Existen dos clases de miedo, al menos esa es mi teoría. Miedo televisivo y miedo real. En mi opinión, nos pasamos casi toda la vida sintiendo miedo televisivo, como cuando esperamos los resultados de unos análisis o volvemos de la biblioteca de noche pensando en que hay chorizos acechando entre los arbustos. Esas cosas no nos infunden miedo real, porque sabemos en el fondo del corazón que los análisis habrán salido bien y que no hay chorizos entre los arbustos. ¿Por qué? Porque esas cosas solo pasan en la tele.
Cuando vi el gran Mercedes Gris, el único coche aparcado en un acre a la redonda, me asusté de verdad por primera vez desde el asunto con Skipper Brannigan en el almacén. Fue la vez que más cerca estuvimos de darnos de hostias.
El carro del señor Sharpton estaba bañado en la luz amarilla de las farolas de vapor de mercurio. Era un trasto alemán viejo y enorme, al menos un 450 o más bien un 500, la clase de coche que cuesta ciento veinte de los grandes hoy en día. Estaba allí, junto a la zona de carros (casi vacía a aquellas horas, ya que todos los carros, salvo uno cojo de tres ruedas, estaban guardados a buen recaudo hasta la mañana siguiente), con las luces de posición encendidas y una columna de humo blanco elevándose hacia el cielo. El motor ronroneaba como un gato soñoliento.
Conduje hacia él con el corazón latiendo despacio, pero con fuerza, y un sabor metálico en la garganta. Sentía deseos de pisar a fondo el acelerador de mi Ford, que en aquella época olía a pizza de salchichón, y largarme de allí, pero no podía desterrar la idea de que el tipo sabía lo de Skipper. Podía repetirme una y otra vez que no había nada que saber, que Charles Skipper Brannigan había sufrido un accidente o se había suicidado, la policía no lo sabía con certeza (sin duda no lo conocían demasiado bien, ya que de lo contrario habrían desechado de inmediato la idea del suicidio; los tipos como Skipper no se suicidan, al menos a los veintitrés años), pero eso no impedía que mi vocecilla interior insistiera en que estaba metido en un lío, que alguien lo había descubierto, que alguien había encontrado la carta y descubierto el pastel.
La voz no tenía la lógica de su parte, ni falta que le hacía, porque sí tenía buenos pulmones, mucho más ruidosos que la lógica. Aparqué al lado del Mercedes y bajé la ventanilla. En el mismo momento, la ventanilla del conductor del Mercedes se bajó también. El señor Sharpton y yo nos miramos, como dos viejos amigos encontrándose para cenar.
No recuerdo gran cosa de él, lo cual es extraño teniendo en cuenta la cantidad de tiempo que me he pasado pensando en él desde entonces, pero así es. Solo me acuerdo de que era delgado y llevaba traje. Un traje de calidad, me parece, aunque calibrar esas cosas nunca ha sido mi fuerte. En cualquier caso, el traje me tranquilizó un poco. Supongo que, inconscientemente, me parecía que el traje significaba que el negocio era serio y que los vaqueros y las camisetas auguraban timo seguro.
—Hola, Dink —saludó—. Soy el señor Sharpton. Suba a mi coche.
—¿Qué tal si nos quedamos como estamos? —repliqué—. Podemos hablar a través de las ventanillas. La gente lo hace cada dos por tres.
El señor Sharpton se me quedó mirando sin decir nada, y al cabo de unos segundos apagué el motor del Ford y bajé. No sé muy bien por qué, pero lo hice. Estaba más asustado que nunca. Asustado de verdad. De verdad de la buena. Quizá por eso podía conseguir que hiciera lo que él quisiese.
Me quedé entre el coche del señor Sharpton y el mío durante un minuto, mirando la zona de carros y pensando en Skipper. Era alto, con el cabello rubio y ondulado peinado hacia atrás. Tenía la cara llena de granos y los labios muy rojos, como una chavala con lápiz de labios.
—Eh, Dinky, enséñame tu minga —decía, o—: Eh, Dinky, ¿por qué no me chupas la minga?
Ya saben, mierdas así. A veces, cuando recogíamos los carros, me perseguía con uno, dándome en los talones mientras gritaba «Bruuumm, bruuumm» como un puto coche de carreras. En un par de ocasiones me derribó. En el descanso para cenar, si me ponía la comida sobre el regazo, chocaba contra mí muy fuerte para ver si podía tirar algo al suelo. Estoy seguro de que se hacen una idea. Era como si no hubiera llegado a superar las ideas infantiles de lo que les hacía gracia a los niños aburridos que se sentaban en la última fila a la hora del castigo.
