Escribir esto ha representado una lección dura de roer. Es como decir eh, Dink, bienvenido al mundo real. Por lo general es la imagen de mí mismo triturando billetes en la cocina la que me cruza la mente cuando pienso en lo que me ha sucedido, pero sé que se debe a que resulta más fácil pensar en dinero triturado (o monedas arrojadas a la alcantarilla) que en personas trituradas. A veces me odio a mí mismo, a veces temo por mi alma inmortal (si es que tengo) y a veces me avergüenzo sin más. «Confía en mí», dijo el señor Sharpton, y lo hice. ¿Hasta qué punto puedo poner la excusa de la inmadurez? Me digo a mí mismo que no soy más que un crío, que tengo la misma edad que los críos que pilotaban esos B-25 en los que pienso a veces, que los críos tienen derecho a ser tontos. Pero no sé si es cierto cuando hay vidas en juego.
Y por supuesto, sigo haciéndolo.
Sí.
Al principio pensé que no podría, al igual que los niños de Mary Poppins ya no pueden seguir volando por la casa cuando dejan de pensar en cosas alegres… pero sí puedo. En cuanto me senté ante el ordenador y empezó a fluir aquel río de fuego, se acabó. Ya ven (o al menos creo que ven), para esto vine al planeta Tierra. ¿Se me puede culpar por hacer aquello que me completa, que me redondea?
Respuesta: Sí, sin duda alguna.
Pero no puedo parar. A veces me digo que sigo porque si paro, aunque solo sea por un día, sabrán que he descubierto el pastel, y los limpiadores vendrán un día sin avisar. Pero no es la única razón. Lo hago porque no soy más que otro adicto, como un yonqui fumando crack en un callejón o una tía metiéndose un pico. Lo hago por el puto subidón, lo hago porque cuando trabajo en el CUADERNO DE DINKY, todo es eventual. Es como estar atrapado en la casita de chocolate. Y todo por culpa de aquel capullo que salió de la tienda con el puto Dispatch abierto. De no ser por él, seguiría sin ver más que edificios difusos por la mira. No vería personas, solo objetivos.
«Eres la mira —había dicho Skipper en mi sueño—. Tú eres la mira, Dinkster.»
Cierto, lo sé. Espeluznante, pero cierto. No soy más que un instrumento, el objetivo por el que mira el bombardero. El botón que pulsa.
¿Qué bombardero, se preguntarán?
Venga ya.
He pensado en llamarlo, ¿qué les parece la locura? O quizá no sea una locura. «Llámame cuando quieras, aunque sean las tres de la mañana», eso había dicho el hombre, y estoy bastante seguro de que lo decía en serio. El señor Sharpton no me mintió en ese aspecto, al menos.
Pensé en llamarle y decirle: «¿Sabe qué es lo que más duele, señor Sharpton? Eso que dijo de que podía convertir el mundo en un lugar mejor librándome de gente como Skipper. Lo cierto es que ustedes son como Skipper».
Claro. Y yo soy el carro de la compra con el que persiguen a gente, riendo, ladrando y haciendo sonidos de coche de carreras. Además, salgo barato… a precio de saldo. De momento ya he matado a más de doscientas personas y ¿por cuánto le ha salido a TransCorp? Una casita en una ciudad de tercera en Ohio, setenta pavos a la semana y un Honda. Ah, y televisión por cable, no lo olviden.
Me quedé un rato mirando el teléfono, pero volví a colgarlo. No podía decirle nada de eso. Sería como ponerme una bolsa de plástico en la cabeza y cortarme las venas.
¿Qué voy a hacer?
Dios mío, ¿qué voy a hacer?