Mi amigo L.T. casi nunca habla de la desaparición de su mujer ni del hecho de que, con toda probabilidad, ha muerto, una víctima más del Hombre del Hacha; pero, en cambio, sí le gusta contar que lo abandonó. Lo hace con la exasperación justa, como diciendo: «Me engañó, chicos, me enredó como a un chino». A veces cuenta la historia a un puñado de hombres que se sientan en uno de los muelles de carga que hay detrás de la planta para comer. También él come allí, come el almuerzo que él mismo se ha preparado, porque Lulubelle no está en casa para preparárselo. Por lo general se ríen cuando cuenta la historia, que siempre acaba con la teoría de L.T. sobre los animales de compañía. Qué coño, yo también me río. Es una historia graciosa, aun cuando sepas cómo acaba. Claro que, en realidad, ninguno de nosotros sabe cómo acaba, no del todo.
—Salí a las cuatro, como siempre —narra L.T.—, y me fui al Deb’s Den a tomar unas cervezas, como casi todos los días. Jugué una partida al millón y luego me fui a casa. Y entonces las cosas dejaron de ser como casi cada día. Cuando una persona se levanta por la mañana, no sabe hasta qué punto puede haber cambiado su vida cuando se acuesta por la noche. «No sabes el día ni la hora», dice la Biblia. Yo creo que ese versículo se refiere a la muerte, pero puede aplicarse a cualquier cosa, chicos. A cualquier cosa. Nunca sabes cuándo pueden torcerse las cosas. Cuando llego a casa veo que la puerta del garaje estaba abierta y que el pequeño Subaru que Lulu aportó al matrimonio ha desaparecido, pero no me extraña demasiado. A menudo iba a mercadillos y cosas así, y siempre se dejaba abierta la maldita puerta del garaje. Siempre le decía: «Lulu, si sigues dejando la puerta abierta, alguien acabará aprovechándose. Entrarán y se llevarán un rastrillo, una bolsa de turba o incluso el cortacésped. Joder, incluso un adventista del séptimo día recién salido de la universidad y en misión evangelista es capaz de robar si le pones la tentación delante de las narices, y eso que son los más difíciles de tentar, porque tienen la sensibilidad más a flor de piel que los demás mortales». Y ella siempre contestaba: «Vale, no lo haré más, L.T., o al menos lo intentaré, de verdad, cariño». Y durante un tiempo se enmendaba, solo que de vez en cuando recaía como cualquier pecador.
»Aparqué a un lado para que pudiera entrar el coche cuando llegara de donde fuera, pero cerré la puerta del garaje. Luego entré en la casa por la cocina. Miré en el buzón, pero estaba vacío, y la correspondencia estaba encima de una encimera de la cocina, así que debía de haber salido después de las once, porque el correo nunca llega antes de las diez. Bueno, el cartero, quiero decir. Lucy estaba junto a la puerta, maullando como maúllan los siameses; me encanta ese sonido, me parece mono, pero Lulu siempre lo ha detestado, tal vez porque suena como el llanto de un bebé y ella nunca quiso saber nada de bebés. “¿Para qué iba a querer yo un mocoso?”, decía siempre.
»Que Lucy estuviera en la puerta no tenía nada de extraño. Esa gata me adoraba, aún me adora. Ahora tiene dos años. La cogimos al principio del último año que estuvimos casados. Más o menos. Me parece increíble que Lulu lleve fuera un año y que solo estuviéramos juntos tres. Pero lo cierto es que Lulubelle no dejaba indiferente. Tenía algo que solo puedo denominar una cualidad de estrella. ¿Sabéis a quién me recordaba? A Lucille Ball. Ahora que lo pienso, creo que por eso llamé a la gata Lucy, aunque no recuerdo haberlo pensado en su momento. Quizá fue lo que podría calificarse de asociación inconsciente. Cuando entraba en una habitación… me refiero a Lulubelle, no a la gata, la iluminaba. Cuando una persona así desaparece, cuesta de creer y siempre esperas que vuelva a aparecer en cualquier momento.
»La cosa es que allí estaba la gata. Su verdadero nombre era Lucy, pero Lulubelle odiaba de tal modo su comportamiento que había dado en llamarla Jodidalucy, y el nombrecito se le quedó. Pero Lucy no estaba loca, solo necesitaba cariño, más que ninguna de las otras mascotas que había tenido a lo largo de mi vida, y he tenido unas cuantas.
»En fin, que entro en la casa, cojo a la gata, la acaricio un poco, y ella se me encarama al hombro y se sienta allí, ronroneando y hablando en siamés. Hojeo la correspondencia que hay en la cocina, pongo las facturas en la cesta y voy hacia la nevera para buscarle algo de comer a Lucy. Siempre guardo en ella una lata de comida abierta y cubierta con papel de aluminio. De este modo evito que Lucy se exalte y me clave las garras en el hombro al oír el sonido del abrelatas. Es que los gatos son muy listos, mucho más que los perros, y también diferentes en otros aspectos. Quizá la división más importante del mundo no sea la de hombres y mujeres, sino la de personas a las que les gustan los gatos y personas a las que les gustan los perros. ¿Os lo habíais planteado alguna vez, envasadores de carne de cerdo?
»Lulu siempre se quejaba de la lata abierta en la nevera, aun tapada con el papel de plata; decía que todo acababa sabiendo a atún rancio, pero yo no daba mi brazo a torcer. En casi todas las cosas cedía, pero lo de la comida de la gata era una de las pocas causas que defendía a ultranza. A decir verdad, no tenía nada que ver con la comida en sí, sino con la gata. Lulu detestaba a Lucy, punto. Lucy era su gata, pero la detestaba.
