XI

Tres semanas más tarde me subí a un avión por primera vez en mi vida, ¡y vaya manera de perder la virginidad! Era el único pasajero en un Lear 35 e iba escuchando a los Counting Crows por el equipo cuadrofónico mientras me tomaba una Coca-Cola y veía cómo el altímetro ascendía a catorce mil metros. Según el piloto, volábamos mil quinientos metros por encima de lo que suelen alcanzar los aviones comerciales, y el trayecto fue más suave que el asiento de las bragas de una chica.

Pasé una semana en Peoria y me entró nostalgia de casa. Mucha, lo cual me sorprendió un huevo. Un par de noches incluso me dormí llorando. Me da vergüenza reconocerlo, pero hasta ahora he dicho la verdad y no quiero empezar a mentir o callar cosas ahora.

A quien menos eché de menos fue a mamá. Lo lógico habría sido que estuviéramos unidos, porque estábamos solos ante el peligro, como suele decirse, pero a mi madre no se le daba bien eso de querer y consolar. No me daba golpes en la cabeza ni me quemaba los sobacos con cigarrillos ni nada de eso, pero bueno… Vaya rollo. No tengo hijos, así que no lo sé seguro, pero por alguna razón no creo que tu cualificación como padre se base en todas las cosas que no les hiciste a tus retoños. A mamá siempre le han interesado más sus amigas que yo, al igual que sus visitas semanales al salón de belleza y las salidas de los viernes al bingo de la Reserva. Su mayor ambición en la vida consistía en ganar una partida y volver a casa en un Monte Carlo nuevecito. Y no es que me esté hundiendo en la autocompasión; sencillamente, cuento las cosas tal como eran.

El señor Sharpton llamó a mamá y le dijo que me habían elegido para participar en el curso de formación avanzada y posterior proceso de selección de Trans Corporation, una oferta especial para jóvenes sin título académico pero con potencial. A decir verdad, una historia bastante creíble. Siempre se me habían dado mal las mates y me quedaba casi del todo bloqueado en clases como la de inglés, donde tenías que hablar, pero siempre me había llevado bien con los ordenadores de la escuela. De hecho, y aunque no me gusta presumir, sabía programar mejor que el señor Jacubois y la señora Wilcoxen. Nunca me habían gustado mucho los juegos de ordenador, porque en mi humilde opinión son para cabezas huecas, pero tecleaba como un loco. A veces, Pug pasaba a ver cómo lo hacía.

—Es increíble —comentó en una ocasión—. Joder, tío, ese trasto echa humo.

—Cualquier idiota puede pelar una manzana —respondí encogiéndome de hombros—. Lo que cuesta de verdad es comerse el corazón.

Así que mamá se lo tragó (quizá habría hecho más preguntas de haber sabido que Trans Corporation iba a llevarme a Illinois en un jet privado, pero no se enteró), y no la eché demasiado de menos. En cambio, sí añoré a Pug y también a John Cassidy, que era el otro amigo que conservaba de los tiempos en el Supr Savr. John toca el bajo en un grupo punk, lleva un aro de oro en la ceja izquierda y tiene más o menos todos los discos de rock jamás grabados. Lloró cuando Kurt Cobain la palmó, sin intentar ocultarlo ni echarle la culpa a la alergia. Se limitó a declarar que estaba muy triste por la muerte de Kurt. John es eventual.

Y también eché de menos Harkerville. Retorcido, pero cierto. Ir al centro de formación de Peoria fue como volver a nacer en cierto modo, y supongo que nacer siempre duele.

Creí que tal vez conocería a otros como yo (si esto fuera un libro, una película o siquiera un episodio de Expediente X, conocería a una niña monísima de tetas pequeñas y respingonas, capaz de cerrar puertas con la mirada), pero no fue así. Estoy casi seguro de que había otros tranis en Peoria durante mi estancia, pero el doctor Wentworth y los demás tipos que dirigían el centro se ocupaban de mantenernos separados. En una ocasión lo pregunté y se hicieron los suecos. Fue entonces cuando comprendí que no todo el que llevaba la palabra TRANSCORP impresa en la camisa o iba por ahí con la carpeta de TransCorp era colega mío ni se moría de ganas de convertirse en mi nuevo padre.

Además, se trataba de matar a gente, para eso me estaban formando. Los tipos de Peoria no hablaban de ello constantemente, pero tampoco se andaban con eufemismos. Tan solo debía tener en mente que los objetivos eran los malos, dictadores, espías y asesinos en serie, y tal como decía el señor Sharpton, mucha gente hacía lo mismo en las guerras. Y no era nada personal. Nada de armas, cuchillos ni garrotes. Nunca me mancharía de sangre.

Como ya les he dicho, no he vuelto a ver al señor Sharpton, al menos de momento, pero hablé varias veces al día con él durante la semana que pasé en Peoria, lo cual mitigó en buena medida el dolor y el miedo a lo desconocido. Hablar con él era como tener a alguien que me pusiera un paño fresco sobre la frente. Me dio su número el día que hablamos en su Mercedes y me dijo que podía llamarlo siempre que quisiera. Aunque fuera a las tres de la mañana si me sentía mal. Una vez lo hice. Estuve a punto de colgar después del segundo tono, porque hay gente que te dice que puedes llamarlos a cualquier hora, pero no esperan que lo hagas. Sin embargo, al final persistí. Sentía nostalgia, es verdad, pero no era solo eso. El lugar no era lo que había imaginado y quería comentárselo al señor Sharpton, a ver cómo se lo tomaba.

Contestó al tercer tono y aunque parecía soñoliento, menuda sorpresa, no parecía enfadado. Le conté que algunas de las cosas que hacían allí eran muy raras. La prueba de las bombillas, por ejemplo. Decían que era una prueba para detectar la epilepsia, pero…

—Me quedé dormido en plena prueba —le conté—, y cuando desperté, tenía jaqueca y me costaba pensar. ¿Sabe cómo me sentía? Como un archivador que acabaran de revolver de arriba abajo.

—¿Qué quieres decir con eso, Dink? —preguntó el señor Sharpton.

—Creo que me hipnotizaron.

—Puede ser. Es probable —convino tras un breve silencio.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué iban a hipnotizarme? Estoy haciendo todo lo que me piden, así que, ¿qué necesidad tienen de hipnotizarme?

—No conozco todos los protocolos y procedimientos, pero sospecho que te están programando. Están colocando muchos datos superfluos en los niveles más bajos de tu cerebro para no atiborrar la parte consciente… y con ello cargarse tu don especial. Es como programar el disco duro de un ordenador, nada más siniestro que eso.

—Pero ¿no lo sabe con seguridad?

—No. Como te he dicho, no me encargo de la formación ni de las pruebas. Pero voy a hacer unas llamadas para asegurarme de que el doctor Wentworth habla contigo. Puede que incluso te deban una disculpa. En tal caso, Dink, no dudes de que se te dará. Nuestros tranis son demasiado escasos y valiosos para inquietarlos de forma innecesaria. ¿Querías hablar de algo más?

Lo medité un momento y por fin dije que no. Luego le di las gracias y colgué. Estuve a punto de decirle que creía que también me habían drogado… que me habían administrado alguna clase de estimulante para ayudarme a superar la nostalgia, pero decidí callar. Al fin y al cabo eran las tres de la mañana, y si me habían dado algo, con toda probabilidad era por mi bien.