XVI

Aquella noche llamé al señor Sharpton.

—Estoy trabajando —dije.

—Estupendo, Dink, buenas noticias. ¿Te sientes mejor? —se interesó con su serenidad habitual.

El señor Sharpton es como el clima de Tahití.

—Sí —asentí.

Lo cierto era que estaba en el séptimo cielo. Había sido el mejor día de mi vida. A pesar de todas las dudas y preocupaciones, aún estoy convencido de ello. El día más eventual de mi vida. Fue como un río de fuego en mi cabeza, un puto río de fuego, ¿se hacen una idea?

—Y usted, señor Sharpton, ¿se siente mejor? ¿Aliviado?

—Me alegro por ti, pero no puedo decir que esté aliviado, porque…

—Porque no ha estado preocupado en ningún momento.

—Exacto.

—Todo es eventual, en otras palabras.

Se echó a reír al oír aquello. Siempre se ríe cuando lo digo.

—Exacto, Dink. Todo es eventual.

—Señor Sharpton…

—¿Sí?

—El correo electrónico no es del todo seguro, ¿sabe? Cualquier persona que sepa del tema puede pincharlo.

—Parte de lo que envías es la sugerencia de que el destinatario elimine el mensaje de todos los archivos, ¿verdad?

—Sí, pero no puedo garantizar al ciento por ciento que lo hagan.

—Aun cuando no lo hagan, a ninguna otra persona puede pasarle nada por leerlo, ¿verdad? Porque está… personalizado.

—Bueno, puede que le provoque dolor de cabeza, pero no mucho más.

—Y el mensaje en sí resulta ininteligible.

—Como una especie de código.

El señor Sharpton lanzó una carcajada.

—Pues que intenten descifrarlo. ¡Que lo intenten!

—Vale —repuse con un suspiro.

—Hablemos de cosas más importantes, Dink. ¿Cómo te has sentido?

—De putísima madre.

—Magnífico. No cuestiones esa sensación, Dink. No la cuestiones jamás.

Y colgó.