Hay una fotografía interesante de Mike Enslin en Tratamiento de quemados: Enfoque diagnóstico, cuya decimosexta edición apareció unos dieciséis meses después de la breve estancia de Mike en la habitación 1408 del hotel Dolphin. La imagen muestra tan solo su torso, pero es Mike, sin lugar a dudas. Se sabe por el cuadrado blanco situado en el lado izquierdo de su pecho. La piel que lo rodea es de color rojo intenso, con ampollas correspondientes a quemaduras de segundo grado en algunos puntos. El cuadrado blanco marca el bolsillo izquierdo de la camisa que llevaba aquella noche, la camisa de la suerte en cuyo bolsillo llevaba la minigrabadora.
La minigrabadora se derritió un poco en las esquinas, pero aún funciona, y la cinta que contenía sigue intacta. Lo que no está nada bien es la grabación en sí. Tras escucharla tres o cuatro veces, el agente de Mike, Sam Farrell, la guardó en su caja fuerte, intentando hacer caso omiso de la piel de gallina que cubría sus brazos escuálidos y bronceados. Farrell no siente ningún deseo de sacarla de allí y ponerla de nuevo ni para él, ni para sus amigos curiosos, algunos de los cuales matarían sin dudarlo por oírla. El mundo editorial de Nueva York es una comunidad reducida, y los rumores se propagan con rapidez.
No le gusta la voz de Mike en la cinta, no le gusta las cosas que dice («En realidad, mi hermano fue devorado por los lobos un invierno en la autopista de Connecticut…» ¿Qué coño significa eso?), y sobre todo, no le gustan los sonidos de fondo que se oyen, una especie de susurro gorgoteante que a veces suena a ropa dando vueltas en una lavadora con demasiado detergente y a veces como esas viejas maquinillas eléctricas para cortar el pelo… y a veces como una voz.
Mientras Mike seguía ingresado en el hospital, un hombre llamado Olin, el director del puto hotel, por el amor de Dios, fue a pedir a Sam Farrell que le dejara escuchar la cinta. Farrell respondió que ni hablar, que hiciera el favor de largarse con viento fresco y de camino al tugurio donde trabajaba diera gracias a Dios por que Mike Enslin hubiera decidido no demandar ni al hotel ni a Olin por negligencia.
—Intenté convencerlo de que no entrara —murmuró Olin.
Como hombre que pasaba la mayor parte de la jornada laboral escuchando las quejas de viajeros cansados y clientes irascibles sobre todo lo humano y lo divino, desde las habitaciones hasta la selección de revistas en el quiosco, no se inmutó ante el enojo de Farrell.
—Hice cuanto estaba en mi mano. Si alguien pecó de negligencia aquella noche, señor Farrell, fue su cliente. No creía en nada. Una conducta muy insensata. Muy peligrosa. Tengo la sensación de que cambiará de actitud al respecto.
A pesar de la repugnancia que le causa la cinta, a Farrell le gustaría que Mike la escuchara, la validara, tal vez la utilizara como base para el lanzamiento de un nuevo libro. La peripecia de Mike da para un libro, Farrell lo sabe. No solo un capítulo ni un relato de cuarenta páginas, sino un libro entero, un libro capaz de vender más ejemplares que los tres libros de la serie Diez noches juntos. Y, por supuesto, no cree la afirmación de Mike, según la cual no solo ha dejado de escribir cuentos de fantasmas, sino de escribir en general. Los escritores dicen eso de vez en cuando. Los arrebatos ocasionales de prima donna forman parte de la esencia de un escritor.
En cuanto a Mike Enslin, ha tenido suerte dadas las circunstancias y lo sabe. Podría haber sufrido quemaduras mucho más graves. De no ser por el señor Dearborn y su cubo de hielo, podría haber acabado con veinte o treinta injertos de piel en lugar de solo cuatro. Aún tiene cicatrices en el cuello a pesar de los injertos, pero los médicos del Instituto de Quemados de Boston le aseguran que se irán desvaneciendo por sí solas. También sabe que las quemaduras, pese a dolerle mucho las primeras semanas y meses, fueron ineludibles. De no ser por las cerillas con las PALABRAS CERRAR TAPA ANTES DE ENCENDER escritas en la parte anterior, habría muerto en la 1408, y su final habría sido horripilante. Un forense tal vez habría dictaminado una embolia o un infarto, pero la causa real de la muerte habría sido mucho peor.
Muchísimo peor.
Asimismo, es afortunado por haber publicado tres libros de éxito sobre fantasmas y lugares encantados antes de topar con un lugar encantado de verdad, y también lo sabe. Puede que Sam Farrell no se crea que la carrera de Mike como escritor ha tocado a su fin, pero da igual, porque Mike está convencido por los dos. No es capaz ni de escribir una postal sin estremecerse de pies a cabeza y sentir unas profundas náuseas. En ocasiones, el mero hecho de ver un bolígrafo (o una grabadora) le hace pensar «Los cuadros estaban torcidos. Intenté enderezar los cuadros». No sabe qué significa esa idea. No recuerda los cuadros ni ninguna otra cosa de la 1408, y se alegra. Es una bendición. Últimamente anda mal de la tensión (los médicos le han comentado que las víctimas de quemaduras a menudo desarrollan problemas de hipertensión y lo medican), tampoco está bien de la vista (el oftalmólogo le ha recomendado empezar a tomar medicación también para eso), a menudo le duele la espalda, tiene la próstata engrosada… pero puede convivir con todas esas molestias. Sabe que no es la primera persona en escapar de la 1408 sin escapar en realidad, pues Olin intentó decírselo, pero no es el fin del mundo. Al menos no recuerda nada. A veces tiene pesadillas, a menudo, de hecho… casi cada puta noche, pero casi nunca las recuerda al despertar. Todo queda en una sensación de contornos redondeados, como las esquinas derretidas de su minigrabadora. Ahora vive en Long Island, y cuando el tiempo lo permite da largos paseos por la playa. Lo más que se ha acercado a articular lo que recuerda acerca de los setenta y tantos extraños minutos pasados en la 1408 fue durante uno de esos paseos.
—Nunca ha sido humano —murmuró en voz quebrada—. Los fantasmas… Los fantasmas al menos fueron humanos alguna vez. Pero aquella cosa de la pared… Aquella cosa…
Puede que con el tiempo mejore, es lo que le cabe esperar y lo espera. Puede que el tiempo lo disipe, como se disiparán las cicatrices de su cuello. Pero entretanto duerme con la luz del dormitorio encendida, para saber de inmediato dónde está cuando despierta de la pesadilla. Ha quitado todos los teléfonos de la casa. En algún lugar justo debajo del último confín que abarca su mente consciente, tiene miedo de que al descolgar el auricular, un zumbido inhumano le grite:
—¡Esto es el nueve! ¡Nueve! ¡Hemos matado a tus amigos! ¡Todos tus amigos están muertos!
Y cuando el sol se pone en las tardes despejadas, corre todas las cortinas y baja todas las persianas de la casa, y se sienta como en un cuarto oscuro hasta que el reloj le indica que la luz, hasta el último destello en el horizonte, se ha apagado sin asomo de duda.
No soporta la luz del atardecer.
Ese amarillo anaranjado, tan parecido a la luz del desierto australiano.