Mike Enslin estaba cruzando la puerta giratoria cuando vio a Olin, el director del hotel Dolphin, sentado en uno de los mullidos sillones del vestíbulo. Se le encogió el corazón. «Debería haberme traído al abogado —pensó—. Bueno, demasiado tarde.» Y aun cuando Olin hubiera decidido poner otro obstáculo entre Mike y la habitación 1408, la cosa tenía su lado bueno.
Olin estaba atravesando el vestíbulo con una de sus rollizas manos extendidas cuando Mike salió de la puerta giratoria. El Dolphin se encontraba en la calle Sesenta y uno, a la vuelta de la esquina de la Quinta Avenida, un establecimiento pequeño, pero elegante. Un hombre y una mujer ataviados con trajes de noche pasaron junto a Mike cuando este alargaba la mano para estrechar la de Olin tras cambiarse la maletita a la mano izquierda. La mujer era rubia, iba de negro, por supuesto, y la sutil fragancia floral de su perfume resumía la esencia de Nueva York. En el bar de la galería, alguien tocaba «Night and Day» como si pretendiera subrayar dicho resumen.
—Buenas noches, señor Enslin.
—Señor Olin, ¿hay algún problema?
El rostro de Olin aparecía contraído en una mueca de dolor. Por un instante paseó la mirada en torno al pequeño, pero elegante vestíbulo, como si buscara ayuda. En el mostrador del conserje, un hombre hablaba con su mujer de entradas para el teatro mientras el conserje los observaba con una sonrisita paciente. En la recepción, un hombre con el aspecto desaliñado de haber volado muchas horas en clase preferente comentaba su reserva con una mujer enfundada en un elegante traje negro que podría haber llevado para salir. Una escena de lo más normal en el hotel Dolphin. Había ayuda para todo el mundo menos para el pobre señor Olin, que había caído en las garras del escritor.
—Señor Olin… —repitió Mike.
—Señor Enslin, ¿podría hablar un momento con usted en mi despacho?
¿Por qué no? Sería beneficioso para el artículo sobre la habitación 1408, intensificaría el tono inquietante que los lectores de sus libros parecían adorar, y eso no era todo. Mike Enslin no había estado seguro hasta entonces a pesar de todas sus pesquisas, pero ahora sí. A Olin le daba verdadero miedo la habitación 1408 y lo que podía ocurrirle allí a Mike esa noche.
—Por supuesto, señor Olin.
Como buen anfitrión, Olin alargó la mano para cogerle la maleta.
—Permítame.
—No hace falta, gracias —declinó Mike—. Solo llevo una muda y el cepillo de dientes.
—¿Está seguro?
—Sí —asintió Mike—. La camisa hawaiana de la suerte ya la llevo puesta —explicó con una sonrisa—. Es la que tiene el repelente de fantasmas.
Olin no le devolvió la sonrisa, sino que lanzó un suspiro, un hombrecillo grueso con chaqué y corbata perfectamente anudada.
—Muy bien, señor Enslin, sígame.
El director del hotel se había mostrado vacilante en el vestíbulo, casi derrotado, pero en su despacho revestido con paneles de roble (el Dolphin había abierto sus puertas en 1910, tal vez Mike publicara sin beneficiarse de críticas positivas en las revistas ni los periódicos de la gran ciudad, pero hacía los deberes), Olin pareció recobrar la compostura. Una alfombra persa cubría el suelo. Dos lámparas proyectaban una suave luz amarilla, y sobre el escritorio, junto a una caja de puros, había una lámpara de sobremesa con pantalla verde de forma romboide. Y al lado de la caja de puros se apilaban los tres últimos libros de Mike Enslin. Ediciones de bolsillo, por supuesto, porque no habían salido en tapa dura. «Vaya, vaya, resulta que mi anfitrión también ha hecho los deberes», pensó Mike.
Se sentó ante la mesa. Esperaba que Olin se sentara frente a él, pero el director le dio una sorpresa al ocupar la silla contigua a la suya, cruzar las piernas e inclinarse sobre su pulcra barriguita para tocar la caja de puros.
—¿Un cigarro, señor Enslin?
—No, gracias, no fumo.
Olin desvió la mirada hacia el cigarrillo que Mike llevaba encajado tras la oreja derecha como un reportero bromista de antaño que se hubiera colocado el siguiente cigarrillo bajo el pase de prensa en la banda del sombrero.
El cigarrillo formaba parte de su ser hasta tal punto que por un momento no supo qué miraba el director. Al caer en la cuenta se echó a reír, cogió el cigarrillo, lo miró y alzó la vista hacia Olin.
—Hace nueve años que no me fumo ni uno —explicó—. Mi hermano mayor murió de cáncer de pulmón, y después de su muerte lo dejé. Esto de llevar el cigarrillo detrás de la oreja… —se encogió de hombros— en parte es por afectación y en parte por superstición, supongo, como la camisa hawaiana. O los cigarrillos que a veces se ven en las mesas o las paredes de alguna gente, metidos en una pequeña vitrina con un cartelito que dice ROMPER EL VIDRIO EN CASO DE EMERGENCIA. ¿La 1408 es de fumadores, señor Olin? Lo digo por si estalla una guerra nuclear.