Yo siempre me recogía el pelo en una cola para ir a trabajar, porque las normas del supermercado ordenaban que te lo recogieras si lo llevabas largo, y a veces Skipper se me acercaba por la espalda, cogía la cinta elástica y tiraba de ella. A veces se me enredaba en el pelo y me arrancaba un montón, y a veces se rompía y me daba en el cuello. La cosa llegó al punto de que me metía dos o tres cintas de repuesto antes de salir de casa. Intentaba no pensar por qué lo hacía, por qué me dejaba avasallar de aquella forma, porque si pensaba en ello sin duda acabaría odiándome a mí mismo.
Una vez, cuando me hizo eso, me di la vuelta, y debió de ver algo en mi expresión, porque la sonrisa burlona se le borró de la cara para dar paso a otra distinta. La sonrisa burlona no dejaba al descubierto los dientes, pero la nueva sí. Eso pasó en el almacén, cuya pared norte siempre estaba fría porque daba a la cámara frigorífica de la carne. Skipper levantó las manos y cerró los puños. Los demás, sentados por ahí para comer, no iban a ayudarme, de eso estaba seguro. Ni siquiera Pug, que apenas mide metro sesenta y pesa unos cincuenta kilos. Skipper se lo habría comido de un bocado, y Pug lo sabía.
—Vamos, caraculo —masculló Skipper con aquella sonrisa.
La cinta elástica que me había arrancado colgaba rota entre dos de sus nudillos, como la lengua roja de una lagartija.
—Venga, ¿quieres pelear conmigo? Pues adelante, vamos a pelear.
Lo que quería era preguntarme por qué me había elegido a mí, por qué me la tenía jurada precisamente a mí o ya puestos, por qué tenía que tenérsela jurada a alguien. Pero no habría sabido qué contestar; los tipos como Skipper nunca saben qué contestar a semejantes preguntas. Lo único que quieren es arrancarte los dientes. Así que me senté de nuevo y cogí el bocadillo. Si me peleaba con Skipper, lo más probable era que acabara en el hospital. Empecé a comer, aunque ya no tenía hambre. Skipper se me quedó mirando, y por un momento creí que me atacaría de todos modos, pero por fin abrió los puños. La cinta elástica partida cayó al suelo junto a la caja aplastada de lechugas.
—Desgraciado —murmuró—. Maldito hippie melenudo de mierda.
Y dicho aquello se alejó. Apenas unos días más tarde me pilló los dedos entre dos carros, y pocos días después yacía sobre el forro de satén de un ataúd en la iglesia metodista mientras sonaba música de órgano. Pero se lo buscó él solo. Al menos eso era lo creía entonces.
—¿Le trae recuerdos? —preguntó el señor Sharpton, arrancándome de mi ensimismamiento.
Seguía de pie entre mi coche y el suyo, junto a la zona de carros en la que Skipper nunca volvería a aplastarle los dedos a nadie.
—No sé a qué se refiere.
—Da igual. Suba al coche, Dink, y hablemos un poco.
Abrí la portezuela del Mercedes y entré. Joder, qué olor. A cuero, pero no solo eso. ¿Se acuerdan de la carta del Monopoly para salir de la cárcel sin fianza? Cuando uno es lo bastante rico para poder comprarse un coche que huele como el Mercedes gris del señor Sharpton, tiene que tener una tarjeta para salir de cualquier cosa sin fianza.
Respiré hondo, contuve el aliento un momento, lo exhalé y por fin hablé.
—Esto es eventual.
El señor Sharpton se echó a reír, y sus mejillas rasuradas relucían a la luz del salpicadero. No preguntó a qué me refería, porque ya lo sabía.
—Todo es eventual, Dinky —aseguró—. O puede serlo, en cualquier caso, para la persona adecuada.
—¿Usted cree?
—Lo sé —afirmó sin atisbo de duda.
—Me gusta su corbata —elogié por decir algo, aunque además era cierto.
No era lo que yo habría llamado una corbata eventual, pero estaba bien. ¿Saben esas corbatas con estampado de calaveras, dinosaurios, palos de golf y cosas por el estilo? Pues la del señor Sharpton tenía un estampado de espadas, cada una de ellas sostenida por una mano firme.
El señor Sharpton rió otra vez y se la acarició.
