Richard Kinnell no se asustó al ver por primera vez el cuadro en la venta particular de objetos usados con que se topó en Rosewood.
Quedó fascinado y se sintió afortunado por haber encontrado algo potencialmente tan especial, pero no tuvo miedo. No. Hasta mucho más tarde («hasta que ya era demasiado tarde», como habría escrito en una de sus vertiginosamente populares novelas) no se dio cuenta de que se había sentido igual que con las drogas ilegales cuando era joven.
Había ido a Boston para intervenir en una conferencia organizada por la sección de Nueva Inglaterra del PEN, la asociación de escritores profesionales, bajo el título «La amenaza de la fama». Al PEN siempre se le ocurrían temas así, había descubierto Kinnell; de hecho, resultaba reconfortante. Decidió recorrer los cuatrocientos kilómetros desde Derry en coche y no en avión porque se había quedado atascado en la trama de su última novela y quería un poco de tiempo para pensar con tranquilidad.
En la conferencia participó en una mesa donde personas que se suponían inteligentes le preguntaron de dónde sacaba las ideas y si alguna vez se asustaba de sí mismo. Salió de la ciudad por el puente Tobin y luego enfiló la carretera 1. Nunca tomaba la autopista cuando intentaba resolver algún problema, porque la autopista lo sumía en un estado parecido a un sueño en vigilia y desprovisto de sueños. Acababa descansado, pero no muy creativo. En cambio, el tráfico constante de la carretera costera era como arena en el interior de una ostra; producía una cantidad considerable de actividad… y a veces incluso una perla.
Claro que sus detractores no emplearían esa palabra. En un número de Esquive del año anterior, Bradley Simons había empezado su crítica de Ciudad de pesadilla con las siguientes palabras: «Richard Kinnell, que escribe tal como Jeffrey Dahmer cocina, ha sufrido un nuevo acceso de vómito de proyectiles y titulado la masa expulsada Ciudad de pesadilla».
La carretera 1 pasaba por Revere, Malden y Everett para luego ascender por la costa hasta Newburyport. Más allá de Newburyport, al sur de la frontera entre Massachusetts y New Hampshire, se encontraba el bonito y pulcro pueblo de Rosewood. A kilómetro y medio del centro, Richard Kinnell vio gran cantidad de objetos de aspecto barato expuestos sobre el césped de una casa estilo Cape Cod. Contra una cocina eléctrica de color aguacate se apoyaba un rótulo que decía VENTA DE OBJETOS USADOS. Había coches aparcados a ambos lados de la calle, provocando uno de esos embudos que los conductores no afectados por la mística de las ventas particulares maldicen con malas palabras. A Kinnell le gustaban aquellos mercadillos, sobre todo las cajas de libros viejos que a veces se encontraban en ellos. Atravesó el embudo, aparcó el Audi a la cabeza de la fila de coches en dirección a Maine y New Hampshire, y regresó a pie.
Alrededor de una docena de personas paseaban por el atestado jardín de la casa Cape Cod pintada de azul y gris. A la izquierda del sendero de cemento se veía un enorme televisor con las patas plantadas sobre cuatro ceniceros de cartón que no protegían en absoluto el césped. Sobre ella había un rótulo que decía: HAGA UNA OFERTA. QUIZÁ SE LLEVE UNA SORPRESA. Un Cable eléctrico, alargado por una extensión, surgía de la parte posterior del televisor y entraba por la puerta principal abierta. Ante ella había una mujer gorda sentada en una silla de jardín y resguardada del sol por una sombrilla con la palabra «Cinzano» impresa en los coloridos faldones. Junto a ella, una mesa de cartas con una caja de puros, una pila de papel y otro rótulo escrito a mano, TODAS LAS VENTAS EN EFECTIVO Y DEFINITIVAS. El televisor estaba encendido y sintonizado en un culebrón de tarde donde dos jóvenes muy bien parecidos parecían a punto de enzarzarse en un acto de sexo extremadamente inseguro. La mujer gorda miró un momento a Kinnell y volvió a concentrarse en la pantalla. Permaneció en esa posición unos instantes y luego lo miró de nuevo a él, esta vez con la boca entreabierta.
«Ajá», se dijo Kinnell mientras buscaba con la mirada la caja de licor llena de libros de bolsillo que sin duda estaba por alguna parte. «Una fan.»
No vio libros de bolsillo por ningún lado, pero sí el cuadro, que estaba apoyado contra una tabla de planchar e inmovilizado por dos cestas de plástico para la colada. Kinnell se quedó sin aliento; quería ese cuadro.
Se dirigió hacia él con una indolencia que se le antojó exagerada y apoyó una rodilla en el suelo al llegar ante él. Era una acuarela ejecutada con excelente técnica. A Kinnell le importaba un comino ese detalle, la técnica le traía sin cuidado, hecho que sus detractores no vacilaban en señalar. Lo que le interesaba en las obras de arte era el contenido, y cuanto más inquietante mejor, cualidad que no le faltaba a aquel cuadro. Se arrodilló entre las dos cestas, repletas de pequeños electrodomésticos, y deslizó los dedos por el cristal que protegía la pintura. Miró a su alrededor en busca de otros parecidos, pero no vio ninguno, solo la habitual colección de muñecas, manos entrelazadas en oración y perros jugando a cartas.
Volvió a concentrarse en la acuarela enmarcada y mentalmente ya estaba desplazando la maleta al asiento trasero del Audi para que el cuadro cupiera sin estrecheces en el maletero.
Mostraba a un joven sentado al volante de un coche muy potente, un Grand Am, tal vez un GTX, un modelo con techo Targa, en cualquier caso, atravesando el puente Tobin a la puesta de sol. El techo Targa estaba desmontado, convirtiendo el coche negro en un aspirante a descapotable. El joven tenía el brazo izquierdo apoyado sobre la portezuela y la muñeca derecha echada con indiferencia sobre el volante. A su espalda, el cielo era una masa de color morado con trazos amarillos, grises y rosados. El joven tenía una mata de cabello rubio lacio que le caía sobre la frente estrecha. Sonreía, y entre sus labios no asomaban dientes, sino colmillos.
«O puede que los lleve afilados», pensó Kinnell. «Puede que represente un caníbal.»
Esa idea le gustó; le gustaba la idea de un caníbal cruzando el puente Tobin a la puesta de sol. En un Grand Am. Sabía lo que habría pensado casi todo el público en la mesa redonda del PEN. Claro, un cuadro genial para Richard Kinnell; probablemente lo quiere para inspirarse, una pluma para hacerle cosquillas en la garganta oxidada y así provocar otro ataque de vómito de proyectiles. Pero casi todas aquellas personas eran ignorantes, al menos en lo que a su trabajo se refería, y además, tenían en alta estima su ignorancia, la mimaban como algunas personas valoraban y mimaban inexplicablemente a esos perros estúpidos y mezquinos que ladraban a las visitas y a veces mordían al repartidor de periódicos en el tobillo. No le atraía el cuadro porque escribía novelas de terror, sino que escribía novelas de terror porque le atraían cosas como aquel cuadro. Sus admiradores le enviaban cosas, en su mayoría fotos, y él las tiraba casi todas, pero no porque fueran malas, sino porque eran tediosas y previsibles. Una fan de Omaha le había enviado una pequeña escultura de cerámica que representaba una cabeza de mono gritando con expresión horrorizada asomado a la puerta de una nevera, y esa sí la guardó. Era tosca, pero mostraba una yuxtaposición inesperada que le tocó la fibra. El cuadro que tenía delante poseía la misma cualidad, pero mejor aún. Mucho mejor.