—Pues sí.
—Estupendo —exclamó Mike con entusiasmo—. Una preocupación menos.
El señor Olin suspiró de nuevo, pero esta vez sin el matiz desconsolado que Mike había advertido en el vestíbulo. Sí, era por el despacho, dedujo. El despacho de Olin, su reducto especial. Aquella tarde, al acudir Mike acompañado de Robertson, el abogado, el señor Olin también había parecido menos incómodo en el despacho. Tenía su lógica. ¿Dónde podía sentirse uno al mando sino en su reducto especial? El despacho de Olin contaba con buenos cuadros en las paredes, una buena alfombra, buenos puros… Sin duda muchos directores habían hecho su trabajo en aquella estancia desde 1910; en su estilo era tan neoyorquino como la rubia del vestido negro sin tirantes, como la fragancia de su perfume y su promesa silenciosa de pulcro sexo neoyorquino a altas horas de la madrugada.
—Todavía no cree que pueda disuadirle de su empeño, ¿verdad?
—Sé que no puede —puntualizó Mike al tiempo que volvía a encajarse el cigarrillo tras la oreja.
No se engominaba el cabello como aquellos pintorescos periodistas con sombrero de antaño, pero pese a ello cambiaba el cigarrillo cada día, al igual que se cambiaba de ropa interior. Detrás de las orejas también se sudaba; si lo examinaba al final del día antes de arrojar su cuerpo mortífero sin fumar al retrete, veía los residuos amarillentos del sudor en el fino papel blanco, lo cual no le daba ningunas ganas de encenderlo. Ahora era incapaz de entender cómo había podido fumarse entre treinta y cuarenta cigarrillos al día durante casi veinte años. El porqué era una pregunta aún más interesante.
Olin cogió la pila de libros que descansaban sobre el secante.
—Espero sinceramente que se equivoque.
Mike abrió la cremallera del bolsillo lateral de la maletita y sacó una minigrabadora Sony.
—¿Le importa si grabo nuestra conversación, señor Olin?
Olin agitó la mano, así que Mike pulsó el botón de grabación; la lucecita roja se encendió, y las bobinas empezaron a girar.
Entretanto, Olin leía los títulos de los libros. Como siempre que veía sus libros en manos de otras personas, Mike Enslin sentía un cúmulo de emociones encontradas. Orgullo, inquietud, diversión, desafío y vergüenza. No tenía por qué sentirse avergonzado de ellos, porque le habían permitido vivir muy bien durante los últimos cinco años, sin tener que compartir ningún porcentaje de los beneficios con ninguna casa editorial o «puta editorial», como las llamaba su agente, impulsado quizá en parte por la envidia, porque él mismo se encargaba del trabajo… Aunque después de vender tan bien el primer libro, hasta al más gilipollas se le habría ocurrido que después de Frankenstein solo puede hacerse La novia de Frankenstein.
Aun así, Mike había ido a Iowa para estudiar con Jane Smiley. En cierta ocasión había compartido mesa redonda con Stanley Elkin, y en tiempos había aspirado (ninguno de sus actuales amigos ni conocidos tenían la menor idea) a publicar poesía de altura. Y cuando el director del hotel se puso a leer los títulos en voz alta, Mike deseó no haber puesto en marcha la grabadora. Más tarde escucharía el tono mesurado de Olin y lo imaginaría teñido de desprecio. Se tocó el cigarrillo sin darse cuenta de ello.
—«Diez noches en diez casas embrujadas —leyó Olin—. Diez noches en diez cementerios embrujados. Diez noches en diez castillos embrujados.» —Alzó la mirada hacia Mike con una leve sonrisa—. Este le permitió ir a Escocia. Por no hablar del bosque de Viena. Y todo desgravable, ¿verdad? Al fin y al cabo, los embrujos son su negocio.
—¿Adónde quiere ir a parar?
—Se pone un poco susceptible con sus libros, ¿eh?
—Susceptible sí, pero no me hacen vulnerable. Si pretende convencerme para que me vaya de su hotel criticando mis libros…
—En absoluto. Era simple curiosidad. Envié a Marcel, el conserje diurno, a comprarlos hace un par de días, después de que viniera usted con su… petición.
—No fue una petición, sino una exigencia, y sigue siéndolo. Ya oyó al señor Robertson. La ley del estado de Nueva York, por no mencionar dos leyes federales de derechos civiles, le prohibe negarme una habitación en particular si yo la pido y está desocupada. Y la 1408 está desocupada. La 1408 siempre está desocupada.
Pero el señor Olin no tenía intención de dejarse apartar del tema de los tres últimos libros de Mike, superventas en las listas del New York Times, a fin de cuentas, y les echó el tercer vistazo. La tenue luz de las lámparas ponía de relieve sus brillantes cubiertas. Había mucho violeta en ellas; el violeta era el mejor color para vender libros de terror, habían asegurado a Mike.
—No he tenido ocasión de prestarles atención hasta esta tarde —comentó Olin—. He estado muy ocupado, como siempre. El Dolphin es un hotel pequeño para Nueva York, pero tenemos una tasa de ocupación del noventa por ciento, y por lo general cada cliente conlleva un problema.