»La cosa es que me acerco a la nevera y veo una nota sujeta en la puerta con uno de los imanes en forma de verdura. Era de Lulubelle, y si no me falla la memoria, decía así: “Querido L. T., te dejo, cariño. A menos que llegues a casa antes de lo habitual, llevaré rato fuera cuando leas esta nota. No creo que llegues a casa antes de lo habitual, porque en todo el tiempo que llevamos casados nunca has llegado a casa antes de lo habitual, pero al menos sé que recibirás esto poco después de entrar por la puerta, porque lo primero que haces cada día cuando llegas no es venir a verme y decirme ‘Hola, guapa, ya estoy en casa’, y darme un beso, sino ir a la nevera, sacar lo que quede de la última lata asquerosa de comida que haya en ella y dar de comer a Jodidalucy. Así que al menos sé que no irás arriba ni te asustarás cuando veas que mi foto de la Última Cena de Elvis ha desaparecido y que mi parte del armario está casi vacía ni pensarás que ha entrado en casa un ladrón al que le gusta la ropa de mujer (a diferencia de algunos a los que solo les importa lo que hay debajo). A veces me impaciento contigo, cariño, pero sigo pensando que eres un encanto, un amor de persona. Siempre serás mi bizcochito dulce, mi terroncito de azúcar, dondequiera que nos lleven nuestros respectivos caminos, pero es que he llegado a la conclusión de que no estoy hecha para ser la esposa de un envasador de carne. Y no es cuestión de arrogancia. La semana pasada incluso llamé a uno de esos videntes telefónicos mientras intentaba tomar una decisión, noche en blanco tras noche en blanco (oyéndote roncar, por cierto; no es que quiera herir tus sentimientos, pero joder, cómo roncas), y recibí la siguiente respuesta: ‘Una cuchara rota puede convertirse en un tenedor’. Al principio no lo entendí, pero no desistí. No soy tan inteligente como otros (o como algunos creen serlo), pero me esfuerzo. Mi madre siempre decía que el mejor molino es el que muele despacio y muy fino, y yo me dediqué a moler esa frase como un molinillo de pimienta en un restaurante chino, pensando a altas horas de la madrugada mientras tú roncabas y sin duda soñabas con el número de morros de cerdo que podías embutir en una sola lata. De repente se me ocurrió que decir que una cuchara rota puede convertirse en un tenedor es una imagen muy hermosa, porque el tenedor tiene púas, y esas púas pueden tener que separarse, como tú y yo debemos separarnos ahora, pero comparten un solo mango, como nosotros. Los dos somos seres humanos, L.T., capaces de amarnos y respetarnos. Mira todas las veces que nos peleamos por culpa de Frank y Jodidalucy, y aun así nos hemos llevado bien casi siempre. Pero ha llegado el momento de probar suerte por otros derroteros; de pinchar el asado de la vida con otra púa. Además, echo de menos a mi madre”.
(No sé a ciencia cierta si esto es exactamente lo que decía la nota que L.T. encontró en la nevera; la verdad es que no parece demasiado verosímil, debo reconocerlo, pero los hombres que escuchaban la historia no ponían cara de incredulidad en este punto, y además así era como hablaba Lulubelle, de eso doy fe.)
—«Por favor, no intentes seguirme, L.T., y aunque estaré en casa de mi madre y sé que tienes el número, te agradeceré que no me llames y que esperes a que te llame yo. Lo haré a su debido tiempo, pero de momento tengo muchas cosas en que pensar, y aunque ya he recorrido un largo camino, todavía me falta mucho para salir del túnel. Supongo que a la larga te pediré el divorcio y me parece justo decírtelo de entrada. Nunca me ha gustado dar falsas esperanzas y me parece mejor “ir con la verdad por delante”. Por favor, recuerda que lo que hago lo hago por amor, no por odio ni resentimiento. Y recuerda también lo que se me dijo y lo que te digo yo ahora: una cuchara rota puede convertirse en un tenedor. Con todo mi amor, Lulubelle Simms.»
En ese momento, L.T. se detenía para que sus oyentes digirieran el hecho de que Lulu había firmado con su apellido de soltera y para hacer que la mirada se le perdiera en el infinito como solo L.T. DeWitt sabía hacerlo. Y entonces les hablaba de la posdata que Lulu había añadido a la nota:
—«Me llevo a Frank y te dejo a Jodidalucy. Me ha parecido que es lo que querrías. Con cariño, Lulu.»
Si la familia DeWitt era un tenedor, Jodidalucy y Frank eran las otras dos púas. Y si no había tenedor (y por lo que a mí respecta, siempre me ha parecido que un matrimonio era más bien un cuchillo, de esos peligrosos de doble filo), entonces Jodidalucy y Frank representaban todo lo que andaba mal en el matrimonio de L.T. y Lulubelle. Porque, pensad en ello, aunque Lulubelle había comprado a Frank para L.T. con ocasión de su primer aniversario de boda, y L.T. había comprado a Lucy, más tarde Jodidalucy, para Lulubelle con ocasión de su segundo aniversario de boda, cada uno acabó con la mascota del otro cuando Lulu decidió poner fin al matrimonio.
—Me compró el perro porque me gustaba el de Frasier —aseguraba L.T.—. Es un terrier, pero ahora no recuerdo qué tipo exactamente. Un jack no sé qué. ¿Jack Sprat? ¿Jack Robinson? ¿Jack Mierda? ¿Sabéis cuando tienes algo en la punta de la lengua y no te sale?
Alguien le decía que el perro de Frasier era un terrier Jack Russell, y L.T. asentía con ademán vigoroso.
—¡Exacto! —exclamaba—. ¡Claro que sí, eso es! Eso era Frank, un terrier Jack Russell. Pero ¿queréis saber la triste realidad? Dentro de una hora se me habrá vuelto a olvidar. Lo tendré almacenado en el cerebro, pero como escondido debajo de una piedra. Dentro de una hora me diré: «¿Qué era Frank? ¿Un terrier Jack Andel? ¿Un terrier Jack Rabbit? Algo así, sé que era algo así…». Y así sucesivamente. ¿Por qué? Pues creo que porque odiaba a ese cabroncete. Maldita rata ladradora. Puta máquina peluda de cagar. Lo odiaba desde el primer momento. Ya está, ya lo he soltado y me alegro. ¿Y sabéis qué? Frank sentía lo mismo por mi. Fue odio a primera vista.
