó el anciano.
Con la emoción, su voz se tornó penetrante, desagradable, como tener fragmentos de vidrio metidos en las orejas. Volvió a rascarse el paquete con especial entusiasmo, y se oyó un chasquido. Me parecía imposible que alguien se rascara con semejante vigor sin arrancarse las pelotas de cuajo a pesar de los pantalones.
—Los deseos que se piden a la luna llena de otoño siempre se cumplen, decía mi padre.
Así que pedí que mi madre me reconociera cuando entrara en su habitación, que sus ojos se iluminaran nada más verme y que pronunciara mi nombre. Pedí el deseo y de inmediato deseé poder retirarlo. Se me antojaba que nada bueno podía resultar de un deseo pedido a esa febril luz anaranjada.
—¡Ay, hijo! —suspiró el anciano—. ¡Cómo me gustaría que mi mujer estuviera aquí! Le pediría perdón por cada palabra desagradable que le hubiera dicho.
Al cabo de veinte minutos, con la última luz del día aún en el cielo y la luna todavía baja e hinchada, llegamos a Gates Falls. Hay un semáforo parpadeante en ámbar en el cruce de la carretera 68 y Pleasant Street. Justo antes de alcanzarlo, el anciano viró hacia un lado, y la rueda delantera derecha del Dodge se encaramó al bordillo antes de volver a chocar contra la calzada. Los dientes me castañetearon. El viejo me miró con una expresión desafiante, enloquecida. Todo él poseía esa cualidad enloquecida, aunque no me había dado cuenta hasta entonces, todo él daba sensación de fragmentos de vidrio, y todo cuanto brotaba de su boca era una exclamación.
—¡Te llevo! ¡Sí, señor! ¡A la porra con Ralph! ¡Que le den! ¡Te llevo!
Quería llegar junto a mi madre, pero la perspectiva de pasar otros veinte minutos envuelto en olor a meados y con los otros coches haciéndonos largas no resultaba muy halagüeña. Como tampoco lo era la imagen del anciano haciendo eses por los cuatro carriles de Lisbon Street. Pero lo peor era él mismo. No me sentía con ánimos de aguantar otros treinta kilómetros viéndolo rascarse el paquete y gritando con esa voz de vidrio roto.
—No, de verdad, da igual. Vaya con su hermano.
Abrí la portezuela, y en ese momento sucedió lo que había temido. El hombre me asió el brazo con su garra nudosa de anciano. Era la mano con la que se rascaba los huevos.
—¡Venga, anímate! —insistió con voz ronca y confidencial mientras me clavaba los dedos en la carne junto a la axila—. ¡Te llevo hasta la puerta del hospital! ¡Sí señor! ¡No importa que no te conozca de nada ni tú a mí! ¡No importa nada de nada! ¡Te llevo… hasta la puerta!
—No hace falta, en serio —repliqué.
Y de repente me encontré combatiendo el impulso irresistible de salir huyendo, de dejarle con mi camisa en la mano si hacía falta. Era como si se estuviera ahogando. Pensé que, en cuanto me moviera, me aferraría con más fuerza o incluso me agarraría por el cuello, pero no fue así. Aflojó la presión y por fin apartó la mano cuando saqué la pierna del coche. De pronto me pregunté, como solemos hacer cuando pasa un momento de pánico irracional, por qué me había asustado tanto. No era más que una forma de vida algo anciana basada en el carbono sentada en un ecosistema Dodge que apestaba a pis y decepcionada porque su oferta había sido rechazada. Tan solo un viejo al que le molestaban los pantalones. ¿Por qué narices me había asustado tanto?
—Gracias por llevarme y sobre todo por la oferta —dije—, pero puedo ir por allí —señalé Pleasant Street— y seguro que alguien para enseguida.
El anciano guardó silencio un instante y por fin asintió con un suspiro.
—Sí, es el mejor camino —asintió—. Pero no vayas hacia el centro, nadie quiere parar en el centro y arriesgarse a que le piten.
Tenía razón. Hacer autoestop en la ciudad, siquiera en una población pequeña como Gates Falls, era absurdo. Por lo visto el hombre tenía experiencia.
—¿Estás seguro, hijo? Ya sabes lo que dicen del pájaro en mano.
De nuevo vacilé. También tenía razón en lo del pájaro en mano.
Pleasant Street se convertía en Ridge Road a un kilómetro y medio al oeste del semáforo, y Ridge Road atravesaba unos veinticinco kilómetros de bosque hasta llegar a la carretera 196 en las afueras de Lewiston. Casi era noche cerrada, y siempre resulta más difícil que te lleven de noche, porque cuando los faros te alumbran en una carretera rural, pareces un fugado del correccional masculino Wyndham aunque vayas peinado y lleves la camisa bien puesta. Pero no quería seguir con el anciano. Aun ahora, a salvo fuera de su coche, me embargaba la sensación de que había algo sobrecogedor en él, si bien tal vez no se debiera más que a su forma de hablar en exclamaciones. Además, siempre había tenido mucha suerte con el autoestop.
—Estoy seguro —asentí—. Y gracias otra vez, de verdad.
—De nada, muchacho, de nada. Mi mujer…
Se detuvo en seco, y vi que las lágrimas afloraban a sus ojos. Le di de nuevo las gracias y cerré la puerta de golpe sin darle ocasión a que añadiera nada más.
Crucé la calle a toda prisa mientras mi sombra aparecía y desaparecía a la luz del semáforo parpadeante. Una vez en el otro lado miré atrás. El Dodge seguía allí, aparcado junto a Frutas y Refrescos Frank. A la luz del semáforo y la farola que se alzaba a unos siete metros del coche, vi al hombre encorvado sobre el volante. Me asaltó la idea de que había muerto, de que lo había matado al rechazar su ayuda.
En aquel instante, otro vehículo dobló la esquina, y el conductor le hizo largas al Dodge. El anciano quitó las suyas, y así supe que seguía con vida. Al cabo de un instante puso el Dodge en marcha y desapareció a poca velocidad por la esquina. Lo seguí con la mirada hasta que se perdió de vista y luego contemplé la luna. Ya empezaba a perder la hinchazón anaranjada, pero todavía tenía algo siniestro. Se me ocurrió que nunca había oído hablar de la tradición de pedir un deseo a la luna. Al lucero de la tarde, sí, pero no a la luna. De nuevo deseé poder retirar el deseo que había pedido; mientras caía la noche en aquel cruce de carreteras, era demasiado fácil recordar aquella historia de la garra del mono.
Eché a andar por Pleasant Street con el pulgar extendido, pero los coches pasaban de largo sin aminorar la velocidad siquiera. En el primer tramo vi tiendas y casas a ambos lados de la carretera, pero más tarde se acabó la acera, y los árboles volvieron a apoderarse del lugar. Cada vez que la vía quedaba bañada en la luz de algún coche, alargando mi sombra hacia delante, me volvía, extendía el pulgar y esbozaba lo que esperaba que fuera una sonrisa tranquilizadora. Y cada vez el coche en cuestión pasaba junto a mí como una exhalación.
—¡Búscate un trabajo, desgraciado! —llegó a increparme uno con una carcajada.
No me asusta la oscuridad, o al menos no me asustaba por entonces, pero empecé a pensar que quizá había cometido un error al no aceptar la oferta del anciano de llevarme derecho al hospital. Podría haber escrito un rótulo que dijera NECESITO IR AL HOSPITAL, MADRE ENFERMA antes de ponerme en marcha, pero dudaba de que hubiera servido de algo. A fin de cuentas, cualquier psicópata puede escribir un rótulo.
Seguí caminando, las zapatillas deportivas crujiendo sobre la tierra salpicada de grava que cubría la cuneta, oyendo los sonidos de la noche que comenzaba. Un perro a lo lejos, un búho mucho más cerca, el suspiro del viento que se levantaba. El cielo aparecía iluminado de luna, pero no la veía desde donde estaba, porque los árboles eran demasiado altos y la ocultaban por el momento.
Cuanto más me alejaba de Gates Falls, menos coches veía. Mi decisión de no aceptar el ofrecimiento del anciano se me antojaba más estúpida a cada minuto. Empecé a imaginar a mi madre tendida en la cama del hospital, la boca torcida en una mueca congelada, perdiendo la vida, pero intentando aferrarse a su esencia cada vez más resbaladiza por mí, sin saber que yo no llegaría a tiempo por la absurda razón de que no me gustaba la voz estridente de un viejo o el olor a meados de su coche.
Llegué a la cima de una cuesta bastante empinada y quedé inmerso de nuevo en la luz de la luna. A mi derecha, los árboles habían dado paso a un pequeño cementerio rural. Las lápidas relucían a la luz pálida. Junto a una de ellas se agazapaba algo pequeño y negro. Me acerqué un poco, impulsado por la curiosidad. La cosa negra se movió y se convirtió en un pájaro carpintero que me lanzó una mirada de reproche con sus ojos rojos antes de desaparecer entre la hierba alta. De pronto reparé en que estaba muy cansado, exhausto. Había estado adrenalínico perdido desde que la señora McCurdy llamara hacía cinco horas, pero ya no podía más. Ese era el aspecto negativo. El positivo era que aquella sensación frenética desapareció como por ensalmo, al menos de momento. Había tomado una decisión, optando por Ridge Road en lugar de la carretera 68, y no tenía sentido flagelarme por ello. Se acabó lo que se daba, decía a veces mi madre. Soltaba muchos de esos aforismos zen que casi tenían sentido. En cualquier caso, la frase me tranquilizó un tanto. Si al llegar al hospital descubría que había muerto, pues qué se le iba a hacer. Lo más probable era que siguiera viva. El médico había dicho que no estaba muy grave, según la señora McCurdy. La señora McCurdy también había dicho que aún era joven. Un poco pasada de peso, eso sí, y fumadora empedernida para más inri, pero joven todavía.
Por mi parte, ahí estaba yo, en medio de la nada y cansadísimo, como si me hubieran sumergido los pies en cemento.