—Como yo.
—En su caso, diría que usted conlleva un problema especial, señor Enslin —puntualizó Olin con una leve sonrisa—. Usted, el señor Robertson y todas sus amenazas.
Mike volvió a sentirse molesto. No había hecho ninguna amenaza, a menos que Robertson fuera una amenaza en sí mismo. Y se había visto obligado a recurrir a un abogado, al igual que una persona puede sentirse obligada a recurrir a una barra para forzar una cerradura oxidada que ya no se abre con llave.
«Pero la cerradura no es tuya», le advirtió una voz interior, aunque las leyes del estado y del país no opinaban lo mismo. Según las leyes, la habitación 1408 del hotel Dolphin era para él si la quería, siempre y cuando otra persona no la ocupara antes.
Se percató de que Olin lo observaba con la misma sonrisa, como si hubiera seguido palabra por palabra el diálogo interior de Mike. Era una sensación incómoda, y aquella conversación empezaba a antojársele inesperadamente incómoda también. Era como si estuviera a la defensiva desde que sacara la minigrabadora, con la que en realidad pretendía intimidar a su interlocutor.
—Si sus palabras tienen alguna finalidad, señor Olin, me temo que la he perdido de vista hace rato. He tenido un día agotador, de modo que si nuestra disputa por la habitación 1408 ha terminado, me gustaría subir y…
—He leído un… esto… ¿cómo los llama? ¿Ensayos? ¿Cuentos?
«Pagafacturas», los llamaba Mike, pero no tenía intención de decirlo en voz alta mientras la grabadora estuviera en marcha, por mucho que la cinta le perteneciera.
—Relatos —concluyó el propio Olin—. He leído un relato de cada libro. El de la casa Rilsby en Kansas del libro de las casas embrujadas…
—Ah, sí, los asesinatos del hacha —lo atajé.
Nunca habían cogido al tipo que había descuartizado a los seis miembros de la familia Rilsby.
—Exacto. Y el de la noche que pasó acampado sobre las tumbas de los amantes de Alaska que se suicidaron, los que la gente aún afirma ver por Sitka… y también la historia de la noche que pasó en el castillo Gartsby. A decir verdad, esa me hizo gracia, cosa que me sorprendió.
El oído de Mike estaba finamente sintonizado para distinguir cualquier matiz de desprecio aun en los comentarios más banales sobre la serie de Diez noches, y no le cabía duda de que a veces el desprecio que oía existía en realidad, porque pocos seres son más paranoicos que los escritores convencidos en el fondo de su corazón de que escriben basura, pero no le pareció detectar desprecio alguno en el tono de Olin.
—Gracias… supongo —dijo.
Bajó la mirada hacia la minigrabadora. Por lo general, su ojo rojo parecía observar al interlocutor como si lo desafiara a meter la pata, pero aquella noche parecía observar a Mike.
—Por supuesto, lo decía como cumplido —aseguró Olin, golpeteando los libros—. Espero tener oportunidad de acabarlos… pero por su forma de escribir. Es su forma de escribir lo que me gusta. Me sorprendió reírme al leer sus aventuras sobrenaturales en el castillo Gartsby, y también me sorprendió descubrir que es usted tan bueno, tan sutil. Esperaba descripciones más toscas.
Mike se preparó para lo que sin duda diría a continuación, alguna versión de «Qué hace una chica como tú en un lugar como este». Olin, el sofisticado director de hotel, anfitrión de mujeres rubias vestidas de negro, jefe de desgarbados hombres entrados en años que llevaban esmoquin y desgranaban las notas de viejos clásicos como «Night and Day» en el bar del establecimiento. Olin, que a buen seguro leía a Proust en sus noches libres.
—Pero también resultan inquietantes sus libros. Si no los hubiera visto, no creo que me hubiera molestado en esperarlo esta noche. En cuanto vi al abogado con su maletín, supe que estaba usted resuelto a pasar la noche en esa maldita habitación y que nada de lo que pudiera decirle lo disuadiría. Pero los libros…
Mike alargó la mano y apagó la minigrabadora; el ojito rojo empezaba a ponerle los nervios de punta.
—¿Quiere saber por qué me rebajo de esta manera? ¿Es eso?
—Supongo que lo hace por dinero —musitó Olin sin inmutarse—. Y en mi opinión, no se está rebajando, ni mucho menos, aunque es interesante que saque una conclusión tan precipitada.
Mike sintió que le ardían las mejillas. No, aquello no estaba transcurriendo ni mucho menos como había esperado. Jamás había apagado la grabadora en medio de una conversación. Pero Olin no era lo que parecía. «Me engañaron sus manos —pensó—. Esas manitas de director de hotel, rollizas y de manicura perfecta.»
—Lo que me inquietó… lo que me asustó, de hecho, fue encontrarme leyendo la obra de un hombre inteligente y con gran talento que no cree una sola palabra de lo que escribe.