«Algunos hombres adiestran a sus perros para que les lleven las zapatillas. Frank no me traía las zapatillas, sino que vomitaba sobre ellas. Sí, señor. La primera vez que lo hizo metí todo el pie en la tralla. Fue como meter el pie en un cuenco de gachas calientes con muchos grumos. No lo vi, pero tengo la teoría de que esperó delante de la puerta del dormitorio hasta que me vio llegar, acechó delante de la puerta del dormitorio, mejor dicho, luego entró, echó las papas en mi zapatilla derecha y luego se escondió debajo de la cama para disfrutar del espectáculo. Lo deduzco porque la vomitada todavía estaba caliente. Puto perro. Dicen que el perro es el mejor amigo del hombre. Y una mierda. Después de aquello quise llevarlo a la perrera, y ya tenía la correa preparada y todo, pero Lulu se puso como las cabras. Cualquiera diría que había entrado en la cocina y me habría pillado intentando ponerle un enema de desatascador. “Si llevas a Frank a la perrera, ya puedes llevarme a mí también —gritó y se puso a llorar—. Eso es lo que piensas de él y lo que piensas de mí, cariño, que no somos más que molestias de las que te gustaría librarte. Esa es la cruda realidad.” O sea, un dramón de la hostia. “Ha vomitado en mi zapatilla”, argumenté. “El perro ha vomitado en su zapatilla, así que al paredón —replicó ella—. Bomboncito, si te oyeras…” “¿Por qué no metes tú el pie descalzo en una zapatilla llena de vómito, a ver si te gusta?” Por entonces ya me estaba cabreando. El problema era que enfadarse con Lulu nunca servía de nada. Por lo general, si tú tenías el rey, ella tenía el as. Y si tú tenías el as, ella tenía el triunfo. Si yo me molestaba, ella se cabreaba. Si yo me cabreaba, ella se enfurecía. Si yo me enfurecía, ella se ponía en alerta máxima, vaciaba los silos de misiles y lo arrasaba todo. Casi nunca merecía la pena, pero lo olvidaba cada vez que nos peleábamos. Y entonces va y me dice: “Ay, ay, ay, mi bizcochito dulce ha metido el piececito en unas babitas”. Intenté defenderme, asegurarle que no era cierto, que de babitas nada, que las babitas no tienen grumos enormes, pero no me dejó hablar. Para entonces ya había puesto la directa y no tomaba prisioneros. “Te diré una cosa —me suelta—, unas babitas en la zapatilla son una insignificancia. Los hombres sois la pera. Te convendría probar a ser una mujer por una vez. Probar a ser la que siempre acaba con el culo encima del semen, o la que va al lavabo en plena noche y se encuentra con que el tío no ha bajado el asiento y el culo se le hunde en el agua fría. Además, lo más probable es que el tío no haya tirado de la cadena, porque los hombres se creen que el Hada de la Orina pasa por su casa a las dos de la madrugada y se encarga del asunto, y ahí estás tú, con el culo sumergido en pis, y de repente te das cuenta de que los pies también pisan meado, porque aunque los tíos están convencidos de que tienen una puntería infalible, la mayoría son unos inútiles. Borrachos o sobrios, tienen que regar todo el puto suelo antes de entrar a matar. Llevo toda la vida experimentándolo, cariño. He tenido padre, cuatro hermanos, un ex marido y unos cuantos amigos con derecho a roce cuya existencia no te incumbe a estas alturas… pero tú estás dispuesto a enviar al pobre Frank a la cámara de gas porque resulta que te ha babeado un poco en la zapatilla.” “La zapatilla forrada de pelo”, puntualicé, pero fue en vano.
»Lo que tenía vivir con Lulu, y quizá deba congratularme por ello, es que siempre sabía cuándo darme por vencido. Cuando perdía, era una derrota definitiva. Lo que no iba a decirle a pesar de saberlo a ciencia cierta era que el perro había vomitado en mi zapatilla adrede, al igual que se meaba en mi ropa interior adrede si olvidaba meterla en la cesta de la colada antes de ir a trabajar. Ella podía dejar sus sujetadores y bragas tirados por todo el universo, y lo hacía, pero si yo dejaba aunque solo fuera un par de calcetines de deporte en un rincón, por la noche me encontraba con que ese puto Jack Mierda les había administrado una lluvia dorada. Pero si le contaba eso a Lulu me pediría hora en el psiquiatra. Lo haría aun sabiendo que yo tenía razón, porque de lo contrario quizá tendría que tomarse en serio lo que pasaba, y no quería. Quería a Frank, ¿sabéis? Y Frank la quería a ella. Eran como Romeo y Julieta o Rocky y Adrian. Frank se acercaba a su sillón cuando mirábamos la tele, se tendía en el suelo junto a ella y apoyaba el hocico sobre su zapato. Se quedaba así toda la noche, mirándola con ojos de cordero degollado y con el culo apuntando hacia mí, de forma que si se tiraba un pedo, yo fuera el único beneficiario. Lulu quería a Frank, y Frank quería a Lulu. ¿Por qué? Quién sabe. Por lo visto, el amor es un misterio para todo el mundo a excepción de los poetas, y ninguna persona cuerda entiende lo que estos escriben sobre él. No creo que ni ellos lo entiendan en las raras ocasiones en que sacan la cabeza del culo.
»Pero Lulubelle no me regaló el perro para poder tenerlo ella, eso hay que dejarlo muy claro. Sé que algunas personas lo hacen, como los tipos que regalan a su mujer un viaje a Miami porque son ellos quienes quieren ir allí, y la mujer que le regala a su marido una máquina de remo porque considera que debe hacer algo para rebajar barriga, pero en nuestro caso no fue así. Al principio estábamos locamente enamorados. Yo estaba locamente enamorado de ella y apuesto lo que sea a que ella también lo estaba de mí. No, me compró el perro porque siempre me partía el culo cuando veía el de Frasier. Quería hacerme feliz, nada más. No sabía que Frank le tomaría tanto cariño ni ella a él, al igual que no sabía que el perro me cogería tanta manía que vomitar en mi zapatilla o comerse el dobladillo de las cortinas de mi lado de la cama llegaría a ser el punto culminante del día para él.
L.T. callaba y paseaba la mirada entre los hombres sonrientes. Él no sonreía, pero ponía una mirada con una expresión entre sabia y doliente, y todos se echaban a reír, anticipando lo que se avecinaba. También yo, seguro, a pesar de lo que sabía del Hombre del Hacha.