Mientras alargaba la mano hacia él, deseoso de hacerse con la pintura de inmediato, ponérsela debajo del brazo y declarar sus intenciones, una voz habló a su espalda.
—¿No es usted Richard Kinnell?
Kinnell dio un respingo y se volvió. La mujer gorda estaba justo detrás de él, obstaculizando la mayor parte del paisaje. Se había repasado los labios antes de acercarse, de modo que su boca se había convertido en una sonrisa ensangrentada.
—Sí —asintió, devolviéndole la sonrisa.
La mujer bajó la mirada hacia el cuadro.
—Debería haber sabido que se fijaría enseguida en esto —comentó con expresión bobalicona—. Es tan propio de usted…
—Sí, ¿verdad? —corroboró él con su mejor sonrisa de celebridad—. ¿Cuánto quiere por él?
—Cuarenta y cinco dólares —repuso la mujer—. Voy a serle sincera. Empecé pidiendo setenta, pero a nadie le gusta, así que lo he rebajado. Si vuelve mañana, probablemente se lo dejaré por treinta.
La expresión bobalicona había adquirido proporciones aterradoras. Kinnell advirtió mendrugos grisáceos de saliva reseca en las comisuras de la boca abierta.
—Prefiero no arriesgarme —señaló—. Le extenderé un cheque ahora mismo.
La sonrisa bobalicona se ensanchó aún más, confiriendo a la mujer el aspecto grotesco de los personajes de John Waters. Divine haciendo de Shirley Temple.
—La verdad es que no acepto talones, pero bueno… —accedió con el tono de una adolescente que por fin hubiera consentido en acostarse con su novio—. Y ya que saca el boli, ¿le importaría firmarme un autógrafo para mi hija? Se llama Robin.
—Qué nombre tan bonito —comentó Kinnell de forma automática.
Cogió el cuadro y siguió a la mujer gorda hasta la mesa. En el televisor, los lujuriosos jóvenes habían dado paso por un rato a una anciana que engullía copos de trigo integral.
—Robin lee todos sus libros —aseguró la mujer gorda—. ¿Se puede saber de dónde saca todas esas ideas tan raras?
—No sé —contestó Kinnell con una sonrisa aún más radiante—. Se me ocurren sin más. ¿No le parece increíble?
La encargada de la venta se llamaba Judy Diment y vivía en la casa contigua. Cuando Kinnell le preguntó si sabía quién era el artista, la mujer dijo que sí, que era Bobby Hastings, que Bobby Hastings era la razón por la que estaba vendiendo las cosas de los Hastings.
—Es el único cuadro que no se quemó —explicó—. Pobre Iris, a ella sí que la compadezco. No creo que a George le importara demasiado. Y me consta que no entiende por qué Iris quiere vender la casa.
En el centro de su rostro grande y sudoroso, compuso una mirada con expresión de «ya me entiende». Luego cogió el cheque que Kinnell acababa de arrancar del talonario y le alargó el cuaderno donde había anotado todos los artículos que había vendido y los precios que había cobrado por ellos.
—¿Puede dedicárselo a Robin, porfa, porfa, porfa? —canturreó la mujer.
La sonrisa bobalicona reapareció, como un conocido al que desearías ver muerto.
—Vale —accedió Kinnell antes de escribir su dedicatoria estándar.
A decir verdad, después de veinticinco años escribiendo autógrafos, ya no necesitaba mirar lo que escribía ni pensar en ello siquiera.
—Hábleme del cuadro y de los Hastings.
Judy Diment entrelazó las rollizas manos con el ademán de una mujer a punto de narrar su historia predilecta.
—Bobby solo tenía veintitrés años cuando se suicidó la primavera pasada. ¿Se lo imagina? Era el clásico genio atormentado, ya sabe, pero aún vivía con sus padres —explicó con un bufido, como si preguntara a Kinnell si podía concebir semejante barbaridad—. Debía de tener setenta u ochenta cuadros además de todos los cuadernos. Los guardaba en el sótano.
Señaló con la barbilla la casa estilo Cape Cod y luego miró el cuadro del diabólico joven cruzando el puente Tobin al atardecer.
—Iris, o sea la madre de Bobby, decía que casi todos eran horribles, mucho peores que este.
En aquel momento, Judy Diment bajó la voz mientras miraba a una mujer que examinaba la dispar cubertería de los Hastings y una colección considerable de viejos vasos de McDonald’s conmemorativos de la película Cariño, he encogido a los niños.
—Casi todos ellos tenían motivos sexuales.
—Oh, no.
—Los peores los pintó después de meterse en las drogas —prosiguió Judy Diment—. Cuando murió… se ahorcó en el sótano, donde pintaba… Bueno, pues cuando murió encontraron más de cien de esos frasquitos en los que venden crack. ¿No le parecen terribles las drogas, señor Kinnell?
—Desde luego.
—En fin, que me parece que al final ya no pudo más. Sacó todos los dibujos y los cuadros al jardín trasero, salvo ese, supongo, los quemó y luego se ahorcó en el sótano. Llevaba una nota prendida a la camiseta que decía: «No puedo soportar lo que me está pasando». ¿No le parece terrible, señor Kinnell? ¿No le parece la cosa más espantosa que ha oído en su vida?
—Sí —asintió Kinnell con sinceridad—, me parece que sí.
—Como le he dicho, creo que George seguiría viviendo en la casa de haberse salido con la suya —comentó Judy Diment.
Cogió el papel en el que Kinnell había firmado el autógrafo para Robin, lo colocó junto al cheque y sacudió la cabeza como si el parecido entre ambas firmas la asombrara.
—Pero los hombres son diferentes.
—¿Ah, sí?
—Sí, mucho menos sensibles. Al final de su vida, Bobby Hastings no era más que un saco de huesos, siempre iba sucio, olía mal y llevaba la misma camiseta de los Led Zeppelin todos los días. Tenía los ojos rojos, pelillos en las mejillas que no llegaban a la categoría de barba, y le estaban volviendo a salir granos, como cuando era adolescente. Pero ella lo quería, porque el amor de madre pasa por alto esas cosas.
La mujer que había examinado los cubiertos y los vasos se acercó con un juego de manteles individuales de La Guerra de las Galaxias. La señora Diment le cobró cinco dólares por ellos, anotó meticulosamente la venta en el cuaderno bajo UNA DOCENA DE SOPORTES DE MACETAS Y ESTERILLAS ELÉCTRICAS y se volvió de nuevo hacia Kinnell.