Limitaba el cementerio un muro bajo de piedra con una abertura por la que se veía un sendero de dos rodadas. Me senté sobre el muro con los pies apoyados sobre una de las rodadas; en aquella posición veía un buen tramo de Ridge Road. En cuanto viera unos faros en dirección oeste, es decir, hacia Lewiston, podía volver junto a la carretera y extender el pulgar. Hasta entonces me quedaría sentado con la mochila sobre el regazo para recuperar fuerza en las piernas.
Una fina y reluciente bruma surgía de la hierba. Los árboles que rodeaban el cementerio por tres flancos se agitaban a la brisa. Desde el otro lado del cementerio llegaba el sonido de agua y el croar ocasional de una rana. Era un lugar hermoso y extrañamente pacífico, como una ilustración en un libro de poemas románticos.
Miré en ambas direcciones. Nada, ni un triste brillo en el horizonte. Dejé la mochila en la rodada donde tenía apoyados los pies, me levanté y entré en el cementerio. El viento me apartó un mechón de cabello que me había invadido la frente. La niebla revoloteaba perezosa alrededor de mis zapatos. Las lápidas más próximas al muro eran antiguas, y bastantes habían caído al suelo. Las más alejadas eran mucho más recientes. Me incliné con las manos apoyadas sobre las rodillas para contemplar una rodeada de flores casi frescas. A la luz de luna resultaba fácil leer el nombre: GEORGE STAUB. Debajo se veían las fechas que marcaban la breve vida de George. 19 de enero de 1977, a un lado, 12 de octubre de 1998, al otro. Ello explicaba las flores que apenas habían empezado a marchitarse. El 12 de octubre había sido dos días antes, y desde 1998 solo habían transcurrido dos años. Los amigos y parientes de George habían ido a presentarle sus respetos. Bajo el nombre y las fechas vi otra cosa, una breve inscripción. Me incliné más para leerla…
… retrocedí dando un traspié, aterrorizado y de repente muy consciente de que estaba completamente solo, visitando un cementerio a la luz de la luna.
SE ACABÓ LO QUE SE DABA
decía la inscripción.
Mi madre estaba muerta, había muerto quizá en ese preciso instante, y algo me había enviado aquel mensaje. Algo con un sentido del humor de lo más desagradable.
Me retiré lentamente hacia la carretera, oyendo el viento entre los árboles, el gorgoteo del agua, el croar de la rana, temeroso de oír en cualquier momento otro sonido, un remover de tierra, de raíces desgarradas mientras algo no del todo muerto se alzaba para agarrar una de mis zapatillas…
Tropecé con mis propios pies y caí al suelo, golpeándome el codo contra una lápida y casi rozando otra con la cabeza. Aterricé con un golpe blando mientras miraba la luna, que acababa de asomar entre los árboles. Ahora era blanca en lugar de naranja, reluciente como un hueso pulimentado.
En lugar de asustarme más, la caída me despejó la mente. No sabía qué había visto, pero no podía ser lo que creía haber visto. Esas cosas pasaban en las películas de John Carpenter y Wes Craven, pero no en la vida real.
«Vale, muy bien —me susurró una vocecilla interior—. Y si te largas de aquí ahora mismo, puedes seguir creyéndotelo. Puedes seguir creyéndotelo hasta el fin de tus días.»
—A tomar por el culo —dije en voz alta.
Tenía el trasero de los vaqueros mojado, de modo que lo aparté de la piel con la mano. No me resultó precisamente fácil regresar junto a la lápida que marcaba la sepultura de George Staub, pero tampoco me costó tanto como esperaba. El viento seguía suspirando entre los árboles, cada vez más fuerte, augurando un cambio de tiempo. Las sombras danzaban vacilantes a mi alrededor. En el bosque, las ramas entrechocaban con múltiples crujidos. Me incliné hacia la lápida y leí:
GEORGE STAUB
19 DE ENERO DE 1977 - 12 DE OCTUBRE DE 1998
Tu vida fue un brevísimo trecho
Me quedé inmóvil, con las manos aún apoyadas sobre los muslos, justo encima de las rodillas, ajeno al martilleo de mi corazón hasta que empezó a serenarse. Una coincidencia absurda, nada más, y tampoco era de extrañar que hubiera leído mal lo que ponía bajo el nombre y las fechas. Aun sin estar cansado y tenso podría haberme equivocado; la luz de la luna era engañosa. Caso cerrado.
Pero en realidad, sabía muy bien lo que había leído. Se acabó lo que se daba.
Mi madre había muerto.
—A tomar por el culo —repetí.
Al girar sobre mis talones para marcharme observé que la bruma que se arremolinaba a mis pies se estaba tornando más brillante y entonces oí el sonido de un motor que se aproximaba. Llegaba un coche.
Atravesé deprisa la abertura del muro y recogí la mochila. Los faros del coche se encontraban a media cuesta. Extendí el pulgar en el instante en que me deslumbraron. Aun antes de que aminorara la velocidad, supe que el tipo pararía. Es curioso, pero a veces uno lo sabe; cualquier persona que haya pasado mucho tiempo haciendo dedo puede confirmarlo.
El coche pasó junto a mí con las luces de freno encendidas y viró hacia la cuneta para detenerse casi al final del murito de piedra que separaba el cementerio de Ridge Road. Corrí hacia él con la mochila golpeándome la cara externa de la rodilla. Era un Mustang, uno de esos tan guapos de finales de los sesenta o principios de los setenta. El motor emitía un rugido poderoso, un sonido contundente brotando de un silenciador que tal vez no superara la siguiente inspección técnica… pero eso no era problema mío.
Abrí la portezuela y subí. Mientras me colocaba la mochila entre los pies percibí un olor que me resultaba casi familiar y un poco desagradable.
—Gracias —dije—. Muchas gracias.
El conductor lleva vaqueros desteñidos y una camiseta negra con las mangas cortadas. Era un tipo bronceado, musculoso, y en su bíceps derecho se veía un tatuaje azul en forma de alambre de espino. Sobre la cabeza lucía una gorra de granjero vuelta del revés. Cerca del cuello redondo de la camiseta llevaba prendida una chapa, pero desde donde me encontraba no podía leer lo que decía.
—De nada —repuso—. ¿Vas a la ciudad?
—Sí —asentí.
En aquel rincón del mundo, «la ciudad» significaba Lewiston, la única población de tamaño respetable al norte de Portland. Al cerrar la puerta vi uno de esos ambientadores en forma de abeto colgado del retrovisor. Eso era lo que había olido. Desde luego, no era mi noche en lo que a olores se refería. Primero orina y ahora abeto artificial. Pero en fin, un coche era un coche. Debería haberme sentido aliviado, y cuando el tipo aceleró para enfilar de nuevo Ridge Road entre rugidos del enorme motor del viejo Mustang, intenté convencerme a mí mismo de que, en efecto, me sentía aliviado.
—¿Qué vas a hacer en la ciudad? —me preguntó el conductor.
Calculé que tendría más o menos mi edad, un chico de la zona que quizá iba a la escuela de formación profesional de Auburn o trabajaba en una de las pocas fábricas textiles que quedaban por allí. Probablemente se había arreglado el Mustang en su tiempo libre, porque eso era lo que hacían los chicos de pueblo. Bebían cerveza, fumaban maría de vez en cuando y arreglaban coches. O motos.
—Mi hermano se casa, y soy el padrino —mentí sin premeditación alguna.
No quería contarle lo de mi madre, aunque no sabía por qué. Algo raro pasaba allí. No sabía de qué se trataba ni por qué se me había ocurrido tal cosa, pero lo sabía. Estaba completamente seguro.
—Mañana es el ensayo general y luego la despedida de soltero.
—No me digas.
Se volvió hacia mí con una leve sonrisa pintada en aquel rostro apuesto de labios carnosos y ojos bastante separados.
—Sí.
Tenía miedo. Así, de repente, volvía a tener miedo. Algo pasaba, tal vez algo que había empezado cuando el vejestorio del Dodge me había instado a pedir un deseo a la luna infectada en lugar de a una estrella. O quizá en el momento en que había cogido el teléfono y escuchado a la señora McCurdy anunciarme que tenía malas noticias, aunque podrían haber sido peores.
—Estupendo —comentó el muchacho de la gorra vuelta del revés—. Es genial que tu hermano se case, tío. ¿Cómo te llamas?
No tenía miedo; estaba aterrorizado. Todo andaba mal, absolutamente todo, y no sabía por qué ni cómo había podido suceder tan deprisa. Lo que sí sabía era que no quería revelar al tipo del Mustang mi nombre, al igual que no había querido revelarle qué se me había perdido en Lewiston. Claro que no llegaría a Lewiston. De pronto estaba seguro de que jamás volvería a ver Lewiston. Era como saber que el coche iba a parar antes incluso de que empezara a frenar. Y luego estaba el olor. También sabía algo respecto al olor. No era el ambientador, sino lo que este intentaba disimular.
—Hector —me presenté, dándole el nombre de mi compañero de piso—. Hector Passmore.
Las palabras brotaron de mi boca reseca con toda serenidad, lo cual me alegró. Algo en mi interior insistía en que no debía mostrar al conductor del Mustang mi convicción de que algo andaba mal. Era mi única oportunidad.
El joven se volvió un poco hacia mí, y entonces pude distinguir las palabras de la chapa: ME MONTÉ EN LA BALA EN THRILL VILLAGE, LACONIA. Conocía el lugar; había estado allí, aunque de eso hacía mucho.
También vi una gruesa línea negra que le rodeaba el cuello igual que el tatuaje en forma de alambre le rodeaba el bíceps, solo que esa línea no era un tatuaje. Docenas de marcas negras lo surcaban verticalmente. Eran los puntos de sutura que le había cosido la persona que había recolocado la cabeza sobre sus hombros.
—Encantado de conocerte, Hector —dijo—. Yo me llamo George Staub.