Eso no era del todo cierto, pensó Mike. Había escrito unas dos docenas de historias que creía e incluso había llegado a publicar unas cuantas. Había escrito poemas en los que creía durante su primer año y medio en Nueva York, cuando malvivía con el mísero salario que cobraba en The Village Voice. Pero ¿creía que el fantasma decapitado de Eugene Rislby recorría su desierta granja de Kansas a la luz de la luna? No. Había pasado la noche en aquella granja, acampado sobre los sucios promontorios del suelo de linóleo que cubría la cocina, sin ver nada más aterrador que dos ratoncitos paseándose a lo largo del zócalo. Había pasado una calurosa noche de verano entre las ruinas del castillo de Transilvania donde se suponía que Vlad Tepes aún moraba; los únicos vampiros que aparecieron fueron los enjambres de mosquitos europeos. Durante la noche que había pasado junto a la tumba del asesino en serie Jeffrey Dahmer, una figura blanca y ensangrentada se abalanzó sobre él cuchillo en ristre, pero las risitas de los amigos del fantasma lo delataron, y de todos modos, Mike Enslin no se había asustado mucho; reconocía a un fantasma adolescente blandiendo un cuchillo de plástico en cuanto lo veía. Sin embargo, no tenía intención de contarle nada de todo aquello a Olin. No podía permitirse el lujo de…
Sí podía. La minigrabadora, un error de base, ahora lo comprendía, estaba guardada, y aquella conversación era todo lo oficiosa que podía ser una conversación. Además, empezaba a admirar a Olin de un modo perverso, y cuando admiras a un hombre, ansias contarle la verdad.
—No —confesó—. No creo en espíritus malvados, fantasmas ni monstruos. Me encanta que no existan, porque no creo que exista ningún buen Dios capaz de protegernos de ellos. Eso es lo que creo, pero siempre he estado abierto a todo. Puede que nunca gane el Pulitzer por investigar al fantasma ladrador en el cementerio de Mount Hope, pero habría escrito sobre él de forma justa si se me hubiera aparecido.
Olin dijo algo, una sola palabra pronunciada en voz tan baja que Mike no la oyó.
—¿Cómo dice?
—Que no —repitió Olin, mirándolo casi con aire de disculpa.
Mike suspiró. Olin lo consideraba un embustero. Cuando llegabas a ese punto, la única alternativa era poner toda la carne en el asador o retirarte de la discusión.
—¿Por qué no lo dejamos para otro día, señor Olin? Iré arriba, me cepillaré los dientes y quizá vea a Kevin O’Malley materializarse en el espejo del baño.
Empezó a levantarse de la silla, pero Olin levantó una de sus manos rollizas y cuidadas para detenerlo.
—No lo estoy tachando de mentiroso —aseguró—, pero usted no cree, señor Enslin. Los fantasmas rara vez se aparecen a quienes no creen en ellos, y cuando se aparecen, casi nunca los ven. Aunque Eugene Rilsby hubiera jugado a los bolos con su cabeza en el vestíbulo de su casa, usted no se habría enterado.
Mike se levantó y se inclinó para recoger la maletita.
—En tal caso, no tengo nada que temer de la habitación 1408, ¿verdad?
—No es cierto —replicó Olin—. No es cierto, porque en la habitación 1408 no hay fantasmas, nunca los ha habido. Hay algo, lo he sentido personalmente, pero no es un espíritu. En una casa abandonada o un castillo antiguo, su incredulidad puede protegerlo, pero en la habitación 1408, lo hará más vulnerable. No lo haga, señor Enslin. Por eso lo he esperado esta noche, para pedirle, para suplicarle que no lo haga. De todas las personas que no deben entrar en esa habitación, el hombre que escribió esos alegres y alimenticios relatos de fantasmas encabeza la lista.
Mike oyó y al mismo tiempo no oyó las palabras de Olin. «¡Y has apagado la grabadora! —se increpó—. Me avergüenza hasta conseguir que apague la grabadora y luego se convierte en Boris Karloff presentando The All-Star spook Weekend. A tomar por el culo, lo citaré de todos modos, y si no le gusta, que me demande.»
De repente ardía en deseos de subir no solo para pasar la noche en una habitación esquinera del hotel, sino también para escribir lo que Olin acababa de decir antes de que se le olvidara.
—Tómese una copa, señor Enslin.
—No, de verdad, no…
El señor Olin metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una llave colgada de una placa alargada de latón. El latón aparecía envejecido, arañado y deslustrado. Sobre él se veía grabado el número 1408.
—Se lo ruego, concédame diez minutos más de su tiempo, lo bastante para apurar un whisky corto, y le entregaré esta llave. Daría prácticamente cualquier cosa por disuadirlo, pero creo saber reconocer lo inevitable cuando lo tengo delante.
—¿Aún utilizan llaves tradicionales? —se sorprendió Mike—. Qué agradable, le da un cierto sabor a viejo.
—El Dolphin incorporó el sistema de tarjetas magnéticas en 1979, señor Enslin, el año en que ocupé el cargo de director. La 1408 es la única habitación de la casa que sigue abriéndose con llave. No había necesidad de instalar una cerradura magnética porque nunca está ocupada; de hecho, la última vez que un cliente se alojó en ella fue en 1978.
—¡No me joda!
Mike volvió a sentarse, desenterró la minigrabadora y pulsó el botón de grabación.
