Un día volví a casa desde la correduría en la que trabajaba y sobre la mesa del comedor encontré una carta, o mejor dicho, una nota de mi mujer. Me decía que me dejaba, que iba a pedir el divorcio, que ya tendría noticias de su abogado. Me senté en la silla más cercana a la cocina y releí la misiva una y otra vez, sin dar crédito. Al cabo de un rato me levanté, fui al dormitorio y me asomé al vestidor. Toda su ropa había desaparecido a excepción de un pantalón de chándal y una sudadera que alguien le había regalado y en cuya pechera se veían las palabras RUBIA CON PASTA estampadas en letras brillantes.

Volví a la mesa del comedor, que en realidad ocupaba un extremo del salón, porque era un piso de solo cuatro habitaciones, y leí una vez más las seis frases. El texto no había cambiado, pero tras ver el vestidor medio vacío empecé a creérmelo. Aquella nota era un auténtico ejercicio de frialdad. Nada de «con cariño» ni «buena suerte» ni «mis mejores deseos», tan solo un escueto «cuídate», bajo el cual se veía el garabato de su nombre, Diane.

Entré en la cocina, me serví un vaso de zumo de naranja y lo tiré al suelo al intentar levantarlo. El zumo salpicó los armarios bajos, y el vaso se rompió. Sabía que me cortaría si recogía los fragmentos, porque las manos me temblaban, pero los recogí de todos modos y me corté. Dos cortes, ninguno de ellos profundo. No dejaba de pensar que era una broma para constatar a renglón seguido que no. Diane no era muy bromista. Pero lo curioso era que no me lo había esperado. No tenía ni idea de lo que se avecinaba. No sabía si eso me convertía en un imbécil o en un insensible. A medida que pasaban los días y repasaba los últimos seis u ocho meses de nuestros dos años de matrimonio, comprendí que había sido ambas cosas.

Aquella noche llamé a sus padres, que vivían en Pound Ridge, y les pregunté si Diane estaba allí.

—Sí, pero no quiere hablar contigo —espetó su madre—. No vuelvas a llamar.

Y me colgó.

Dos días más tarde recibí la llamada del abogado de Diane, que se presentó como William Humboldt, y tras cerciorarse de que estaba hablando con Steven Davis, empezó a llamarme Steve. Supongo que es un poco difícil de creer, pero así ocurrió. Los abogados son tan raros…

Humboldt me dijo que me haría llegar el «papeleo preliminar» a principios de la semana siguiente y sugirió que preparara un «esbozo de cuentas para disolver nuestra corporación doméstica». Asimismo me recomendó que no realizara ningún «movimiento fiduciario repentino», y me aconsejó que conservara los recibos de todos los artículos que adquiriera, por pequeños que fueran, durante aquella «difícil transición económica». Por último, me sugirió que buscara un abogado.

—Escúcheme un momento, ¿quiere? —pedí.

Estaba sentado a mi mesa, con la cabeza baja y la frente apoyada en la mano izquierda. Tenía los ojos cerrados para no tener que mirar la superficie gris brillante de mi ordenador. Había llorado mucho y tenía los ojos como si me los hubieran llenado de arena.

—Por supuesto, le escucharé con mucho gusto, Steve.

—Tengo dos cosas que decirle. En primer lugar, usted se refiere a «preparar el fin de nuestro matrimonio», no a «un esbozo de cuentas para disolver nuestra corporación doméstica»… y si Diane cree que voy a intentar estafarle lo que es suyo, se equivoca.

—Sí —asintió Humboldt sin indicar que estaba de acuerdo, sino que entendía lo que le había dicho.

—En segundo lugar, usted es su abogado, no el mío. Que me llame por mi nombre de pila me parece condescendiente e insensible. Si lo vuelve a hacer por teléfono, le cuelgo, y si me lo hace cara a cara, probablemente se la rompa.

—Steve… señor Davis… no creo que…

Le colgué el teléfono. Era la primera cosa que me proporcionaba cierto placer desde que encontré la nota sobre la mesa del comedor, con las tres llaves de Diane encima para que no saliera volando.

Aquella tarde hablé con un amigo del departamento jurídico, que me recomendó a un abogado amigo suyo que se dedicaba a los divorcios. Se llamaba John Ring, y concerté una cita con él para el día siguiente. Volví a casa lo más tarde que pude, me paseé por el piso durante un rato, decidí ir al cine, no encontré ninguna película que me apeteciera ver, intenté ver la televisión, tampoco encontré nada que me interesara y me paseé un rato más. En un momento dado me encontré en el dormitorio, de pie ante una ventana abierta a catorce pisos de la calle, tirando por ella todos mis cigarrillos, incluso el paquete ancestral de Viceroy que guardaba en el fondo del primer cajón de la mesa y que debía de llevar allí más de diez años, desde antes de saber que en el mundo existía una criatura como Diane Coslaw, en otras palabras.

Si bien había fumado entre uno y dos paquetes de cigarrillos al día durante veinte años, no recuerdo haber tomado la decisión repentina de dejarlo, ni haber oído ninguna vocecilla interior que se resistiera, ni siquiera una sugerencia mental de que tal vez dos días después de que tu mujer te abandonara no era el momento más indicado para dejar de fumar. Me limité a coger el cartón entero, el medio cartón y los dos o tres paquetes empezados que encontré tirados por ahí, y a precipitarlos por la ventana a la oscuridad. Luego cerré la ventana (en ningún momento se me ocurrió que quizá habría sido más eficaz arrojar al consumidor que el producto; la cosa no iba por ahí), me tumbé en la cama y cerré los ojos. Justo antes de dormirme me asaltó la idea de que el día siguiente sería quizá uno de los peores de mi vida y que a buen seguro a mediodía ya estaría fumando otra vez. Resultó que tenía razón en cuanto a lo primero y que estaba equivocado en cuanto a lo segundo.

Los siguientes diez días, período durante el que sufrí los rigores del síndrome de abstintencia física del tabaco, fueron difíciles y con frecuencia desagradables, pero tal vez no tan espantosos como había esperado. Y si bien estuve a punto de volver a fumar docenas… no, centenares de veces, no llegué a caer. Hubo momentos en que creía que enloquecería si no me fumaba un cigarrillo, y cuando por la calle me cruzaba con personas que fumaban me entraban ganas de gritarles: «¡Dame eso, cabrón! ¡Es mío!». Pero no lo hacía.

Los peores momentos los pasaba de noche. Creo, aunque no estoy seguro, porque todos los procesos mentales que atravesé en la época en que Diane se marchó forman una nebulosa en mi cabeza, que tenía la sensación de que dormiría mejor si dejaba de fumar, pero no fue así. Algunas madrugadas permanecía despierto hasta las tres, las manos entrelazadas bajo la almohada, la mirada clavada en el techo, oyendo las sirenas y el rugido de los camiones que se dirigían al centro. En aquellos momentos pensaba en la tienda coreana abierta las veinticuatro horas que estaba justo enfrente de mi bloque. Pensaba en la blanca luz de los fluorescentes, tan intensa casi como las experiencias de contigüidad con la muerte de la doctora Kübler-Ross, el modo en que bañaba la acera entre los expositores que, al cabo de una hora, dos jóvenes coreanos tocados con gorros de cartón blanco empezarían a llenar de fruta. Pensaba en el hombre de más edad tras el mostrador, también coreano, también tocado con un gorro de cartón, y en los formidables soportes de cigarrillos que se alzaban a su espalda, grandes como las tablas de piedra que Charlton Heston bajaba del monte Sinaí en Los diez mandamientos. Pensaba en levantarme, vestirme, bajar a la tienda, comprar un paquete de cigarrillos (o nueve o diez), sentarme junto a la ventana y fumarme un Marlboro tras otro mientras el cielo se iluminaba por el este y salía el sol. No lo hacía, pero muchos amaneceres me dormía contando marcas de tabaco en lugar de ovejitas. Winston… Winston 100… Virginia Slims… Doral… Merit… Merit 100… Camel… Camel con filtro… Camel Light…

Más tarde, cuando empecé a ver los últimos tres o cuatro meses de nuestro matrimonio con mayor claridad, comencé a entender que mi decisión de dejar de fumar cuando lo hice quizá no fue tan precipitada como parecía ni, desde luego, poco meditada. No soy un hombre brillante ni tampoco valeroso, pero puede que aquella decisión fuera ambas cosas. Es posible; a veces nos superamos. En cualquier caso, la resolución me dio algo en que concentrarme los días después de que Diane me dejara; proporcionó a mi desgracia un vocabulario que de lo contrario le habría faltado.

Por supuesto, me he planteado la posibilidad de que dejar de fumar en ese momento influyera en lo que sucedió aquel día en el café Gotham y estoy seguro de que algo de verdad hay en ello. Pero ¿quién puede prever esas cosas? Ninguno de nosotros puede vaticinar las consecuencias de sus actos y pocos de nosotros lo intentamos. Por lo general, hacemos lo que hacemos para prolongar el placer de un instante o para detener el dolor. Y aun cuando actuamos por los motivos más nobles, el último eslabón de la cadena a menudo está manchado con la sangre de alguien.

Humboldt volvió a llamarme dos semanas después de la noche en que bombardeé la calle Ochenta y tres oeste con mis cigarrillos, y en esta ocasión se ciñó al señor Davis. Me dio las gracias por las copias de diversos documentos que le había hecho llegar a través del señor Ring y comentó que había llegado el momento de que «los cuatro» comiéramos juntos. Los cuatro significaba que Diane también iría. No la veía desde la mañana del día en que me abandonó, y ese día tampoco la vi en realidad, porque estaba durmiendo con la cabeza sepultada en la almohada. Ni siquiera había hablado con ella. El pulso se me aceleró tanto que incluso el teléfono palpitaba entre mis dedos.