—Se fueron a Arizona —continuó— y se instalaron con los padres de Iris. Sé que George busca trabajo en Flagstaff, pero no sé si ha encontrado algo. Si ha conseguido trabajo, imagino que no volveremos a verlos por Rosewood. Iris marcó todo lo que quería vender y me dijo que me quedara con el veinte por ciento por las molestias. Le enviaré un talón por el resto; no será mucho —concluyó con un suspiro.
—El cuadro es genial —aseguró Kinnell.
—Sí, lástima que quemara el resto, porque casi todo lo demás que hay aquí son trastos viejos típicos de estas ventas, ya me entiende. ¿Qué es eso?
Kinnell había dado la vuelta al cuadro. En el dorso había pegada una tira de Dymo.
—Un título, creo.
—¿Qué dice?
Kinnell asió el cuadro por los bordes y lo sostuvo en alto para que la mujer pudiera leerlo. De ese modo tenía la pintura a la altura de los ojos, así que aprovechó para examinarla detenidamente, fascinado de nuevo por la ingenuidad y el misterio del tema. Chaval al volante de un coche potente, chaval con una sonrisa astuta y desagradable que dejaba al descubierto las puntas afiladas de unos dientes aún más desagradables.
«Encaja —pensó—. Es el título más apropiado que he visto jamás para un cuadro.»
—«El virus de la carretera viaja hacia el norte» —leyó la mujer—. No me fijé cuando mis chicos sacaron los trastos. ¿Cree que es el título?
—Tiene que serlo —afirmó Kinnell, incapaz de apartar la mirada de la sonrisa del muchacho rubio.
Sé algo, decía aquella sonrisa. Sé algo que tú nunca sabrás.
—Bueno, es evidente que la persona que lo pintó iba drogada —comentó la mujer, sinceramente trastornada, en opinión de Kinnell—. No me extraña que fuera capaz de suicidarse y romperle el corazón a su madre.
—Yo también debo viajar hacia el norte —anunció Kinnell al tiempo que se ponía el cuadro bajo el brazo—. Gracias por…
—Señor Kinnell…
—¿Sí?
—¿Me enseña su carnet? —pidió sin, por lo visto, hallar nada irónico ni gracioso siquiera en su pregunta—. Tengo que anotar el número en el dorso del talón.
Kinnell dejó el cuadro para así poder sacar la cartera.
—Por supuesto.
La mujer que había comprado los manteles individuales de la Guerra de las Galaxias se había detenido de camino a su coche para mirar el culebrón que daban en el televisor instalado en el jardín. En ese momento se fijó en el cuadro, que Kinnell se había apoyado contra las piernas.
—Agg —masculló—. ¿Quién iba a querer comprar una cosa tan fea como esa? Me pondría a pensar en él cada vez que apagara las luces.
—¿Y qué hay de malo en ello? —replicó Kinnell.
Trudy, la tía de Kinnell, vivía en Wells, a unos nueve kilómetros al norte de la frontera entre Maine y New Hampshire. Kinnell salió por la salida que rodeaba la torre de agua color verde brillante de Wells, esa que lucía la humorística frase de CONSERVEMOS MAINE VERDE CON MUCHOS BILLETES escrita con letras de metro veinte de altura, y al cabo de cinco minutos entraba en el sendero de su pulcra casita. Allí no había ningún televisor hundiéndose en la hierba sobre ceniceros de cartón, solo los afables lechos de flores de la tía Trudy. Kinnell tenía que orinar y no había querido parar en un área de descanso pudiendo ir a casa de su tía, además de que así se pondría al día de los chismes familiares. Tía Trudy era una autoridad en el tema, la reina del chismorreo. Y por supuesto, también quería mostrarle su nueva adquisición.
Tía Trudy salió a su encuentro, lo abrazó y le llenó el rostro con sus proverbiales besitos de pájaro, que siempre lo hacían estremecer de pequeño.
—¿Quieres ver una cosa? Se te van a caer las bragas cuando lo veas —aseguró Kinnell.
—Qué imagen tan cautivadora —espetó tía Trudy, cruzando los brazos.
Kinnell abrió el maletero y sacó el cuadro. La tía Trudy quedó afectada, desde luego, pero no como él había esperado. Se puso blanca como el papel; Kinnell no había visto nada igual en toda su vida.
—Es horrible —masculló la mujer con voz tensa y controlada—. Absolutamente espeluznante. Me parece que sé por qué te atrae, Richie, pero tú te lo tomas a broma y a mí no me hace ninguna gracia. Guárdalo otra vez en el maletero, como un buen chico, y te recomiendo que cuando llegues al río Saco, te pares en el arcén y lo tires al agua.
Kinnell se la quedó mirando boquiabierto. Tía Trudy tenía los labios apretados para que no le temblaran, y ahora sus manos largas y finas se aferraban a los codos como si pretendiera evitar que salieran volando. En aquel momento no aparentaba los sesenta y un años que tenía, sino más bien noventa y uno.
—¿Tía…? —empezó Kinnell, vacilante, sin saber lo que ocurría—. ¿Qué pasa, tía?
—Eso —exclamó ella, soltándose el codo izquierdo para señalar el cuadro con la mano derecha—. Me sorprende que no lo sientas, con la imaginación que tienes.
Bueno, sentía algo, evidentemente, porque de lo contrario no habría sacado el talonario. Pero la tía Trudy percibía algo distinto… o algo más. Dio la vuelta al cuadro (lo había sostenido en alto para que ella lo viera, de modo que el título escrito en Dymo estaba de cara a él) y lo examinó de nuevo. Lo que vio le golpeó el pecho y el vientre como un puñetazo.
En primer lugar, el cuadro había cambiado. No mucho, pero sí de forma clara. La sonrisa del joven rubio era más ancha y mostraba más de aquellos afilados dientes de caníbal. Asimismo, tenía los ojos más entornados, lo que confería a su rostro una expresión más astuta y desagradable si cabe.
La amplitud de una sonrisa… la visión de más dientes afilados… la inclinación de unos ojos entrecerrados… Todo ello era muy subjetivo. Uno podía equivocarse al respecto, y por supuesto, no había examinado el cuadro con detenimiento antes de comprarlo. Además, el parloteo incesante de la señora Diment, sin duda capaz de hacerle estallar la cabeza a cualquiera, lo había distraído.
Pero había otro detalle nada subjetivo. En la oscuridad del maletero del Audi, el joven rubio había vuelto el brazo izquierdo, el que tenía apoyado sobre la portezuela, de modo que ahora se veía un tatuaje antes oculto. Era una daga ensangrentada envuelta en una enredadera. Bajo ella había algo escrito. Kinnell distinguió las palabras MUERTE ANTES, y suponía que no hacía falta ser un escritor de superventas para adivinar las otras dos palabras escondidas. A fin de cuentas, MUERTE ANTES QUE DESHONRA era la clase de frase que un viajero maléfico como aquel llevaría tatuada en el brazo. «Y un as de picas en el otro brazo», pensó.
—Te parece espantoso, ¿verdad, tía?
—Sí —asintió ella.
Y entonces Kinnell vio algo que lo dejó aún más atónito; tía Trudy le había dado la espalda y fingía mirar la calle, soñolienta y desierta a la luz abrasadora de la tarde, para no tener que ver el cuadro.
