El doctor Wentworth, el pez gordo del centro, fue a verme al día siguiente y se disculpó, en efecto. Se mostró muy amable, pero me miraba de una forma… no sé, como si el señor Sharpton lo hubiera llamado dos minutos después de hablar conmigo para echarle una bronca de campeonato.
El doctor Wentworth me llevó a dar un paseo por el jardín de atrás, una extensión de césped verde, ondulada y casi perfecta a finales de primavera, y me pidió disculpas por no «tenerme al corriente». La prueba de epilepsia era en realidad una prueba de epilepsia, afirmó, además de un tac, pero puesto que inducía un estado hipnótico en casi todos los pacientes, aprovechaban la circunstancia para dar algunas «instrucciones básicas». En mi caso se trataba de instrucciones sobre los programas informáticos que utilizaría en Columbia City. El doctor Wentworth me preguntó si tenía más dudas. Mentí y le dije que no.
Pensarán que es un poco extraño, pero no es así. A ver, tenía a mis espaldas una larga y penosa andadura escolar que terminó tres meses antes de la graduación. Me había topado con profesores que me gustaban y otros a los que detestaba, pero nunca con ninguno en quien confiara. Era de los que siempre se sentaban al fondo de la clase si el profesor no imponía un orden alfabético y nunca tomaba parte en los debates. Por lo general contestaba «¿Eh?» cuando me preguntaban, y no había quien me sacara una pregunta ni a punta de pistola. El señor Sharpton era el único tipo al que había dejado acercarse a mí en toda mi vida, y el viejo doctor Wentworth, con su calva y sus ojos penetrantes tras las lentes de sus gafas sin montura, no era el señor Sharpton. Los cerdos volarían antes de que me franqueara con él, por no hablar de llorar en su hombro.
Además, joder, no sabía qué más preguntar de todos modos. Buena parte del tiempo me lo pasaba bien en Peoria, y estaba encantado con las perspectivas de futuro, trabajo nuevo, casa nueva, ciudad nueva… Todo el mundo se portó muy bien conmigo en Peoria. Incluso la comida era genial; carne asada, pollo frito, batidos… Todo lo que me gustaba, en suma. De acuerdo, no me hacían gracia las pruebas diagnósticas, esas paridas que hay que hacer con un lápiz IBM, y a veces me sentía aturdido, como si me hubieran puesto algo en el puré de patatas, o acelerado, a veces también acelerado, y en otras ocasiones, al menos dos, estuve seguro de que me habían vuelto a hipnotizar, pero ¿qué más daba? ¿Qué importancia podía tener eso después de ser perseguido por el aparcamiento de un supermercado por un chiflado que se ríe de ti mientras hace ruidos de coches de carreras e intenta atropellarte con un carro de la compra?