—Quedan bastantes detalles por resolver y diversos acuerdos por comentar, y parece que ha llegado el momento indicado para iniciar el proceso —prosiguió Humboldt antes de soltar una risita de adulto repulsivo que acabara de dar un caramelito a un niño—. Siempre es mejor dejar transcurrir algún tiempo antes de reunir a las partes, una especie de período de enfriamiento, pero, a mi parecer, una reunión personal llegados a este punto facilitaría…

—A ver si lo entiendo —lo atajé—. Se refiere a…

—… una comida —terminó por mí—. ¿Pasado mañana? ¿Puede hacernos un hueco en su agenda?

«Por supuesto que puede —implicaba el tono de su voz—. Con tal de volver a verla… de sentir el más leve contacto de su mano, ¿eh, Steve?»

—No tengo planes para el almuerzo el jueves, así que no hay problema. ¿Debo traer a mi abogado?

De nuevo la risita, que me vibró en el oído como un plato de gelatina.

—Imagino que el señor Ring querrá acompañarnos, sí.

—¿Ha pensado en algún sitio? —inquirí.

Por un instante me pregunté quién pagaría aquella comida, pero enseguida sonreí ante mi ingenuidad. Deslicé la mano en el bolsillo para sacar un cigarrillo, pero en cambio me pinché bajo la uña del pulgar con un palillo. Hice una mueca de dolor, saqué el palillo, escudriñé la punta en busca de sangre y me lo metí en la boca.

Humboldt había dicho algo, pero no lo había oído. Ver el palillo acababa de recordarme una vez más que flotaba sobre las olas del mundo como no fumador.

—¿Cómo dice?

—Le pregunto si conoce el café Gotham de la calle Cincuenta y tres —repitió con cierto deje de impaciencia—. Entre Madison y Park.

—No, pero estoy seguro de que lo encontraré.

—¿A las doce?

—Perfecto —accedí y estuve a punto de rogarle que pidiera a Diane que llevara el vestido verde con motitas negras y corte lateral—. Hablaré con mi abogado.

Al pronunciar aquella última frase se me antojó pomposa y detestable, y deseé poder dejarla de pronunciar muy pronto.

—De acuerdo. Llámeme si hay algún problema.

Telefoneé a John Ring, que carraspeó y refunfuñó lo suficiente para justificar sus honorarios (no exorbitantes, pero sí considerables), y por fin dijo que suponía que «se terciaba» celebrar una reunión llegados a este punto.

Colgué el teléfono, me senté de nuevo ante el ordenador y me pregunté cómo conseguiría enfrentarme a Diane sin antes haberme fumado al menos un cigarrillo.

La mañana del día de autos, John Ring me llamó para decirme que no podría acudir a la cita y que debía cancelarla.

—Se trata de mi madre —explicó en tono atribulado—. Se ha caído por la escalera y se ha roto la cadera. Vive en Babylon, así que salgo ahora mismo para la estación Penn; tengo que ir en tren —suspiró como si acabaran de anunciarle que debía cruzar el desierto de Gobi en camello.

Medité un instante mientras agitaba un palillo nuevo entre los dientes. Junto al ordenador había dejado otros dos cuyas puntas estaban gastadas. Tendría que andarme con ojo; ya me imaginaba el estómago lleno de astillas cortantes. He llegado a la conclusión de que todo mal hábito que se abandona da paso a otro mal hábito.

—¿Me oye, Steven?

—Sí —asentí—. Siento lo de su madre, pero no voy a cancelar la comida.

Ring suspiró.

—Entiendo que quiera verla —dijo, ahora comprensivo además de atribulado—, y por eso mismo debe tener cuidado y no cometer errores. No es usted Donald Trump, y ella no es Ivana, pero tampoco es el suyo el divorcio más sencillo del mundo, de esos en los que la sentencia te llega por correo certificado. Se gana usted muy bien la vida, Steven, sobre todo desde hace cinco años.

—Lo sé, pero…

—Y durante tres de esos cinco años —me interrumpió Ring, poniéndose la voz de abogado en pleno juicio como quien se pone un abrigo—, Diane Davis no era su esposa, su compañera ni nada que se le pareciera. Tan solo era Diane Coslaw, de Pound Ridge, y no caminaba delante de usted arrojando pétalos de flor a su paso ni tocando la corneta.

—No, pero quiero verla —insistí.

Y lo que estaba pensando lo habría sacado de quicio. Quería ver si llevaba el vestido verde de motitas negras, porque sabía que era mi favorito.

—Tengo que colgar, de lo contrario perderé el tren —observó con un suspiro—, y el siguiente no sale hasta la una y uno.

—Pues dese prisa.

—Lo haré, pero primero intentaré convencerlo una vez más. Estas reuniones son como torneos medievales. Los abogados son los caballeros, y los clientes quedan reducidos de momento a escuderos, con la lanza de sir Barrister en una mano y las riendas de su caballo en la otra —ejemplificó en un tono que indicaba que llevaba mucho tiempo utilizando esa imagen y le encantaba—. Lo que me está diciendo es que, puesto que yo no estaré presente, usted montará en mi jamelgo y se abalanzará al galope sobre el adversario sin lanza, sin armadura, sin yelmo y probablemente sin suspensorio siquiera.

—Quiero verla —repetí—. Quiero saber cómo está, qué aspecto tiene. Además, si usted no está presente, puede que Humboldt ni siquiera acceda a hablar.

—Qué más quisiéramos —exclamó él con una risita cínica—. No conseguiré disuadirlo, ¿verdad?

—No.

—De acuerdo, en tal caso quiero que siga ciertas instrucciones. Si descubro que no lo hace, que lo ha jorobado todo, puede que decida renunciar al caso, ¿queda claro?

—Como el agua.

—De acuerdo. No le grite, Steven, esa es la primera regla. ¿Me ha entendido?

—Sí.

No pensaba gritarle. Si había logrado dejar de fumar dos días después de que lo abandonara y no volver a empezar, creía que sería capaz de pasar cien minutos y tres platos sin llamarla zorra.

—Tampoco le grite a él; regla número dos.

—Vale.

—No se limite a decir vale. Sé que no le cae bien, y usted a él tampoco.

—Ni siquiera me conoce. ¿Cómo puede haberse forjado una opinión sobre mí?

—No se haga el tonto —espetó—. Le pagan por forjarse opiniones, así que prométamelo en serio.

—Se lo prometo en serio.

—Así me gusta.

Pero no lo dijo con sinceridad, sino como si estuviera mirando el reloj.

—No saque a relucir temas escabrosos —advirtió—. No comente acuerdos económicos, ni siquiera en plan de sugerencia. Si el abogado se cabrea y le pregunta por qué no ha cancelado la comida si no pensaba hablar de detalles, dígale lo que acaba de decirme a mí, que solo quería volver a verla.

—Vale.

—Y si en ese momento se levantan y se van, ¿podrá soportarlo?

—Sí.

De hecho, no lo sabía, pero creía que sí, y sabía que Ring no quería perder el tren.

—Como abogado… como su abogado, le advierto que es un error y si luego el tiro nos sale por la culata en el juicio, pediré un receso para poder sacarlo al pasillo y machacarlo. ¿Lo ha entendido?

—Sí. Dele saludos a su madre.

—Puede que esta noche —suspiró Ring como si mirara al cielo—. Hasta entonces no conseguiré meter baza. Tengo que colgar, Steven.

—Vale.

—Espero que su esposa le dé plantón.

—Lo sé.

Ring colgó y salió rumbo a Babylon para ver a su madre. La siguiente vez que lo vi, al cabo de unos días, había algo entre nosotros que no podía comentarse, aunque creo que habríamos hablado de ello en caso de conocernos aunque solo fuera un poco mejor. Lo vi en sus ojos y supongo que él también lo vio en los míos, la seguridad de que si su madre no se hubiera caído por la escalera y se hubiera roto la cadera, habría acabado tan muerto como William Humboldt.

Salí de mi despacho a las once y cuarto, fui a pie al café Gotham y llegué allí a las doce menos cuarto, un poco antes de la hora señalada para mi propia tranquilidad de espíritu, para cerciorarme de que el lugar se encontraba donde Humboldt había dicho, en otras palabras. Soy así, siempre he sido así. En los primeros tiempos de nuestro matrimonio, Diane decía que era mi «vena obsesiva», pero creo que hacia el final sabía que no era cierto. Suelo desconfiar de la competencia de los demás, eso es lo que me pasa. Comprendo que es un rasgo muy pesado y sé que la sacaba de sus casillas, pero lo que nunca entendió ella era que tampoco me gustaba demasiado a mí mismo. Sin embargo, algunas cosas tardan más en cambiar que otras, y algunas no cambian nunca, por mucho que lo intentes.

El restaurante estaba exactamente donde había explicado Humboldt, con una marquesina verde en la que se leían las palabras CAFÉ GOTHAM. Tenía aspecto de local neoyorquino de moda y también se parecía a los demás ochocientos restaurantes caros que se apiñaban en el centro.