—De hecho, tu tía lo aborrece —enfatizó—. Y ahora guárdalo y entra en casa. Apuesto a que tienes que ir al baño.
La tía Trudy recobró su savoir-faire en cuanto la acuarela quedó encerrada de nuevo en el maletero. Hablaron de la madre de Kinnell (Pasadena), de su hermana (Baton Rouge) y de su ex mujer (Nashua). Sally era una lunática que dirigía una protectora de animales en una caravana de doble anchura y publicaba dos panfletos cada mes. Supervivientes estaba repleto de información astral e historias supuestamente verídicas del mundo de los espíritus; Visitantes contenía los relatos de personas que habían entrado en contacto con extraterrestres. Kinnell ya no asistía a conferencias de fans especializadas en literatura fantástica y de terror. Con una Sally en la vida le bastaba.
Cuando tía Trudy lo acompañó de vuelta al coche, eran las cuatro y media, y Kinnell había declinado la obligatoria invitación a cenar.
—Si me marcho ahora llegaré casi hasta Derry antes de que anochezca.
—De acuerdo, y siento mi actitud respecto al cuadro. Por supuesto que me gusta, siempre me han gustado tus… excentricidades. Es que al verlo me he dado un susto, eso es todo. Esa cara tan horrible… —suspiró con un estremecimiento—. Como si lo miráramos y él nos mirara a nosotros.
Kinnell sonrió y la besó en la punta de la nariz.
—Tú tampoco andas corta de imaginación, querida.
—Claro, me viene de familia. ¿Estás seguro de que no quieres ir otra vez al baño antes de marcharte?
—No, gracias. Además, no es por eso por lo que paso a verte.
—¿Ah, no? ¿Por qué, entonces?
—Porque siempre sabes quién se está portando bien y quién se está portando mal. Y no temes revelar lo que sabes —señaló él con una sonrisa.
—Venga, márchate de una vez —lo instó ella, dándole un empujoncito, pero a todas luces complacida—. Yo de ti me daría prisa en llegar a casa. No me haría ninguna gracia viajar con ese tipo de noche, aun cuando vaya en el maletero. ¿Tú le has visto los dientes? Agg.
Kinnell decidió cambiar paisaje por velocidad, de modo que tomó la autopista y al llegar al área de servicio de Gray decidió echar otro vistazo al cuadro. Parte de la inquietud de su tía se le había contagiado como un germen, pero no creía que ese fuera el problema. El problema era la impresión de que el cuadro había cambiado.
El área de servicio ofrecía la habitual variedad de manjares para sibaritas, como hamburguesas y helados, así como una pequeña y sucia zona de pícnic con recinto para pasear al perro en la parte trasera. Kinnell aparcó junto a una furgoneta con matrícula de Missouri y respiró hondo. Había ido a Boston en coche para deshacer algunos nudos en la trama de su nuevo libro, lo cual resultaba irónico. Había pasado el trayecto de ida intentando decidir lo que diría en la mesa redonda si le formulaban preguntas capciosas; cuando averiguaban que no sabía de dónde sacaba las ideas y que sí, a veces llegaba a asustarse a sí mismo, solo les interesaba saber cómo conseguir agente.
Y ahora, en el trayecto de regreso, solo podía pensar en el maldito cuadro.
¿De verdad había cambiado? En tal caso, si el brazo del joven rubio se había girado lo suficiente para que él, Kinnell, alcanzara a leer parte de un tatuaje antes oculto, entonces podía escribir una columna para una de las revistas de Sally. Qué coño, una serie de cuatro capítulos. Si, por otra parte, no había cambiado, entonces… ¿qué? ¿Sufría alucinaciones? ¿Se estaba desmoronando por momentos? Chorradas. Su vida estaba en orden, y se sentía bien. Al menos se había sentido bien hasta que la fascinación que le producía el cuadro había empezado a trocarse en otra cosa… algo más tenebroso.
—Qué cojones, seguro que lo has visto mal la primera vez —exclamó en voz alta al bajar del coche.
Tal vez. Tal vez. No sería la primera vez que su mente le jugaba una mala pasada. Eso también formaba parte de su trabajo. A veces su imaginación se… bueno, se…
—Descontrola un poco —terminó Kinnell la idea en voz alta.
Abrió el maletero, sacó el cuadro, lo miró, y fue durante esos diez segundos durante los que lo contempló sin acordarse de respirar que empezó a tenerle verdadero miedo, un miedo como el que sientes cuando ves un insecto que sin duda te picará si lo provocas.
El conductor rubio sonreía ahora como un loco… le sonreía a él, Kinnell estaba seguro de ello, y los dientes afilados de caníbal se veían hasta las encías. En sus ojos se pintaba una expresión furiosa y risueña a la vez. Además, el puente Tobin había desaparecido, al igual que la silueta de los rascacielos de Boston y la puesta de sol. En el cuadro reinaba una oscuridad casi total, y el coche y su enloquecido ocupante estaban bañados por una única farola que proyectaba un fulgor mortecino sobre la calle y los cromados del vehículo. Kinnell tenía la impresión de que el coche (estaba casi seguro de que era un Grand Am) se encontraba a las afueras de un pueblo en la carretera 1, y estaba convencido de saber de qué pueblo se trataba, porque él mismo había pasado por allí pocas horas antes.
—Rosewood —murmuró—. Es Rosewood, estoy seguro.
El virus de la carretera viajaba hacia el norte, sí, señor, a lo largo de la carretera 1 como él mismo. El brazo izquierdo del rubio seguía apoyado sobre la portezuela, pero había vuelto a su posición original, de modo que Kinnell ya no veía el tatuaje. Pero sabía que estaba allí, ¿verdad? Sí, señor.
El muchacho rubio parecía un fan de Metallica fugado de un penal psiquiátrico.
—Joder —musitó Kinnell.
Tuvo la impresión de que la palabra venía de muy lejos, no de su interior. De repente, las fuerzas lo abandonaron como el agua abandona un cubo agujereado, y se dejó caer en el bordillo que separaba el aparcamiento de la zona para perros. De golpe comprendió que aquella era la verdad de que carecían sus novelas, así reaccionaban las personas cuando se enfrentaban a algo que no tenía ningún sentido racional. Te sentías como si te estuvieras desangrando, pero en tu mente.
—No me extraña que el tipo que lo pintó se suicidara —farfulló sin dejar de mirar la pintura, la sonrisa feroz, los ojos astutos y estúpidos a un tiempo.
«Llevaba una nota prendida en la camiseta —había dicho la señora Diment—. “No puedo soportar lo que me está pasando”. ¿No le parece terrible, señor Kinnell?»
Era terrible, desde luego.
Espantoso.
Se levantó, asió el cuadro por la parte superior y cruzó la zona de perros. Caminaba con la vista al frente, atento a minas caninas, sin mirar el cuadro. Las piernas le temblaban inseguras, pero aún lo sostenían. Ante él, cerca del cinturón de árboles que limitaba la parte posterior del área de servicio, vio una chica muy guapa con bermudas blancas y top rojo que paseaba un cocker spaniel. Empezó a sonreír a Kinnell, pero entonces advirtió algo en su rostro que le borró la sonrisa de golpe. Echó a andar hacia la izquierda a toda prisa. El cocker no quería caminar tan deprisa, de modo que tuvo que arrastrarlo entre toses y jadeos.