—El director del hotel, el señor Olin, afirma que la 1408 no ha estado ocupada por ningún cliente de pago desde hace más de veinte años —dijo.
—Es una suerte que la habitación 1408 no haya necesitado nunca una tarjeta magnética, porque estoy totalmente convencido de que no funcionaría. Los relojes de pulsera digitales no funcionan en esa habitación. A veces van al revés y a veces se paran, pero en cualquier caso no se sabe qué hora es en la 1408. Lo mismo sucede con las calculadoras de bolsillo y los teléfonos móviles. Si lleva busca, señor Enslin, le recomiendo que lo apague, porque una vez entre en la 1408, empezará a sonar cuando le venga en gana… Aunque a decir verdad, apagarlo tampoco garantiza nada —añadió tras una pausa—, porque puede que vuelva a encenderse solo. El único remedio es quitar las pilas.
Dicho aquello pulsó el botón de parada de la grabadora sin comprobar si era el correcto. Mike suponía que utilizaba un modelo similar para dictar memorándums.
—De hecho, señor Enslin, el único remedio seguro es no entrar en la habitación.
—No puedo hacer eso —replicó Mike al tiempo que guardaba una vez más el aparato—, pero sí puedo tomarme esa copa antes de subir.
Mientras Olin servía el whisky en el mueble bar de roble situado bajo un óleo que mostraba la Quinta Avenida a principios de siglo, Mike le preguntó cómo sabía que los aparatos electrónicos no funcionaban en la 1408 si la habitación no se ocupaba desde 1978.
—No me refería a que nadie hubiera entrado en ella desde 1978 —puntualizó Olin—. Para empezar, las empleadas de la limpieza le dan un repaso una vez al mes, lo que significa…
Mike, que llevaba cuatro meses trabajando en Diez habitaciones de hotel embrujadas, lo interrumpió.
—Sé lo que significa.
Un repaso en una habitación desocupada significaría abrir las ventanas para airearla, quitar el polvo, echar limpiador azul en el inodoro y cambiar las toallas. Probablemente no se cambiarían las sábanas en un repaso. Se dijo que quizá debería haberse llevado el saco de dormir.
Mientras cruzaba la alfombra persa con las copas en las manos, Olin pareció leerle el pensamiento.
—Las empleadas han cambiado las sábanas esta misma tarde, señor Enslin.
—¿Por qué no me llama Mike?
—No me sentiría cómodo —objetó Olin al tiempo que le alargaba el vaso—. Por usted.
—Y por usted —brindó Mike, levantando el vaso con la intención de tocar el de Olin, pero este lo retiró.
—No, por usted, señor Enslin, insisto. Esta noche, ambos deberíamos brindar por usted. Va a necesitarlo.
Mike lanzó un suspiro e hizo entrechocar el vaso contra el borde del de Olin.
—De acuerdo, por mí. Quedaría usted perfecto en una película de terror, señor Olin. Podría representar el papel del viejo y lúgubre mayordomo que intenta ahuyentar a la joven pareja del castillo encantado.
—Es un papel que no me ha tocado representar demasiado a menudo, gracias a Dios —observó Olin mientras se sentaba—. La habitación 1408 no aparece en ninguna de las páginas web que tratan de lugares paranormales o parapsicológicos…
«Eso cambiará después de mi libro», pensó Mike, tomando un sorbo de whisky.
—… y ninguna de las rutas de fantasmas pasa por el hotel Dolphin, aunque sí por el Sherry-Netherland, el Plaza y el Park Lane. Hemos intentado llevar el asunto de la 1408 con la máxima discreción… si bien, por supuesto, la historia está al alcance del investigador afortunado y tenaz.
Mike se permitió esbozar una sonrisa.
—Veronique ha cambiado las sábanas —prosiguió Olin—. Yo mismo la acompañé. Debería sentirse halagado, señor Enslin; es casi como si le hubiera cambiado las sábanas un miembro de la realeza. Veronique y su hermana llegaron al Dolphin como camareras en 1971 o 1972. Vee, como la llamamos, es la empleada más veterana del hotel Dolphin; lleva aquí al menos seis años más que yo. Ahora es la gobernanta, y creo que la última vez que cambió unas sábanas fue hace seis años, pero eran ella y su hermana quienes se encargaban de repasar la 1408 hasta 1992 más o menos. Veronique y Celeste eran gemelas, y el vínculo existente entre ellas parecía hacerlas… ¿cómo expresarlo?, no inmunes a la 1408, pero sí iguales a ella, al menos durante los breves ratos necesarios para repasar la habitación.
—No irá a decirme que la hermana de Veronique murió en la habitación…
—No, no, por supuesto —se apresuró a responder Olin—. Dejó el hotel alrededor de 1988 por motivos de salud, pero no descarto que la 1408 tuviera algo que ver en el empeoramiento de sus trastornos mentales y físicos.
—Señor Olin, es importante que establezcamos una buena comunicación entre nosotros… Espero que no se ofenda si le digo que me parece una ridiculez.
Olin se echó a reír.
—Es usted muy testarudo para ser un estudioso del mundo etéreo.
—Se lo debo a mis lectores —señaló Mike con aire inocente.