Una vez localizado el punto de encuentro y de momento más tranquilo, al menos en lo tocante a eso, porque por lo demás estaba como una moto ante la perspectiva de volver a ver a Diane y me moría de ganas de fumarme un cigarrillo, caminé hasta Madison y curioseé en una tienda de maletas durante un cuarto de hora. No me bastaba con mirar escaparates, porque si Diane y Humboldt llegaban desde la parte alta de la ciudad, podían verme. Diane era capaz de reconocerme por la postura de los hombros y la caída del abrigo incluso de espaldas, y no quería que sucediera eso. No quería que supieran que había llegado antes de la hora, porque eso podía colocarme en una situación vulnerable, así que entré en la tienda.

Compré un paraguas que no necesitaba y salí del establecimiento a las doce en punto según mi reloj, sabiendo que podía cruzar el umbral del café Gotham a y cinco. Lema de mi padre: Si eres tú quien necesita acudir a la cita, preséntate cinco minutos antes; si son ellos quienes necesitan que acudas, llega cinco minutos tarde. Había llegado a un punto en el que no sabía quién necesitaba qué ni por qué ni durante cuánto tiempo, pero el lema de mi padre me parecía la vía más segura. Si hubiera quedado con Diane a solas, creo que habría llegado a la hora señalada.

No, creo que eso es mentira. Supongo que si hubiera quedado con Diane a solas, habría entrado en el restaurante a las doce menos cuarto para esperarla.

Me paré bajo la marquesina y escudriñé el interior del local. Estaba muy iluminado, lo que me pareció un punto a su favor. Detesto los restaurantes penumbrosos donde no ves lo que comes y bebes. Las paredes eran blancas y estaban decoradas con vibrantes dibujos impresionistas. No se distinguían los motivos, pero daba igual. Con sus colores primarios y los trazos amplios y exuberantes, eran como un subidón de cafeína visual. Busqué a Diane con la mirada y vi a una mujer que podía ser ella sentada a medio camino de la sala alargada, junto a la pared. Resultaba difícil asegurarlo, porque me daba la espalda y no se me da tan bien como a ella reconocer a las personas en circunstancias adversas. Pero en cualquier caso, el hombre corpulento y medio calvo sentado frente a ella tenía aspecto de Humboldt. Respiré hondo, abrí la puerta del restaurante y entré.

El síndrome de abstinencia del tabaco tiene dos fases, y estoy convencido de que la segunda es la causante de la mayor parte de recaídas. El mono físico dura entre diez días y dos semanas, tras lo cual desaparecen casi todos los síntomas, como sudores, jaquecas, espasmos musculares, ojos doloridos, insomnio e irritabilidad. A este período le sigue otro mucho más largo de mono psicológico, con síntomas tales como la depresión de leve a moderada, el duelo, cierto grado de anhedonía (es decir, una especie de encefalograma emocional plano), despiste e incluso dislexia transitoria. Sé todo esto porque he leído mucho sobre el tema; me pareció importante hacerlo después de lo que ocurrió en el café Gotham. Supongo que podría decirse que mi interés se encuadraba en algún lugar entre el País de las Aficiones y el Reino de la Obsesión.

La manifestación más usual en la segunda fase del síndrome es una vaga sensación de irrealidad. La nicotina mejora la transferencia sináptica y la concentración, es decir, ensancha la autopista de la información del cerebro. No es una mejora espectacular, ni siquiera necesaria para pensar con claridad (si bien casi todos los nicotinodependientes afirman lo contrario), pero cuando dejas el tabaco, tienes la sensación, una sensación abrumadora, en mi caso, de que el mundo ha adquirido una cualidad onírica. En muchas ocasiones me parecía que las personas, los coches y los pequeños acontecimientos callejeros que observaba a diario pasaban ante mí como en una pantalla de cine, controlados por tramoyistas ocultos que manejaban enormes manivelas y carretes. Era como ir un poco ciego de forma constante, porque la sensación iba acompañada de un sentimiento de impotencia y fatiga moral, de que las cosas tenían que seguir su curso para bien o para mal, porque estabas demasiado ocupado para hacer otra cosa que no fumar, joder.

No sé hasta qué punto todo esto guarda relación con lo que sucedió, pero sé que influyó en cierto modo, porque tuve bastante claro que algo raro le pasaba al maître en cuanto lo vi, y en cuanto me habló, lo supe con certeza.

Era un hombre alto, de unos cuarenta y cinco años, delgado (al menos con el esmoquin, porque en ropa de calle sin duda me habría parecido flaco) y con bigote. En una mano sostenía una carta encuadernada en piel. No se diferencia en nada de los cientos de maîtres que habitan los cientos de restaurantes elegantes de Nueva York. Salvo por su pajarita, que llevaba ladeada, y una mancha en la camisa justo encima del botón superior de la chaqueta. Parecía salsa o alguna clase de mermelada. Asimismo, varios mechones de cabello se le rebelaban en la parte posterior de la cabeza, lo que me recordó a Alfalfa en aquellos viejos episodios de Los pequeños traviesos. El detalle casi me hizo reír, no olviden que estaba muy nervioso, y tuve que morderme el labio para contener la carcajada.

—¿Señor? —preguntó cuando me acerqué al mostrador.

La palabra sonó algo así como «señiorr», porque todos los maîtres de Nueva York hablan con acento extranjero, aunque nunca sabes de dónde. Una chica con la que salí a mediados de los ochenta, una que sí tenía sentido del humor (y graves problemas con las drogas, por desgracia), me dijo en cierta ocasión que todos se criaban en el mismo islote y por tanto hablaban la misma lengua.

—¿Qué lengua es? —le pregunté.

—Esnobés —repuso, haciéndome estallar en carcajadas.

Aquel comentario me vino a la memoria mientras desviaba la mirada hacia la mujer a la que había visto desde la puerta (ahora estaba casi seguro de que era Diana), y de nuevo tuve que morderme el labio. Como consecuencia de ello, el nombre de Humboldt me salió como una especie de estornudo.

La frente despejada y pálida del maître se arrugó mientras me miraba con expresión penetrante. Al entrar creía que tenía los ojos castaños, pero en ese momento me parecieron negros.

—¿Cómo dice, señor?

Lo que sonó como «Como disse, señiorr» y fue pronunciado con expresión de absoluto desdén. Sus largos dedos, tan pálidos como su frente y finos como los de un concertista de piano, golpeteaban nerviosos la carta. La borla que sobresalía de entre las tapas oscilaba como un punto de lectura de tres al cuarto.

—Humboldt —repetí—, una mesa para tres.

Me di cuenta de que no podía apartar la mirada de la pajarita, tan torcida que el lado izquierdo casi le rozaba la cara inferior del mentón, ni de la mancha que tenía en la camisa. Ahora que lo tenía más cerca, no parecía salsa ni mermelada, sino sangre medio seca.

Bajó la mirada hacia el registro de reservas, y los mechones rebeldes se bamboleaban sobre la meseta del resto de la cabellera repeinada. Entre los surcos del peine se vislumbraba el cuero cabelludo, y reparé en un copo de caspa sobre la hombrera de la chaqueta. Se me ocurrió que un buen jefe de camareros tal vez despediría a un subordinado tan desaliñado.

—Ah, sí, monsieur («ah, siií, mesió») —ronroneó tras localizar el nombre—. Su mesa está…

Estaba levantando la vista. De repente se interrumpió y su mirada se tornó aún más penetrante si cabe. Estaba mirando a un punto situado detrás de mí y más abajo.

—No puede entrar con el perro —espetó—. ¿Cuántas veces le he dicho que no puede entrar con el perro?

No hablaba a gritos, pero sí en voz lo suficientemente alta para que varios comensales de las mesas más próximas a su mostrador modelo púlpito dejaran de comer y miraran a su alrededor con curiosidad.

También yo me volví. El maître había hablado con tal énfasis que esperaba ver al perro de alguien, pero detrás de mí no había nadie, y mucho menos un perro. En aquel momento se me ocurrió, no sé por qué, que el hombre se refería a mi paraguas, que tal vez, en la isla de los Maîtres, «perro» en argot significaba «paraguas», sobre todo cuando lo lleva un cliente en un día soleado.

Me volví de nuevo hacia el maître y vi que ya se había alejado del mostrador con una carta en la mano. Debió de percibir que no lo seguía, porque en un momento dado me miró por encima del hombro con las cejas enarcadas. En su rostro no se advertía ahora más que una expresión cortés e inquisitiva («¿Me acompañia, mesió?»), de modo que lo acompañé. Sabía que algo le pasaba, pero aun así lo acompañé. No podía tomarme el tiempo ni la molestia de intentar averiguar qué le ocurría al maître de un restaurante al que nunca había ido y al que seguramente jamás volvería a ir. Tenía que enfrentarme a Humboldt y Diane, enfrentarme a ellos sin fumar, y el maître del café Gotham tendría que arreglárselas solo, perro incluido.

Diane se volvió, y en el primer momento no vi en su expresión más que cierta cortesía gélida. Pero al instante percibí una furia subyacente, o al menos eso me pareció. Habíamos discutido mucho los tres o cuatro últimos meses de nuestro matrimonio, pero no recordaba haber visto esa especie de furia disimulada que advertía ahora, una rabia que ella pretendía ocultar bajo el maquillaje, el vestido nuevo (azul, sin motas ni corte lateral) y el peinado también nuevo. El hombre corpulento que la acompañaba le estaba diciendo algo, y ella alargó la mano para darle una palmadita en el brazo. Cuando el hombre se volvió hacia mí, disponiéndose a levantarse, vi algo más en el rostro de Diane. No solo estaba enfadada conmigo, sino que también me tenía miedo. Y aunque no había dicho una sola palabra, yo ya estaba furioso con ella. Todo lo que reflejaban sus ojos y su cara era negativo, como si llevara CERRADO HASTA NUEVO AVISO escrito en la frente. No creía merecerme aquello.