Los enclenques pinos tras el área de servicio descendían por una pendiente fangosa que apestaba a descomposición vegetal y animal. La alfombra de pinaza aparecía salpicada de basura. Envoltorios de hamburguesa, vasos de plástico, servilletas, latas de cerveza, botellas de refrescos, colillas… Kinnell vio un condón usado tirado cual caracol muerto junto a unas bragas desgarradas con la palabra MARTES bordada en caligrafía cursiva de chiquilla. Una vez allí se aventuró a echar otro vistazo al cuadro. Se preparó para recibir el impacto de más cambios, incluso para la posibilidad de que el cuadro se moviera, como una película, pero no vio nada. Sin embargo, Kinnell comprendió que no hacía falta; el rostro del joven era más que suficiente. Aquella sonrisa demente. Los dientes afilados. La expresión que decía: «Oye, tío, ¿sabes qué? Estoy hasta los cojones de la civilización. Soy un representante de la auténtica generación X, el próximo milenio está sentado al volante de este supermegabuga».
La reacción inicial de tía Trudy ante el cuadro había sido aconsejarle que lo arrojara al río Saco. Tenía razón. Había dejado el río atrás hacía unos treinta kilómetros, pero…
—Esto servirá —se aseguró en voz alta—. Es perfecto.
Levantó el cuadro por encima de la cabeza como si sostuviera un trofeo deportivo ante los fotógrafos y lo arrojó pendiente abajo. El cuadro dio dos vueltas mientras el perezoso sol del atardecer arrancaba destellos al marco y por fin se estrelló contra un árbol. El cristal se hizo añicos, el cuadro cayó al suelo y resbaló por la pendiente seca y cubierta de pinaza como si se deslizara por un tobogán. Aterrizó en la ciénaga, con una de las esquinas del marco sobresaliendo entre los densos juncos. Era lo único que se veía de él aparte de los fragmentos de cristal esparcidos por el suelo, y Kinnell consideró que casaban a la perfección con el resto de la basura.
Dio media vuelta y regresó al coche, poniendo ya mentalmente la paleta en marcha para tapiar aquel incidente en un compartimiento especial… Y entonces se le ocurrió que eso era lo que sin duda hacía casi todo el mundo en semejantes situaciones. Los mentirosos y los quiero y no puedo (o quizá en ese caso debería decir los quiero ver y no puedo) publicaban sus fantasías en revistas como Supervivientes y las calificaban de verídicas, mientras que aquellos que se enfrentaban a fenómenos ocultos auténticos mantenían la boca cerrada y utilizaban aquellas paletas mentales. Porque cuando en tu vida aparecía una brecha como esa, había que hacer algo al respecto, ya que de lo contrario, podía ensancharse y arrastrarlo todo a las profundidades.
Kinnell alzó la vista y vio que la chica guapa lo observaba aprensiva desde lo que seguramente consideraba una distancia prudente. Cuando vio que él la miraba, se dio la vuelta y echó a andar hacia el restaurante, de nuevo arrastrando al perro tras de sí e intentando no bambolear las caderas.
«Crees que estoy loco, ¿verdad, guapa?», pensó Kinnell. En ese momento advirtió que había dejado el maletero abierto. Parecía una boca. Lo cerró de golpe. «Pero no estoy loco. De ninguna manera. Solo he cometido un pequeño error. Paré en una venta de trastos usados cuando debería haber pasado de largo. Cualquiera habría hecho lo mismo. También tú. Y ese cuadro…»
—¿Qué cuadro? —preguntó Rich Kinnell a la calurosa tarde de verano al tiempo que intentaba esbozar una sonrisa—. Yo no veo ningún cuadro.
Se sentó al volante del Audi y puso en marcha el motor. Echó un vistazo al indicador de la gasolina y vio que le quedaba menos de medio depósito. Tendría que llenarlo antes de llegar a casa, pero decidió seguir un poco más. Lo único que quería era poner toda la tierra posible entre él y el cuadro.
Una vez fuera del casco urbano de Derry, Kansas Street se convierte en Kansas Road, y ya en el límite del término municipal, en una zona que en realidad es campo abierto, pasa a llamarse Kansas Lane. Poco más tarde, Kansas Lane discurre entre dos postes de piedra. El asfalto da paso a la grava, y lo que en el centro de Derry, a doce kilómetros de allí, es una de las calles más concurridas, se convierte en un sendero que asciende por una suave cuesta. En las noches estivales con luna, reluce como los paisajes descritos en los poemas de Alfred Noyes. En la cima de la cuesta se alzaba un bonito y anguloso edificio de madera con ventanas de acabado reflectorizado, un establo que en realidad es un garaje y una antena parabólica ladeada hacia las estrellas. Un periodista jocoso del News de Derry la había bautizado como la Casa del Gore, sin referirse, que conste, al entonces vicepresidente de Estados Unidos. Para Richard Kinnell, era su hogar, y aquella noche aparcó ante él con una sensación de satisfacción exhausta. Se sentía como si hubiera transcurrido una semana desde que aquella misma mañana se levantara a las nueve en el hotel Harbor de Boston.
«Nunca más iré a uno de esos sitios», se juró mientras contemplaba la luna.
—Amén —añadió en voz alta antes de dirigirse hacia la casa.
Probablemente habría sido mejor meter el coche en el garaje, pero qué coño. Lo que quería ya mismo era una copa, una cena ligera que pudiera prepararse en el microondas y luego a la cama. Para dormir sin soñar, a ser posible. No veía el momento de dejar atrás aquel día.
Introdujo la llave en la cerradura y tecleó el 3817 para acallar el pitido de advertencia que emitía el sistema de alarma. Encendió la luz del vestíbulo, cruzó el umbral, cerró la puerta tras de sí, empezó a darse la vuelta, vio lo que había colgado de la pared donde dos días antes tenía su colección de cubiertas de libros enmarcadas y gritó. Mentalmente, porque de su garganta no brotó más que una especie de jadeo ronco. Oyó un golpe sordo y un tintineo cuando las llaves se le cayeron de la mano flácida y chocaron contra la moqueta entre sus pies.
«El virus de la carretera viaja hacia el norte» ya no estaba tirado entre la basura detrás del área de servicio Gray.
Estaba colgado en la pared de su vestíbulo.
Y había vuelto a cambiar. El coche estaba aparcado ahora en el sendero que llevaba a la casa donde había comprado el cuadro. Los trastos usados seguían estando por todas partes. Vasos, muebles, cachivaches de cerámica, como terriers escoceses fumando en pipa, bebés con el culo al aire y peces que guiñaban el ojo, pero ahora relucían a la luz de la misma luna con aspecto de calavera que surcaba el cielo sobre la casa de Kinnell. El televisor también seguía encendido y emanaba su propio fulgor mortecino sobre la hierba y lo que yacía ante él, junto a una silla de jardín volcada. Judy Diment estaba tumbada de espaldas y le faltaba una parte. Al cabo de unos instantes, Kinnell vio el resto; estaba sobre la tabla de planchar, ojos muertos que brillaban como monedas a la luz de la luna.
