XVII

A veces tengo que enviar las cartas por correo, es decir, imprimir lo que fabrico en el CUADERNO DE DINKY, meterlo en un sobre, lamer los sellos y enviar la carta a alguien. Profesora Ann Tevitch, Universidad de Nuevo México en Las Cruces. Señor Andrew Neff, New York Post, Nueva York, Nueva York. Bill Unger, Entregas Generales, Stovington, Vermont. Solo eran nombres, pero aun así resultaban más inquietantes que los números de teléfono. Más personales que los números de teléfono. Era como ver por un segundo rostros por la mira Norden de tu avión. Qué fuerte, ¿no? Ahí estás tú, a ocho mil metros de altitud, donde no se permiten caras, pero de repente ves alguna durante un par de segundos.

No sabía cómo era posible que una profesora universitaria no tuviera módem, o un tipo que trabajaba en un periódico de Nueva York, para el caso, pero nunca me preguntaba demasiadas cosas. No me hacía falta. Vivimos en un mundo moderno, pero el ordenador no es el único medio para enviar cartas. El correo ordinario sigue existiendo. Y la información que necesitaba siempre la encontraba en la base de datos, como el hecho de que Unger tenía un Thunderbird de 1957, por ejemplo, o que Ann Tevitch tenía un ser querido, probablemente su marido o quizá su hijo, o su padre, que se llamaba Simon.

Además, las personas como Tevitch y Unger eran excepciones. Casi todos los objetivos a los que me dirijo, como aquel primero de Columbus, están preparados para el siglo XXI. ENVIANDO DINKYMAIL, DINKYMAIL ENVIADO. Hasta luego, Lucas.

Podría haber seguido así durante mucho tiempo, tal vez para siempre, navegando por la base de datos (no hay calendario que seguir, ni lista de ciudades y objetivos prioritarios; estoy solo ante el peligro, a menos que todos esos detalles los tenga también almacenados en el inconsciente, en el disco duro), yendo al cine por las tarde, disfrutando del silencio sin mamá que reinaba en mi casita y soñando con el siguiente peldaño del escalafón, de no ser porque un día me desperté caliente. Trabajé más o menos una hora, navegando por Australia, pero no había manera. La polla no paraba de metérseme en el cerebro, por así decirlo. Al final apagué el ordenador y bajé a la tienda a ver si encontraba alguna revista con chicas guapas en ropa interior de encaje.

Al llegar me crucé con un tipo que salía después de comprar el Columbus Dispatch. Yo nunca leo el periódico. ¿Para qué? Cada día sale lo mismo. Dictadores que se cargan a otros más débiles que ellos, hombres vestidos de uniforme dándole a pelotas de fútbol americano o europeo, políticos besando a bebés y lamiendo culos. En otras palabras, artículos sobre los Skipper Brannigan de este mundo. Y tampoco me habría fijado en aquel artículo aunque hubiera mirado hacia el expositor de periódicos al entrar en la tienda, porque estaba en la mitad inferior de la primera página, por debajo del pliegue. Pero aquel capullo que salía iba con el periódico abierto y la cara enterrada en él.

En la esquina inferior derecha vi la fotografía de un tipo de pelo blanco fumando en pipa y sonriendo. Tenía aspecto de tipo afable, probablemente irlandés, con muchas arrugas alrededor de los ojos y pobladas cejas blancas. El titular que coronaba la imagen no era enorme, pero sí lo bastante grande para leerlo. Decía: EL SUICIDIO DE NEFF DESCONCIERTA Y AFLIGE A SUS COMPAÑEROS.

Por un instante pensé en salir de allí. Ya no me apetecía ver chicas guapas en lencería sexy. Volvería a casa y me echaría la siesta. Si no lo hacía, lo más seguro era que acabara cogiendo un ejemplar del Dispatch sin poder contenerme y no sabía si me convenía saber más sobre aquel tipo de aspecto irlandés de lo que sabía… o sea nada, como ya se imaginan que me recordé a mí mismo. Neff no podía ser un nombre tan infrecuente, solo tenía cuatro letras, no era Shittendookus ni Horecake, debía de haber miles de Neffs en el país. Seguro que ese tío nada tenía que ver con mi Neff, aquel al que le gustaban los discos de Frank Sinatra.