—Nadie me había odiado jamás —continuaba—, ni hombre ni bestia alguna, de modo que aquello me inquietaba pero que mucho. Intenté trabar amistad con Frank, primero por mí y luego por ella, que me lo había regalado, pero no funcionó. Yo qué sé, quizá él también intentó hacerse amigo mío… ¿Quién sabe lo que pasa por la mente de un perro? En tal caso, a él tampoco le funcionó. Después de aquello leí, creo que fue en la columna de «Querida Abby», que el peor regalo que puede hacérsele a una persona es un animal de compañía, y estoy de acuerdo. Aun cuando te guste el animal y tú a él, plantéate lo que significa un regalo así. «Mira, cariño, te voy a hacer un regalo maravilloso, es una máquina que come por un lado y caga por el otro, funcionará durante quince años más o menos, feliz Navidad.» Pero todo eso suele ocurrírsete a posteriori, ya me entendéis. Estoy convencido de que tanto Frank como yo hicimos cuanto pudimos. Al fin y al cabo, a pesar de que nos odiábamos a muerte, los dos adorábamos a Lulubelle. Creo que esa es la razón por la que, aunque a veces me gruñó si me sentaba a su lado en el sofá cuando daban Murphy Brown o una peli o algo, nunca llegó a morderme. Pero aun así, me ponía de los nervios. Qué jeta tenía esa bola de pelo para atreverse a gruñirme. «Escúchalo —le decía a Lulubelle—, me está gruñendo.» Lulubelle le acariciaba la cabeza como casi nunca me la acariciaba a mí, a menos que se hubiera metido unas cuantas copas, y respondía que era la versión canina del ronroneo, que Frank se alegraba de estar con nosotros, disfrutando de una velada tranquila en casa. Pero os aseguro que nunca he intentado acariciarlo en ausencia de Lulu. A veces le daba de comer y nunca le propinaba patadas, aunque a veces me sentía tentado, mentiría si dijera lo contrario… pero nunca lo acariciaba. Creo que me habría mordido, y entonces la habríamos liado, como dos tipos viviendo con la misma chica guapa. Menage à trois, lo llaman en el «foro» del Penthouse. Los dos la queremos y ella nos quiere a los dos, pero a medida que pasa el tiempo, me doy cuenta de que la balanza se inclina y de que empieza a querer a Frank más que a mí. Tal vez porque Frank nunca replica y nunca le vomita en las zapatillas, y con Frank no interviene el asunto del puto asiento del váter, porque mea fuera. A menos, claro está, que me deje los calzoncillos tirados en un rincón o bajo la cama.
Llegado a este punto, L.T. solía apurar el café helado que llevaba en el termo, hacía crujir los nudillos o ambas cosas. Era su forma de expresar que el primer acto había concluido y que el segundo estaba a punto de comenzar.
—Un buen día, era sábado, Lulu y yo fuimos al centro comercial. A dar una vuelta, como todo el mundo, ya sabéis. Pasamos por delante de la tienda de animales, al lado de J. C. Penney, y vimos un montón de gente apiñada delante del escaparate. «Vamos a ver», propuso Lulu, así que nos abrimos paso hasta primera fila. Era un árbol sintético con ramas desnudas y hierba sintética alrededor, eso que llaman AstroTurf. Y había media docena de gatitos siameses persiguiéndose como locos, subiéndose al árbol y dándose zarpazos en las orejas. «¡Oh, qué monada! —exclamó Lulu—. ¡Pero mira qué cositas tan requetemonísimas! ¡Mira, cariño, mira!» «Ya miro», dije mientras pensaba que acababa de descubrir lo que quería regalarle a Lulu por nuestro aniversario. Qué alivio. Quería que fuera algo superespecial, algo que la dejara alucinada, porque las cosas no habían ido demasiado bien entre nosotros el último año. Pensé en Frank, pero no me preocupaba demasiado; los perros y los gatos siempre andan a la greña en los dibujos animados, pero en la vida real suelen llevarse bien, por lo que he visto. Mejor que las personas, sobre todo cuando fuera hace frío. Para abreviar, compré uno de los gatitos y se lo regalé por nuestro aniversario. Le puse un collar de terciopelo y prendí a él una nota. «Hola, soy Lucy —decía la nota—. Me envía con amor L.T. Feliz segundo aniversario.»
»Probablemente ya sabéis qué os voy a contar ahora, ¿verdad? Claro. Fue exactamente lo mismo que con el cabrón de Frank, el terrier; pero al revés. Al principio me puse más contento que unas pascuas con Frank, y al principio Lulubelle se puso más contenta que unas pascuas con Lucy. La levantaba muy alto y le hablaba como a un bebé: “Miiiira, qué cosiiiita tan moooona, qué ricuuuura…”. Y así sucesivamente… hasta que un buen día, Lucy soltó un maullido y le dio un zarpazo en la nariz. Y con las garras fuera. Luego salió corriendo y fue a esconderse bajo la mesa de la cocina. Lulu se echó a reír como si fuera la cosa más graciosa que le había pasado en su vida, la cosa más moooona del mundo, pero vi que estaba mosqueada. En aquel momento entró Frank. Había estado durmiendo en nuestra habitación, a los pies del lado de la cama de Lulu, pero mi mujer había lanzado un grito cuando el gatito le arañó la nariz, de modo que Frank salió a averiguar qué se cocía. Enseguida vio a Lucy bajo la mesa y caminó hacia ella, husmeando el linóleo por el que la gatita había pasado. “No dejes que se peleen, cariño. No los dejes, L.T., que se va a liar —me pidió Lulubelle—. Frank la matará.” “Dejémosles a su aire un momento, a ver qué pasa”, propuse.
»Lucy arqueó el lomo como hacen los gatos, pero plantó cara a Frank. Lulu dio un paso para interponerse entre ellos a pesar de lo que le había pedido (escuchar no era precisamente uno de sus puntos fuertes), pero le así la muñeca para retenerla. Es mejor que se las arreglen solos a ser posible. Siempre es mejor. Más rápido.