—Supongo que podría haber dejado la 1408 tal como estaba —aventuró el director—, con la puerta cerrada, las luces apagadas, las cortinas corridas para que el sol no destiñera la alfombra, el menú del desayuno sobre la cama… pero no soporto la idea de que el aire se enrarezca como en un desván, de que el polvo se acumule hasta transformarse en bolas. ¿En qué me convierte eso, en un hombre puntilloso o en un obsesivo de tomo y lomo?
—En un director de hotel.
—Supongo que tiene razón. En cualquier caso, Vee y Cee se encargaron de repasar la habitación… muy por encima, eso sí, hasta que Cee se fue y Vee obtuvo su primer ascenso importante. A partir de entonces asigné la tarea a otras camareras por parejas, eligiendo siempre a dos que se llevaran bien…
—Con la esperanza de que el vínculo las protegiera de los monstruos.
—Sí, con la esperanza de que el vínculo las protegiera de los monstruos. Y puede burlarse de los monstruos de la 1408 cuanto quiera, señor Enslin, pero percibirá su presencia en cuanto entre, ya lo verá. Sea lo que sea lo que hay en esa habitación, no es tímido precisamente. En muchas ocasiones, siempre que podía, de hecho, acompañaba a las camareras para supervisarlas. —Hizo una pausa antes de añadir casi a regañadientes—: Para sacarlas de allí, supongo, si empezaba a suceder algo horrible. Pero nunca sucedió nada. Varias de ellas sufrieron crisis de llanto, una tuvo un ataque de risa… No sé por qué una persona que ríe sin poder controlarse ha de dar más miedo que una que llora, pero así es… Y otras se desmayaron. Nada espectacular, en definitiva. A lo largo de los años tuve oportunidad de hacer unos cuantos experimentos primitivos con buscas, teléfonos móviles y demás, pero tampoco pasó nada terrible. Gracias a Dios… —Se detuvo de nuevo y al poco agregó con voz extraña, como desprovista de emoción—: Una de ellas se quedó ciega.
—¿Qué?
—Se quedó ciega. Rommie van Gelder. Estaba quitando el polvo del televisor y de repente empezó a gritar. Le pregunté qué le pasaba, y ella dejó caer el paño, se llevó las manos a los ojos y chilló que solo veía unos colores espeluznantes. Los colores desaparecieron en cuanto la saqué de la habitación, y cuando llegamos al ascensor ya había comenzado a recobrar la vista.
—Me está contando todo esto para asustarme, señor Olin, ¿verdad? Solo para asustarme.
—Ni mucho menos. Ya conoce usted la historia de la habitación, empezando por el suicidio de su primer ocupante.
Así era. Kevin O’Malley, vendedor de máquinas de coser, se había quitado la vida el 13 de octubre de 1910, dejando mujer y siete hijos.
—Cinco hombres y una mujer se han tirado por la única ventana de esa habitación, señor Enslin. Tres mujeres y un hombre se han tomado sobredosis de pastillas, dos fueron encontrados en la cama, dos en el baño, uno de ellos en la bañera y el otro desplomado sobre el retrete. Un hombre se ahorcó en el armario en 1970…
—Henry Storkin —atajó Mike—. Probablemente fue un accidente, asfixia erótica…
—Puede. Luego estaba Randolph Hyde, que se abrió las venas y luego se rebanó los genitales mientras se desangraba. Eso seguro que no fue asfixia erótica. La cuestión es, señor Enslin, que si un historial de doce suicidios en sesenta y ocho años no consigue disuadirlo de su empeño, no creo que los jadeos y soponcios de unas cuantas camareras lo detengan tampoco.
«Jadeos y soponcios», qué mono, pensó Mike, preguntándose si podía utilizarlo para el libro.
—Pocas de las parejas que han repasado la 1408 durante estos años quieren repetir —explicó Olin antes de apurar su copa con un pulcro sorbito.
—Salvo las gemelas francesas.
—Vee y Cee, cierto —asintió Olin.
A Mike le importaban bien poco las camareras y sus… ¿Cómo los había llamado Olin?: «Jadeos y soponcios». Lo había mosqueado un poco que Olin hubiera enumerado los suicidios, como si considerara a Mike lo bastante tonto para pasar por alto no ya su existencia, sino su importancia. Aunque en realidad, carecían de importancia. Tanto Abraham Lincoln como John Kennedy tenían vicepresidentes llamados Johnson; ambos nombres, Lincoln y Kennedy, tenían siete letras; ambos habían sido elegidos en años acabados en 60. ¿Qué demostraban todas esas coincidencias? Nada de nada.
—Los suicidios constituirán una sección magnífica de mi libro —aseguró Mike—, pero puesto que la grabadora está apagada, le diré que representan lo que una de mis fuentes, un estadístico, denomina «el efecto racimo».
—Charles Dickens lo llamaba «el efecto patata» —señaló Olin.
—¿Cómo dice?
—Cuando el fantasma de Jacob Marley habla por primera vez con Scrooge, este le dice que no puede ser otra cosa que un montoncito de mostaza o un pedacito de patata medio cruda.
—¿Se supone que es gracioso? —preguntó Mike con cierta frialdad.
