VII

Recibí la llamada que cambiaría mi vida justo cuando creía que la combinación de mamá y el empleo en Pizza Roma acabaría conmigo. Sé que suena melodramático, pero en este caso es cierto. Me llamaron en mi noche libre. Mamá había ido con sus amigas al bingo de la Reserva; todas ellas estarían fumando como carreteros y, sin duda, riendo como locas cada vez que la empleada del bingo sacaba el B-12 del bombo y exclamaba: «Muy bien, señoras, hora de tomar las vitaminas». Yo estaba viendo una película de Clint Eastwood en el canal TNT y deseando estar en cualquier otro rincón del planeta Tierra, aunque fuera Saskatchewan.

Cuando sonó el teléfono me alegré, creyendo que era Pug, tenía que ser Pug, y por eso al descolgar dije con voz aterciopelada:

—Ha llamado a la Iglesia de Cualquier Eventualidad, sección de Harkerville, al habla el reverendo Dink.

—Hola, señor Earnshaw —repuso una voz.

No la había oído en mi vida, pero no pareció desconcertada por mi estrafalario saludo. Sin embargo, yo me desconcerté por los dos. ¿Alguna vez se han dado cuenta de que, cuando hacen alguna tontería semejante por teléfono, como intentar hacerse el gracioso, nunca llama la persona que esperaban? Una vez me hablaron de una chica que contestó al teléfono y dijo: «Hola, soy Helen y quiero que me eches un polvo salvaje» porque estaba convencida de que era su novio, pero resultó que era su padre. Sin duda es una historia inventada, como la de los cocodrilos en las alcantarillas de Nueva York (o las cartas que salen en Penthouse), pero ya me entienden.

—Vaya, lo siento —farfullé, demasiado avergonzado para preguntarme cómo sabía el dueño de aquella voz desconocida que el reverendo Dink era también el señor Earnshaw, de nombre completo Richard Ellery Earnshaw—. Creía que era otra persona.

—Soy otra persona —aseguró la voz.

Entonces no me reí, pero sí más tarde. Desde luego, el señor Sharpton era otra persona, decidida y eventualmente otra persona.

—¿En qué puedo ayudarle? —pregunté—. Si quiere hablar con mi madre, tendrá que dejar recado, porque está…

—… en el bingo, lo sé. Pero es con usted con quien quiero hablar, señor Earnshaw. Quiero ofrecerle un empleo.

Me sorprendí tanto que por un instante no dije nada. Pero entonces lo entendí. Era una de esas estafas telefónicas.

—Ya tengo trabajo, lo siento.

—¿Repartiendo pizzas? —replicó la voz en tono divertido—. Bueno, si a eso lo llama trabajo…

—¿Quién es usted, señor? —quise saber.

—Me llamo Sharpton. Y ahora permítame que «corte el rollo», como diría usted, señor Earnshaw. Dink. ¿Puedo llamarlo Dink?

—Cómo no —accedí—. ¿Puedo llamarlo Sharpie?

—Llámeme como quiera, pero escuche.

—Estoy escuchando.

Y era cierto. ¿Por qué no? La peli que daban era La jungla humana, no precisamente la obra maestra de Clint.

—Voy a hacerle la mejor oferta de trabajo que ha recibido en su vida y que probablemente recibirá jamás. No es solo un empleo, Dink, es una aventura.

—Vaya, ¿dónde he oído yo eso antes?

Tenía una fuente de palomitas sobre el regazo y en ese momento me metí un puñado en la boca. Aquello se estaba poniendo divertido.

—Otros prometen, yo cumplo. Pero deberíamos sostener esta conversación en persona. ¿Estaría dispuesto a reunirse conmigo?

—¿Es usted marica? —pregunté.

—No —repuso el hombre con un leve toque de humor, lo bastante leve para resultar creíble; además, yo ya estaba en desventaja por hacerme el listillo al coger el teléfono—. Mi orientación sexual no tiene nada que ver.

—Entonces, ¿por qué me toma el pelo? No conozco a nadie que llame a las nueve y media de la noche para ofrecerme trabajo.

—Hágame un favor. Deje el teléfono y vaya a mirar al recibidor.

Cada vez más demencial. Pero no tenía nada que perder, así que obedecí y encontré un sobre en el suelo del recibidor. Alguien lo había pasado por la ranura del buzón mientras yo veía a Clint Eastwood perseguir a Don Stroud por Central Park. El primer sobre de muchos, aunque por entonces no lo sabía, claro. Lo abrí, y de su interior cayeron siete billetes de diez dólares y una nota.

«¡Esto puede ser el principio de una gran carrera!»

Volví al salón sin dejar de mirar el dinero. ¿Comprenden lo flipado que estaba? Tanto que estuve a punto de sentarme sobre las palomitas. Vi el cuenco en el último momento, lo hice a un lado y me dejé caer de nuevo en el sofá. Cogí el teléfono medio esperando que Sharpton hubiera colgado, pero no era así.

—¿De qué va todo esto? —quise saber—. ¿A qué vienen los setenta pavos? Me los voy a quedar, pero no porque considere que le debo nada. Yo no le he pedido nada, que conste.

