IX

Siempre he tenido algo, una especie de don, y siempre he sabido que lo tenía, pero no cómo utilizarlo, cómo se llamaba ni qué significaba. Y también sabía que debía guardarlo en secreto, porque los demás no lo tenían y creía que podían meterme en un circo si se enteraban, o en la cárcel.

Recuerdo una ocasión… Es un recuerdo vago, debía de tener unos tres o cuatro años, así que es uno de mis primeros recuerdos. Yo estaba de pie junto a una ventana sucia, mirando el jardín. Había un tajo y un buzón con banderilla roja, así que debíamos de estar en casa de tía Mabel, en el campo. Nos trasladamos allí cuando mi padre se largó. Mamá consiguió trabajo en la panadería Selecta de Harkerville y más tarde volvimos allí, cuando yo tenía unos cinco años. Sé que vivíamos en el pueblo cuando empecé la escuela. Lo sé por el perro de la señora Bukowski, porque tenía que sacar a pasear a ese puto caníbal canino cinco veces por semana. Nunca olvidaré a aquel perro; era un bóxer y tenía una oreja blanca. Hablando de viejos recuerdos.

En fin, que estaba yo mirando el jardín, y en la parte superior de la ventana zumbaban unas moscas, ya saben cómo son. No me gustaba el sonido, pero no alcanzaba a ahuyentarlas, ni siquiera con una revista enrollada, así que tracé dos triángulos en el cristal, dibujando en el polvo con el dedo, y luego otra forma, un círculo especial, que unía ambos triángulos. Y en cuanto lo hice, en cuanto cerré el círculo, las moscas, unas cuatro o cinco, cayeron muertas sobre la repisa de la ventana. Eran enormes y negras, como esas gominolas que saben a regaliz. Cogí una y la examiné, pero no era muy interesante, así que la tiré al suelo y seguí mirando por la ventana.

Esas cosas me pasaban de vez en cuando, pero nunca las hacía adrede. La primera vez que recuerdo haber hecho algo totalmente a propósito, antes de lo de Skipper, quiero decir, fue cuando usé mi lo que sea con el perro de la señora Bukowski. La señora Bukowski vivía en la esquina de nuestra calle cuando estábamos de alquiler en Dugway Avenue. Su perro era malvado y peligroso, a todos los niños del West Side les daba pánico aquel cabrón de la oreja blanca. La mujer lo tenía atado en su jardín lateral… o mejor dicho, apostado en el jardín lateral, y la bestia ladraba a todo el que pasaba. No eran ladridos inofensivos, como los de algunos perros, sino de esos que dicen «Si pudiera meterte aquí dentro o salir de aquí, te arrancaría las pelotas, colega». Una vez se escapó y mordió al repartidor de periódicos. De haberse tratado de cualquier otro perro, probablemente habría acabado en el infierno perruno, pero el hijo de la señora Bukowski era el jefe de policía y lo amañó todo.

Odiaba a ese perro de la misma manera que a Skipper. En cierto modo, supongo que el perro era Skipper. Tenía que pasar por delante de casa de la señora Bukowski de camino a la escuela si no quería dar toda la vuelta a la manzana y arriesgarme a que me llamaran gallina, y me aterrorizaba ver al chucho correr hasta que la correa ya no daba más, ladrando tan fuerte que le salía espuma por la boca. A veces llegaba al final de la correa con tal ímpetu que pegaba un salto, boiiing, lo que quizá hacía gracia a otra gente pero a mí no; a mí solo me daba miedo que acabara rompiendo la correa (ni siquiera estaba a atado a una cadena, sino a una mísera cuerda) y saltara por encima de la cerca baja que separaba el jardín de la señora Bukowski de Dugway Avenue para lanzárseme a la yugular.

Un buen día me desperté con una idea surgida de la nada. Me desperté con ella como quien se despierta empalmado de puta madre. Era sábado, muy temprano, y no tenía que acercarme a la casa de la señora Bukowski si no me apetecía, pero aquel día me apetecía. Salté de la cama y me vestí muy deprisa. Lo hice todo muy rápido porque no quería que la idea se me fuera de la cabeza. Acabaría olvidándola, como acabamos olvidando los sueños al poco de despertar (o las erecciones con las que despertamos, para ser más vulgar), pero en ese momento la tenía clarísima en la cabeza. Palabras rodeadas de triángulos y coronadas por florituras, círculos especiales para unir todo el asunto, dos o tres superpuestos para reforzar el efecto.

Atravesé el salón casi volando (mamá aún dormía, la oía roncar, y el uniforme rosa de la panadería estaba colgado sobre la barra de la cortina del baño) y entré en la cocina. Mamá tenía una pequeña pizarra junto al teléfono para anotar números y cosas que recordar, el TABLÓN DE MAMÁ en lugar del TABLÓN DE DINKY, si se quiere, y me detuve el tiempo justo para coger el trocito de tiza rosa colgado del cordel. Me lo guardé en el bolsillo y salí de la casa. Recuerdo que hacía una mañana preciosa, fresca, pero no fría, con el cielo tan azul que daba la impresión de que lo hubieran pasado por el túnel de lavado. Apenas se veía gente, pues casi todos aprovechaban para dormir hasta más tarde, como suelen hacer los sábados todos los que pueden.