—Nada de todo este asunto me hace gracia, señor Enslin. Nada en absoluto. Escúcheme con mucha atención, por favor. La hermana de Vee, Celeste, murió de un ataque al corazón. Por aquel entonces padecía la fase intermedia del Alzheimer, enfermedad que la atacó a una edad muy temprana.
—Pero su hermana está vivita y coleando, según lo que me ha dicho antes, la personificación del sueño norteamericano. También usted goza de buena salud, señor Olin, a juzgar por su aspecto, a pesar de haber entrado y salido de la 1408… ¿cien, doscientas veces?
—Pero siempre muy poco rato —puntualizó Olin—. Es como entrar en una habitación llena de gas venenoso. Si uno contiene el aliento, puede que no le pase nada. Veo que no le gusta la comparación. Sin duda la encuentra exagerada, ridícula tal vez. Sin embargo, a mí me parece muy acertada. —Unió las yemas de los dedos bajo el mentón—. También es posible que algunas personas reaccionen más pronto y de forma más virulenta a lo que habita esa habitación, al igual que algunos submarinistas son más propensos a contraer la enfermedad del buzo que otros. A lo largo de los casi cien años de actividad del Dolphin, el personal del hotel ha ido adquiriendo cada vez más consciencia de que la 1408 es una habitación envenenada. Se ha convertido en parte de la historia de la casa, señor Enslin. Nadie habla de ella, al igual que nadie menciona que aquí, como en la mayoría de los hoteles, el piso trece es en realidad el catorce… pero todo el mundo lo sabe. Si tuviéramos a nuestra disposición todos los datos de archivo relativos a la habitación, sin duda nos contarían una historia sobrecogedora… una historia demasiado inquietante incluso para sus lectores. Por ejemplo, estoy seguro de que en todos los hoteles de Nueva York se han producido suicidios, pero apostaría lo que fuera a que solo el Dolphin registra doce en una sola habitación. Y dejando a un lado el caso de Celeste Romandeau, ¿qué me dice de las muertes naturales acaecidas en la 1408?
—¿Cuántas ha habido?
La idea de las muertes naturales no se le había ocurrido siquiera.
—Treinta —repuso Olin—. Como mínimo. Treinta que yo sepa.
—¡Miente! —exclamó Mike sin poder contenerse.
—No, señor Enslin, se lo aseguro. ¿De verdad creía que mantenemos la 1408 cerrada por una simple cuestión de supersticiones de viejas o estúpidas tradiciones neoyorquinas? ¿Por qué todos los hoteles antiguos y elegantes deben tener al menos un espíritu inquieto en la suite de las cadenas invisibles?
Mike Enslin reparó en que esa era precisamente la idea, una idea no expresada, pero latente, que motivaba su nuevo libro, y oír a Olin mencionarla con el desprecio de un científico ante un indígena supersticioso no contribuyó a aplacar sus ánimos precisamente.
—En el sector hotelero tenemos nuestras supersticiones y tradiciones, pero no permitimos que se interpongan en nuestro negocio, señor Enslin. En el Medio Oeste, donde empecé, hay un viejo dicho: «No hay habitaciones con corriente cuando los vaqueros están en la ciudad». Si tenemos habitaciones desocupadas, las llenamos. La única excepción a esa regla… y la única conversación como esta que he sostenido en mi vida… tiene que ver con la habitación 1408, una habitación en el piso 13 y cuyos dígitos suman 13.
Olin miró a Mike de hito en hito.
—Es una habitación no solo de suicidios, sino también de derrames cerebrales, infartos y ataques de epilepsia. Un hombre que ocupó la habitación en 1973 por lo visto se ahogó en un plato de sopa. Sin duda pensará que es absurdo, pero hablé con el director de seguridad del hotel, y él había visto el certificado de defunción. El poder de lo que sea que mora en la habitación parece debilitarse hacia mediodía, que es cuando van a repasarla, pero aun así sé de varías camareras que han repasado la habitación y ahora tienen problemas de corazón, enfisema o diabetes. Hace tres años tuvimos problemas con la calefacción, y el señor Neal, ingeniero encargado del mantenimiento en ese momento, tuvo que entrar en varias de las habitaciones para comprobar los radiadores, entre ellas la 1408. En apariencia no le pasó nada, ni en la habitación ni más tarde, pero la tarde siguiente murió de un derrame cerebral masivo.
—Casualidad —afirmó Mike.
Pero no podía negar que Olin era bueno. De haber sido monitor de campamentos, habría logrado ahuyentar al noventa por ciento de los críos después de la primera ronda de historias en torno a la hoguera.
—Casualidad —repitió Olin en un murmullo carente de desdén al tiempo que le alargaba la anticuada llave colgada de la anticuada placa de latón—. ¿Cómo anda del corazón, señor Enslin? Por no hablar de la tensión arterial y el estado mental…
Mike comprobó que le costaba un esfuerzo consciente levantar la mano, pero en cuanto la puso en movimiento desapareció el problema. La mano avanzó hasta la llave sin el más mínimo temblor en las yemas de los dedos.
—Perfectamente —aseguró, asiendo la deslustrada placa—. Además, llevo mi camisa hawaiana de la suerte.