Tuve la sensación de que mi mano flotaba como en sueños. Deseé que fuera un sueño, pero no lo era. La realidad lo atravesaba todo con afilados cuchillos. El olor dominante era el que despedía el ambientador de pino, pero el otro pertenecía a una sustancia química, probablemente formol. Iba en coche con un muerto.
El Mustang avanzaba por Ridge Road a cien kilómetros por hora, en pos de sus luces largas bajo la luz de la luna bruñida. A ambos lados de la calzada, los árboles que la flanqueaban danzaban y se agitaban al viento. George Staub me sonrió mientras clavaba en mí su mirada vacía, me soltó la mano y volvió a concentrarse en la carretera. En el instituto había leído Drácula, y en aquel momento me acudió a la memoria una frase del libro, que rebotó en mi mente como una campana rota: «Los muertos conducen deprisa».
«Que no note que lo sé.» Esa frase también rebotaba en mi mente. No era mucho, pero no tenía nada más. «Que no note que lo sé, que no lo note.» Me pregunté dónde estaría el anciano. ¿A salvo con su hermano? ¿O bien estaba metido en el ajo desde el principio? ¿Iría siguiéndonos en su viejo Dodge, encorvado sobre el volante y rascándose el paquete? ¿Estaba muerto él también? Probablemente no. Los muertos conducen deprisa, según Bram Stoker, y el anciano no había pasado de setenta por hora en ningún momento. Sentí que una carcajada enloquecida amenazaba con brotarme de la garganta y la contuve con todas mis fuerzas. Si me echaba a reír, él lo sabría. Y no debía saberlo, porque su ignorancia era mi única esperanza.
—No hay nada como una boda —comentó.
—Cierto —convine—. Todo el mundo debería casarse al menos dos veces.
Dije aquello apretando las manos entrelazadas, sintiendo las uñas clavárseme justo encima de los nudillos, aunque era una sensación lejana. No podía enterarse de que lo sabía. Estábamos rodeados de bosques, iluminados tan solo por el fulgor desalmado de la luna blanca, y no podía hacerle notar que sabía que estaba muerto. Porque no era precisamente inofensivo como un fantasma. Uno puede llegar a ver un fantasma, pero ¿qué clase de ente va en coche y lleva a un autoestopista? ¿Qué clase de criatura era aquella? ¿Un zombi? ¿Un demonio necrófago? ¿Un vampiro? ¿Ninguno de los anteriores?
—¡Dos veces! —exclamó George Staub con una carcajada—. ¡Acabas de describir a toda mi familia!
—Y a la mía —añadí. Hablaba con voz calmada, la voz de un autoestopista que pasaba el rato charlando despreocupado con la persona que lo llevaba en pago por el favor—. No hay nada como un funeral.
—Boda —me corrigió él en tono afable.
A la luz del salpicadero, su rostro aparecía cerúleo, el rostro de un cadáver antes de que lo maquillen. La gorra vuelta del revés resultaba especialmente horrible, porque te impulsaba a preguntarte qué quedaba debajo. Había leído en alguna parte que los embalsamadores serraban la parte superior del cráneo, sacaban el cerebro y lo sustituían por una bola de algodón tratada con productos químicos, tal vez para evitar que el rostro se desmoronara.
—Boda —repetí con los labios entumecidos, e incluso conseguí lanzar una risita—. Quería decir «boda».
—En mi opinión, siempre decimos lo que pretendemos decir —señaló el conductor sin dejar de sonreír.
Sí, Freud era del mismo parecer, lo había leído en clase de psicología. Dudaba de que aquel tipo supiera gran cosa de Freud; no creía que muchos estudiosos de Freud llevaran camisetas de mangas recortadas y gorras vueltas del revés, pero lo cierto era que sabía lo suficiente. Yo había dicho «funeral». Por el amor de Dios, había dicho «funeral». En ese instante se me ocurrió que el tipo estaba jugando conmigo. Yo no quería que supiera que sabía que estaba muerto, y él no quería que yo supiera que él sabía que yo sabía que estaba muerto. Así que yo no podía permitir que supiera que yo sabía que él sabía que…
Empecé a perder el mundo de vista. En cuestión de segundos, todo empezaría a darme vueltas y más vueltas, y me desmayaría. Cerré los ojos. En la oscuridad tras mis párpados, la imagen luminosa de la luna permanecía, adquiriendo un matiz verdoso.
—¿Te encuentras bien, tío? —me preguntó con preocupación sobrecogedora.
—Sí —aseguré al tiempo que abría los ojos.
Las cosas habían dejado de moverse. El dolor de las uñas clavadas en el dorso de las manos era intenso y real. Y el olor. No solo a ambientador, no solo a formol, sino también a tierra.
—¿Estás seguro? —insistió.
—Solo estoy un poco cansado. Llevo muchas horas haciendo autoestop, y además a veces me mareo un poco en el coche. —De repente se me ocurrió una idea brillante—. ¿Sabes qué? Será mejor que me dejes aquí. En cuanto tome un poco el aire se me pasarán las náuseas. Seguro que alguien me lleva y…
—Imposible —atajó la criatura—. ¿Cómo voy a dejarte aquí? Estarías horas esperando antes de que pasara alguien, y aun entonces nadie te asegura que te llevara. Tengo que cuidar de ti. ¿Qué dice aquella canción? «Llévame a la iglesia a tiempo», ¿no? No pienso dejarte aquí en medio. Baja un poco la ventanilla, eso te irá bien. Sé que no huele muy bien que digamos aquí dentro. He colgado el ambientador, pero estos trastos son una mierda. Claro que algunos olores cuestan más de disimular que otros.
Quise alargar la mano para bajar la ventanilla y dejar entrar un poco de aire fresco, pero los músculos del brazo no me respondían. Lo único que podía hacer era quedarme allí sentado con las manos entrelazadas, clavándome las uñas en la piel. Mientras unos músculos no me respondían, los otros respondían con demasiada fuerza. Qué ironía.
—Es como aquella historia —prosiguió—. La del chaval que se compra un Cadillac casi nuevo por setecientos cincuenta dólares. La conoces, ¿no?
—Sí —mascullé con la boca muerta.
No conocía la historia, pero estaba seguro de que no quería escucharla, no quería escuchar ninguna historia de labios de aquel tipo.
—Es muy famosa.
Ante nosotros, la carretera daba saltos como en las películas antiguas en blanco y negro.
—Sí, muy famosa. El chaval quiere comprarse un coche y ve un Cadillac casi nuevo en el jardín de un tipo.
—He dicho que ya…
—Ya, bueno, y en la ventanilla hay un rótulo que dice EN VENTA.
Tenía un cigarrillo encajado detrás de la oreja. En aquel momento alargó la mano para cogerlo, y con el gesto se le subió la camisa. Vi otra línea negra surcada de puntos. Cuando se inclinó hacia delante para pulsar el botón del encendedor, la camisa volvió a su lugar.
—El chaval sabe que no puede permitirse un Cadillac, ni de lejos, vaya, pero le pica la curiosidad. Así que se acerca al tipo y le pregunta: «¿Cuánto cuesta?». Y el tipo apaga la manguera, porque estaba lavando el coche, ¿sabes? Y dice: «Chaval, hoy es tu día de suerte. Te lo llevas por setecientos cincuenta dólares».
El encendedor del coche saltó. Staub lo sacó de su nido y acercó la resistencia al cigarrillo. Luego dio una calada, y vi hilillos de humo colarse entre los puntos que cerraban la incisión del cuello.
—El chaval mira por la ventanilla del conductor y ve que el cuentakilómetros señala solo veinticinco mil, así que se vuelve hacia el tipo y le dice: «Ya, y yo que me lo creo». Y el tipo dice: «Que va en serio, chaval, afloja la pasta y te lo llevas. Mira, hasta te acepto un cheque, que tienes cara de honrado». Y el chaval dice…
Miré por la ventana. La verdad es que sí conocía la historia, la había oído años antes, probablemente en el instituto. En la versión que conocía, el coche era un Thunderbird en lugar de un Cadillac, pero por lo demás, era igual. El chaval dice: «Tendré solo diecisiete años, pero no soy imbécil. Nadie vende un coche como este, sobre todo con tan pocos kilómetros, por setecientos cincuenta pavos». Y el tipo le dice que lo vende tan barato porque el coche huele, imposible librarse del olor, lo ha intentado una y otra vez pero no hay manera. Resulta que el tipo había estado de viaje de negocios, un viaje bastante largo, al menos…
—… dos semanas —estaba diciendo el conductor con la sonrisa de quien cuenta un chiste que le hace partirse el culo—. Y cuando vuelve, se encuentra el coche en el garaje y la mujer dentro, muerta casi desde que él se fue. No sé si se suicidó o tuvo un infarto o qué, pero estaba toda hinchada, y el coche olía fatal, y ahora lo único que quiere es venderlo. —Otra carcajada—. Menuda historia, ¿eh?
—¿Por qué no llamó a casa? —preguntó mi boca por iniciativa propia, porque mi cerebro estaba petrificado—. ¿Se va dos semanas de viaje de negocios y no llama ni una sola vez a casa para saber cómo está su mujer?
—Bueno… eso no viene al caso, ¿no te parece? —señaló el conductor—. Lo que mola es que es una ganga de la hostia. ¿Quién resistiría la tentación? A fin de cuentas, siempre puedes conducir con las putas ventanillas bajadas, ¿no? Además, no es más que una historia. Pura ficción. Se me ha ocurrido por la forma en que huele este coche.
Silencio. De repente pensé: «Está esperando a que diga algo, a que acabe con esta farsa». Y quería hacerlo. Realmente quería hacerlo, solo que… ¿y después? ¿Qué haría él?
Deslizó la yema del pulgar sobre la chapa que decía: ME MONTÉ EN LA BALA EN THRILL VILLAGE, LACONIA. Vi que tenía tierra bajo las uñas.