—El dinero es todo suyo —aseguró Sharpton—, sin compromisos. Pero le voy a contar un secreto, Dink… Los mejores trabajos son los que reportan beneficios colaterales, porque en ellos reside el auténtico poder.

—Si usted lo dice.

—Lo digo. Y lo único que le pido es que se reúna conmigo para saber más cosas. Le haré una oferta que le cambiará la vida si la acepta, que le abrirá las puertas a una nueva vida, de hecho. Después de oír mi oferta, podrá hacerme tantas preguntas como quiera. Sin embargo, para ser sincero le diré que seguramente no obtendrá todas las respuestas que desearía.

—¿Y si decido pasar?

—Pues le estrecharé la mano, le daré una palmadita en la espalda y le desearé buena suerte.

—¿Cuándo quiere quedar?

Una parte de mí… la mayor parte de mí, en realidad, aún creía que era una broma, pero ya empezaba a formarse una opinión minoritaria en algunos rincones de mi mente. Para empezar estaba el dinero, equivalente a dos semanas de propinas como repartidor de Pizza Roma, y eso si el negocio marchaba bien. Pero sobre todo se debía a su forma de hablar; daba la impresión de haber ido a la universidad, y no me refiero a la Universidad Rural Culo de Vaca de Van Drusen, precisamente. Además, ¿qué podía perder? Desde que Skipper sufriera el accidente, no había nadie en el planeta Tierra con ganas de ir a por mí de forma que resultara peligroso o doloroso. Bueno, estaba mamá, claro, pero su única arma era la bocaza… y lo cierto es que no le iban demasiado las putadas sofisticadas. Y la verdad, no me la imaginaba renunciando a setenta dólares, al menos mientras existiera algún bingo en las inmediaciones.

—Esta noche —repuso—. Ahora mismo, de hecho.

—Vale, ¿por qué no? Pase cuando quiera. Supongo que si puede meterme un sobre lleno de billetes de diez en el buzón, no hará falta que le dé la dirección.

—No quiero que nos veamos en su casa. Nos reuniremos en el aparcamiento del supermercado Supr Savr.

El estómago me dio un vuelco y se desplomó como un ascensor con los cables cortados; la conversación había perdido toda la gracia de repente. Tal vez todo aquello era una trampa, algo relacionado con la pasma, incluso. Me dije que nadie podía saber lo de Skipper, y mucho menos la pasma, pero por el amor de Dios. Estaba la carta. Skipper podía haberla dejado tirada por cualquier parte. No contenía nada que nadie pudiera descifrar, excepto el nombre de la hermana de Skipper, y hay millones de Debbies en el mundo, al igual que nadie habría podido descifrar lo que escribí en la acera delante del jardín de la señora Bukowski… o eso creía yo antes de que sonara el puto teléfono. En cualquier caso, no había forma de estar completamente seguro. Y ya saben lo que dicen de las conciencias intranquilas. No es que me sintiera del todo culpable por lo de Skipper, por aquel entonces no, pero aun así…

—El Supr Savr es un sitio un poco raro para una entrevista de trabajo, ¿no le parece? Sobre todo teniendo en cuenta que está cerrado desde las ocho.

—Por eso es genial, Dink. Intimidad en un lugar público. Aparcaré justo al lado de la zona de carros. Identificará el coche enseguida; es un Mercedes gris muy grande.

—Lo identificaré enseguida porque será el único coche aparcado allí —repliqué, pero Sharpton ya había colgado.

Colgué a mi vez y me guardé el dinero sin apenas darme cuenta de lo que hacía. Tenía el cuerpo entero húmedo de sudor. La voz del teléfono quería reunirse conmigo junto a la zona de carros, donde Skipper se metía conmigo tan a menudo. Donde una vez me había aplastado los dedos entre dos carros, echándose a reír cuando grité de dolor. Es lo que más duele, que te aplasten los dedos. Dos de las uñas se me pusieron negras y se me cayeron. Fue entonces cuando decidí probar con la carta. Y los resultados fueron increíbles. Aun así, si Skipper Brannigan tenía un fantasma, la zona de carros sería sin duda su guarida predilecta, donde acecharía en busca de víctimas a las que atormentar. La voz del teléfono no podía haber elegido el sitio al azar. Intenté convencerme a mí mismo de que era una chorrada, de que las coincidencias eran el pan de cada día, pero no me lo creía. El señor Sharpton sabía lo de Skipper; lo sabía.

Me daba miedo encontrarme con él, pero por lo visto no tenía alternativa. Al menos tenía que averiguar cuánto sabía y a quién podía contárselo.

Así pues, me levanté, cogí el abrigo (estábamos a principios de primavera y por las noches hacía frío; aunque la verdad, da la impresión de que en el oeste de Pensilvania siempre hace frío por las noches), me dirigí hacia la puerta y en el último momento volví al salón para dejarle una nota a mamá. «He ido a ver a un par de tipos —escribí—. Estaré de vuelta a medianoche.» Tenía intención de volver mucho antes de medianoche, pero la nota me pareció buena idea. Por entonces no me pensé demasiado en la razón por la que me pareció buena idea, pero ahora sí: Si me sucedía algo, algo malo, quería asegurarme de que mamá llamaba a la policía.