»La cosa es que Frank llegó a la mesa, metió la nariz debajo y empezó a lanzar gruñidos guturales. “Suéltame, L.T., tengo que sacarla de allí —dijo Lulubelle—. Frank le está gruñendo.” “No es verdad —objeté—. Está ronroneando. Lo sé porque me lo ha hecho muchas veces.” Lulubelle me fulminó con la mirada, pero no dijo nada. Las únicas veces que tuve la última palabra en una discusión durante los tres años de nuestro matrimonio, fue por asuntos relacionados con Frank y Jodidalucy. Extraño, pero cierto. En todos los demás terrenos, Lucy siempre tenía más labia que yo, pero cuando se trataba de las mascotas, se quedaba sin réplicas, cosa que no soportaba.
»Frank metió la cabeza bajo la mesa, y Lucy le dio un zarpazo en la nariz como había hecho con Lulubelle, solo que sin sacar las pezuñas. Creí que Frank la atacaría, pero no fue así; se limitó a soltar un ladrido y dar media vuelta. No parecía asustado, sino más bien daba la impresión de que ahora sabía a qué atenerse. Volvió al salón y se tumbó delante del televisor.
»Y ese fue el único enfrentamiento que hubo entre ellos. Se dividieron el territorio más o menos como Lulu y yo el último año que pasamos juntos, cuando las cosas empezaban a ponerse muy feas. El dormitorio pertenecía a Frank y Lulu, la cocina era de Lucy, a partir de Navidad Jodidalucy, y mía, y el salón era terreno neutral. Los cuatro pasábamos muchas veladas allí ese último año, Jodidalucy sobre mi regazo, Frank con el hocico sobre el zapato de Lulu, los humanos en el sofá, Lulubelle leyendo un libro y yo mirando La ruleta de la fortuna o Las vidas de los ricos y famosos, que Lulubelle siempre llamaba Las vidas de los ricos y desnudos. El gato no quiso saber nada de ella desde el primer día. Frank al menos intentaba de vez en cuando hacer las paces conmigo. Su naturaleza siempre podía más que él y acababa mordiéndome las zapatillas deportivas o meando otra vez en mi ropa interior, pero a veces daba la impresión de hacer el esfuerzo. Me lamía la mano, me sonreía… aunque por lo general cuando tenía un plato de algo que le apetecía probar. Los gatos son distintos. Los gatos no se congracian con nadie por mucho que les interese. No saben ser hipócritas. Si más predicadores fueran como los gatos, este país volvería a ser religioso. Si a un gato le caes bien, lo notas enseguida, y si no, también. A Jodidalucy nunca le cayó bien Lulu, para nada, y se lo dejó bien claro desde el principio. Si me disponía a darle de comer, Lucy se restregaba contra mis piernas ronronea que te ronronea mientras le llenaba el cuenco. Si le daba de comer Lulu, se sentaba en la otra punta de la cocina, delante de la nevera, sin perderla de vista, y no se acercaba al cuenco hasta que Lulu se había apartado. Lulu no lo soportaba. “Esa gata se cree la reina de Saba”, espetaba. Por entonces ya no le hablaba como a un bebé y ya no la cogía, porque casi cada vez que lo intentaba, Lucy le arañaba las muñecas.
»Yo fingía que Frank me caía bien y Lulu fingía que Lucy le caía bien, pero lo cierto es que Lulu dejó de fingir mucho antes que yo. Supongo que ninguna de las dos, ni la gata ni la mujer, podían soportar ser hipócritas. No creo que Lucy fuera la única razón por la que Lulu se marchó, sé que no lo fue, pero estoy convencido de que la gata ayudó a Lulubelle a tomar la decisión definitiva. Los animales domésticos pueden vivir muchos años, de modo que el regalo que le hice por nuestro segundo aniversario de boda fue la gota que colmó el vaso. Ya podéis correr a contárselo a “Querida Abby”.
»Lo que más agobiaba a Lulu era el modo de hablar de Lucy. No lo soportaba. Una noche me dijo: “Si esta gata no deja de maullar de esa manera, L. T., creo que le daré con una enciclopedia en toda la cabeza”. “No aúlla —la corregí—, charla.” “Bueno, pues ojalá dejara de charlar.” Y en ese momento, Lucy me saltó al regazo y se calló. Siempre se callaba salvo por un ronroneo gutural y verdadero, no como otros. La rasqué entre las orejas como le gusta y alcé la mirada. Lulu se concentró de nuevo en el libro, pero antes de que bajara la vista, lo que vi en sus ojos fue odio puro. No hacia mí, sino hacia Jodidalucy. ¿Una enciclopedia? Más bien parecía dispuesta a meterla entre dos enciclopedias y apretar hasta matarla.
»A veces, al entrar en la cocina, Lulu sorprendía a la gata sobre la mesa y la ahuyentaba. Un día le pregunté si alguna vez me había visto ahuyentar a Frank de la cama de esa forma. Frank se subía a la cama, siempre por su lado, y dejaba desagradables mechones de pelo blanco por todas partes. Cuando dije eso, Lulu me dedicó una especie de sonrisa, o al menos me enseñó los dientes. “Si lo intentas, me parece que te quedarás sin un par de dedos”, comentó.
»A veces, Lucy era jodida de verdad. Los gatos son volubles y a veces enloquecen; todo aquel que haya tenido uno lo sabe. Los ojos se les abren mucho y centellean, el rabo se les hincha, se ponen a correr por toda la casa, a veces se sientan sobre las patas traseras y hacen cabriolas, como si lucharan contra alguien que ellos ven, pero los humanos no. Lucy se puso así una noche cuando tenía más o menos un año, unas tres semanas antes del día en que llegué a casa y descubrí que Lulubelle se había marchado. En fin, Lucy salió corriendo de la cocina, derrapó sobre el parquet, saltó por encima de Frank y se encaramó a las cortinas del salón, zarpa a zarpa. Les hizo unos agujeros considerables, la verdad. Luego se quedó pertrechada en la barra, paseando la mirada enloquecida por el salón, con la punta del rabo agitándose espasmódica adelante y atrás. Frank se limitó a dar un ligero respingo antes de volver a apoyar el hocico sobre el zapato de Lulubelle, pero ella, que estaba absorta en el libro, se llevó un susto de muerte, y cuando levantó la vista para mirar a la gata, advertí de nuevo aquel odio en sus ojos. “Muy bien —dijo—. Se acabó. Vamos a encontrar un nuevo hogar para esta zorrita de ojos azules, y si no somos lo bastante inteligentes para encontrarle casa a una siamesa de pura raza, la llevamos a la protectora. Estoy harta.” “¿Cómo dices?”, le pregunté. “¿Estás ciego o qué? ¡Mira lo que ha hecho con mis cortinas! ¡Están llenas de agujeros!” “Si quieres ver cortinas con agujeros, ¿por qué no subes a ver las de mi lado de la cama? Tienen el dobladillo destrozado porque Frank se lo come.” “Eso es diferente —objetó ella, mirándome con expresión furiosa—. Es diferente y lo sabes.” No podía tolerar aquello, de ninguna manera. “La única razón por la que piensas que es diferente es que no te gusta el gato que te regalé —aseguré—, pero te diré una cosa, señora DeWitt. Si el martes llevas a la gata a la protectora por arañar las cortinas del salón, te garantizo que el miércoles llevo al perro a la protectora por comerse las cortinas del dormitorio. ¿Estamos?”