—Ahí he estado hoy —explicó—, en Thrill Village. He hecho un trabajo para un tío, y me ha dado un pase para todo el día. Mi novia iba a acompañarme, pero me llamó para decirme que estaba enferma, a veces lo pasa fatal con la regla, se pone malísima. Es una putada, pero siempre me digo que, en fin, no queda otro remedio, ¿no? Si no le viniera la regla, estaría jodido. Los dos estaríamos jodidos. —Lanzó una risita desprovista de humor—. Así que he ido solo. Habría sido una pena desperdiciar el pase. ¿Has estado alguna vez en Thrill Village?
—Sí —asentí.
Una vez, a los doce años.
—¿Con quién fuiste? —inquirió—. No irías solo, ¿verdad? Con doce años…
Eso no se lo había dicho, ¿verdad? No. Estaba jugando conmigo, como un gato con una lagartija. Consideré la posibilidad de abrir la puerta y saltar del coche, precipitarme a la noche e intentar protegerme la cabeza antes de estrellarme, pero sabía que él me lo impediría si lo intentaba. Además, no podía levantar los brazos; lo único que podía hacer era seguir apretando las manos.
—No —repuse—. Fui con mi padre. Me llevó mi padre.
—¿Te montaste en la Bala? Yo subí cuatro veces. ¡Joder, tío, se pone boca abajo!
Me miró y soltó otra de esas carcajadas ladradas. La luz de la luna nadaba en sus ojos, convirtiéndolos en círculos blancos, como ojos de estatua. Y entonces comprendía que estaba más que muerto; estaba loco.
—¿Te montaste, Alan?
Me planteé decirle que se había equivocado de nombre, que me llamaba Hector, pero ¿para qué? Estábamos llegando al final.
—Sí —susurré.
No se veía una sola luz aparte de la luna. Los árboles pasaban como exhalaciones, como bailarines espontáneos en un pícnic cristiano. La carretera desaparecía bajo el coche. Eché un vistazo al cuentakilómetros y vi que íbamos a ciento veinte. Estábamos montados en la Bala, él y yo. Los muertos conducen deprisa.
—Sí, me monté en la Bala.
—No —negó él.
Dio otra chupada al cigarrillo, y de nuevo vi los hilillos de humo colarse por la incisión suturada de su cuello.
—No te montaste. Y menos con tu padre. Te pusiste a hacer cola, eso sí, pero estabas con tu madre. La cola era larga, porque la cola de la Bala siempre es larga, y ella no quería pasarse horas allí aguantando la solana. Ya entonces estaba gorda y le fastidiaba el calor. Pero tú la chinchaste todo el santo día, la chinchaste y la chinchaste, y aquí viene lo bueno, tío, que cuando por fin te tocó, te acojonaste, ¿verdad?
Guardé silencio. Tenía la lengua pegada al paladar.
De repente extendió la mano, piel amarillenta a la luz del salpicadero del Mustang, uñas mugrientas, y aferró mis manos entrelazadas. La fuerza con que las atrapaba me abandonó al contacto, y se separaron como un nudo que se deshace con el toque de la varita mágica del prestidigitador. Tenía la piel fría y lisa, como una serpiente.
—¿Verdad?
—Sí —admití en voz igual de baja que antes—. Cuando me acerqué y vi lo alta que era… cómo se ponía boca abajo al llegar arriba y cómo gritaba la gente… me acojoné. Mi madre me dio un bofetón y no me habló durante todo el trayecto de vuelta. No llegué a montar en la Bala.
Al menos hasta ese momento.
—Pues deberías haber subido, tío, es la mejor atracción, es la hostia. No hay nada mejor, al menos allí. De camino a casa paré a comprar unas cervezas junto a la frontera del estado. Quería pasar por casa de mi novia y regalarle la chapa en plan de broma.
Dio un golpecito a la chapa que llevaba, bajó la ventanilla y arrojó el cigarrillo a la noche ventosa.
—Solo que ya te imaginas lo que pasó.
Por supuesto. Pasó lo que pasa en todas las historias de fantasmas, que se estrelló con el Mustang, y la policía lo encontró muerto entre los hierros retorcidos, con el cuerpo al volante y la cabeza en el asiento trasero, la gorra vuelta del revés y los ojos inánimes fijos en el techo, y desde entonces se le ve en Ridge Road cuando hay luna llena y hace viento, uuuuuuhh, volveremos después de la publicidad. Ahora sé algo que entonces ignoraba, y es que las peores historias son las que llevas escuchando toda la vida. Esas son las auténticas pesadillas.
—No hay nada como un funeral —exclamó con una carcajada—. ¿No es eso lo que has dicho? Vaya desliz, Al. No cabe duda. Desliz, patinazo y consiguiente batacazo.
—Déjame bajar —murmuré—. Por favor.
—Bueno… —suspiró él, volviéndose de nuevo hacia mí—, tendremos que hablar de ello, ¿no te parece? ¿Sabes quién soy, Alan?
—Eres un fantasma —repuse.
El conductor lanzó un resoplido impaciente, y, a la luz del cuentakilómetros, su boca se curvó hacia abajo.
—Vamos, tío, esfuérzate un poco más. El puto Casper es un fantasma. ¿Acaso floto por el aire? ¿Puedes ver a través de mí?
Levantó una mano y la abrió y cerró delante de mis narices. Oí el crujido de sus tendones sin lubricar.
Intenté decir algo, no sé qué, y la verdad es que ni importa, porque no conseguí articular palabra.
—Soy un mensajero —anunció Staub—. Una especie de UPS de ultratumba, ¿te mola? De hecho, los tipos como yo aparecen a menudo, cuando se dan las circunstancias propicias. ¿Sabes lo que creo? Que a quienquiera que lleve el cotarro, Dios o quien sea, le debe ir la marcha. Siempre quiere saber si te conformarás con lo que ya tienes o si intentarás conseguir más. Pero tiene que ser el momento adecuado. Y esta noche lo es. Tú aquí solo… tu madre enferma… esperando a que alguien te lleve…
—Si me hubiera quedado con el viejo, nada de esto habría pasado, ¿verdad? —aventuré—. ¿Verdad?
Ahora percibía con toda claridad el hedor de Staub, el olor acre a sustancias químicas y la fragancia menos penetrante y más dulzona de la carne descompuesta. Me pregunté cómo podía no haberme dado cuenta hasta entonces, cómo podía haber tomado ese olor por otra cosa.
—Nunca se sabe —replicó Staub—. Puede que ese viejo del que hablas también estuviera muerto.
Recordé la voz estridente del viejo, el chasquido de sus pantalones. No, no estaba muerto, y yo había cambiado el olor a meados de su Dodge por algo mucho peor.
—Pero en cualquier caso, colega, no tenemos tiempo de hablar de eso. Dentro de ocho kilómetros empezaremos a ver las primeras casas, y tres más allá llegaremos al término municipal de Lewiston. Lo cual significa que tienes que decidir ahora.
—¿Decidir qué? —pregunté, aunque creía saberlo.
—Quién se monta en la Bala y quién no. Tú o tu madre.
De nuevo me miró con aquellos ojos ahogados en luna. Su sonrisa se ensanchó, y comprobé que le faltaban casi todos los dientes a causa del accidente. Acarició el volante.
—Voy a llevarme a uno de vosotros, tío, y puesto que tú estás aquí, puedes escoger. ¿Qué me dices?
A mis labios afloró la frase «estarás de guasa», pero ¿qué sentido tenía decir algo así? Por supuesto que no estaba de guasa. Hablaba muy en serio.
Pensé en todos los años que Alan y Jean Parker habían pasado juntos y solos contra el mundo. Muchos buenos momentos y bastantes muy malos. Rodilleras en los pantalones y estofados para cenar. Casi todos los demás críos disponían de veinticinco centavos a la semana para comprarse el almuerzo caliente, pero yo siempre llevaba un bocadillo de crema de cacahuete o una loncha de mortadela embutida en pan seco, como los chiquillos de aquellos absurdos cuentos de chiquillos pobres que hacen fortuna. Su trabajo en Dios sabía cuántos restaurantes y bares para mantenernos. La vez en que se tomó el día libre para hablar con el tipo de AM, vestida con su mejor traje chaqueta, él sentado en la mecedora de nuestra cocina, también ataviado con traje, la carpeta en el regazo y un bolígrafo gordo y reluciente en la mano. La vi contestando a las preguntas embarazosas e insultantes con una sonrisa helada en el rostro, incluso ofreciéndole más café, porque si él presentaba el informe apropiado, ella cobraría otros cincuenta pavos al mes, cincuenta míseros pavos. Tumbada en la cama en cuanto el hombre se fue, llorando, y cuando entré para sentarme junto a ella intentó sonreír y dijo que las siglas AM no significaban Ayuda al Menor, sino Astutos Mamones. Me eché a reír, y ella también, porque no quedaba más remedio, ya lo sabíamos. Cuando solo estabais tú y tu obesa madre fumadora contra el mundo, la risa era a menudo la única forma de sobrevivir sin perder la cabeza y dar puñetazos a la pared. Pero no solo era eso. Para la gente como nosotros, gente insignificante que se arrastraba por el mundo como un ratón de dibujos animados, reírse a veces de los cabrones era la única venganza posible. La recordaba en todos aquellos empleos, haciendo horas extras, vendándose los tobillos cuando se le hinchaban y guardando las propinas en un frasco con la etiqueta PARA LOS ESTUDIOS DE ALAN, igual que en esos absurdos cuentos de chiquillos pobres que hacen fortuna, repitiéndome una y otra vez que debía esforzarme mucho, que quizá otros niños podían permitirse el lujo de colgarse en la escuela, pero que yo no podía, porque por mucho que ella guardara todas las propinas hasta el día del Juicio Final, no sería suficiente. Mis estudios dependerían de becas y créditos de estudiante, y tenía que estudiar, porque era la única salida para mí… y para ella. Así pues, me había esforzado mucho, de verdad que sí, porque no era ciego. Veía lo gorda que estaba, veía cuánto fumaba (era su único placer, su único vicio, si se quiere considerar desde ese prisma), y sabía que algún día nuestros papeles se invertirían, y sería yo quien cuidaría de ella. Con una carrera universitaria y un buen trabajo, tal vez pudiera hacerlo. Quería hacerlo. Quería a mi madre. Tenía muy mala leche y una lengua viperina (el día en que hicimos cola para montar en la Bala y luego me acojoné no fue la primera vez que me gritó y me dio un bofetón), pero a pesar de todo la quería. En parte, precisamente por eso. La quería cuando me pegaba tanto como cuando me besaba. ¿Lo comprenden? Yo no, pero no pasa nada. No creo posible resumir vidas ni explicar familias, y nosotros éramos una familia, la familia más pequeña, un secreto compartido. De preguntarme alguien, habría respondido que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ella. Y eso era precisamente lo que se me pedía en ese momento. Que muriera por ella, en su lugar, a pesar de que ella ya había llegado al ecuador de su vida o incluso más, mientras que yo apenas había emprendido la mía.