—Monsieur —dijo el maître al tiempo que retiraba la silla situada a la izquierda de Diane.

Apenas lo oí, y desde luego, cualquier pensamiento sobre su excéntrica conducta y su pajarita torcida había quedado desterrado de mi mente. Creo que incluso el tabaco había abandonado mi cabeza por primera vez desde que dejara de fumar. Solo podía concentrarme en la cautelosa compostura que exhibía su rostro y asombrarme ante el hecho de poder estar enfadado con ella y, pese a ello, desearla tanto que me dolía mirarla. No sé si la ausencia intensifica el cariño, pero en cualquier caso, refresca la mirada.

Asimismo, tuve tiempo de preguntarme si de verdad había visto todo lo que había creído ver. ¿Furia? Sí, era posible, incluso probable. Si no hubiera estado furiosa conmigo, al menos hasta cierto punto, no me habría dejado, supongo. Pero ¿asustada? ¿Por qué diantres iba Diane a tenerme miedo? Nunca le había puesto la mano encima. De acuerdo, le había levantado la voz en algunas de nuestras peleas, pero ella también a mí.

—Disfrute de la comida, monsieur —me deseó el maître desde otro universo, aquel que suelen habitar los empleados del servicio, asomando la cabeza al nuestro solo cuando requerimos su presencia, ya sea porque necesitamos algo o para quejarnos.

—Señor Davis, soy Bill Humboldt —se presentó el acompañante de Diane.

Extendió una mano enorme de aspecto enrojecido y agrietado. Se la estreché brevemente. El resto de él era tan enorme como su mano, y su rostro de luna llena mostraba el rubor que suele darse en los bebedores empedernidos tras la primera copa del día. Le echaba unos cuarenta y tantos años, por lo que debían de faltar unos diez para que sus carrillos orondos se convirtieran en sacos flácidos de piel y grasa.

—Mucho gusto —murmuré.

No pensaba en lo que decía, como tampoco pensaba en el maître de la mancha en la camisa. Solo quería acabar con las presentaciones para poder volverme hacia la guapa rubia de tez sonrosada y cremosa, labios rosados y cuerpo esbelto. La mujer que, hasta no hacía tanto, siempre me susurraba «fóllame, fóllame, fóllame» al oído mientras se aferraba a mis nalgas como si cabalgara.

—¿Dónde está el señor Ring? —inquirió Humboldt, mirando a su alrededor (con aire algo teatral, me pareció).

—El señor Ring va camino de Long Island. Su madre se ha caído por la escalera y se ha roto la cadera.

—Vaya, genial —refunfuñó Humboldt.

Cogió el martini medio vacío que tenía ante sí y lo apuró hasta que la aceituna ensartada en el palillo quedó encajada entre sus labios. La escupió al vaso, dejó este de nuevo sobre la mesa y me miró.

—Apuesto a que adivino lo que le ha dicho.

Oía sus palabras, pero no le presté atención alguna. Por el momento, Humboldt revestía para mí la misma importancia que las interferencias leves en el programa de radio que quieres escuchar. Tenía la mirada clavada en Diane. Era increíble, pero estaba más guapa y parecía más inteligente que antes, como si hubiera aprendido cosas (sí, en solo dos semanas viviendo con Ernie y Dee Dee Coslaw en Pund Ridge) que yo jamás llegaría a saber.

—¿Cómo estás, Steve? —preguntó.

—Bien —respondí antes de añadir—: Bueno, bien no. La verdad es que te echo de menos.

Mis palabras toparon con un silencio vigilante. Aquellos enormes ojos color turquesa siguieron mirándome, pero nada más, nada de «yo también te he echado de menos».

—Y he dejado de fumar, lo cual tampoco ha contribuido a tranquilizarme.

—¿En serio? Me alegro por ti.

Experimenté otra oleada de enojo, esta vez muy intensa, al escuchar su tono cortés e indiferente, como si creyera que quizá le mentía y le diera igual. Me había estado echando la bronca por fumar todos los días durante dos años. Que si me iba a provocar un cáncer, que si le iba a provocar un cáncer a ella, que si ni siquiera iba a plantearse tener un hijo hasta que lo dejara, así que ya podía ir olvidándome del tema entretanto… Y ahora, de repente, todo aquello ya no le importaba, porque yo ya no le importaba.

—Tenemos que hablar de negocios, si no les importa —terció Humboldt.

A sus pies había uno de esos voluminosos maletines de abogado. Humboldt lo levantó con un gruñido y lo dejó sobre la silla que habría ocupado mi abogado si su madre no se hubiera roto la cadera. Humboldt empezó a abrir los cierres, pero en ese momento dejé de prestar atención. A decir verdad, sí me importaba. No era cuestión de cautela, sino de prioridades. Di gracias por la ausencia de Ring; desde luego, dejaba las cosas claras. Me volví de nuevo hacia Diane.

—Quiero intentarlo de nuevo. ¿Podemos reconciliarnos? ¿Hay alguna posibilidad?

La expresión de horror absoluto que se pintó en su rostro dio al traste con unas esperanzas que ni yo mismo sabía que albergaba. En lugar de responder, miró a Humboldt.

—¡Me prometió que no tendríamos que hablar de esto! —gritó con voz temblorosa y acusadora—. ¡Me prometió que no permitiría que saliera a relucir siquiera!

Humboldt parecía un tanto incómodo; se encogió de hombros y bajó la vista hacia su difunto martini antes de mirar de nuevo a Diane. Creo que deseaba haber pedido uno doble.

—No sabía que el señor Davis asistiría a la reunión sin su abogado. Debería haberme llamado, señor Davis, pero puesto que no lo ha hecho, considero necesario comunicarle que Diane no dio luz verde a este encuentro pensando en una posible reconciliación. Su decisión de seguir adelante con el divorcio es irrevocable.

En ese instante se volvió hacia ella en busca de confirmación, que obtuvo de inmediato, pues Diane estaba asintiendo con gran énfasis. Tenía las mejillas mucho más sonrosadas que cuando me había sentado a la mesa, y el rubor que mostraban no era de los que asocio con la vergüenza.

—Más irrevocable imposible —convino, de nuevo con expresión enfurecida.

—¿Por qué, Diane? —quise saber, detestando el tono quejumbroso que advertí en mi voz, una especie de balido de oveja que no podía evitar—. ¿Por qué?

—Por el amor de Dios —resopló ella—. ¿Pretendes hacerme creer que no lo sabes?

—Exacto…

Estaba más colorada que nunca, y el rubor casi le llegaba a las sienes.

—No, claro, qué propio de ti.

Levantó el vaso de agua y derramó una parte sobre el mantel porque le temblaba la mano. De inmediato me vino a la memoria una imagen, la del día en que se fue y dejé caer el vaso de zumo de naranja al suelo y me advertí a mí mismo que no debía recoger los fragmentos hasta que las manos dejaran de temblarme y pese a todo los recogí y me corté.

—Basta, esto es muy contraproducente —señaló Humboldt.

Parecía un monitor de recreo intentando evitar una pelea antes de que empiece, pero estaba buscando con la mirada a nuestro camarero o cualquier camarero cuya atención pudiera atraer. En aquellos momentos estaba mucho menos interesado en nosotros que en conseguir lo que los británicos llaman «la otra mitad».

—Solo quiero saber… —volví a la carga.

—Lo que quiere saber no tiene nada que ver con el motivo de esta reunión —me atajó Humboldt, haciendo gala por unos segundos del entusiasmo y la vivacidad con que debía de haber salido de la facultad.

—Exacto. Por fin… —dijo Diane con voz frágil, pero vehemente—. Por fin no se trata de lo que tú quieres ni de lo que tú necesitas.

—No sé qué significa eso, pero estoy dispuesto a escuchar —ofrecí—. Podríamos probar una terapia matrimonial. No tengo nada que objetar si eso…

Diane alzó ambas manos hasta la altura de los hombros con las palmas vueltas hacia mí.

—Vaya, vaya, ahora resulta que a míster macho le va el rollo new age —exclamó antes de dejar caer las manos sobre el regazo—. Después de tanto tiempo cabalgando hacia el sol poniente, muy erguido en tu corcel. No me digas.

—Basta —le ordenó Humboldt.

Paseó la mirada entre su cliente y el futuro ex marido de su cliente (iba a suceder, ni siquiera la vaga sensación de irrealidad que provoca dejar de fumar podía ocultarme aquella verdad tan evidente).

—Una sola palabra más de cualquiera de los dos y daré por terminada esta comida —amenazó con una sonrisa tan descaradamente falsa que me resultó perversamente entrañable—. Y eso que todavía no sabemos cuáles son las sugerencias del chef.

Aquella primera referencia a la comida tuvo lugar justo antes de que las cosas empezaran a torcerse. Recuerdo haber percibido el olor a salmón procedente de una mesa cercana. En las dos semanas transcurridas desde que dejara de fumar, el olfato se me había afinado de forma increíble, cosa que no me hace demasiada gracia, sobre todo cuando se trata de salmón. Antes me gustaba, pero ahora no soporto su olor y mucho menos su sabor. Huele a dolor, miedo, sangre y muerte.

—Ha empezado él —murmuró Diane, huraña.

