XIII

Sostuve otra conversación telefónica con el señor Sharpton que debería mencionar. Fue un día antes de mi segundo viaje en avión, el que me llevó a Columbia City, donde un tipo me esperaba con las llaves de mi nueva casa. Por entonces ya sabía lo de los limpiadores y la regla básica del dinero, según la cual había que empezar y acabar cada semana sin blanca, y también sabía a quién llamar en la ciudad si tenía algún problema. (Para los problemas llamo al señor Sharpton, que técnicamente es mi supervisor.) Tenía planos, una lista de restaurantes, indicaciones para ir al multicine y al centro comercial. Tenía instrucciones para todo excepto lo más importante.

—Señor Sharpton, no sé qué hacer —dije.

Lo había llamado desde el teléfono situado delante de la cafetería. Tenía teléfono en la habitación, pero estaba demasiado nervioso para sentarme, y de echarme en la cama, ni hablar. Si aún me ponían drogas en la comida, ese día no me hacían efecto, desde luego.

—En eso no puedo ayudarte, Dink —replicó con su serenidad habitual—. Lo siento, colega.

—¿Cómo? ¡Pero tiene que ayudarme! ¡Usted me reclutó, por el amor de Dios!

—Pongamos un caso hipotético. Supón que soy el rector de una universidad bien provista. ¿Entiendes a qué me refiero con «bien provista»?

—Que tiene mucha pasta. Ya le dije que no soy tonto.

—Cierto, lo siento. En cualquier caso, digamos que yo, el rector Sharpton, invierto parte de los cuantiosos fondos de mi universidad para contratar a un gran novelista como escritor residente o a un gran pianista como profesor de música. ¿Me daría eso derecho a decir al novelista lo que debe escribir o al pianista lo que debe componer?

—Probablemente no.

—Seguro que no. Pero supongamos que lo hago. Si le dijera al novelista «Escriba una comedia en la que Betsy Ross se tira a George Washington en Gay Pree», ¿crees que podría hacerlo?

Me eché a reír sin poder contenerme. El señor Sharpton tenía un rollo de puta madre.

—Tal vez, sobre todo si le pagara una bonificación.

—Vale, pero aun cuando la escribiera, con cara de asco, eso sí, sin duda sería una novela nefasta, porque las personas creativas no siempre son conscientes de lo que hacen. Y cuando crean sus mejores obras, casi nunca son conscientes de ello, sino que se dejan llevar con los ojos cerrados y chillando como locos, como si estuvieran en la montaña rusa.

—¿Qué tiene todo eso que ver conmigo? Escuche, señor Sharpton, cuando intento imaginar lo que voy a hacer en Columbia City, la mente se me queda en blanco. Usted me habló de ayudar a la gente, de convertir el mundo en un lugar mejor, de deshacernos de los Skipper. Todo eso suena genial, pero no sé cómo hacerlo.

—Ya lo sabrás cuando llegue el momento.

—Me dijo que Wentworth y su gente se concentrarían en mi talento y lo afinarían. Casi lo único que han hecho es hacerme un montón de pruebas estúpidas y conseguir que me sintiera como si volviera a estar en el colegio. ¿Todo está en mi subconsciente? ¿Lo tengo todo en el disco duro?

—Confía en mí, Dink —pidió—. Confía en mí y en ti mismo.

Maldito Neff, todo empezó a ir mal con él. Ojalá nunca hubiera visto su foto. Y si tenía que ver una foto suya, ojalá no hubiera sido una en la que sonreía.