—¿Qué me dices, Al? —insistió George Staub—. El tiempo apremia.
—No puedo decidir algo así —repuse con voz ronca mientras la luna navegaba sobre la carretera, rauda y brillante—. Es injusto.
—Lo sé, y te aseguro que todos opinan lo mismo —comentó antes de continuar en voz más baja—: Pero te diré una cosa… Si no has tomado una decisión cuando lleguemos a las primeras casas, tendré que llevarme a los dos.
Frunció el entrecejo y al cabo de un instante volvió a sonreír, como si acabara de recordar que había buenas noticias además de malas.
—Claro que en ese caso podríais ir juntos en el asiento trasero y hablar de los viejos tiempos.
—¿Adónde?
No contestó. Tal vez no lo sabía.
Los árboles pasaban como tinta negra. Los faros seguían su trayecto inexorable y la carretera seguía desapareciendo. Tenía veintiún años. No era virgen, pero solo había estado con una chica una vez, y estaba tan borracho que apenas me acordaba. Había mil lugares a los que quería viajar. Los Angeles, Tahití, tal vez Luckenbach, Texas, y mil cosas que quería hacer. Mi madre tenía cuarenta y ocho años, y eso era mucho, joder. La señora McCurdy me había dicho lo contrario, pero la señora McCurdy también era vieja. Mi madre me había tratado bien, había trabajado como una esclava y cuidado de mí, pero ¿había elegido yo su vida? ¿Había pedido nacer y exigido que ella viviera por y para mí? Ella tenía cuarenta y ocho años. Yo, veintiuno. Como solía decirse, tenía toda la vida por delante. Pero ¿era así como debía considerarse la cuestión? ¿Con qué criterios debía tomarse semejante decisión? ¿Cómo podía tomarse semejante decisión?
Seguíamos avanzando entre los árboles. La luna seguía brillando como un ojo reluciente y mortal.
—Será mejor que te des prisa, tío —urgió George Staub—. Estamos a punto de llegar a la civilización.
Abrí la boca e intenté hablar, pero de mi garganta no brotó más que un suspiro.
—Mira, ya lo tengo —anunció de pronto al tiempo que extendía el brazo hacia el asiento trasero.
La camisa volvió a levantársele, y de nuevo (la verdad es que podría habérmelo ahorrado) vi la línea suturada en su vientre. ¿Aún tendría las entrañas en su sitio o solo un relleno empapado en productos químicos? Su mano reapareció al cabo de un instante sosteniendo una lata de cerveza, seguramente de las que había comprado en aquella tienda de la frontera.
—Sé muy bien que a uno se le seca la boca en estas ocasiones —comentó—. Toma.
Me alargó la lata. La cogí, la abrí y bebí un largo trago. La cerveza me resbaló por la garganta fría y amarga. No he sido capaz de volver a beber cerveza desde entonces. No me entra, imposible. De hecho, apenas soporto ver anuncios de cerveza por la tele.
Ante nosotros, en la oscuridad ventosa, brilló una luz amarilla.
—Date prisa, Al, que se nos acaba el tiempo. La primera casa está en la cima de esta cuesta. Si tienes algo que decirme, más te vale decírmelo ya.
La luz desapareció y al cabo de un instante reapareció acompañada de otras. Eran ventanas. Tras ellas vivían personas corrientes que hacían cosas corrientes, como mirar la tele, dar de comer al gato o tal vez masturbarse en el baño.
Recordé de nuevo aquel día en Thrill Village, Jean y Alan Parker haciendo cola, una mujer corpulenta con manchas oscuras de sudor en los sobacos del vestido de verano, y su hijo. Mi madre no había querido hacer cola, Staub estaba en lo cierto… pero yo la había chinchado y chinchado, también estaba en lo cierto respecto a eso. Mi madre me abofeteó, pero también hizo cola conmigo. Hizo cola conmigo muchas veces, y lo recordaba todo al dedillo, todos los argumentos a favor y en contra, pero no era el momento de pensar en eso.
—Llévatela a ella —dije en voz alta y ronca cuando el Mustang pasó junto a las luces de la primera casa—. Llévatela a ella, llévate a mi madre, no a mí.
Arrojé la lata de cerveza al suelo del coche y me llevé las manos a la cara. En ese momento, Staub me tocó, tocó la pechera de mi camisa, buscando algo a tientas con los dedos, y de repente me asaltó con claridad meridiana la idea de que todo había sido una prueba, una prueba que no había superado, por lo que Staub me arrancaría el corazón del pecho, como un djinn de esos crueles cuentos árabes. Proferí un grito. En aquel momento, sus dedos me soltaron, como si hubiera cambiado de idea en el último momento, y alargó la mano hacia la puerta. Mi nariz y mis pulmones quedaron tan invadidos por el hedor a muerte que por un instante me convencí de que también yo había muerto. Entonces oí el chasquido de la puerta al abrirse, y una ráfaga de aire frío me azotó el rostro, disipando la pestilencia de la muerte.
—Dulces sueños, Al —me susurró Staub al oído antes de propinarme un empujón.
Salí despedido hacia la ventosa oscuridad de octubre con los ojos cerrados, las manos alzadas y el cuerpo preparado para el tremendo choque que me esperaba. Quizá grité, pero no lo recuerdo.
El choque no llegó, y al cabo de una eternidad reparé en que ya estaba en el suelo, pues lo sentía bajo el cuerpo. Abrí los ojos y volví a cerrarlos de inmediato. La luna brillaba con luz cegadora. El destello me provocó una punzada de intenso dolor en la cabeza, pero no detrás de los ojos, donde suele instalarse el dolor tras mirar una luz inesperadamente fuerte, sino justo encima de la nuca. Me di cuenta de que tenía las piernas y el trasero fríos y mojados. No me importaba; estaba en el suelo, y eso era lo único que me importaba.
Me incorporé sobre los codos y abrí de nuevo los ojos, esta vez con más cuidado. Creo que ya sabía dónde estaba, y una mirada en derredor confirmó mis sospechas. Estaba tumbado boca arriba en el pequeño cementerio en la cima de aquella cuesta de Ridge Road. La luna se encontraba casi en su cénit, reluciente pero mucho más pequeña que hacía unos instantes. La niebla se había espesado y cubría el cementerio como un manto. Algunas lápidas asomaban por encima como islotes de piedra. Intenté levantarme, pero otra punzada de dolor me atravesó la nuca. Me llevé la mano a ella y noté un bulto mojado y pegajoso. Al mirarme los dedos a la luz de la luna los vi manchados de sangre que parecía negra.
Al segundo intento conseguí ponerme de pie y permanecí un momento quieto, aunque algo tambaleante entre las lápidas, con la niebla hasta las rodillas. Me volví y divisé la abertura en el muro de piedra, así como Ridge Road al otro lado. No veía la mochila porque la bruma la ocultaba, pero sabía que estaba allí. Si regresaba a la carretera por el surco izquierdo del sendero, la encontraría. De hecho, lo más probable era que tropezara con ella.
Así pues, esa era mi historia, bien envuelta y atada con un lazo. Me había parado a descansar en la cima de la cuesta, había entrado en el cementerio para echar un vistazo y al apartarme de la tumba de un tal George Staub, di un traspié, me caí y me golpeé la cabeza contra una lápida. ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente? Carecía de experiencia suficiente para determinar el transcurso del tiempo por el cambio de posición de la luna, pero sin duda había pasado al menos una hora. Más que suficiente para tener un sueño en el que iba en coche con un muerto. ¿Qué muerto? George Staub, por supuesto, el nombre que había leído en la lápida justo antes de darme el porrazo. Era el típico final, ¿no? El clásico «Dios mío, qué pesadilla tan espantosa». ¿Y cuando llegara a Lewiston y descubriera que mi madre había muerto? Nada serio, solo una corazonada, la clase de historia que uno cuenta años más tarde, hacia el final de las fiestas, y al oírla la gente asiente pensativa y solemne, y algún idiota con coderas de cuero en la chaqueta de tweed dice que el Cielo y la Tierra encierran más cosas de lo que nuestra filosofía puede llegar a imaginar siquiera, y entonces…
—Entonces una mierda —refunfuñé mientras la niebla empezaba a levantarse muy despacio, como el vaho en un espejo empañado—. No pienso hablar de esto nunca. Jamás en la vida, ni siquiera en mi lecho de muerte.
Pero todo había sucedido como lo recordaba, de eso estaba seguro. George Staub me había recogido en su Mustang, el viejo amigo de Ichabod Crane con la cabeza suturada sobre los hombros en lugar de encajada bajo el brazo, exigiéndome que eligiera. Y yo había elegido. Enfrentado a las luces de la primera casa, había regalado la vida de mi madre sin pestañear. Quizá fuera comprensible, pero eso no aliviaba en absoluto mis sentimientos de culpabilidad. Sin embargo, nadie tenía por qué saberlo, eso era lo bueno. Su muerte parecería natural… qué coño, sería natural, y así pensaba dejar las cosas.