En cambio, el perro de la señora Bukowski no había aprovechado para dormir hasta más tarde, no señor. Era un firme defensor del cumplimiento del deber a rajatabla. Al verme llegar corrió hasta donde le permito la correa con todas sus fuerzas, aún más de lo habitual, como si una parte de su cerebro de perro desquiciado supiera que era sábado y que a mí no se me había perdido nada por allí. Al llegar al final de la cuerda dio uno de esos saltos, boiiing, y salió despedido hacia atrás. Sin embargo, se recuperó al instante y allí se quedó, al final de la cuerda, ladrando como si estuviera a punto de asfixiarse, pero sin cejar en su empeño. Supongo que la señora Bukowski estaba acostumbrada al ruido y quizá incluso le gustaba, pero más de una vez me he preguntado cómo lo soportaban los vecinos.

Ese día no le presté atención alguna. Estaba demasiado emocionado para tener miedo. Saqué la tiza del bolsillo y apoyé una rodilla en el suelo. Por un momento pensé que la idea se me había borrado de la memoria y me acojoné. Sentí que la desesperación y la tristeza pugnaban por apoderarse de mí y me dije: «No, no dejes que pase, no dejes que pase, Dinky, lucha. Escribe cualquier cosa, aunque solo sea QUE LE DEN PO EL CULO AL PERRO DE LA SEÑORA BUKOWSKI».

Pero no escribí eso, sino que dibujé una forma, creo que era un sancófito. Una forma rara, pero la forma adecuada, por lo visto, ya que desencadenó el resto. De repente tenía la mente inundada de ideas. Era maravilloso, pero al mismo tiempo daba miedo, porque había tantas… Durante los siguientes cinco minutos me quedé arrodillado en la acera, sudando como un cerdo y escribiendo como un poseso. Escribí palabras que nunca había oído y dibujé formas que nunca había visto, formas que nadie había visto; no solo sancófitos, sino también yapuos, fodres y míreos. Escribí y dibujé hasta llenarme de polvo rosa el antebrazo derecho, hasta que la tiza rosa de mamá quedó reducida a un guijarro entre mi pulgar y mi índice. El perro de la señora Bukowski no murió como las moscas, sino que siguió ladrándome sin parar y probablemente corrió un par de veces más cuerda arriba y cuerda abajo, pero no me di cuenta. Estaba frenético. Sería incapaz de describirlo por mucho que lo intentara, pero apuesto algo a que así se sienten grandes músicos como Mozart y Eric Clapton cuando componen sus piezas, o como se sienten los pintores cuando crean sus mejores obras. Si hubiera pasado alguien, no le habría hecho ni caso. De hecho, si el perro de la señora Bukowski hubiera roto la correa y saltado la valla para morderme el culo, creo que tampoco le habría hecho ni caso.

Fue eventual, lo juro. Fue tan eventual, joder, que ni siquiera puedo explicarlo.

No pasó nadie por la acera, aunque sí un par de coches por la calle, cuyos ocupantes a lo mejor se preguntaron qué estaba haciendo aquel crío, qué estaba dibujando en la acera, y el perro de la señora Bukowski seguía ladrando. Al final comprendí que tendría que hacerlo más fuerte, y el modo de conseguirlo era personalizarlo para el perro. No sabía cómo se llamaba, así que con los últimos restos de tiza escribí BÓXER en letra de imprenta, rodeé la palabra con un círculo y dibujé una flecha en la parte inferior de este que señalaba hacia lo demás. Estaba mareado y la cabeza me martilleaba como cuando acabas de hacer un examen dificilísimo o te has pasado demasiado tiempo mirando la tele. Por un momento creí que iba a vomitar… pero al mismo tiempo me sentía eventual.

Miré al perro, que seguía tan pancho, ladrando y saltando sobre las patas posteriores cuando se le acababa la correa, pero me daba igual. Volví a casa en paz conmigo mismo. Sabía que el perro de la señora Bukowski ya era historia. Me sentía igual que un buen pintor cuando sabe que ha pintado un buen cuadro, o que un buen escritor cuando sabe que ha escrito una buena historia. Creo que en esos casos, uno lo sabe. Se le mete en la cabeza y suena bien.

Tres días más tarde, el perro estiró la pata. Me enteré por la mejor fuente posible cuando se trata de perros cabrones, es decir, por el cartero del barrio. El señor Shermerhorn. El señor Shermerhorn dijo que, por alguna razón, el bóxer de la señora Bukowski empezó a dar vueltas al árbol al que estaba atado, y que cuando se le acabó la cuerda (ja, ja), no pudo retroceder. La señora Bukowski había salido a comprar, de modo que no pudo hacer nada. Al volver a casa se lo encontró tumbado al pie del árbol en el jardín lateral, muerto por asfixia.

Lo que escribí en la acera permaneció una semana más o menos; luego cayó un chaparrón que lo convirtió en un borrón rosa. Pero hasta entonces se conservó en buen estado, y durante ese tiempo, nadie lo pisó. Lo comprobé con mis propios ojos. Los niños que iban a la escuela, las señoras que iban al centro, el señor Shermerhorn… todos lo rodeaban. Ni siquiera parecían ser conscientes de ello. Y nadie habló de ello, nadie preguntó qué era esa mierda tan rara en la acera o qué nombre podía dársele a una cosa así (fodre, imbécil). Era como si ni siquiera lo vieran, pero una parte de ellos lo veía. ¿Por qué si no iban a rodearlo?