Las luces traseras del Grand Am eran un borrón de acuarela roja y rosa. Era la primera vez que Kinnell veía el coche por detrás.
Sobre la puerta del maletero, escritas en caligrafía inglesa antigua, se veían las palabras EL VIRUS DE LA CARRETERA.
«Es totalmente lógico —pensó Kinnell, aturdido—. El virus no es él, sino el coche. Solo que en el caso de un tipo como él, poco debe de importar.»
—Esto no está pasando —susurró.
Pero sí estaba pasando. Quizá no le habría pasado a alguien menos abierto a cosas como aquella, pero a él le estaba pasando.
Y mientras contemplaba el cuadro recordó el cartelito que había visto sobre la mesa de Judy Diment. TODAS LAS VENTAS EN EFECTIVO, decía (aunque la mujer había aceptado su cheque, limitándose a anotar su número de carnet al dorso por si las moscas).
Y también decía: TODAS LAS VENTAS DEFINITIVAS.
Kinnell pasó junto al cuadro para entrar en el salón. Se sentía como un extraño en su propio cuerpo y percibía que una parte de su mente buscaba a tientas la paleta que había empleado antes, pero sin encontrarla.
Encendió el televisor y el sintonizador de la antena parabólica Toshiba colocado sobre él. Sintonizó el V-14, dolorosamente consciente de la presencia del cuadro en el vestíbulo. El cuadro había conseguido llegar hasta allí antes que él.
—Debe de conocer algún atajo —dijo en voz alta con una carcajada.
En aquella versión de la pintura no se veía gran cosa del joven rubio, tan solo una mancha al volante que suponía que era él. El virus de la carretera había zanjado sus asuntos en Rosewood; había llegado el momento de poner rumbo al norte. Siguiente parada…
Kinnell dio un contundente portazo en las narices de aquel pensamiento para atajarlo antes de llegar a verlo con claridad.
—Al fin y al cabo, puede que todo esto no sean más que imaginaciones mías —señaló al salón vacío.
En lugar de tranquilizarlo, su voz ronca y temblorosa lo asustó aún más.
—Podría ser…
Pero no pudo terminar. Lo único que se le ocurría era una vieja canción, cantada a grito pelado en un estilo calcado al de Frank Sinatra en sus canciones de principios de los cincuenta: esto podría ser el principio de algo GRANDE…
La canción que sonaba por los altavoces estéreo del televisor no era de Sinatra, sino de Paul Simon con arreglos para instrumentos de cuerda. Escritas en tipología blanca de ordenador sobre la pantalla azul se veían las palabras BIENVENIDOS A LOS INFORMATIVOS A LA CARTA DE NUEVA INGLATERRA. Debajo había instrucciones de pedido, pero a Kinnell no le hacía falta leerlas; era adicto a los informativos a la carta y se sabía el proceso de memoria. Marcó el número, introdujo el número de su MasterCard y a continuación el código 508.
«Ha pedido usted Informativos a la carta para (breve pausa) el centro y el norte de Massachusetts —anunció la voz del robot—. Muchas gra…»
—Vamos —urgió Kinnell—. Vamos, vamos.
En aquel momento, la pantalla parpadeó, y el fondo azul se tornó verde. Empezó a aparecer texto, una noticia sobre un incendio en una casa de Taunton. A esa noticia siguió otra sobre un escándalo en las carreras de galgos y el parte meteorológico. Cielos despejados y temperaturas suaves. Kinnell empezaba a relajarse y a preguntarse si de verdad había visto lo que le parecía haber visto en el vestíbulo o si había sido una ilusión fruto del cansancio del viaje, cuando de repente el televisor emitió un estridente pitido y en la pantalla aparecieron las palabras ÚLTIMA HORA. Se quedó mirando los titulares.
NENPHAGO 19/20:40 UNA MUJER DE ROSEWOOD HA SIDO BRUTALMENTE ASESINADA MIENTRAS HACÍA UN FAVOR A UNA AMIGA AUSENTE. JUDY DIMENT, DE 38 AÑOS, FUE ASESINADA A HACHAZOS EN EL JARDÍN DE LA CASA DE SU VECINA, DONDE SUPERVISABA UNA VENTA DE OBJETOS USADOS. NO SE OYERON GRITOS, Y EL CADÁVER DE LA SEÑORA DIMENT NO FUE DESCUBIERTO HASTA LAS OCHO DE LA TARDE, CUANDO UN VECINO DEL OTRO LADO DE LA CALLE ACUDIÓ PARA QUEJARSE POR EL VOLUMEN DEL TELEVISOR. EL VECINO, MATTHEW GRAVES, DIJO QUE LA SEÑORA DIMENT HABÍA SIDO DECAPITADA. «SU CABEZA ESTABA SOBRE LA TABLA DE PLANCHAR —DECLARÓ—. ES LA COSA MÁS HORRIBLE QUE HE VISTO EN MI VIDA.» GRAVES AÑADIÓ QUE NO VIO INDICIOS DE LUCHA, TAN SOLO EL TELEVISOR Y POCO ANTES DE ENCONTRAR EL CADÁVER, UN COCHE MUY RUIDOSO, TAL VEZ EQUIPADO CON UN SILENCIADOR DE PVC RÍGIDO, QUE SE ALEJABA A TODA VELOCIDAD DEL BARRIO POR LA CARRETERA 1. SE BARAJA LA POSIBILIDAD DE QUE DICHO VEHÍCULO PERTENEZCA AL ASESINO…
Solo que no era una posibilidad, sino un hecho.
Casi jadeando, Kinnell salió de nuevo al vestíbulo. El cuadro seguía allí, pero había vuelto a cambiar. Ahora mostraba dos brillantes círculos blancos, los faros delanteros, ante la silueta oscura del coche.
«Se ha vuelto a poner en marcha», pensó Kinnell. Y entonces pensó en tía Trudy, la dulce tía Trudy, que siempre sabía quién había sido malo y quién se había portado bien. Tía Trudy, que vivía en Wells, a poco más de sesenta kilómetros de Rosewood.
—Dios mío, por favor, haz que vaya por la carretera de la costa —rogó Kinnell, alargando las manos hacia la pintura.
¿Eran imaginaciones suyas o ahora los faros estaban más separados, como si el coche avanzara hacia él… pero de forma subrepticia, al igual que la manecilla larga del reloj avanzaba en un reloj de bolsillo?
—Haz que vaya por la carretera de la costa, por favor.
Arrancó el cuadro de la pared y corrió con él al salón. La chimenea estaba protegida por la rejilla, por supuesto; aún faltaban al menos dos meses para que hiciera falta encenderla. Kinnell apartó la rejilla de un manotazo y arrojó el cuadro dentro, haciendo añicos el vidrio, que ya había roto en una ocasión, en el área de servicio de Gray, contra los morillos. Luego corrió hacia la cocina, preguntándose qué haría si aquello tampoco funcionaba.
«Tiene que funcionar —pensó—. Funcionará porque tiene que funcionar, y se acabó.»