Salí del cementerio por el surco izquierdo, y cuando mi pie chocó con la mochila, la recogí y me la puse. En aquel momento, unos faros aparecieron al pie de la cuesta como si alguien les hubiera dado la entrada. Extendí el pulgar, convencido por alguna extraña razón de que era el anciano del Dodge que había salido en mi busca, claro que sí, era el final redondo para la historia.
Pero no era el viejo, sino un granjero que mascaba tabaco en una camioneta Ford repleta de cestas de manzanas, un tipo normal y corriente, ni viejo ni muerto.
—¿Adónde vas, hijo? —preguntó, y cuando se lo dije, repuso—: Me va perfecto.
Apenas cuarenta minutos más tarde, a las nueve y veinte, detuvo la camioneta delante del hospital de Maine Central.
—Buena suerte, y que se mejore tu madre.
—Gracias —repuse al abrir la portezuela.
—Veo que estás nervioso, pero lo más probable es que se ponga bien. Deberías desinfectártelas —añadió, señalando mis manos.
Al mirármelas vi las medias lunas lívidas que surcaban los dorsos. Recordaba haberlas apretado muy fuerte, clavado las uñas sin poder contenerme. Y recordaba los ojos de Staub, inundados de luna como agua resplandeciente. «¿Te montaste en la Bala? —me había preguntado—. Yo me monté cuatro veces.»
—Muchacho… —dijo el granjero—, ¿estás bien?
—¿Eh?
—Estás temblando.
—Estoy bien —aseguré—. Gracias otra vez.
Cerré la portezuela de la camioneta y recorrí el amplio sendero junto a la hilera de sillas de ruedas aparcadas que relucían a la luz de la luna. Una vez dentro me dirigí al mostrador de información, recordándome que debía parecer sorprendido cuando me dijeran que había muerto, porque si no les parecería extraño… y quizá tan solo pensarían que estaba en estado de shock… o que no nos llevábamos bien… o…
Estaba tan absorto en aquellos pensamientos que al principio no capté lo que me decía la recepcionista y tuve que pedirle que me lo repitiera.
—Digo que está en la habitación 487, pero que no puede subir, porque el horario de visitas acaba a las nueve.
—Pero…
De repente me acometieron las náuseas y tuve que agarrarme al borde del mostrador. El vestíbulo estaba iluminado por fluorescentes, y a aquella luz fría e intensa, los cortes de mis manos resaltaban aún más, ocho pequeñas medias lunas violáceas, como sonrisas, junto a los nudillos. El hombre de la camioneta tenía razón; debía desinfectármelas.
La recepcionista me miraba con expresión paciente. La placa ante ella la identificaba como YVONNE EDERLE.
—Pero ¿está bien?
La mujer echó un vistazo a la pantalla del ordenador.
—Aquí pone «S», que significa satisfactorio. Y la cuarta planta es una planta de pacientes estables. Si hubiera empeorado, la habrían trasladado a la UCI, que está en la tercera. Estoy segura de que si vuelve usted mañana, verá que se encuentra bien. El horario de visitas empieza a las…
—Es mi madre —la interrumpí—. He venido en autoestop desde la Universidad de Maine para verla. ¿No podría subir aunque sólo sea un momento?
—A veces se hacen excepciones con los familiares más cercanos —señaló con una sonrisa—. Espere un momento, a ver qué puedo hacer.
Cogió el teléfono, pulsó un par de teclas, sin duda para llamar al control de enfermería de la cuarta planta, y en los siguientes dos minutos realmente tuve la sensación de que era clarividente. Yvonne, la recepcionista, preguntaría si el hijo de Jean Parker, la paciente de la 487, podía subir un momentito, lo justo para darle un beso y ánimos a su madre, y la enfermera respondería: «Oh, Dios mío, la señora Parker ha muerto hace apenas un cuarto de hora, la hemos enviado al depósito y todavía no habíamos tenido ocasión de actualizar los datos en el ordenador, qué horror».
—¿Muriel? Soy Yvonne —dijo la recepcionista—. Tengo aquí a un joven que se llama… —me miró con las cejas enarcadas, y le di mi nombre—, Alan Parker. Es el hijo de Jean Parker, de la 487. Quiere saber si…
Se detuvo para escuchar. En el otro extremo de la línea, la enfermera de la cuarta planta le estaba anunciando sin duda la muerte de Jean Parker.
—De acuerdo —dijo por fin Yvonne—. Sí, lo entiendo. —Guardó silencio un momento, con la mirada perdida, y por fin se apoyó el auricular contra el hombro—. Ha enviado a Anne Corrigan a la habitación de su madre para ver cómo está. Será un momento.
—Nunca acaba —sentencié.
—¿Cómo dice? —inquirió Yvonne con el entrecejo fruncido.
—Nada, nada —me apresuré a asegurar—. Ha sido una noche muy larga y…
—… y está preocupado por su madre, claro. Considero que es usted un hijo ejemplar al dejarlo todo y venir corriendo.
Sospeché que la opinión que le merecía a Yvonne Ederle sería muy distinta si hubiera oído la conversación que había sostenido con el joven del Mustang, pero por supuesto, no era así. Aquella conversación era un pequeño secreto entre George y yo.
Me pareció que pasaban horas enteras mientras esperaba a la luz de aquellos fluorescentes diáfanos a que la enfermera de la cuarta planta volviera a ponerse al teléfono. Yvonne tenía algunos papeles ante ella. Deslizó la pluma sobre uno de ellos, poniendo crucecitas muy pulcras junto a algunos de los nombres. De repente se me ocurrió que si existía el Ángel de la Muerte, sería como aquella mujer, un funcionario agobiado de trabajo con una mesa, un ordenador y demasiado papeleo. Yvonne mantenía el teléfono encajado entre la oreja y el hombro encogido. Por megafonía anunciaron que se requería la presencia del doctor Farquhar en radiología. En la cuarta planta, una enfermera llamada Anne Corrigan estaría mirando a mi madre muerta en su cama, con los ojos abiertos y el rictus provocado por el derrame por fin relajado.
Yvonne se irguió al oír la voz al otro lado de la línea.
—Muy bien —dijo tras escuchar unos instantes—. Entiendo… Sí, sí, lo haré, por supuesto. Gracias, Muriel.
Colgó el teléfono y me miró con expresión solemne.
—Muriel dice que puede subir, pero solo cinco minutos. Su madre ya ha tomado la medicación nocturna y está muy aturdida.
Me la quedé mirando con la boca abierta. La sonrisa de Yvonne mermó un tanto.
—¿Seguro que se encuentra bien, señor Parker?
—Sí, sí —asentí—. Supongo que me había imaginado…
La sonrisa reapareció en todo su esplendor y con un matiz comprensivo.
—A mucha gente le pasa —aseveró—. Es comprensible. Reciben una llamada inesperada, vienen corriendo… Es comprensible temer lo peor. Pero Muriel no le permitiría subir si su madre no estuviera bien, créame.
—Gracias, muchísimas gracias.
Me volví para alejarme del mostrador.
—Señor Parker —me llamó Yvonne—. Si ha venido desde la Universidad de Maine, o sea del norte, ¿puedo preguntarle por qué lleva esa chapa? Thrill Village está en New Hampshire, ¿no?
Bajé la mirada hacia la pechera de mi camisa y vi el botón prendido al bolsillo. ME MONTÉ EN LA BALA EN THRILL VILLAGE, LACONIA. Recordé que me había parecido que George pretendía arrancarme el corazón, pero ahora lo comprendía. Lo que había hecho era prenderme la chapa en la camisa antes de empujarme. Era su modo de marcarme, de hacer que nuestro encuentro fuera imposible de no creer. Las marcas de mis manos lo atestiguaban, al igual que la chapa. Me había obligado a elegir, y yo había elegido.
Así pues, ¿cómo era posible que mi madre siguiera viva?
—¿Esto? —repliqué mientras deslizaba la yema del pulgar sobre la chapa para pulirla un poco—. Es mi amuleto de la buena suerte.
Era una mentira tan espantosa que incluso poseía cierto esplendor.
—Me lo dieron cuando fui allí con mi madre hace mucho tiempo. Me llevó a la Bala.
Yvonne, la recepcionista, sonrió como si acabara de oír las palabras más conmovedoras de su vida.
—Vaya a darle un beso y un abrazo —instó—. Verlo a usted la hará dormir mejor que todos los somníferos del mundo. Los ascensores están ahí, a la vuelta de la esquina —señaló.
Puesto que el horario de visitas había finalizado, yo era el único que esperaba el ascensor. A la izquierda, junto al quiosco cerrado, vi una papelera. Me quité la chapa, la tiré y me restregué las manos en el pantalón. Aún me las estaba frotando cuando llegó el ascensor. Entré en la cabina y pulsé el botón de la cuarta planta. El ascensor inició su ascenso. Sobre los botones había un cartel que anunciaba una campaña de donación de sangre para la semana siguiente. Al leerlo me asaltó una idea… aunque más que una idea, era una certeza. Mi madre estaba muriendo en ese mismo instante, mientras yo subía a su planta en aquel ascensor tan lento. Había elegido y por tanto sobre mí recaía la responsabilidad de encontrarla. Tenía todo el sentido del mundo.
Cuando se abrió la puerta del ascensor vi otro cartel en el que un dedo dibujado se apretaba contra unos labios también dibujados. Debajo se leía: NUESTROS PACIENTES AGRADECEN TU SILENCIO. Del ascensor partían sendos pasillos a izquierda y derecha. Las habitaciones impares se hallaban a la izquierda. Eché a andar en esa dirección con las zapatillas deportivas cada vez más pesadas. Al llegar a la 471 aminoré el paso y me detuve del todo entre la 481 y la 483. No podía hacerlo. Un sudor frío y pegajoso como jarabe medio congelado me resbalaba del cabello en pequeños regueros, y tenía el estómago encogido como un puño dentro de un guante. No, no podía hacerlo. Sería mejor dar media vuelta y escaquearme como el gallina que era. Haría autoestop hasta Harlow y llamaría a la señora McCurdy por la mañana. Sería más fácil enfrentarse a todo aquel asunto a la luz del día.
