Una famosa canción de los años cincuenta considera que el amor domina el mundo, pero con toda probabilidad, es la casualidad la que corta el bacalao. Rugus Dearborn, que aquella noche se alojaba en la habitación 1414, cerca de los ascensores, era un comercial de la empresa de máquinas de coser Singer y había viajado desde Texas para negociar su ascenso a un puesto de ejecutivo. Fue así como, unos noventa años después de que el primer ocupante de la 1408 se precipitara al vacío desde la ventana, otro vendedor de máquinas de coser salvó la vida del hombre que había acudido al hotel para escribir sobre la habitación supuestamente maldita. O quizá se trate de una afirmación exagerada; tal vez Mike Enslin se habría salvado aun cuando nadie, en especial un tipo que se dirigía al expendedor de hielo, hubiera estado en el pasillo en aquel preciso instante. Pero que tu camisa sea pasto de las llamas no es ninguna insignificancia, y a buen seguro habría sufrido quemaduras mucho más numerosas y graves de no ser por Dearborn, que pensó deprisa y actuó aún más rápido.
A decir verdad, Dearborn jamás llegó a recordar con exactitud qué ocurrió. Tejió un relato bastante coherente para los periódicos y las cámaras de televisión (la idea de convertirse en un héroe le gustaba mucho y, desde luego, resultó beneficiosa para sus aspiraciones profesionales) y recordaba con toda claridad haber visto un hombre en llamas salir de estampida al pasillo, pero a partir de ese instante todo era confuso. Pensar en ello era como intentar reconstruir los hechos acaecidos durante la borrachera más espectacular de tu vida.
De una cosa sí estaba seguro, aunque no se la contó a ningún periodista, porque carecía de sentido. Los gritos del hombre en llamas parecían aumentar de intensidad, como si fuera un equipo de música al que le estuvieran subiendo el volumen. Estaba allí, delante de Dearborn, y el timbre del grito no cambió en ningún momento, pero sí el volumen, como si aquel hombre fuera un objeto increíblemente ruidoso que acabara de llegar allí.
Dearborn corrió por el pasillo con el cubo lleno de hielo en la mano. El hombre en llamas («solo ardía su camisa, lo advertí enseguida», según relató a los periodistas) chocó contra la puerta de enfrente, rebotó, se tambaleó y cayó de rodillas. Fue entonces cuando Deaborn llegó junto a él. Apoyó el pie en el hombro quemado de la camisa para tenderlo sobre la moqueta del pasillo y vertió el contenido del cubo sobre su cuerpo.
Aquellos detalles permanecían borrosos en su memoria, pero aún los recordaba. Se percató de que la camisa en llamas parecía despedir demasiada luz, una intensa luz amarilla anaranjada que le recordó un viaje a Australia que había hecho con su hermano dos años antes. Habían alquilado un cuatro por cuatro para adentrarse en el Gran Desierto australiano (los escasos nativos lo llamaban el Gran Cabrón australiano, según descubrieron los hermanos Dearborn), un viaje alucinante, genial, pero algo sobrecogedor. Sobre todo ese peñasco en el medio, Ayers Rock. Habían llegado allí a la puesta de sol, y la luz que se reflejaba en sus caras humanoides era como aquella… ardiente y extraña… tan distinta a lo que uno describiría como luz natural…
Se dejó caer junto al hombre en llamas, convertido ahora en el hombre humeante, el hombre cubierto de cubitos de hielo, y le dio la vuelta para sofocar las llamas que lamían la espalda de la camisa. Fue entonces cuando comprobó que la piel del lado izquierdo de su cuello había adquirido un matiz rojo, burbujeante y humeante, y que el lóbulo de su oreja se había derretido en parte, pero por lo demás… por lo demás…
Dearborn alzó la mirada y tuvo la impresión… era una locura, pero tuvo la impresión de que la puerta de la habitación de la que acababa de salir el hombre estaba bañada en la luz ardiente de una puesta de sol australiana, la luz abrasadora de un lugar desierto donde podían morar cosas que ningún ser humano había visto. Era una luz espeluznante, al igual que el zumbido grave, como una tijera eléctrica intentando hablar a toda costa, pero también resultaba fascinante. Se sentía arrastrado hacia ella, deseoso de averiguar qué ocultaba.
Tal vez Mike salvara a su vez la vida de Dearborn. Desde luego, advirtió que Dearborn se erguía, como si Mike ya no le interesara, y que su rostro estaba bañado en el fulgor palpitante de la luz procedente de la 1408. Más tarde recordaría aquel detalle mejor que el propio Dearborn, pero por supuesto, Rufe Dearborn no se había visto obligado a inmolarse para salvar el pellejo.
Mike agarró el dobladillo de los pantalones de Dearborn.
—No entre allí —advirtió con voz ronca por el humo—. Si entra no volverá a salir.
Dearborn se detuvo y contempló el rostro enrojecido y surcado de ampollas del hombre tendido sobre la moqueta.
—Está maldita —prosiguió Mike.
Y como si aquellas palabras fueran un talismán, la puerta de la 1408 se cerró de golpe, borrando la luz y ese terrible zumbido que casi parecía un lenguaje.
Rufus Dearborn, uno de los empleados más destacados de Máquinas de Coser Singer, corrió hacia los ascensores y activó la alarma de incendios.