»Lulubelle se me quedó mirando y rompió a llorar. Me arrojó el libro y me llamó cabrón. Cabrón de mierda. Intenté agarrarla y obligarla a quedarse el tiempo suficiente para al menos intentar hacer las paces, si es que era posible hacer las paces sin retractarse, cosa que esa vez no tenía intención de hacer, pero ella se zafó de mí y salió corriendo del salón. Frank la siguió. Ambos fueron arriba, y la puerta del dormitorio se cerró de golpe. Le di media hora para tranquilizarse y luego subí. La puerta del dormitorio seguía cerrada, y cuando intenté abrirla, comprobé que Frank la obstruía. Podía apartarlo, pero sería un trabajo lento, porque el perro se deslizaría sobre el suelo, y también ruidoso, porque estaba gruñendo. Gruñendo de verdad, amigos, nada de ronronear. Si hubiera entrado, creo que habría intentado por todos los medios arrancarme la virilidad de un mordisco. Aquella noche dormí en el sofá por primera vez, y un mes más tarde, Lulubelle se marchó.
Si L.T. había sincronizado bien el relato, y casi siempre lo hacía, porque la práctica hace la perfección, la campana que indicaba la vuelta al trabajo en la Planta de Carnes Procesadas W. S. Hepperton, situada en Ames, Iowa, sonaba en aquel momento, ahorrándole las preguntas de los nuevos (los veteranos ya sabían… y también sabían que no debían preguntar) acerca de si L.T. y Lulubelle se habían reconciliado o si sabía dónde estaba ella ahora o (la pregunta del millón) si ella y Frank seguían juntos. Nada como la campana para eludir las preguntas más embarazosas de la vida.
—Bueno —suspiraba L.T. al tiempo que guardaba el termo y se levantaba para desperezarse—, todo ello me ha conducido a elaborar lo que denomino la teoría de L.T. sobre los animales de compañía.
Los demás lo miraban expectantes, como yo la primera vez que lo oí pronunciar aquella expresión tan grandilocuente, pero siempre acababan sintiéndose defraudados, como yo. Una historia tan buena merecía un final más espectacular, pero el de L.T. nunca cambiaba.
—Si tu perro y tu gato se llevan mejor que tú y tu mujer, no te extrañe llegar un día a casa y encontrarte una nota de despedida en la puerta de la nevera.
Como ya he dicho, contaba esta historia a menudo, y una noche, cuando vino a cenar a mi casa, se la contó a mi mujer y mi cuñada. Mi mujer había invitado a Holly, que llevaba dos años divorciada, para completar el cuarteto. Estoy seguro de que no tenía otro motivo, porque a Roslyn no le caía bien L. T. DeWitt. A casi todo el mundo le caía bien, casi todo el mundo congeniaba con él, pero Roslyn nunca ha sido como los demás. Tampoco le gustó la historia de la nota en la nevera y las mascotas; lo noté enseguida a pesar de que se rió en las partes apropiadas. En cuanto a Holly… joder, no sé. Nunca sé lo que piensa esa chica. Por lo general se queda sentada con las manos entrelazadas en el regazo y sonriendo como la Mona Lisa. Pero esa vez fue culpa mía, lo reconozco. L.T. no quería contarla, pero lo pinché porque alrededor de la mesa reinaba el silencio, solo se oía el tintineo de los cubiertos y los vasos, y casi me parecía percibir físicamente el desagrado que mi esposa sentía por L.T. Lo emanaba en oleadas. Y si L.T. había sido capaz de percibir el odio que aquel pequeño terrier Jack Russell sentía hacia él, lo más probable era que advirtiera la actitud de mi esposa, o al menos, eso pensé.
Así pues, la contó para complacerme, supongo, mirando al infinito en los pasajes pertinentes, como si dijera «Madre mía, me enredó como a un chino», y mi mujer se reía de vez en cuando, con carcajadas más falsas que el dinero del Monopoly, mientras Holly exhibía su sonrisita de Mona Lisa y mantenía la mirada baja. Por lo demás, la cena estuvo bien, y al acabar, L.T. dio las gracias a Roslyn por una «cena impresionante» (a saber qué quería decir con eso), y ella respondió que viniera cuando quisiera, que a los dos nos encantaba tenerlo en casa. Eso era mentira, pero estoy seguro de que en todas las cenas del mundo cae más de una mentirijilla. O sea, que fue bien, al menos hasta que lo llevé a casa. L.T. me comentó que al cabo de una semana haría un año que Lulubelle se había marchado, su cuarto aniversario, que significa flores si estás chapado a la antigua y electrodomésticos si eres más moderno. Luego me contó que la madre de Lulubelle, en cuya casa Lulubelle nunca se había presentado, iba a poner una lápida con el nombre de su hija en el cementerio local.
—La señora Simms dice que debemos darla por muerta —dijo.
Y de repente rompió a llorar. Me quedé tan asombrado que estuve a punto de salirme de la carretera.