En cualquier caso, lo mejor era largarse y volver al día siguiente. Al día siguiente, la foto del tipo de la pipa ya no estaría. Al día siguiente habría dado paso a la foto de otra persona en la esquina inferior derecha de la primera página. Moría gente cada dos por tres, ¿no? Personas que no eran superestrellas ni nada de eso, solo lo bastante famosas para que su foto saliera en la esquina inferior derecha de la página uno. Y a veces sus muertes desconcertaban a otros, como la gente de Harkerville tras la muerte de Skipper. Nada de alcohol en la sangre, noche despejada, carretera seca, ninguna tendencia suicida…

Pero el mundo está plagado de misterios así, y a veces lo mejor es dejarlos sin revolver. A veces las soluciones no son… bueno, no son demasiado eventuales.

Pero la fuerza de voluntad nunca ha sido mi fuerte. No siempre consigo mantenerme alejado del chocolate, aunque sé que mi cutis se rebela, y aquel día no conseguí mantenerme alejado del Columbus Dispatch, sino que me lo compré.

De camino a casa se me ocurrió una idea curiosa, y es que no quería sacar en la basura un periódico con la foto de Andrew Neff en primera página. Los basureros venían en un camión del ayuntamiento y no tenían nada que ver, no podían tener nada que ver con TransCorp, pero…

Un verano, cuando éramos pequeños, Pug y yo miramos una serie que se llamaba Golden Years. Probablemente no la recuerden. En fin, en ella salía un tío que siempre decía: «La paranoia perfecta es la consciencia perfecta». Era su lema, y estoy bastante de acuerdo con él.

La cosa es que en lugar de volver a casa me fui al parque, me senté en un banco, leí el artículo y cuando acabé tiré el periódico a una papelera. Ni siquiera eso me hizo demasiada gracia, pero bueno, si el señor Sharpton tiene a un tipo siguiéndome para comprobar cada insignificancia que tiro, estoy bien jodido de todas formas.

No cabía ninguna duda de que Andrew Neff, de sesenta y dos años, columnista del Post desde 1970, se había suicidado. Se tomó un montón de pastillas que por sí solas ya lo habrían tumbado, luego se metió en la bañera, se cubrió la cabeza con una bolsa de plástico y puso el broche de oro a la velada cortándose las venas. He aquí un hombre totalmente decidido a eludir cualquier tipo de ayuda profesional.

No obstante, no dejó nota alguna, y la autopsia no reveló indicios de problemas. Sus compañeros descartaban la posibilidad de que sufriera Alzheimer o demencia precoz. «Era el tipo más listo que he conocido en mi vida y lo fue hasta el día de su muerte —aseguraba un hombre llamado Pete Hamill—. Podría haber ganado cualquiera de esos concursos televisivos para sesudos.» Hamill añadía que una de las «encantadoras rarezas» de Neff era su contundente negativa a participar en la revolución informática. No quería saber nada de módems, ordenadores personales ni correctores ortográficos de Franklin Electronic Publishers. Ni siquiera tenía compact en su piso, afirmaba. Neff declaraba, tal vez solo medio en broma, que los compacts eran obra del Diablo. Le encantaba Frank Sinatra, pero solo en vinilo.

Ese tal Hamill y algunos otros decían que Neff siempre estaba de buen humor, incluso la tarde que entregó su última columna, tras lo cual se fue a casa, se tomó una copa de vino y se quitó la vida. Una de las columnistas de chismes del Post, Liz Smith, decía que había compartido una ración de pastel con él aquella última tarde y que Neff le había parecido «un poco distraído, pero nada más».

Distraído, ya. Con la cabeza llena de fodres, cualquiera estaría distraído.

