XVIII

Salí de la biblioteca con la intención de ir a casa, pero lo que hice fue volver al mismo banco del parque. Me quedé allí sentado hasta que el sol se puso y el parque se quedó sin niños y perros cazadores de frisbees. Aunque por entonces ya llevaba tres meses en Columbia City, era la primera vez que salía hasta tan tarde. Triste, pero cierto. Yo que creía que por fin tenía una vida independiente, lejos de mamá, pero en realidad no era más que una sombra.

Si ciertas personas me vigilaban, tal vez se preguntaran a qué venía aquel cambio, de modo que me levanté, fui a casa, herví una de esas bolsitas de mierda instantánea y encendí el televisor. Tengo televisión por cable, el paquete entero, inclusive las cadenas de estrenos cinematográficos, y jamás me ha llegado factura alguna. Qué chollo, ¿eh? Puse Cinemax y vi a Rutger Hauer haciendo de karateka ciego. Me senté en el sofá bajo el Rembrandt falso y miré la peli. No la vi, eso no, pero cené y la miré.

Mientras miraba pensé en cosas. En un columnista de ideas liberales y lectores conservadores. En una investigadora del sida que hacía de puente con otros investigadores del sida. En un viejo general que había cambiado de opinión. Pensé en el hecho de que solo conocía a esas tres personas de nombre porque no tenían módem ni correo electrónico.

También tenía otras cosas en que pensar, como en el modo de hipnotizar a un tipo con talento, drogarlo o tal vez exponerlo a otros tipos con talento a fin de evitar que formulara las preguntas equivocadas o tomara las decisiones equivocadas. Como el modo de cerciorarse de que un tipo con talento no pusiera pies en polvorosa si algún día descubría la verdad. Podías hacerlo confinándolo en una existencia sin dinero… una vida cuya primera regla consistía en no apartar fondos extraordinarios, ni siquiera calderilla. ¿Qué clase de tipo con talento caería en semejante trampa? Pues uno ingenuo, con pocos amigos y escasísima autoestima. Un tipo capaz de vender su talentosa alma por un puñado de provisiones y setenta pavos a la semana, porque está convencido de que eso es lo que vale su trabajo.

No quería pensar en nada de todo aquello. Intenté concentrarme en Rutger Hauer y sus graciosas piruetas de karateka ciego (Pug se habría partido el pecho de haber estado conmigo, créanme) para no tener que pensar en nada de todo aquello.

«Doscientos», por ejemplo. Un número en el que no quería pensar. 200.10 X 20,40 X 5, CC, para los antiguos romanos. Al menos doscientas veces había pulsado la tecla que hacía aparecer el mensaje DINKYMAIL ENVIADO en mi pantalla.

Por primera vez, como si acabara de despertar, se me ocurrió que era un asesino. Un asesino en serie.

Sí, señor, a eso se reducía todo.

¿Seres humanos buenos? ¿Seres humanos malos? ¿Seres humanos indiferentes? ¿Quién emite esos juicios? ¿El señor Sharpton? ¿Sus jefes? ¿Los jefes de sus jefes? Y en cualquier caso, ¿qué importa?

Llegué a la conclusión de que no importaba una mierda. También de que no podía pasar demasiado tiempo quejándome (ni a mí mismo) de que me hubieran drogado, hipnotizado o sometido a algún tipo de control mental. La verdad era que hacía lo que hacía porque me encantaba la sensación que experimentaba cuando componía las cartas especiales, esa sensación de que un río de fuego me surcaba el centro de la mente.

Y sobre todo, lo hacía porque podía.

—Eso no es cierto —objeté… pero en voz baja, entre dientes. Probablemente no han puesto micrófonos en mi casa, pero más vale prevenir.

Empecé a escribir este… ¿Cómo llamarlo? Informe, tal vez. Empecé a escribir este informe aquella misma noche, en cuanto acabó la película de Rutger Hauer. Pero lo escribo a mano en un cuaderno, no en el ordenador, y en inglés corriente y moliente. Nada de sancófitos, fodres ni micros. Bajo la mesa de ping-pong del sótano hay una baldosa suelta; ahí es donde guardo el informe. Acabo de releer el principio. «Ahora tengo un buen trabajo y ningún motivo para sentirme deprimido.» Qué gilipollez. Pero por supuesto, cualquier gilipollas es capaz de engañarse a sí mismo.

Aquella noche, cuando me acosté, soñé que estaba en el aparcamiento del Supr Savr. Pug estaba allí, vestido con el guardapolvo rojo y un sombrero como el que Mickey Mouse llevaba en Fantasía, la película donde Mickey hacía el papel de aprendiz de brujo. En el centro del aparcamiento había una hilera de carros de la compra. Pug subía y bajaba la mano, y cada vez que lo hacía, uno de los carros se ponía en marcha solo, cogiendo velocidad para cruzar el aparcamiento y estrellarse contra la pared lateral de ladrillo del supermercado. Los carros se iban acumulando allí, una montaña reluciente de metal y ruedas. Por una vez en su vida, Pug no sonreía. Yo quería preguntarle qué hacía y qué significaba, pero por supuesto, lo sabía.

—Ha sido bueno conmigo —le decía a Pug en el sueño, refiriéndome al señor Sharpton, por supuesto—. Ha sido muy, pero que muy eventual.

En ese momento, Pug se volvía hacia mí, y entonces comprobaba que no era él. Era Skipper y tenía la cabeza aplastada hasta las cejas. Las crestas del cráneo roto sobresalían en círculo, como si llevara una corona de hueso.

—No estás mirando por una mira de bombardero —me decía con una sonrisa—, sino que eres la mira. ¿Qué te parece, Dinkster?

Desperté en la oscuridad de mi habitación, sudando, cubriéndome la boca con las manos para ahogar un grito, así que supongo que no debía de hacerme demasiada gracia el sueño.