Lloró con tal fuerza que cuando dejé de estar asombrado empecé a temer que tanto dolor acumulado lo matara de una embolia o que le estallara un vaso sanguíneo o algo así. Se mecía en el asiento y golpeaba el salpicadero con las manos abiertas. Era como si se hubiera desencadenado un tornado en su interior. Acabé por parar en la cuneta y darle palmaditas en el hombro. Sentía el calor de su piel a través de la camisa, tan intenso que parecía arder.
—Vamos, L.T. —intenté tranquilizarlo—. Ya basta.
—Es que la echo de menos —farfulló con voz tan cargada de sollozos que apenas lo entendí—. La echo tanto de menos… Cuando llego a casa, no hay nadie más que la gata, llorando como una posesa, y al cabo de un rato yo también me echo a llorar, y los dos lloramos mientras le lleno el cuenco con esa mierda que come.
En aquel momento volvió hacia mí el rostro enrojecido y bañado en lágrimas. En retrospectiva digo que era casi insoportable, pero lo soporté; me creía en la obligación de soportarlo. Al fin y al cabo, ¿quién lo había pinchado para que contara la historia de Lucy, Frank y la nota de la nevera esa noche? No había sido Mike Wallace ni Dan Rather, desde luego. Así que lo miré. No me atrevía a abrazarlo, por si el tornado saltaba de su cuerpo al mío, pero seguí dándole palmaditas.
—Creo que está viva en alguna parte, eso es lo que creo —declaró.
Seguía hablando con voz espesa y temblorosa, pero en ella se advertía una débil nota de desafío. No me estaba contando lo que creía, sino lo que quería creer, de eso estoy bastante seguro.
—Bueno, tienes todo el derecho a creer eso, ninguna ley te lo impide. No han encontrado su cadáver ni nada.
—Quiero pensar que está en Nevada, cantando en algún hotelito-casino —prosiguió—. No en Las Vegas ni en Reno, porque no saldría adelante en la gran ciudad, pero en Winnemucca o Ely creo que sí podría arreglárselas. Un sitio así. Vio un anuncio en el que buscaban una cantante y decidió no ir a casa de su madre. Joder, pero si ni siquiera se llevaban bien, Lu siempre lo decía. Y cantaba bien, ¿sabes? No sé si la oíste alguna vez, pero cantaba bien. No era genial, pero lo hacía bien. La primera vez que la vi estaba cantando en el vestíbulo del Marriot de Columbus, Ohio. O también puede ser que…
Titubeó un instante antes de continuar.
—La prostitución es legal en Nevada. No en todos los condados, pero sí en casi todos. Podría estar trabajando en una de esas caravanas del Farolillo Verde o en el Mustang Ranch. Muchas mujeres tienen vena de putas, y Lu era una de ellas. No es que me la pegara, así que no sé cómo lo sé, pero lo sé. Podría… sí, podría estar en uno de esos sitios.
Se detuvo con la mirada perdida, tal vez imaginando a Lulubelle en la cama de un cuartucho en una caravana-prostíbulo de Nevada, vestida solo con medias, mamándosela a algún vaquero desconocido mientras de la habitación contigua llegaba el sonido de Steve Earle y los Dukes cantando «Six Days on the Road» o de un televisor en el que ponían algún concurso. Lulubelle trabajando de puta, no muerta; el Subaru abandonado en una cuneta, el pequeño Subaru que había aportado al matrimonio, no significaba nada, al igual que la mirada de un animal, tan atenta en apariencia, no suele significar nada.
—Puedo creerlo si quiero —persistió mientras se enjugaba los ojos hinchados con la cara interior de las muñecas.
—Claro que sí, L.T. —asentí mientras me preguntaba qué pensarían los hombres sonrientes que escuchaban su historia a la hora del almuerzo si vieran a ese otro L. X, ese hombre tembloroso de rostro muy pálido, ojos inyectados en sangre y piel ardiente.
—Y lo creo, joder… —exclamó—. Lo creo —repitió tras una vacilación.
Cuando volví a casa, Roslyn estaba en la cama con un libro en las manos y arropada hasta el pecho. Holly se había ido mientras llevaba a L.T. a casa. Roslyn estaba de mal humor, y no tardé en averiguar por qué. La mujer tras la sonrisa de Mona Lisa se había quedado prendada de mi amigo. Embobada, quizá. Y mi mujer no lo aprobaba, desde luego.
—¿Por qué le retiraron el carnet? —preguntó, y sin darme tiempo a responder, añadió—: Por beber, ¿no?
—Sí, por conducir borracho —corroboré antes de sentarme en mi lado de la cama y quitarme los zapatos—. Pero eso fue hace casi seis meses, y si consigue mantenerse sobrio otros dos, se lo devuelven. Creo que lo conseguirá. Va a Alcohólicos Anónimos.
Mi mujer lanzó un gruñido, a todas luces nada impresionada. Me quité la camisa, me olisqueé los sobacos y la colgué en el armario. Solo la había llevado un par de horas, durante la cena.
—¿Sabes una cosa? —comentó mi mujer—. Me parece raro que la policía no lo investigara un poco más a fondo cuando su mujer desapareció.
—Le hicieron algunas preguntas —respondí—, pero solo para obtener toda la información posible. Nunca se planteó la posibilidad de que lo hiciera él, Ros. Nunca sospecharon de él.
—Pareces muy seguro de ello.
—Es que lo estoy, porque sé algunas cosas. Lulubelle llamo a su madre desde un hotel en el este de Colorado el día que se fue y volvió a llamarla desde Salt Lake City al día siguiente. Por entonces estaba bien, y eran días laborables, así que L.T. estaba en la planta. También estaba en la planta el día que encontraron su coche aparcado en el camino de aquel rancho cerca de Caliente. A menos que pueda teletransportarse en un abrir y cerrar de ojos, él no la mató. Además, jamás lo habría hecho. La quería.
Roslyn volvió a gruñir. Es una expresión de escepticismo detestable que de vez en cuando emplea. Después de casi treinta años de matrimonio, ese sonido aún me da ganas de gritarle que se calle, que se vaya a tomar por el culo, que diga lo que piensa o que cierre el pico. Esa noche estuve en un tris de contarle cómo había llorado L.T., de hablarle del tornado que había arrasado a su paso todo lo que no estaba bien sujeto, pero no lo hice. Las mujeres desconfían de las lágrimas de los hombres. Puede que digan lo contrarío, pero en el fondo desconfían de las lágrimas de los hombres.