Abrió las alacenas de la cocina y empezó a registrarlas, derramando los copos de avena, la sal y el vinagre, cuya botella se abrió sobre el mostrador, esparciendo por todas partes su penetrante olor.
Lo que buscaba no estaba allí.
Entró en la despensa y miró detrás de la puerta… Nada aparte de un cubo de plástico y un bote de O Cedar. Luego buscó en la estantería colocada junto a la secadora. Ahí estaba, junto a las briquetas.
Combustible para encendedores.
Agarró la lata y echó a correr, echando un vistazo al teléfono de la cocina al pasar. Quería pararse y llamar a la tía Trudy. Con ella no tendría problemas de credibilidad; si su sobrino predilecto la llamaba y le decía que saliera de la casa inmediatamente, lo haría, pero… ¿y si el chaval rubio la seguía? ¿Y si la perseguía?
Lo haría. Kinnell sabía que lo haría.
Atravesó el salón a toda prisa y se detuvo delante de la chimenea.
—Dios mío —murmuró—. Dios mío, no.
El cuadro cubierto por fragmentos de vidrio ya no mostraba los faros del coche aproximándose, sino el Grand Am en una curva cerrada de la carretera que solo podía ser una salida. La luna brillaba como satén líquido sobre el flanco oscuro del vehículo. Al fondo se veía una torre de agua cuya inscripción se leía con toda claridad a la luz de la luna, CONSERVEMOS MAINE VERDE CON MUCHOS BILLETES.
Kinnell no alcanzó el cuadro con el primer chorro de combustible. Las manos le temblaban de un modo espantoso, y el aromático líquido resbaló por la parte intacta del cristal, difuminando la parte posterior del virus de la carretera. Kinnell respiró hondo, apuntó y volvió a apretar. Esta vez, el líquido penetró por el agujero irregular causado por uno de los morillos y corrió cuadro abajo, emborronando la pintura y reduciendo uno de los neumáticos Goodyear White Oval a una mancha color hollín.
Kinnell cogió una de las cerillas ornamentales del frasco que había sobre la repisa, la encendió y la introdujo por el agujero del cristal. El cuadro prendió al instante, y las llamas empezaron a lamer el Grand Am y la torre de agua. El cristal que quedaba adherido al marco se tiñó de negro y al poco explotó en una lluvia de fragmentos incandescentes. Kinnell los aplastó con las zapatillas deportivas para extinguirlos antes de que quemaran la moqueta.
Luego se dirigió al teléfono y marcó el número de tía Trudy sin darse cuenta de que estaba llorando. Tras el tercer tono saltó el contestador.
—Hola —lo saludó la voz de tía Trudy—. Sé que esto puede alentar a los ladrones, pero he ido a Kennebunk a ver la última película de Harrison Ford. Si tiene intención de entrar a robar, le ruego que no se lleve mis cerditos de porcelana. Si quiere dejar un mensaje, hágalo después de la señal.
Kinnell esperó a oírla y después habló con toda la tranquilidad de que era capaz.
—Hola, tía Trudy, soy Richie. Llámame cuando vuelvas, ¿de acuerdo? A la hora que sea.
Colgó, se volvió hacia el televisor y volvió a marcar el número de INFORMATIVOS EN LÍNEA, eligiendo esta vez el código de Maine. Mientras los ordenadores del servicio procesaban su pedido, fue de nuevo a la chimenea para atizar el cuadro ennegrecido y retorcido con el atizador. El hedor era insoportable hasta el punto de que el vinagre derramado le parecía una fragancia divina en comparación, pero se dio cuenta de que no le importaba. El cuadro había quedado reducido a cenizas y eso hacía que mereciera la pena.
«¿Y si vuelve?»
—No volverá —aseguró en voz alta antes de devolver el atizador a su lugar y volverse de nuevo hacia el televisor—. Estoy convencido de que no volverá.
Pero cada vez que el informativo reciclaba las noticias, Kinnell se levantaba para leer los titulares. El cuadro no era más que un montón de cenizas en la chimenea… y no había noticias de mujeres entradas en años asesinadas en la zona de Wells-Saco-Kennebunk. Kinnell siguió al quite, casi esperando ver un titular que dijera algo así como UN GRAND AM SE ESTRELLA A TODA VELOCIDAD CONTRA UN CINE DE KENNEBUNK, CAUSANDO AL MENOS DIEZ VÍCTIMAS MORTALES, pero no fue así.
A las once menos cuarto sonó el teléfono, y Kinnell se apresuró a contestar.
—¿Sí?
—Soy Trudy, querido. ¿Estás bien?
—Si, si.
—Pues no lo parece —replicó su tía—. Te tiembla la voz y— suenas raro. ¿Qué te pasa? Dímelo… Es el cuadro ese que tanto te gustaba, ¿verdad? —añadió, provocándole un escalofrío, aunque en realidad no le sorprendieron sus palabras—. ¡Maldito cuadro!
En cierto modo lo tranquilizó que tía Trudy hubiera adivinado sus cuitas y por supuesto, lo aliviaba sobremanera comprobar que estaba sana y salva.
—Puede —reconoció—. Me ha dado mal rollo durante todo el viaje, así que lo he quemado en la chimenea.
«Se enterará de lo de Judy Diment —le advirtió una vocecilla interior—. No tiene una antena parabólica de veinte mil dólares, pero está suscrita al Union Leader, y esto saldrá en primera plana. Atará cabos enseguida; no tiene un pelo de tonta.»
Cierto, sin lugar a dudas, pero las explicaciones podían esperar hasta la mañana siguiente, cuando se hubiera tranquilizado un poco… cuando quizá hubiera encontrado el modo de pensar en el virus de la carretera sin temer perder el juicio… y cuando empezara a estar seguro de que todo había terminado.
—¡Genial! —exclamó tía Trudy con vehemencia—. Deberías deshacerte de las cenizas.
Hizo una pausa y cuando volvió a hablar, lo hizo en voz más baja.
—Estabas preocupado por mí, ¿verdad? Porque me lo habías enseñado.
—Un poco, sí.
—Pero ¿ahora te sientes mejor?
Kinnell se reclinó en el sillón y cerró los ojos. Sí, se sentía mejor.
—Sí. ¿Qué tal la película?
—Bien, Harrison Ford está guapísimo de uniforme. Pero si se quitara el bultito ese que tiene en el mentón…
—Buenas noches, tía Trudy. Mañana nos llamamos.
—¿Sí?
—Sí, creo que sí.
Kinnell colgó, volvió a la chimenea y removió las cenizas con el atizador. Vio un pedacito de parachoques y un jirón de carretera, pero nada más. Por lo visto, la solución era el fuego. ¿No era así como se acababa con los emisarios sobrenaturales del diablo? Por supuesto que sí. Él mismo había empleado el recurso en más de una ocasión, sobre todo en La despedida, la novela sobre la estación de tren embrujada.
—Pues sí —dijo—. Arded, arded, malditos.
Consideró la posibilidad de servirse la copa que se había prometido, pero entonces recordó el vinagre derramado en la cocina, que a esas alturas ya habría empapado los copos de avena, qué apetitoso. Decidió entonces ir arriba sin más. En los libros, por ejemplo en los de Richard Kinnell, el protagonista no podría pegar ojo después de lo que acababa de suceder.