Cuando me disponía a volverme, una enfermera asomó la cabeza por la puerta de una habitación… la de mi madre.
—¿Señor Parker? —llamó en voz baja.
Por un instante me sentí tentado de negar mi identidad, pero al final decidí asentir.
—Entre, deprisa, que esto se acaba.
Eran las palabras que esperaba, pero aun así me acometió una oleada de terror, y las rodillas me flaquearon.
Al advertir mi expresión, la enfermera salió a mi encuentro entre un crujido de faldas almidonadas y con cara alarmada. La plaquita dorada que llevaba prendida en el pecho decía ANNE CORRIGAN.
—No, no, me refería al sedante… se está durmiendo. Dios mío, qué tonta soy. Está bien, señor Parker, le he dado el Ambien y está a punto de dormirse, nada más. No irá a desmayarse, ¿eh? —preguntó al tiempo que me asía el brazo.
—No —respondí sin saberlo a ciencia cierta.
Todo me daba vueltas y me zumbaban los oídos. Recordé el modo en que la carretera parecía abalanzarse sobre el coche, aquella carretera de película antigua bajo la luna plateada. «¿Te montaste en la Bala? Yo subí cuatro veces.»
Anne Corrigan me acompañó a la habitación, y allí vi a mi madre. Siempre había sido una mujer corpulenta, y la cama de hospital era menuda y estrecha, pero aun así parecía perdida en ella. Su cabello, más gris que negro, se desparramaba sobre la almohada. Tenía las manos sobre la sábana, manos de niña o de muñeca. Su rostro no mostraba el rictus paralizado que había imaginado, pero su tez ofrecía un aspecto amarillento. Tenía los ojos cerrados, pero cuando la enfermera murmuró su nombre, los abrió. Eran de un azul oscuro e iridiscente, su rasgo más joven y vivaz. Por un instante permaneció con la mirada perdida, pero al poco me vio. Esbozó una sonrisa e intentó alargar los brazos, pero solo logró mover uno. El otro tembló un poco y sin apenas separarse de la cama volvió a caer.
—Al —musitó.
Me acerqué a ella y rompí a llorar. Junto a la pared había una silla, pero no me senté, sino que me arrodillé junto a la cama y la abracé. Su cuerpo era cálido y olía a limpio. La besé en la sien, la mejilla y la comisura de los labios. Ella levantó la mano sana y me deslizó los dedos bajo los ojos.
—No llores —susurró—. No hay razón para llorar.
—He venido en cuanto me he enterado —empecé a decir—. Betsy McCurdy me llamó.
—Le dije… fin de semana —masculló—. Le dije que vinieras el fin de semana.
—Y una porra —repliqué, abrazándola de nuevo.
—¿Coche… arreglado?
—No —denegué—. He venido en autoestop.
—Vaya —suspiró.
A todas luces, cada palabra representaba un esfuerzo para ella, pero no hablaba con voz pastosa ni parecía desorientada. Sabía quién era ella, quién era yo, dónde estábamos y por qué estábamos allí. El único indicio de que algo andaba mal era su brazo izquierdo. Me embargó un alivio descomunal. Todo había sido una broma de mal gusto por parte de Staub… o quizá no existía el tal Staub, tal vez todo había sido un sueño a fin de cuentas, por absurdo que pareciera. Ahora que estaba ahí, arrodillado junto a su cama, abrazándola, aspirando los últimos vestigios de su perfume, Lanvin, la idea del sueño resultaba más verosímil.
—Al, tienes sangre en el cuello de la camisa.
Los ojos se le cerraron, pero volvió a abrirlos muy despacio. Supuse que los párpados le pesaban como a mí las zapatillas deportivas en el pasillo.
—Me he dado un golpe en la cabeza, mamá, no pasa nada.
—Me alegro. Tienes que… cuidarte.
De nuevo se le cerraron los ojos, y de nuevo volvió a abrirlos, aún más despacio.
—Señor Parker, será mejor que la dejemos dormir —advirtió la enfermera a mi espalda—. Ha tenido un día muy duro.
—Lo sé —repuse antes de besarla otra vez en la comisura de los labios—. Me voy, mamá, pero volveré mañana.
—No… autoestop… peligroso.
—No lo haré. Pediré a la señora McCurdy que me traiga. Duerme.
—Dormir… lo único que hago —farfulló—. Estaba en el trabajo, descargando el lavaplatos, y me entró dolor de cabeza. Me caí. Me desperté… aquí. —Alzó la mirada hacia mí—. Derrame. Médico dice… no muy grave.
—Te pondrás bien —aseguré.
Me puse en pie y le cogí la mano. La piel era finísima y suave como moaré. La mano de una anciana.
—He soñado que estábamos en ese parque de atracciones de New Hampshire —dijo.
Me la quedé mirando con el corazón en un puño.
—¿Ah, sí?
—Sí. Hacíamos cola para esa cosa que… sube tanto. ¿Te acuerdas?
—La Bala —dije—. La recuerdo, mamá.
—Te entró miedo y yo grité. Te grité.
—No, mamá, no me…
Me apretó la mano, y en las comisuras de los labios se formaron hoyuelos. Era el fantasma de su clásica expresión impaciente.
—Sí —insistió—. Te grité y te di un bofetón… Una colleja en la nuca, ¿verdad?
—Probablemente —convine, rendido—. Ahí es donde solías darme.
—No tendría que haberlo hecho —suspiró—. Hacía calor y estaba cansada, pero… no tendría que haberlo hecho. Quería decirte que lo siento.
Los ojos volvieron a llenárseme de lágrimas.
—No pasa nada, mamá. Fue hace mucho tiempo.
—No llegaste a montarte —murmuró.
—Sí que me monté, al final me monté.
Mi madre me sonrió. Parecía menuda y débil, muy distinta a la mujer fornida, enojada y sudorosa que me había gritado cuando por fin llegamos al principio de la cola y me había dado una colleja en la nuca. Debió de ver algo en la cara de alguien, una de las personas que también hacía cola para subir a la Bala, porque recuerdo que espetó «¿Y tú qué miras, guapo?» mientras me cogía de la mano para sacarme de allí… yo sollozando y frotándome la nuca… aunque en realidad no me dolía, porque no me había dado tan fuerte. Lo que mejor recuerdo es el alivio y la gratitud por alejarme de aquel engendro inmenso y vertiginoso rematado por dos cápsulas y generador de chillidos histéricos.
—Tendrá que marcharse, señor Parker —apremió la enfermera.
Tomé la mano de mi madre y le besé los nudillos.
—Hasta mañana. Te quiero, mamá.
—Yo también te quiero, Alan… Perdona por todas las veces que te pegué. No era manera de hacer las cosas.
Pero sí lo era; era su manera de hacer las cosas, aunque no sabía cómo decirle que lo entendía, que lo aceptaba. Formaba parte de nuestro secreto familiar, algo susurrado a lo largo de las terminaciones nerviosas.
—Hasta mañana, mamá.
No contestó. Los ojos se le habían cerrado de nuevo, y esta vez no los volvió a abrir. Su pecho bajaba y subía despacio y con regularidad. Me aparté de la cama sin apartar la mirada de ella.
—¿Se pondrá bien? —pregunté a la enfermera una vez en el pasillo—. ¿Bien del todo?
—Nadie puede asegurarlo con certeza, señor Parker. Es paciente del doctor Nunnally, un médico excelente. Mañana por la tarde pasará por la planta, y entonces podrá preguntarle…
—Dígame lo que piensa usted.
—Que se pondrá bien —repuso la enfermera mientras me conducía hacia los ascensores—. Sus constantes vitales son buenas, y los efectos residuales indican que el derrame ha sido muy leve. —Frunció el entrecejo—. Claro que tendrá que introducir algunos cambios… en su dieta… en su estilo de vida…
—Se refiere al tabaco.
—Sí, tendrá que dejarlo.
Lo dijo como si abandonar un hábito tan antiguo fuera tan fácil como trasladar un jarrón de la mesa del salón a la del pasillo. Pulsé el botón del ascensor, y la puerta del que me había llevado hasta allí se abrió de inmediato. Por lo visto, las cosas se calmaban mucho en el hospital una vez que acababa el horario de visitas.
—Gracias por todo —dije.
—De nada. Siento haberle asustado. Me he expresado increíblemente mal.
—No se preocupe —la tranquilicé, aunque estaba de acuerdo con ella—. No pasa nada.
Entré en el ascensor y pulsé el botón de la planta baja. La enfermera me saludó agitando los dedos de la mano. Respondí con idéntico gesto justo antes de que las puertas se cerraran. El ascensor inició el descenso. Me quedé mirando las marcas de las uñas en los dorsos de mis manos, pensando que era un ser vil, la más baja de todas las criaturas. «Llévatela a ella», había pedido. Era mi madre, pero lo había dicho: «Llévate a mi madre, no me lleves a mí». Ella me había criado, había trabajado horas extra por mí, había hecho cola bajo el calor abrasador del verano en un parque de atracciones polvoriento de New Hampshire por mí, pero yo apenas había vacilado. «Llévatela a ella, no me lleves a mí.» Gallina, gallina de mierda.
Cuando la puerta del ascensor se abrió, salí, levanté la tapa de la papelera y allí la vi, sumergida en un vaso de café casi vacío, ME MONTÉ EN LA BALA EN THRILL VILLAGE, LACONIA.