«Has empezado tú —pensé—, empezaste tú al abandonarme», pero me mordí la lengua. A todas luces, Humboldt hablaba en serio; cogería a Diane de la mano y la sacaría del restaurante si nos enzarzábamos en la infantil disputa de quién había empezado. Ni siquiera la perspectiva de tomarse otra copa lo retendría.

—De acuerdo —accedí sin acritud… lo que me supuso un esfuerzo ingente, de verdad—. He empezado yo. ¿Y ahora qué?

Por supuesto, ya sabía lo que se avecinaba. Papeles, papeles y más papeles. Con toda probabilidad, la única satisfacción que obtendría de tan patética situación sería poder decirles que no firmaría nada, que no leería nada siquiera, según lo que me había aconsejado mi abogado. Miré de nuevo a Diane, pero tenía la vista clavada en el plato, y el cabello le ocultaba el rostro. Sentí deseos de agarrarla por los hombros y zarandearle el cuerpo enfundado en su vestido azul nuevo como un dado en su cubilete. «¿Crees que estás sola en esto? —le gritaría—. Pues mira, el hombre Marlboro tiene noticias para ti, cariño. Eres una zorra testaruda y egoísta…»

—¿Señor Davis? —me llamó Humboldt en tono cortés.

Me volví hacia él.

—Vaya, creía que habíamos vuelto a perderlo —dijo.

—En absoluto.

—Estupendo.

Sostenía varios fajos de papeles en las manos, unidos por aquellos clips de oficina de colores, rojo, azul, amarillo, lila… Casaban bien con los dibujos impresionistas que decoraban las paredes del café Gotham. De repente se me ocurrió que no iba nada preparado para la reunión, y no solo porque mi abogado hubiera tenido que coger el tren de las doce y treinta y tres con destino a Babylon. Diane tenía su vestido nuevo; Humboldt venía armado con su maletín modelo camión de dieciocho ruedas y sus documentos sujetos con clips de colorines. Yo, por mi parte, no traía más que un paraguas nuevo en un día soleado. Lo miré allí tirado junto a mi silla (en ningún momento se me había pasado por la cabeza dejarlo en el guardarropa) y vi que la etiqueta del precio aún pendía del mango. De pronto me sentía como Mary Poppins.

La sala despedía un olor maravilloso, como casi todos los restaurantes desde que prohibieron fumar en ellos. Olía a flores, vino, café recién hecho, chocolate y bollos, pero el aroma que percibía con más claridad era el del salmón. Recuerdo haber pensado que olía muy bien y que probablemente lo pediría. También recuerdo haber pensado que si podía comer en una reunión como aquella, sin duda podría comer en cualquier parte.

—He traído una serie de impresos que garantizarán la seguridad económica tanto de usted como de la señora Davis al tiempo que aseguran que ninguno de los dos pueda acceder de forma injusta a los fondos que ambos se han esforzado tanto por atesorar —explicó Humboldt—. Asimismo tengo las notificaciones judiciales preliminares que ambos deberán firmar, además de unos impresos que nos permitirán poner sus acciones y bonos en una cuenta de fideicomiso hasta que el tribunal dicte sentencia.

Abrí la boca para decirle que no pensaba firmar nada y que si eso significaba que la reunión tocaba a su fin, pues perfecto, pero no alcancé a articular una sola palabra, porque el maître me interrumpió. Gritaba y hablaba al mismo tiempo, y aunque he intentado plasmarlo aquí, un montón de íes juntas no alcanzan a transmitir la cualidad del sonido que emitía. Era como si tuviera la tripa llena de vapor y un pitorro de hervidor de agua por garganta.

—¡Ese perro… iiiiiiiii… le he dicho mil veces que ese perro no… iiiiiiii… No puedo dormir… iiiiiiiii… Esa puta dice que le raje la cara… iiiiiiiii… Se burla de mí… iiiiiiii… Y ahora entra con ese perro… iiiiiii!

En la sala se hizo un silencio sepulcral mientras los asombrados comensales levantaban la mirada de sus platos para mirar aquella figura delgada, pálida y vestida de negro cruzar el restaurante con el rostro desencajado y las piernas largas y flacas moviéndose como hojas de tijera. La pajarita del maître se había torcido en un ángulo de noventa grados respecto a su posición original, de modo que ahora parecía un reloj marcando las seis. Caminaba con las manos a la espalda y el cuerpo algo doblado por la cintura, lo que me recordó un dibujo que vi en clase de literatura de sexto, una ilustración del desafortunado maestro de Washington Irving, Ichabod Crane.

Se acercaba mirándome con fijeza. Yo le devolvía la mirada, casi hipnotizado, como en esos sueños en los que descubres que no has estudiado para el examen del día siguiente o que asistes en pelota picada a una cena que la Casa Blanca da en tu honor. Y tal vez así me habría quedado de no ser por Humboldt.

Oí el arañazo de su silla contra el suelo y me volví hacia él. Se estaba levantando con la servilleta en la mano. Parecía sorprendido, pero también furioso. De pronto reparé en dos cosas. Estaba borracho, bastante borracho, y consideraba aquel arrebato como un ataque contra su hospitalidad y su competencia. A fin de cuentas, él había elegido el restaurante, y al maître del mismo no se le ocurría otra cosa que enloquecer.

—¡Iiiiiii… voy a darte una lección! ¡Por última vez voy a darte una lección…!

—Dios mío, se ha orinado en los pantalones —murmuró una mujer sentada a una mesa cercana.

Aunque habló en voz baja, se la oyó con toda claridad en medio del silencio reinante, porque el maître se había interrumpido para respirar hondo y así poder proferir otra andanada de chillidos. Comprobé que tenía razón; la entrepierna del delgado maître estaba empapada.

—Eh, gilipollas —llamó Humboldt, encarándose con él.

De repente, el maître sacó la mano izquierda de detrás de la espalda. En ella llevaba el cuchillo de carnicero más grande que había visto en mi vida. Debía de medir más de sesenta centímetros, y la punta del filo tenía forma algo curva, como los alfanjes de las películas de piratas antiguas.

—¡Cuidado! —advertí a Humboldt.

Desde una de las mesas colocadas contra la pared, un hombre escuálido con gafas con montura al aire lanzó un grito, escupiendo una lluvia de fragmentos marronosos de comida masticada sobre el mantel.

Humboldt no pareció oír ni mi grito ni el del otro hombre, porque siguió mirando al maître con el entrecejo fruncido.

—Le advierto que no volverá a verme por aquí si es así como… —empezó a decir.

—¡Iiiiiiii! ¡IIIIIIIIII! —chilló el maître.

Y entonces blandió el cuchillo por el aire. La hoja produjo una especie de silbido susurrado que acabó con el sonido del metal al hundirse en la mejilla derecha de William Humboldt. De la herida brotó un enfurecido torrente de sangre que decoró el mantel en un abanico de gotas, y vi con toda claridad, nunca lo olvidaré, una gota de color rojo brillante caer en mi vaso y sumergirse hasta el fondo seguida de un hilillo rosado. Parecía un renacuajo ensangrentado.

La mejilla de Humboldt se abrió, dejando al descubierto sus dientes, y cuando se llevó la mano a la herida chorreante, vi algo entre blancuzco y rosado sobre la hombrera de su traje color carbón. Hasta que el episodio terminó no caí en la cuenta de que debía ser su lóbulo.

—¡Cuéntaselo a tus orejas! —gritó el maître al sangrante abogado de Diane, que seguía allí de pie, con una mano en la mejilla.

De hecho, a excepción de la sangre que le fluía sobre y entre los dedos, parecía Jack Benny escenificando una de sus famosas reacciones de efectos retardados.

—¡Cuéntaselo a tus asquerosos amigos chismosos de la calle…! Tu desgracia… Iiiiiii… ¡Maldito amante de los perros!

Otras personas habían empezado a gritar, sobre todo al ver la sangre. Humboldt era un hombre imponente y sangraba como un cerdo sacrificado. Oía la sangre caer al suelo con un chapoteo, como agua de una tubería reventada, y la pechera de su camisa se había teñido de rojo, mientras que su corbata roja se había tornado negra.

—Steve —dijo Diane—. ¡Steven!

A espaldas de Diane y un poco a la izquierda se sentaban un hombre y una mujer. El hombre, de unos treinta años y apuesto como George Hamilton en su juventud, se levantó de un salto y corrió hacia la puerta.

—¡No me dejes aquí, Troy! —gritó su acompañante.

Pero Troy no miró atrás siquiera, como si acabara de recordar que tenía que devolver un libro a la biblioteca o llevar el coche al taller sin falta.

Si en algún momento se produjo cierta parálisis en el restaurante, cosa que no puedo afirmar con certeza pese a haber visto muchas cosas y recordar numerosos detalles, aquel movimiento la quebró. Se oyeron más gritos, y más personas se levantaron. Varias mesas se volcaron, desparramando fragmentos de vasos y platos por el suelo. Vi a un hombre pasar junto al maître rodeando con el brazo a su acompañante femenina. Por un instante, la mirada de la mujer y la mía se cruzaron, y en sus ojos no había más expresión que en un busto griego. Estaba mortalmente pálida por el terror.