—¿Por qué no llamas a la policía y les ofreces tu experta ayuda? —propuse—. Señálales todas las cosas que pasaron por alto, como Angela Landsbury en Se ha escrito un crimen.
Dicho aquello me tumbé en la cama, y ella apagó la luz. Nos quedamos tendidos un rato en la oscuridad, y cuando Roslyn volvió a hablar, lo hizo en tono más suave.
—Es que no me cae bien. Nunca me ha caído bien.
—Ya, eso es evidente.
—Y no me gusta cómo ha mirado a Holly.
Lo que significaba, tal como descubrí más adelante, que no le gustaba cómo Holly lo había mirado a él… cuando dejaba de mirar su plato, claro.
—Preferiría que no volvieras a invitarlo a cenar —pidió.
Guardé silencio. Era tarde, y estaba cansado. Había sido un día duro, una velada aún más dura, y estaba cansado. Lo último que quería era enzarzarme en una discusión con mi mujer estando yo cansado y ella preocupada. Es la clase de discusión en la que uno acaba durmiendo en el sofá, y la única forma de frenarla es callar. En el matrimonio, las palabras son como la lluvia, y la tierra del matrimonio está surcada de lechos secos y arroyuelos que pueden transformarse en torrentes enfurecidos en menos que canta un gallo. Los psicólogos creen en el poder de las palabras, pero casi todos ellos están divorciados o son maricas. El silencio es el mejor amigo del matrimonio.
Silencio.
Al cabo de un rato, mi mejor amiga se volvió de costado, dándome la espalda para acomodarse en el lugar al que va cuando al fin da por terminado el día. Yo seguí despierto un rato, pensando en un pequeño coche polvoriento, tal vez blanco en tiempos, aparcado de morro en la cuneta del camino de un rancho en el desierto de Nevada, no muy lejos de Caliente. La puerta del conductor estaba abierta, el retrovisor arrancado y en el suelo, el asiento delantero empapado en sangre y destrozado por los animales que habían acudido a investigar y quizá a dar un tiento.
Había un hombre, suponían que era un hombre, porque casi siempre lo son, que había matado brutalmente a cinco mujeres en aquellos parajes, cinco en tres años, casi todas ellas durante la época en que L.T. vivía con Lulubelle. Cuatro de ellas eran vagabundas. Conseguía que pararan, las sacaba de sus coches, las violaba, las desmembraba con un hacha y las dejaba en las inmediaciones para que los cuervos, los buitres y las comadrejas dieran cuenta de ellas. La quinta era la anciana esposa de un ranchero. La policía lo llamaba el Hombre del Hacha. Hasta la fecha, el Hombre del Hacha aún anda suelto. No ha vuelto a matar, y si Cynthia Lulubelle Simms DeWitt fue la sexta víctima del Hombre del Hacha, también ha sido la última, al menos de momento. Sin embargo, aún no está del todo claro si fue su sexta víctima. La duda no persiste en muchas mentes, pero sí en la de L. T., que aún tiene derecho a albergar esperanzas.
Resulta que la sangre del asiento no era humana; la unidad forense del estado de Nevada no tardó ni cinco horas en determinarlo. El mozo de rancho que había encontrado el Subaru de Lulubelle vio una bandada de pájaros sobrevolando una zona a ochocientos metros de distancia y al llegar no encontró una mujer desmembrada, sino un perro desmembrado. Poco quedaba de él salvo huesos y dientes; los predadores y los carroñeros se habían puesto las botas, y de todos modos, los terrier Jack Russell no es que anden sobrados de carne. El Hombre del Hacha acabó con Frank; el destino de Lulubelle es probable, pero no cierto.
Tal vez siga viva, me dije. Tal vez esté cantando «Tie a Yellow Ribbon» en el Jailhouse de Ely o «Take a Message to Michael» en el Rose of Santa Fe de Hawthorne, acompañada por una orquestina de tres miembros; vejestorios intentando parecer jóvenes con sus chalecos rojos y sus estrechas corbatas negras de vaquero. O quizá está chupando pollas de vaqueros en Austin o Wendover, inclinada hacia delante hasta que los pechos se le aplastan contra los muslos bajo un calendario en el que se ven tulipanes holandeses, agarrando nalgas y más nalgas con las manos mientras piensa qué pondrán en la tele esa noche, cuando acabe su turno. Tal vez se limitó a parar el coche y seguir a pie. La gente hace esas cosas. Yo lo sé, y vosotros probablemente también. A veces la gente dice «a tomar por el culo» y se larga. Puede que dejara a Frank, pensando que alguien llegaría y le proporcionaría un buen hogar, solo que fue el Hombre del Hacha quien apareció y…
Pero no. Conocía a Lulubelle y por mucho que lo intente no me la imagino abandonando a un perro para que muera abrasado al sol o de hambre en el desierto. Sobre todo un perro al que quería como quería a Frank. No, L.T. no exageraba en eso; los vi juntos y lo sé.
Podría estar viva en alguna parte. Técnicamente, al menos, L.T. tiene razón. El hecho de que no pueda imaginarme las circunstancias que la alejarían del coche dejando la puerta abierta y el retrovisor tirado en el suelo y el perro muerto y destrozado por los cuervos a escasa distancia, el hecho de que no pueda imaginarme las circunstancias que conducirían de ese sitio cerca de Caliente a otro sitio en el que Lulubelle Simms esté cantando o chupando pollas, a salvo y en el anonimato, no significa que no existan tales circunstancias. Tal como dije a L.T, no han encontrado su cadáver, solo su coche y los restos del perro cerca de él. Lulubelle podría estar en cualquier parte, es evidente, ¿no?
No podía dormir y tenía sed. Me levanté de la cama, entré en el baño y saqué los cepillos de dientes del vaso que teníamos junto al lavabo. Llené el vaso de agua y me senté sobre la tapa cerrada del retrete, pensando en el maullido de los gatos siameses, esa especie de llanto extraño, de lo que debe de gustar a quienes los quieren, haciéndolos sentir totalmente a sus anchas.