Me agaché, cogí la chapa del charco de café, la sequé en la pernera de mis vaqueros y me la guardé en el bolsillo. Deshacerse de ella había sido un error. Era mi chapa, mi amuleto de la buena o la mala suerte, pero mío al fin y al cabo. Salí del hospital tras despedirme de Yvonne con la mano. Fuera, la luna cabalgaba por el techo del cielo, bañando el mundo en su luz extraña y onírica. No me había sentido tan cansado y desmoralizado en toda mi vida. Ojalá pudiera volver atrás y elegir de nuevo. Habría tomado otro camino… lo cual era curioso, porque de haberla encontrado muerta, como esperaba, creo que habría podido soportarlo. A fin de cuentas, ¿no era así como acababan las historias como esta?
«Nadie quiere parar en el centro», había dicho el viejo del pantalón, molesto, y cuánta razón tenía. Crucé todo Lewiston a pie, tres docenas de manzanas por Lisbon Street y nueve más por Canal Street, pasando ante todos los bares en los que sonaban viejas canciones de Foreigner, Led Zeppelin y AC/DC en francés, sin extender el pulgar una sola vez. No habría servido de nada. Eran las once pasadas cuando llegué al puente DeMuth. Una vez llegué al lado de Harlow, el primer coche que intenté parar me llevó. Al cabo de cuarenta minutos cogí la llave escondida bajo la carretilla roja junto a la puerta del cobertizo, y diez minutos más tarde me acosté. Justo antes de dormirme se me ocurrió que era la primera vez en mi vida que dormía solo en aquella casa.
Fue el teléfono lo que me despertó a las doce y cuarto del día siguiente. Creí que me llamaban del hospital para contarme que mi madre había empeorado de repente para morir hacía apenas unos minutos, lo sentimos mucho. Pero era la señora McCurdy, que quería cerciorarse de que había llegado bien, conocer todos los detalles de mi visita nocturna al hospital (me hizo repetir la historia tres veces, y al final del tercer pase empecé a sentirme como un delincuente durante un interrogatorio por asesinato), así como saber si quería que me llevara al hospital por la tarde. Asentí encantado.
Tras colgar el teléfono crucé la habitación hasta la puerta. Junto a ella había un espejo de cuerpo entero. Reflejado en él vi un joven alto, sin afeitar, con barriguita incipiente y ataviado tan solo con unos calzoncillos holgados.
—Ponte las pilas, chaval —advertí a mi reflejo—. No puedes pasarte la vida entera pensando que cada vez que suena el teléfono es alguien que te llama para decirte que tu madre ha muerto.
No lo haría. El tiempo disiparía el recuerdo, es lo que suele suceder… pero la noche anterior seguía increíblemente fresca en mi memoria. Todos los contornos del suceso permanecían claros, diáfanos. Aún veía el rostro joven y apuesto de Staub bajo la gorra vuelta del revés, el cigarrillo encajado tras la oreja, el modo en que el humo se colaba entre los puntos del cuello suturado cuando fumaba. Todavía lo oía contando la historia del Cadillac barato. El tiempo redondearía esos contornos, pero aún tardaría bastante. Al fin y al cabo, tenía la chapa, la había dejado sobre la cómoda junto a la puerta del baño. La chapa era mi recuerdo de la noche. ¿Acaso los héroes de los cuentos de fantasmas no acababan siempre con un recuerdo, algo que demostraba que lo sucedido no era un sueño?
En un rincón de la habitación había un equipo de música prehistórico, y me dediqué a repasar mis viejas cintas en busca de algo que escuchar mientras me afeitaba. Encontré una etiquetada como FOLK MIX y la puse. Bob Dylan cantaba a la muerte solitaria de Hattie Carroll, Tom Paxton echaba de menos a su amigo perdido, y Dave van Ronk interpretaba su blues de la cocaína. A medio camino de la tercera estrofa me detuve en seco con la cuchilla junto a la mejilla. «Tengo la cabeza llena de whisky y la barriga repleta de ginebra —cantaba Dave con su voz rasposa—. El médico dice que acabarán conmigo, pero no cuándo será.» Y esa era la respuesta, claro. Mi conciencia culpable me había hecho suponer que mi madre moriría de inmediato, y Staub no se había molestado en corregirme… ¿Por qué iba a hacerlo, si no se lo pregunté? Pero la realidad era bien distinta.
«El médico dice que acabarán conmigo, pero no cuándo será.»
Pero ¿por qué me machacaba de aquella forma? ¿Acaso mi decisión no correspondía al orden natural de las cosas? ¿Acaso los hijos no suelen sobrevivir a sus padres? Aquel hijo de puta había intentado acojonarme y hacerme sentir culpable, pero no tenía por qué hacerle caso, ¿verdad? ¿Acaso no acabábamos todos montando en la Bala?
Estás intentando escaquearte, buscar una salida para sentirte mejor. Puede que lo que dices sea cierto… pero cuando te obligó a elegir, la elegiste a ella. No hay escapatoria, colega, la elegiste a ella.
Abrí los ojos y me miré una vez más al espejo.
—Hice lo que debía —murmuré sin convicción, aunque suponía que la convicción llegaría con el tiempo.
La señora McCurdy y yo fuimos a visitar a mi madre, que se encontraba un poco mejor. Le pregunté si recordaba haber soñado con Thrill Village, pero denegó con la cabeza.
—Apenas me acuerdo de que viniste a verme anoche —reconoció—. Estaba muerta de sueño. ¿Es importante?
—No —aseguré al tiempo que le besaba la sien—. En absoluto.
Mi madre salió del hospital al cabo de cinco días. Durante un tiempo cojeó, pero la cojera desapareció, y al cabo de un mes ya volvía a trabajar, primero medios turnos y luego turnos enteros, como si no hubiera pasado nada. Yo volví a la universidad y encontré trabajo en Pat’s Pizza, en el centro de Orono. El sueldo no era gran cosa, pero suficiente para reparar el coche. Me alegraba, porque había perdido las pocas ganas que siempre había tenido de hacer autoestop.
Mi madre intentó dejar de fumar y lo consiguió durante un tiempo. Pero en abril volví a casa para las vacaciones un día antes de lo previsto y me encontré la cocina tan llena de humo como siempre. Mi madre me lanzó una mirada entre avergonzada y desafiante.
—No puedo —aseguró—. Lo siento, Al; sé que quieres que lo deje y que debería hacerlo, pero sin el tabaco tengo un vacío que nada más puede llenar. Lo único que puedo hacer es desear no haber empezado nunca.
Dos semanas después de mi graduación, mi madre sufrió otro derrame, también leve. De nuevo intentó dejar de fumar cuando el doctor la regañó, pero engordó más de veinte kilos y volvió a las andadas.
«Como un can que vuelve a su vómito», dice la Biblia. Siempre me ha gustado esa frase. Conseguí a la primera un empleo bastante bueno en Portland, supongo que por suerte, y me lancé a intentar convencerla de que dejara de trabajar. Al principio me costó y estuve a punto de desistir, pero cierto recuerdo me impulsaba a seguir machacándola.
—Deberías ahorrar para ti, no cuidar de mí —me advirtió—. Algún día querrás casarte, Al, y lo que gastas en mí no podrás gastarlo en eso, en tu vida.
—Tú eres mi vida —le aseguré al tiempo que la besaba—. Te guste o no, así es.
Y por fin arrojó la toalla.
Pasamos unos cuantos buenos años después de eso, siete en total. No vivía con ella, pero la visitaba casi a diario. Jugábamos a cartas a menudo y mirábamos muchas películas en el vídeo que le regalé. Nos partíamos de risa, como le gustaba decir. No sé si debo aquellos años a George Staub o no, pero fueron buenos años. Y mi recuerdo de la noche que conocí a Staub no se borró ni llegó a parecerme un sueño, como había esperado. De hecho, cada detalle, desde el momento en que el viejo me instó a que pidiera un deseo a la luna de otoño hasta los dedos que me tocaron la camisa cuando Staub me prendió la chapa, permanecían frescos y claros. Llegó un día en que perdí la chapa. Sabía que la tenía cuando me trasladé al pequeño piso de Falmouth, porque la guardaba en el primer cajón de la mesilla de noche junto con un par de peines, mis dos pares de gemelos y una vieja chapa que decía BILL CLINTON, PRESIDENTE DEL SAXO SEGURO, pero de repente desapareció. Y cuando al cabo de un par de días sonó el teléfono, supe de inmediato por qué lloraba la señora McCurdy. Era la mala noticia que nunca había dejado de esperar. Se acabó lo que se daba.
Una vez terminado el funeral, el velatorio y el en apariencia interminable desfile de deudos, volví a la casita de Harlow, donde mi madre había pasado sus últimos años fumando y comiendo rosquillas. Jean y Alan Parker contra el mundo. Ahora solo quedaba yo.
Repasé sus pertenencias, separando los pocos papeles de los que tendría que ocuparme más tarde y guardando en cajas las cosas que quería conservar a un lado y las que quería donar al otro. Cuando estaba a punto de acabar, me arrodillé para mirar debajo de la cama, y ahí estaba lo que había estado buscando sin querer reconocerlo, una chapa polvorienta que decía: ME MONTÉ EN LA BALA EN THRILL VILLAGE, LACONIA. Cerré el puño en torno a ella. La aguja se me clavó en la carne, y apreté con más fuerza, experimentando un placer amargo en el dolor. Cuando por fin abrí la mano, tenía los ojos llenos de lágrimas y veía las palabras de la chapa dobles, superpuestas como una película en tres dimensiones vista sin las gafas especiales.
—¿Satisfecho? —pregunté a la habitación silenciosa—. ¿Has terminado? —No obtuve respuesta, por supuesto—. ¿Por qué te has molestado siquiera? ¿Por qué lo has hecho, joder?
Silencio absoluto, pero ¿qué otra respuesta esperaba? Haces cola, eso es todo. Haces cola a la luz de la luna y pides deseos a su brillo infectado. Haces cola y escuchas sus gritos. Pagan por sentir terror, y en la Bala siempre obtienen aquello por lo que han pagado. Tal vez cuando te llega el turno, sales corriendo, pero a fin de cuentas sale a lo mismo. La vida tendría que ser algo más, pero no lo es. Se acabó lo que se daba.
Coge la chapa y lárgate de aquí.