Puede que toda la escena no durara más de diez o veinte segundos. La recuerdo como una serie de fotografías o filminas, pero sin noción del tiempo. El tiempo dejó de existir para mí en el momento en que Alfalfa, el maître, sacó la mano que ocultaba a la espalda y vi el cuchillo de carnicero que llevaba en ella. Durante todo el episodio, el hombre del esmoquin siguió espetando palabras inconexas en su idioma especial para maîtres, ese que aquella antigua novia mía llamaba esnobés. Algunas palabras eran en efecto extranjeras, otras las pronunciaba en inglés pero sin sentido alguno, y parte de su discurso era sobrecogedor… espeluznante. ¿Han leído alguna vez parte de la extensa y confusa declaración in articulo mortis de Dutch Schultz? Se parecía mucho. No recuerdo casi nada, pero lo que recuerdo no lo olvidaré jamás, creo yo.

Humboldt retrocedió dando un traspié y sin soltarse la mejilla lacerada. La parte posterior de sus rodillas chocó contra el asiento de su silla, y se dejó caer en ella como un saco de patatas. «Parece como si acabaran de decirle que lo desheredan», pensé. Empezó a volverse hacia nosotros con los ojos abiertos como platos por el asombro. Tuve el tiempo justo de ver que los tenía llenos de lágrimas antes de que el maître asiera la empuñadura del cuchillo con ambas manos y se lo clavara en el centro de la cabeza. Sonó como si alguien atizara un montón de toallas con un bastón.

—¡Buut! —exclamó Humboldt.

Estoy bastante seguro que esa fue la última palabra que pronunció en su vida terrenal, «buut». A continuación, los ojos se le quedaron desorbitados, y el hombre cayó al suelo con una mano extendida. En el mismo instante, el maître, con todo el pelo de punta en la coronilla, no solo una parte, le arrancó el cuchillo de la cabeza. La sangre brotó de la nueva herida en una especie de cortina vertical y salpicó la parte delantera del vestido de Diane, que una vez más levantó las manos hasta la altura de los hombros con las palmas vueltas hacia fuera, pero esta vez con expresión horrorizada, no exasperada. Lanzó un chillido penetrante y se cubrió los ojos con las manos ensangrentadas. El maître no le prestó atención alguna, sino que se volvió hacia mí.

—Su perro —dijo en tono casi normal.

Hacía caso omiso de los clientes aterrorizados que se dirigían gritando hacia las puertas a su espalda. Sus ojos se me antojaban enormes y muy oscuros. Los veía otra vez castaños, pero con círculos negros alrededor de los iris.

—Su perro es tanta furia… Ni todas las radios de Coney Island pueden con ese perro, cabrón de mierda.

Yo tenía el paraguas en la mano, y lo único que no recuerdo, por mucho que lo intente, es en qué momento lo cogí. Creo que debió de ser mientras Humboldt estaba paralizado por la realidad de que acababan de ensancharle la boca unos veinte centímetros, pero lo cierto es que no lo recuerdo. Recuerdo al hombre que se parecía a George Hamilton corriendo hacia la puerta y sé que se llamaba Troy, porque así lo llamó su acompañante, pero no recuerdo haber cogido el paraguas que había comprado en la tienda de maletas. Sin embargo, lo tenía en la mano, con la etiqueta del precio sobresaliéndome del puño, y cuando el maître se inclinó hacia delante como si hiciera una reverencia y surcó el aire con el cuchillo para clavármelo en la garganta, creo, levanté el paraguas y le descargué un golpe en la muñeca, como un maestro de antaño que pegara a un alumno rebelde con una palmeta.

—¡Ud! —exclamó el maître cuando su mano cayó hacia abajo y la hoja se hundió en el empapado mantel rosado.

Pese a todo, no soltó el arma, sino que la liberó de la mesa. Si hubiera intentado volver a golpearle la mano, sin duda habría fallado, pero no lo intenté, sino que fui a por su cara y le asesté un buen porrazo… todo lo buen porrazo que puede asestarse con un paraguas, en un lado de la cabeza. Y en ese momento, el paraguas se abrió como el coletazo magistral de un número humorístico.

Pero a mí no me hizo ninguna gracia. El paraguas me impedía verlo mientras retrocedía dando tumbos y llevándose la mano libre al lugar donde lo había golpeado, y no me gustaba no verlo. De hecho, me aterraba. Aún más.

Así a Diane por la muñeca para obligarla a levantarse. Me dejó hacer sin decir palabra, avanzó un paso hacia mí, tropezó por culpa de los tacones y cayó torpemente entre mis brazos. Sentí sus pechos apretándose contra mí, así como la humedad caliente que los cubría.

—¡Iiiiii! ¡Estrúfalo! —chilló el maître.

O tal vez me llamó estrófalo. Sé que no importa, pero a menudo me parece que sí. De madrugada, las nimiedades me atormentan tanto como las cuestiones vitales.

—¡Cabrón estrufálico! ¡Hush-do-baba! ¡Que le den por el culo al primo Brucie! ¡Que te den por el culo a ti!

Empezó a rodear la mesa en nuestra dirección. A su espalda, la sala había quedado desierta y parecía el escenario de una pelea de bar reciente en una película del Oeste. Mi paraguas seguía sobre la mesa, con la tela abierta a un lado, y el maître lo golpeó con la cadera. El paraguas cayó a sus pies, y mientras lo apartaba de un puntapié, levanté a Diane y tiré de ella hacia el extremo más alejado del restaurante. La puerta principal no me servía de nada; en primer lugar estaba demasiado lejos, pero aun cuando consiguiéramos llegar hasta ella, seguía bloqueada por numerosos clientes aterrados que no dejaban de gritar. Si el maître iba a por mí o a por los dos, no le costaría esfuerzo alguno alcanzarnos y trincharnos como un par de pavos.

—¡Insectos! ¡Insectos! ¡Iiiiiiii! Te has quedado sin perro, ¿eh? ¡Se acabaron los ladridos de tu perro!

—¡Detenlo! —chilló Diane—. ¡Por el amor de Dios, va a matarnos a los dos! ¡Detenlo!

—¡Os pudriré, abominaciones!

Ya estaba muy cerca. El paraguas apenas había entorpecido su avance, eso era evidente.

—¡Os pudriré a vosotros y todos vuestros trules!

Vi tres puertas, dos de ellas de frente en un hueco donde también había un teléfono. Servicios de señoras y de caballeros. Nada. Aun cuando solo tuvieran un retrete con pestillo, no nos servían. A un chalado como aquel no le costaría nada cargarse el pestillo a base de mamporros, y entonces nos quedaríamos sin escapatoria.

Arrastré a Diane hacia la tercera puerta y me adentré con ella en un universo de azulejos verdes limpios, intensa luz fluorescente, cromados relucientes y deliciosos aromas. Destacaba entre ellos el olor a salmón. Humboldt no había tenido ocasión de preguntar por las sugerencias del chef, pero yo creía saber cuál era al menos una de ellas.

Vi a un camarero que sostenía una bandeja llena en una mano. Tenía la boca abierta y los ojos como platos; como Gimpel el tonto en aquel relato de Isaac Singer.

—Qué… —farfulló justo antes de que lo empujara a un lado.

La bandeja salió despedida, y varios platos y vasos se estrellaron contra la pared.

—¡Eh! —gritó un hombre.

Era inmenso, llevaba bata blanca y un voluminoso gorro de chef en forma de nube. Alrededor del cuello lucía un pañuelo rojo y en una mano sostenía un cucharón del que caían gotas de salsa marrón.

—¡Eh, no pueden igumpir aquí de está manegá!

—Tenemos que salir —expliqué—. Está loco. Está…

De repente se me ocurrió una idea, una forma de explicar la situación sin explicarla, y por un instante apoyé la mano sobre el pecho izquierdo de Diane, sobre la tela empapada de su vestido. Fue la última vez que la toqué de un modo íntimo y no sé si experimenté una sensación agradable o no. Luego extendí hacia el chef la mano manchada con la sangre de Humboldt.

—¡Dios mío! —exclamó el hombre—. Pog aquí, salgan pog detgás.

En ese momento, la puerta por la que acabábamos de entrar se abrió de golpe, y el maître entró con la mirada enloquecida y el pelo de punta como un erizo. Miró a su alrededor, vio al camarero, pasó de él, me vio a mí y se acercó a toda prisa.

De nuevo eché a correr, tirando de Diane y empujando sin apenas darme cuenta el blando vientre del chef. Pasamos por su lado, y la sangre del vestido de Diane le manchó la parte delantera de la bata. Vi que no nos acompañaba, sino que se volvía hacia el maître, y quise avisarlo, advertirle que no serviría de nada, que era la peor idea del mundo, probablemente la última idea que tendría, pero no tenía tiempo.

—¡Eh! —exclamó de nuevo el chef—. Eh, Guy, ¿qué susedé?

Pronunció el nombre del maître a la francesa, de forma que rimaba con «ti», y esa fue la última palabra que pronunció. Al instante oí un golpe sordo que me recordó el sonido que había producido el cuchillo al hundirse en el cráneo de Humboldt, y el chef profirió un grito como gorgoteante, seguido de un plaf líquido que aún puebla mis sueños. No sé lo que era y no quiero saberlo.

Arrastré a Diane por un estrecho pasillo entre dos fogones que nos abrasaron con su intenso calor. Al final había una puerta cerrada con dos pesados cerrojos de acero. Me dispuse a abrir el primero y entonces oí a Guy, que nos seguía profiriendo incoherencias.

Quería abrir el cerrojo, creer que podía abrir la puerta y salir de allí antes de que se acercara demasiado, pero una parte de mí, la parte resuelta a sobrevivir, sabía que era imposible. Así pues, empujé a Diane contra la puerta, me situé ante ella con un instinto protector que debe de remontarse a la Edad de Hielo, como mínimo, y me encaré con Guy.