Neff, continuaba el artículo, había sido un bicho raro en el Post, que defiende un punto de vista más bien conservador… Supongo que no llegan al punto de recomendar a las claras la electrocución para los que llevan tres años en paro y viven de la beneficiencia, pero sí lo mencionan como posibilidad. Por lo visto, Neff era el liberal de la redacción. Escribía una columna titulada «Eneff is Eneff»[8], donde hablaba de cambiar el trato que Nueva York dispensaba a las madres solteras adolescentes, insinuaba que el aborto no siempre era un asesinato y argumentaba que las viviendas pobres de los barrios más periféricos constituían una máquina de odio que se autoperpetuaba. Poco antes de morir se había dedicado a escribir artículos sobre la envergadura del ejército, preguntándose por qué Estados Unidos como país sentía la necesidad de seguir metiendo dinero en él cuando en esencia ya no quedaba nadie contra quien luchar salvo los terroristas. Decía que más nos valía gastar el dinero en crear empleo. Y a los lectores del Post, que habrían crucificado a cualquier otro que se atreviera a decir semejantes cosas, les encantaba oírlas de su boca. Porque era gracioso. Porque era encantador. Tal vez porque era irlandés y había besado la Piedra de Blarney.

Y eso era todo. Eché a andar hacia casa. Sin embargo, por el camino me desvié y acabé recorriéndome todo el centro. Caminaba en zigzag, paseando por avenidas y acortando por aparcamientos mientras imaginaba a Andrew Neff metiéndose en la bañera y cubriéndose la cabeza con una bolsa. Una bolsa de las grandes, de esas que mantienen frescos todos tus restos del súper.

«Se lo merecía.»

Era lo que el señor Sharpton había dicho de Skipper y quizá tenía razón… esa vez. Pero ¿se lo merecía Neff? ¿Había cosas de él que no sabía? ¿Quizá le iban las niñas pequeñas o vendía droga o se metía con gente demasiado débil para ofrecer resistencia, como Skipper cuando me persiguió con el carro de la compra?

«Queremos ayudarte a emplear tu talento en beneficio de toda la humanidad», había dicho el señor Sharpton, y sin duda eso no incluía hacer que un tío se suicidara porque consideraba que el Departamento de Defensa gasta demasiado en bombas inteligentes. Esas paranoias están reservadas a las películas de Steven Seagal y Jean-Claude van Damme.

Y entonces tuve una idea, una idea aterradora.

Quizá TransCorp lo quería muerto precisamente porque escribía esas cosas.

Quizá lo querían muerto porque algunas personas, las personas equivocadas, empezaban a preocuparse por las cosas que escribía.

—Qué locura —dije en voz alta.

Una mujer que contemplaba un escaparate me fulminó con la mirada.

Acabé en la biblioteca pública hacia las dos, con las piernas doloridas y un terrible dolor de cabeza. No dejaba de ver a aquel hombre en la bañera, con las tetas arrugadas de anciano, el vello del pecho encanecido, la amable sonrisa borrada de su rostro y sustituida por una mirada perdida. Lo imaginaba una y otra vez poniéndose la bolsa en la cabeza mientras tarareaba una canción de Sinatra, «My Way», quizá, calándosela bien y mirando a través de ella como quien mira por una ventana sucia para no errar al cortarse las venas. No quería imaginar aquellas cosas, pero no podía evitarlo. Mi mira de bombardero se había convertido en un telescopio.

En la biblioteca había una sala de ordenadores donde uno podía conectarse a internet por poco dinero. Me hicieron sacarme el carnet de la biblioteca, pero no me importó; tener el carnet de la biblioteca siempre va bien, nunca está demás ir bien documentado.

Me costó solo tres pavos localizar a Ann Tevitch y el artículo sobre su muerte. El texto, comprobé con el corazón en un puño, empezaba en la esquina inferior derecha de la primera página, la Sección Oficial de los Muertos, antes de pasar a la página de esquelas. La profesora Tevitch había sido una guapa señora rubia de treinta y siete años. En la fotografía sostenía las gafas en una mano, como si quisiera hacer saber a la gente que las llevaba… o para hacerles saber que tenía los ojos preciosos. Ese detalle me hizo sentir triste y culpable.

