XIV

La primera semana que pasé en Columbia City no hice nada, pero lo que se dice nada. Ni siquiera fui al cine. Cuando vinieron los limpiadores me fui al parque y me senté en un banco con la sensación de que el mundo entero me observaba. Y cuando llegó el jueves, día en que debía deshacerme del dinero sobrante, tiré más de cincuenta dólares al triturador de basura de la cocina. Recuerden que en aquel momento era algo nuevo para mí. Hablando de sentirse raro… joder, no se lo pueden ni imaginar. Mientras estaba ahí de pie, escuchando el motor escondido debajo del fregadero, pensé en mamá. Si mamá hubiera visto lo que hacía, lo más probable es que me hubiera clavado un cuchillo de carnicero para detenerme. Estaba tirando al triturador el equivalente a una docena de cartones de veinte números o dos docenas de cartones normales.

Aquella semana dormí fatal. De vez en cuando iba al estudio; no quería, pero era como si los pies me arrastraran allí. Dicen que los asesinos siempre vuelven al escenario de sus crímenes. En fin, que me quedaba en el umbral y miraba la pantalla apagada del ordenador y el módem Global Village, y me ponía a temblar de culpa, vergüenza y miedo. Incluso el hecho de que la mesa estuviera tan limpia y ordenada, sin un solo papel ni nota sobre ella, me hacía sudar. Me parecía oír las paredes susurrar cosas como «No, aquí no pasa nada» y «¿Quién narices es este, el instalador del cable?».

Tenía pesadillas. En una de ellas sonaba el timbre y cuando abría me encontraba con el señor Sharpton, que llevaba unas esposas en la mano.

—Póntelas en las muñecas, Dink —ordenaba—. Creíamos que eras un trani, pero es evidente que nos equivocamos. A veces pasa.

—Sí que soy un trani —le aseguraba yo—, solo es que necesito un poco más de tiempo para aclimatarme. Recuerde que nunca había salido de casa.

—Has tenido cinco años —insistía él.

Me quedaba asombrado, sin poder creerlo. Pero una parte de mí sabía que era cierto. Tenía la sensación de que habían transcurrido unos días, pero en realidad habían pasado cinco putos años en los que no había encendido el ordenador del pequeño estudio ni una sola vez. De no ser por los limpiadores, el escritorio estaría cubierto de polvo.

—Extiende las manos, Dink, y no nos pongas las cosas más difíciles a los dos.

—No quiero, y no puede obligarme.

En ese momento, el señor Sharpton miraba de refilón, y por la escalera subía ni más ni menos que Skipper Brannigan. Vestía su vieja guerrera roja de nailon, solo que llevaba cosida la palabra TRANSCORP en lugar de SUPR SAVR. Estaba pálido, pero por lo demás parecía encontrarse bien. O sea, que no estaba muerto.

—Creías que me habías hecho algo, pero no —decía—. No podrías hacerle nada a nadie, porque no eres más que un hippie de mierda.

—Le voy a poner las esposas —explicaba el señor Sharpton a Skipper—. Si me crea problemas, atropéllalo con un carro de la compra.

—Eventual —respondía Skipper, y en ese momento desperté con medio cuerpo en el suelo, gritando.