—Es mi corbata de la suerte —explicó—. Cuando me la pongo me siento como el rey Arturo. —La sonrisa se fue borrando poco a poco de su rostro, y comprendí que no bromeaba—. El rey Arturo, que salió a reunir a los mejores hombres de la historia. Caballeros que se sentarían con él a la Mesa Redonda para reconstruir el mundo.
Sus palabras me produjeron un escalofrío, pero intenté no exteriorizarlo.
—¿Qué quiere de mí, Art? ¿Que le ayude a encontrar el Santo Grial o como quiera que se llame?
—Una corbata no convierte a un hombre en rey —señaló él—. Lo sé muy bien, por si tenía alguna duda.
Me removí en el asiento, algo incómodo.
—Bueno, no pretendía ridiculizarlo…
—No importa, Dink, de verdad. La respuesta a su pregunta es que soy dos partes cazacerebros, dos partes cazatalentos y cuatro partes destino andante y parlante. ¿Un cigarrillo?
—No fumo.
—Estupendo, así vivirá más tiempo. El tabaco mata. ¿Por qué, si no, iban a llamarlos clavos de ataúd?
—Me ha pillado.
—Eso espero —dijo el señor Sharpton mientras se encendía uno—. Eso espero, de verdad. Es usted un auténtico crack, Dink. Dudo mucho de que se lo crea, pero es cierto.
—¿En qué consiste su oferta?
—Cuénteme lo que le ocurrió a Skipper Brannigan.
Patapum, acababa de confirmarse mi peor temor. No podía saberlo, nadie podía saberlo, pero lo sabía. Me quedé sentado con el cuerpo y la mente aturdidos, la cabeza como un bombo y la lengua pegada al paladar como con cola.
—Vamos, cuéntemelo —insistió con una voz que parecía llegar de muy lejos, como a través de una radio de onda corta en plena noche.
Por fin pude volver a colocar la lengua en su sitio. Representó un esfuerzo, pero lo conseguí.
—Yo no hice nada —aseguré desde la misma longitud de onda de la radio—. Skipper tuvo un accidente, nada más. Volvía a casa y se salió de la carretera. Su coche dio una vuelta de campana y cayó al río Lockerby. Encontraron agua en sus pulmones, así que supongo que se ahogó, al menos técnicamente, pero en el periódico dijeron que probablemente habría muerto de todos modos. La vuelta de campana le arrancó media cabeza, o eso es lo que dice la gente. Y algunos dicen que no fue un accidente, que se suicidó, pero no me lo creo. Skipper era… se lo pasaba demasiado bien en la vida para suicidarse.
—Sí, y usted formaba parte de su diversión, ¿verdad?
Guardé silencio, pero me temblaban los labios y tenía los ojos llenos de lágrimas. El señor Sharpton alargó la mano y me la apoyó en el brazo. Era lo que uno esperaría de un tipo mayor como él cuando estaba sentado a su lado en su enorme coche alemán en medio de un aparcamiento desierto, pero en cuanto me tocó supe que no era el caso, que no me estaba tirando los trastos. Me produjo una sensación agradable que me tocara. Hasta entonces no me había dado cuenta de lo triste que estaba. A veces no te enteras porque, bueno, porque la tristeza lo envuelve todo. Bajé la cabeza. No me puse a berrear ni nada por el estilo, pero las lágrimas me rodaban por las mejillas. Las espadas de su corbata se duplicaron y luego se triplicaron… Tres por el precio de una, menudo chollo.
—Si le preocupa la posibilidad de que sea policía, ya puede tranquilizarse. Además, le he dado dinero, lo cual da al traste con cualquier intento de proceso judicial. Pero aun cuando no fuera el caso, nadie se creería lo que le ocurrió en realidad al joven señor Brannigan, aunque usted saliera por la tele nacional para confesar, ¿verdad?
—Sí —murmuré antes de añadir en voz más alta—. Aguanté mucho, pero al final ya no podía más. Él me empujó a hacerlo, se lo buscó.
—Cuénteme lo que pasó —repitió.
—Le escribí una carta —expliqué—. Una carta especial.
—Sí, muy especial, desde luego. ¿Y qué escribió para que solo funcionara con él?
Sabía a qué se refería, pero había más. Cuando personalizabas las cartas, intensificabas su poder, las hacías mortíferas, no solo peligrosas.
—El nombre de su hermana —confesé, y fue entonces cuando dejé de oponer cualquier resistencia—. Su hermana, Debbie.