Su muerte guardaba una similitud asombrosa con la de Skipper. Había acaecido durante el camino de vuelta a casa desde la Universidad de Nuevo México, tal vez conduciendo un poco deprisa porque le tocaba preparar la cena, pero en fin, la carretera estaba en perfectas condiciones y la visibilidad era excelente. Su coche, que lucía la matrícula personalizada FAN DNA, como yo bien sabía, se había salido de la carretera, dado una vuelta de campana y acabado en el fondo de un barranco. Seguía viva cuando alguien vio la luz de los faros y la encontró, pero en ningún momento hubo esperanzas, ya que sus heridas eran demasiado graves.

No encontraron alcohol en su organismo, y su matrimonio funcionaba bien (no tenía hijos, al menos, gracias a Dios), de modo que la idea del suicidio resultaba descabellada. Tenía excelentes perspectivas de futuro e incluso había hablado de comprarse un ordenador para celebrar una beca de investigación que le habían concedido. Llevaba más o menos desde 1988 negándose a tener un PC; había perdido datos muy valiosos cuando se le estropeó el último y desde entonces desconfiaba de ellos. Utilizaba el equipo de la facultad cuando no le quedaba otro remedio, pero nada más. El forense había dictaminado que la muerte de Ann Tevitch había sido accidental.

La profesora, bióloga clínica, había liderado la investigación sobre el sida en la costa Oeste. Otro científico, establecido en California, afirmaba que su muerte podía demorar la búsqueda del remedio contra la enfermedad cinco años. «Era un elemento clave en la investigación —aseguraba—. Era inteligente, por supuesto, pero no solo eso. En cierta ocasión oí a alguien referirse a ella como una “intermediaria nata”, lo cual me parece una descripción más que válida. Ann tenía el don de unir a las personas. Su muerte constituye una gran pérdida para las muchas personas que la conocían y amaban, pero aun más para la causa.»

Tampoco me costó localizar a Billy Unger. Su fotografía encabezaba la primera página del Weekly Courant de Stovington en lugar de quedar relegada a la Sección Oficial de los Muertos, pero tal vez se debía a que no había tantos famosos en Stovington. Unger era el general William Apisonadora Unger, distinguido con la Estrella de Plata y la Estrella de Bronce en Corea. Durante la administración Kennedy fue subsecretario de Defensa (reforma de la ley de adquisiciones) y uno de los grandes belicistas de la época. Mata a los rusos, bébete su sangre y protege a Estados Unidos para que pueda celebrar el día de Acción de Gracias en paz.

Pero de repente, cuando Lyndon Jonson empezaba a intensificar las acciones militares en Vietnam, Billy Unger cambió de actitud. Comenzó a escribir cartas a los periódicos, afirmando que llevábamos muy mal aquella guerra. Luego llegó a decir que lo de Vietnam era un error, y en 1975 acabó declarando que todas las guerras eran un error, lo cual pareció bien a casi todos los habitantes de Vermont.

Fue senador de un estado durante siete legislaturas, empezando en 1978. Cuando un grupo de demócratas progresistas le propuso que se presentara al senado de Estados Unidos en 1996, contestó que quería «leer un poco y considerar sus opciones», lo que implicaba que estaría preparado para iniciar su carrera política a escala nacional en el 2000, 2002 como mucho. Se estaba haciendo viejo, pero parece que a los de Vermont les gustan los viejos. El año 1996 pasó sin que Unger se presentara como candidato de nada (quizá porque su mujer murió de cáncer ese año) y antes de 2002 se compró unas cuantas semillas de malvas y empezó a criarlas.

Un contingente reducido pero leal de Stovington aseguraba que la muerte de Apisonadora fue un accidente, que los poseedores de la Estrella de Plata no se tiran del tejado a pesar de haber perdido a su mujer, pero los demás señalaron que no creían que hubiera subido a reparar las tejas, en pijama, a las dos de la madrugada. El veredicto fue de suicidio.

Ya, claro. Y una mierda pinchada en un palo.