Llegó corriendo por el estrecho pasillo, blandiendo el cuchillo con la mano izquierda sobre la cabeza. Su boca abierta dejaba al descubierto dos hileras de dientes sucios y erosionados. Cualquier esperanza de obtener ayuda de Gimpel, el tonto, se había disipado. Estaba acurrucado contra la pared junto a la puerta que daba a la sala, con los dedos hundidos en la boca, lo que le confería aún más aspecto de tonto del pueblo.

—¡Haberme olvidado no deberías! —vociferó Guy como Yoda en La guerra de las galaxias—. ¡Perro odioso! ¡Tu música estruendosa, cacofónica! ¡Iiiiiiii! ¿Cómo puedes…?

Sobre uno de los quemadores delanteros del fogón izquierdo se asentaba una enorme olla. La cogí y le asesté un golpe con ella. Hasta una hora después no supe cómo me había quemado la mano. Tenía la palma salpicada de ampollas abultadas, al igual que tres dedos. La olla resbaló del quemador, hizo una pirueta en el aire y roció a Guy de cintura para abajo con lo que parecía una mezcla de arroz, maíz y unos ocho litros de agua hirviendo.

Lanzó un chillido, retrocedió dando tumbos y apoyó la mano en la que no sostenía el cuchillo sobre uno de los fogones, casi justo encima de la llama azul y amarilla sobre la cual una sartén llena de champiñones salteados empezaba a carbonizarse. Lanzó otro grito esta vez tan estridente que me lastimó los oídos, y se llevó la mano ante los ojos, como si fuera incapaz de creer que le pertenecía.

Miré a mi derecha y vi junto a la puerta un pequeño hueco con productos de limpieza, como limpiacristales, detergente en polvo y limpiainodoros, una escoba con un recogedor encajado en la parte superior del mango como un sombrero y una fregona en un cubo de acero con escurridor.

Cuando Guy se acercó de nuevo a mí con el cuchillo en la mano que no se le estaba hinchando como un globo rojo, agarré el mango de la fregona, lo usé para hacer rodar el cubo y lo ataqué. Guy echó el torso hacia atrás, pero no se amilanó. En su rostro se pintaba una sonrisa peculiar, como espasmódica. Parecía un perro que por un instante hubiera olvidado cómo se gruñe. Se pasó el cuchillo ante el rostro en una serie de ademanes místicos. Los fluorescentes del techo arrancaban líquidos destellos a la hoja… en los puntos donde no tenía sangre incrustada, claro está. Guy no parecía sentir dolor alguno en la mano quemada ni en las piernas, a pesar de que acababan de caerle varios litros de agua hirviendo y tenía los pantalones del esmoquin salpicados de arroz.

—Capullo desgraciado —masculló sin dejar de hacer aquellos gestos con el cuchillo, como un cruzado que se dispusiera a entrar en batalla, si es que uno podía imaginarse a un cruzado con esmoquin manchado de arroz—. Te mataré como he matado a tu asqueroso perro ladrador.

—No tengo perro —dije—. No puedo tener perro. El contrato de alquiler lo prohibe.

Creo que fue lo único que le dije durante toda aquella pesadilla, aunque ni siquiera sé si llegué a decirlo en voz alta. Tal vez sólo lo pensé. A su espalda vi al chef pugnando por ponerse en pie, con una mano aferrada al picaporte del enorme frigorífico y la otra, a la bata ensangrentada y desgarrada a la altura de su voluminoso vientre en una amplia sonrisa rojiza. Hacía cuanto podía por mantener a raya sus entrañas, pero estaba perdiendo la batalla. Un tramo de intestino reluciente y violáceo ya le colgaba fuera, apoyado sobre el costado izquierdo como una macabra cadena de reloj.

Guy hizo otro amago con el cuchillo. Le repliqué con una finta de fregona, y retrocedió un paso. Acerqué el palo a mí y aferré la madera con ambas manos, listo para arrojarle el cubo con el pie si se movía. Me dolía la mano y notaba el sudor resbalándome por las mejillas como aceite hirviendo. Tras Guy, el cocinero había conseguido ponerse en pie. Muy despacio, como un inválido durante la primera fase de convalecencia tras una operación complicada, echó a andar por el pasillo hacia Gimpel, el tonto. Le deseaba suerte.

—Abre los cerrojos —ordené a Diane.

—¿Qué?

—Los cerrojos de la puerta. Ábrelos.

—No puedo moverme —gimió, llorando con tal fuerza que apenas la entendí—. Me estás aplastando.

Me aparté un poco de ella para dejarle espacio. Guy me enseñó los dientes, hizo otra finta con el cuchillo y siguió esbozando aquella sonrisita nerviosa cuando empujé el cubo hacia él.

—Letrina infestada de bichos —espetó en el tono que emplearía alguien para hablar de las posibilidades que tenían los Mets aquella temporada—. A ver si ahora pones la radio tan fuerte, letrina. Te hace cambiar de actitud, ¿eh? ¡Boing!

Agitó de nuevo el cuchillo, y de nuevo hice rodar el cubo hacia él. Sin embargo, observé que esa vez no retrocedía tanto; estaba haciendo acopio de valor. Tenía intención de atacar, y pronto. Sentía los pechos de Diane contra mi espalda cada vez que respiraba. Pese a que le había dejado sitio, no se había dado la vuelta para abrir los cerrojos. Estaba paralizada.

—Abre la puerta —le dije sin apenas abrir la boca, como los delincuentes de las películas—. Abre los putos cerrojos, Diane.

—No puedo —sollozó—. No tengo fuerza en las manos. Detenlo, Steven, no te quedes ahí hablando con él. Detenlo.

Diane me estaba volviendo loco, de verdad lo creía.

—Date la vuelta y descorre los malditos cerrojos, Diane, o me haré a un lado y dejaré que…

—¡Iiiiiiii! —chilló Guy al tiempo que se abalanzaba sobre mí cuchillo en ristre.

Lo golpeé con la fregona con toda la fuerza de que fui capaz y lo derribé. Guy lanzó un aullido y agitó el cuchillo en un arco bajo y desesperado. De estar solo un poco más cerca, me habría rebanado la punta de la nariz. Aterrizó en el suelo con las rodillas despatarradas y el rostro a escasos centímetros del escurridor del cubo. ¡Perfecto! Le di con la fregona en la nuca. Las tiras se desparramaron sobre los hombros de su chaqueta negra como una peluca de bruja. Su cara chocó contra el escurridor. Me incliné hacia delante, así el mango con la mano libre y apreté. Guy profirió un grito de dolor amortiguado por las tiras de la fregona.

—¡ABRE LOS CERROJOS! —chillé a Diane—. ¡ABRE LOS CERROJOS, MALDITA ZORRA INÚTIL…!

¡Bum! Algo duro y puntiagudo se me clavó en las nalgas. Caí hacia delante con un grito más de sorpresa que de dolor, creo, aunque lo cierto es que me dolía. Apoyé una rodilla en el suelo y solté sin querer la fregona. Guy se liberó de la peluca de la fregona con la respiración tan jadeante que parecía ladrar. Sin embargo, mi intento de inmovilizarlo no había surtido demasiado efecto, pues volvió a atacarme con el cuchillo en cuanto pudo apartarse del cubo. Intenté esquivar la cuchillada y percibí una ráfaga de aire cuando la hoja cortó el aire a pocos milímetros de mi mejilla.

No fue hasta que me levanté con dificultad que comprendí lo que Diane había hecho. La miré brevemente de reojo. Ella me devolvió la mirada con expresión desafiante y la espalda pegada a la puerta. De repente se me ocurrió una idea demencial: Diane quería verme muerto. Quizá incluso lo había planeado todo. Había encontrado un maître chiflado y…

—¡Cuidado! —gritó de repente con los ojos muy abiertos.

Me volví justo a tiempo para ver que Guy volvía a la carga. Tenía ambos lados de la cara muy rojos, salvo por los manchurrones blancos causados por los agujeros del escurridor. Volví a atacarlo con la fregona, resuelto a alcanzarlo en el cuello, pero le di en el pecho. Eso detuvo su avance, incluso lo obligó a retroceder un poco. Lo que sucedió entonces fue pura suerte. Guy resbaló en el agua derramada del cubo volcado y se desplomó, golpeándose la cabeza contra las baldosas. Sin pensar y apenas consciente de que estaba gritando, cogí la sartén llena de champiñones del fogón y le di con ella en toda la cara. Se oyó un ruido amortiguado, seguido de un espeluznante pero por fortuna breve siseo al quemarse la piel de sus mejillas y su frente.

Me volví, empujé a Diane a un lado y descorrí los cerrojos que aseguraban la puerta. Al abrir la puerta, la luz del sol me golpeó como un martillo, al igual que la fragancia del aire. No recuerdo ninguna otra ocasión en que el aire oliera tan bien, ni siquiera cuando era niño y empezaban las vacaciones de verano.

Agarré a Diane por el brazo y la arrastré al estrecho callejón atestado de contenedores cerrados con candado. En el extremo más alejado de aquella ranura entre el cemento, cual visión celestial, se abría la calle Cincuenta y tres, surcada por el tráfico indiferente. Miré de reojo a la puerta abierta de la cocina. Guy yacía de espaldas con la cabeza rodeada de champiñones carbonizados, como si de una diadema existencial se tratara. La sartén había resbalado a un lado, dejando al descubierto un rostro tumefacto, enrojecido y salpicado de ampollas. Tenía un ojo abierto, pero clavado, sin ver, en los fluorescentes del techo. Tras él, la cocina aparecía desierta. Vi un charco de sangre en el suelo y huellas sangrientas de manos sobre el esmaltado blanco de la cámara frigorífica, pero tanto el chef como Gimpel, el tonto, habían desaparecido.