Olin insistió en acompañar a Mike en ascensor hasta el piso 14, y Mike no protestó. Le resultó interesante observar que, una vez fuera del despacho, mientras caminaban por el pasillo hacia los ascensores, el hombre volvió a perder solidez para convertirse de nuevo en el pobre señor Olin, el desgraciado que había caído en las garras del escritor.
Un hombre vestido de esmoquin, Mike supuso que sería el director del restaurante o bien el maître, fue a su encuentro, entregó a Olin un fajo delgado de papeles y le murmuró algo en francés. Olin contestó también en un murmullo, asintió y garabateó su firma en los papeles. El pianista del bar tocaba ahora «Autumn in New York». Desde aquella distancia resonaba bastante, como música escuchada en sueños.
El hombre del esmoquin dijo «Merci bien» y siguió su camino. Mike y el director del hotel siguieron el suyo. Olin se ofreció de nuevo a llevarle la maleta, y Mike lo declinó otra vez. En el ascensor, Mike no pudo por menos de observar la pulcra hilera triple de botones. Todo parecía estar en su sitio, sin fisuras, pero si uno se fijaba bien, se daba cuenta de que faltaba algo. El botón del piso 12 iba seguido del botón del piso 14. «Como si pudieran hacer desaparecer el número simplemente con eliminarlo del panel del ascensor», pensó Mike. Qué tontería… pero Olin tenía razón; se hacía en todo el mundo.
—Hay algo que me inspira curiosidad —comentó Mike mientras la cabina del ascensor ascendía hacia su destino—. ¿Por qué no se limitó a inventar un residente ficticio para la habitación 1408 si tanto lo asusta? Ya puestos, ¿por qué no lo declara como su propia residencia, señor Olin?
—Supongo que me daba miedo que me acusaran de fraude, si no las personas responsables de hacer cumplir las leyes de derechos civiles estatales y federales —porque en el sector hotelero sentimos lo mismo hacia las leyes que sus lectores hacia el tintineo de cadenas en plena noche—, pues mis jefes, si se enteraban. Si no he conseguido disuadirle de entrar en la 1408, no creo que hubiera logrado convencer al consejo de administración de la Stanley Corporation de que retiré una habitación estupenda de la circulación porque creía que algo maligno impulsaba a algunos viajantes a saltar por la ventana y acabar hechos hamburguesa en la calle Sesenta y uno.
A Mike le parecieron las palabras más inquietantes que Olin había pronunciado hasta el momento.
«Porque ya no intenta convencerme —pensó—. Cualesquiera que sean sus dotes de vendedor en el despacho, quizá debidas a alguna vibración procedente de la alfombra persa, las pierde en cuanto sale. Sí, es competente, se ha notado cuando ha firmado los papeles del maître, pero no un buen vendedor. Carece de magnetismo personal cuando abandona su despacho. Pero se lo cree todo a pies juntillas.»
Sobre la puerta, el número 12 iluminado se apagó para dar paso al 14. El ascensor se detuvo, y la puerta se abrió a un pasillo de hotel corriente y moliente, con moqueta roja y dorada (no persa, desde luego) y apliques que imitaban los quinqués del siglo XIX.
—Ya hemos llegado —anunció Olin—. Su planta. Disculpe que me quede aquí. La 1408 está a su izquierda, al final del pasillo. A menos que sea estrictamente necesario, nunca paso de aquí.
Mike Enslin salió del ascensor con una sensación inusual de pesadez en las piernas. Se volvió para mirar a Olin, un hombrecillo grueso de chaqué negro y pulcra corbata color vino. El director tenía las cuidadas manos entrelazadas a la espalda, y Mike comprobó que estaba palidísimo. Su frente despejada y sin arrugas aparecía perlada de sudor.
—Por supuesto, la habitación tiene teléfono —continuó Olin—. Puede intentar usarlo si tiene problemas… aunque no creo que funcione si la habitación no quiere.
Mike intentó encontrar una réplica frívola sobre que eso le ahorraría la factura del servicio de habitaciones, pero de repente sentía la lengua tan pesada como las piernas y pegada a la parte inferior de la boca.
Olin sacó una mano de detrás de la espalda, y Mike vio que le temblaba.
—No lo haga, señor Enslin, por favor. Por el amor de Dios…
La puerta del ascensor se cerró sin darle tiempo a terminar la frase. Mike permaneció inmóvil un instante, en el perfecto silencio de hotel neoyorquino, en lo que nadie reconocía como el piso 13 del Dolphin, y contempló la posibilidad de pulsar el botón de llamada del ascensor.
Pero si lo hacía, Olin habría ganado, y además tendría un inmenso vacío en el lugar que debía ocupar el mejor capítulo de su libro. Tal vez los lectores no se enteraran, ni su editor, ni su agente, ni Robertson el abogado… pero él lo sabría.
Así que, en lugar de pulsar el botón de llamada, se llevó la mano a la oreja para tocar el cigarrillo con ese gesto distraído del que ya no era consciente y se puso bien el cuello de la camisa de la suerte. Luego echó a andar por el pasillo hacia la 1408, con la maletita oscilando a su lado.