Pero en la vida real, Kinnell no creía que le costara.
De hecho, se adormiló en la ducha, apoyado contra la pared con el cabello enjabonado y el agua golpeándole el pecho. De repente se encontró de nuevo en aquel jardín, y el televisor apoyado sobre los ceniceros de cartón mostraba a Judy Diment. Tenía la cabeza de nuevo en su sitio, pero Kinnell distinguió la sutura primitiva del forense, que le rodeaba el cuello como una espeluznante gargantilla.
—Última hora desde Nueva Inglaterra —anunció, y Kinnell, que siempre había tenido sueños muy vívidos, veía cómo se tensaban y relajaban los puntos de su cuello—. Bobby Hastings cogió todos sus cuadros y los quemó, incluyendo el suyo, señor Kinnell… y es suyo, como ya sabe. Todas las ventas son definitivas, ya vio el cartel. Debería alegrarse de que aceptara su cheque.
«Quemó todos sus cuadros, claro que sí —pensó Kinnell en su sueño de agua—. No podía soportar lo que le estaba pasando, como decía en su nota, y cuando llegas a esas alturas del partido, no te paras a ver si quieres rescatar una obra en particular de la quema. Pintaste algo especial en El virus de la carretera viaja hacia el norte, ¿verdad, Bobby? Y probablemente sin querer. Tenías talento, eso lo noté enseguida, pero el talento no tiene nada que ver con lo que sucede en ese cuadro.»
—A algunas cosas se les da muy bien sobrevivir —prosiguió Judy Diment en el televisor—. Vuelven una y otra vez por mucho que intentes librarte de ellas. Vuelven como un virus.
Kinnell alargó la mano y cambió de canal, pero por lo visto en todos daban el show de Judy Diment.
—Podría decirse que abrió un agujero en el universo —explicaba en ese momento—. Me refiero a Bobby Hastings. Y esto es lo que salió. Qué bien, ¿eh?
En aquel instante, Kinnell resbaló en la ducha, no lo bastante para caer, pero sí para despertar.
Abrió los ojos, hizo una mueca al sentir en ellos el escozor del jabón, que le había caído por el rostro en gruesos regueros mientras dormitaba, y formó con las manos un cuenco bajo el teléfono de la ducha para enjuagárselo. La segunda vez que se llenó las manos de agua oyó un ruido. Una especie de rugido entrecortado.
«No seas idiota —se regañó—. Lo único que oyes es la ducha. Lo demás es fruto de tu imaginación estúpida y sobreestimulada.»
Pero no era cierto.
Kinnell alargó la mano y cerró el grifo.
El rugido continuaba. Profundo y potente. Procedía del exterior.
Salió de la ducha y cruzó chorreando su dormitorio. Todavía le quedaba suficiente champú en el pelo para dar la impresión de que había encanecido mientras dormía, como si el sueño sobre Judy Diment lo hubiera encanecido.
«¿Por qué narices paré en ese jardín?», se preguntó a sí mismo, pero no tenía respuesta para ello. Suponía que nadie la tenía.
Oyó el rugido con mayor claridad cuando se acercó a la ventana que daba al sendero iluminado por la luna estival como una escena sacada de un poema de Alfred Noyes.
Al apartar la cortina para mirar, se sorprendió pensando en su ex mujer, Sally, a quien había conocido en la World Fantasy Convention en 1978. Sally, que ahora publicaba dos revistas desde su caravana, una llamada Supervivientes y otra titulada Visitantes. Mientras contemplaba el sendero, ambos títulos confluyeron en la mente de Kinnell como una imagen doble en una máquina estereóptica.
Tenía un visitante que sin duda era un superviviente.
El Grand Am se había detenido delante de la casa, y del doble tubo de escape cromado surgían columnas de humo blanco que ascendían hacia el aire quieto de la noche. Las palabras escritas en caligrafía inglesa antigua se distinguían a la perfección. La portezuela del conductor estaba abierta, y eso no era todo; la luz que bañaba la escalinata del porche indicaba que la puerta principal de su casa también estaba abierta.
«Olvidé cerrar con llave —se dijo mientras se limpiaba el jabón de la frente con una mano que ya no sentía—. También olvidé activar la alarma… Claro que eso no le habría importado mucho a ese tipo.»
Bueno, quizá había conseguido que pasara de largo la casa de tía Trudy, y eso ya era algo, aunque en esos momentos no lo consolaba mucho.
Supervivientes.
El suave rugido del potente motor, con toda probabilidad al menos un 442 con carburador de cuatro bocas, válvulas restauradas y motor de inyección.
Kinnell se volvió muy despacio con las piernas entumecidas, un hombre desnudo con la cabeza cubierta de champú, y vio el cuadro sobre su cama, tal como esperaba. En él, el Grand Am estaba en el sendero de su casa, con la portezuela del conductor abierta y dos columnas de humo surgiendo del tubo de escape cromado. Desde aquel ángulo también veía la puerta principal abierta y la sombra alargada de un hombre moviéndose por el vestíbulo.
Supervivientes.
Supervivientes y visitantes.
Oía pasos que subían por la escalera. Era un andar pesado, y sabía sin mirar que el chaval llevaba botas de motorista. La gente que se tatuaba MUERTE ANTES QUE DESHONRA en el brazo siempre llevaba botas de motorista y fumaba Camel sin filtro, como si lo estipulara alguna ley.
Y el cuchillo. Llevaría un cuchillo largo y afilado, una especie de machete, la clase de arma capaz de rebanarle la cabeza a alguien de un solo tajo.
Y sonreiría, dejando al descubierto sus afilados dientes de caníbal.
Kinnell sabía todas esas cosas; a fin de cuentas, era un tío con imaginación. No necesitaba que nadie le hiciera un dibujo.
—No —susurró, consciente de pronto de su desnudez integral y congelado—. No, por favor, vete.
Pero los pasos seguían acercándose, por supuesto. A un tipo así no podías decirle que se fuera. No funcionaba; no era así como acababa la historia.
Kinnell oyó que las pisadas se acercaban al final de la escalera. Fuera, el Grand Am seguía ronroneando a la luz de la luna.
Los pasos avanzaban por el pasillo, talones de botas gastadas golpeteando la tarima pulida.
Una terrible parálisis se había adueñado de Kinnell. Con un esfuerzo la ahuyentó y corrió hacia la puerta del baño con la intención de cerrarla tras de sí antes de que lo alcanzara, pero resbaló en un charco de agua jabonosa y esta vez sí cayó de espaldas sobre la tarima de roble. Lo que vio cuando la puerta se abrió y las botas de motorista cruzaron la estancia hasta donde él se encontraba, desnudo y con el pelo lleno de champú, fue el cuadro colgado de la pared sobre su cama, el cuadro del virus de la carretera ronroneando en punto muerto delante de su casa, con la portezuela del conductor abierta.
Vio que el asiento hundido del conductor estaba empapado en sangre. «Creo que voy a salir», pensó Kinnell antes de cerrar los ojos.