Cerré la puerta de golpe y señalé callejón abajo.

—Vamos.

Ella no se movió, sino que se limitó a mirarme.

Le di un leve empujoncito en el hombro izquierdo.

—¡Venga!

Diane levantó la mano como un guardia de tráfico, meneó la cabeza y me señaló con el dedo.

—No te atrevas a tocarme.

—¿Qué vas a hacer? ¿Chivarte a tu abogado? Me parece que está muerto, cariño.

—No te atrevas a hablarme en ese tono. Y no me toques, Steven, te lo advierto.

En aquel momento, la puerta de la cocina se abrió. Sin pensar siquiera en lo que hacía, la cerré. Oí un grito amortiguado, no sé si de dolor o de furia, ni me importa, justo antes de que se cerrara. Apoyé la espalda contra ella.

—¿Quieres hablar de ello aquí? Por lo visto, ese tipo sigue vivito y coleando.

Guy volvió a golpear la puerta. Dejé que se abriera un poco y la cerré de nuevo con todas mis fuerzas. Esperé a que volviera a intentarlo de nuevo, pero no fue así.

Diane me lanzó una larga mirada entre furiosa e insegura antes de echar a andar por el callejón con la cabeza gacha y el cabello colgándole a ambos lados del cuello. Me quedé con la espalda apretada contra la puerta hasta que Diane hubo recorrido tres cuartas partes del trayecto a la calle y entonces me aparté, mirándola con cautela. No salió nadie, pero decidí que eso no contribuía en absoluto a mi tranquilidad de espíritu, así que arrastré uno de los contenedores hasta ella para bloquearla y eché a correr en pos de Diane.

Cuando llegué a la boca del callejón, ella ya no estaba. Miré hacia la derecha, en dirección a Madison, pero no la vi. Miré hacia la izquierda, y ahí estaba, cruzando muy despacio la Cincuenta y tres en diagonal, aún cabizbaja y con el cabello lacio como dos cortinas a ambos lados de la cara. Nadie le prestaba atención, pues los mirones apostados ante el café Gotham contemplaban el interior del restaurante a través del escaparate como si estuvieran ante el tanque de los tiburones en el acuario de Nueva Inglaterra a la hora de comer. Se acercaban sirenas, muchas sirenas.

Crucé la calle, alargué la mano para asirla del hombro y en el último momento desistí. En lugar de ello la llamé por su nombre.

Diane se volvió con la mirada empañada por el horror. La parte delantera de su vestido se había convertido en una especie de babero sangriento. Apestaba a sangre y adrenalina.

—Déjame en paz —espetó—. No quiero volver a verte jamás, Steven.

—Me has dado una patada en el culo, Diane —constaté—. Me has dado una patada en el culo y has estado a punto de conseguir que nos mataran a los dos.

—Llevo catorce meses con ganas de darte una patada en el culo —replicó—. Cuando se trata de cumplir nuestros sueños, no siempre podemos elegir el momento…

Le propiné un bofetón sin pensar en lo que hacía, y pocas cosas me han proporcionado tanto placer en toda mi vida adulta. Me avergüenza decirlo, pero he llegado demasiado lejos para empezar a mentir ahora, aunque sea por omisión.

La cabeza de Diane osciló hacia atrás. Abrió los ojos aún más, y la expresión opaca y traumatizada se disipó.

—¡Maldito cabrón! —gritó al tiempo que se llevaba la mano a la mejilla y con los ojos inundados de lágrimas—. ¡Cabrón de mierda!

—Te he salvado la vida —le recordé—. ¿Es que no te das cuenta? ¿Es que no te enteras? Te he salvado la vida, joder.

—Hijo de puta —susurró—. Hijo de puta manipulador, prepotente, mezquino, hipócrita y egoísta. Te odio.

—¿Ni siquiera me has oído? De no ser por este hijo de puta mezquino e hipócrita, en estos momentos estarías muerta.

—De no ser por ti, ni siquiera habría venido —replicó Diane cuando los tres primeros coches patrulla llegaron aullando por la Cincuenta y tres y se detuvieron ante el café Gotham, escupiendo policías como payasos en un circo—. Si vuelves a tocarme, te arranco los ojos, Steve. Mantente alejado de mí.

Tuve que encajar las manos bajo las axilas, porque querían matarla, rodearle el cuello y estrangularla.

Diane se alejó siete u ocho pasos antes de volverse de nuevo hacia mí. Estaba sonriendo. Era una sonrisa horrible, peor que cualquiera de las expresiones que había visto en el rostro de Guy, el camarero diabólico.

—Tuve amantes —explicó con aquella sonrisa espeluznante.

Comprendí que mentía; se le notaba en la cara, pero eso no mitigó mi dolor. Deseaba que fuera cierto, y eso también se le notaba en la cara.

—Tres en el último año. Tú eras un desastre, así que me busqué hombres que no lo fueran.

Dicho aquello giró sobre sus talones y se alejó calle abajo como una mujer de sesenta y cinco años en lugar de los veintisiete que tenía. La seguí con la mirada. Justo antes de que llegara a la esquina, le grité de nuevo lo único que no podía quitarme de la cabeza, la frase que se me había atascado en la garganta como un hueso de pollo.

—¡Te he salvado la vida! ¡Te he salvado la vida, joder!

Diane se detuvo en la esquina y me miró con la misma sonrisa.

—No es verdad.

Y entonces dobló la esquina. No la he visto desde entonces, aunque supongo que la veré. Nos veremos en el juicio, como suele decirse.

En la siguiente manzana encontré una tienda y me compré un paquete de Marlboro. Cuando volví a la esquina de Madison con la Cincuenta y tres, vi que esta última estaba bloqueada con esos pilones azules que la policía usa para acordonar escenarios de delitos y trayectos de desfiles. Pese a ello, veía el restaurante sin problema. Me senté en el bordillo, encendí un cigarrillo y me puse a observar los acontecimientos. Llegaron media docena de vehículos de rescate en medio de una cacofonía de sirenas, podría decirse. El chef fue a parar a una de las ambulancias, inconsciente pero por lo visto aún con vida. Su breve aparición ante los fans de la Cincuenta y tres fue seguida de una bolsa para cadáveres sobre una camilla. Humboldt. A continuación salió a escena Guy, atado a otra camilla y mirando en todas direcciones con expresión enloquecida mientras lo metían en una ambulancia. Me dio la impresión de que por un instante nuestras miradas se encontraban, pero probablemente fueron imaginaciones mías.

Cuando la ambulancia de Guy se alejó, abriéndose paso por un hueco en la barricada de pilones que le facilitaron dos agentes uniformados, arrojé el cigarrillo a una alcantarilla. No había sobrevivido a aquel día para empezar a matarme de nuevo con el tabaco, decidí.

Seguí con la mirada la ambulancia que se alejaba e intenté imaginar al hombre que la ocupaba viviendo dondequiera que vivieran los maîtres, en Queens, Brooklyn, quizá incluso Rye o Mamaroneck. Intenté imaginar qué aspecto tendría el comedor de su casa, qué cuadros tendría colgados en las paredes. No lo conseguí, pero en cambio sí logré imaginar el aspecto de su dormitorio, aunque no si lo compartía con una mujer o no. Lo veía tendido en la cama, despierto, pero inmóvil, con la vista clavada en el techo a altas horas de la madrugada, la luna suspendida en el firmamento negro como el ojo entrecerrado de un cadáver; lo imaginaba allí tumbado, escuchando los ladridos incesantes del perro del vecino, el ruido monótono que seguía y seguía hasta convertirse en un clavo de plata que le martilleaba el cerebro. Lo imaginaba tumbado cerca de un armario repleto de esmóquines envueltos en fundas de plástico de la tintorería. Los veía ahí colgados como delincuentes ajusticiados. Me pregunté si tendría esposa. En tal caso, ¿la habría matado antes de ir a trabajar? Pensé en la mancha de su camisa y llegué a la conclusión de que era posible. También pensé en el perro del vecino, el que nunca callaba. Y en la familia del vecino.

Pero sobre todo pensé en Guy, allí tumbado, insomne noche tras noche al igual que yo, oyendo al perro del vecino de al lado o de enfrente como yo había oído el aullido de las sirenas y el rugido de los camiones dirigiéndose hacia el centro. Pensé en él allí tumbado, contemplando las sombras que la luna proyectaba en el techo. Pensé en aquel grito, ¡Iiiiii!, acumulándose en su cabeza como gas en una habitación cerrada.

—Iiiiiii —dije… para comprobar cómo sonaba.

Tiré el paquete de Marlboro a la alcantarilla y empecé a pisotearlo metódicamente sin levantarme del bordillo.

—Iiiiii. Iiiiii. Iiiiii.

Uno de los policías apostados junto a los pilones me miró.

—Eh, amigo, ¿por qué no deja de tocar las narices? —sugirió—. Aquí ha pasado algo gordo.

«Por supuesto que sí», pensé.

Pero no dije nada. Dejé de pisotear el paquete, que por entonces ya había muerto, y también de emitir aquel sonido. Sin embargo, aún lo oía en mi cabeza, claro que sí. Tiene todo el sentido del mundo.

Iiiiii.

Iiiiii.

Iiiiii.