Nunca tengo que confeccionar listas de la compra. Los limpiadores saben lo que me gusta. Platos congelados marca Stouffer, sobre todo esas bolsas instantáneas de eso que llaman ternera mechada a la crema y que mamá llamaba una mierda pinchada en un palo, fresas congeladas, leche entera, hamburguesas precocinadas que solo hay que calentar en la sartén (detesto manipular carne cruda), natillas Dole, de esas que vienen en copas de plástico, fatales para el cutis, pero me encantan… Es decir, cosas sencillas. Si quiero algo especial, tengo que anotarlo en el TABLÓN DE DINKY.
Una vez pedí tarta de manzana casera, que sobre todo no fuera del supermercado, y al llegar a casa cuando ya anochecía, tenía la tarta en la nevera junto con las demás provisiones de la semana. Solo que no estaba envuelta, sino descubierta sobre un plato azul, por eso supe que era casera. Al principio me dio un poco de cosa comérmela, porque no sabía de dónde había salido ni nada, pero al final decidí que era una chorrada. Tampoco sabemos de dónde sale en realidad la comida del supermercado. Suponemos que está bien porque viene envuelta, enlatada o «con doble cierre para su seguridad», pero cualquiera podría haberla manipulado con las manos sucias antes de ponerle el doble cierre o estornudar miles de virus sobre ella o incluso limpiarse el culo con ella. No pretendo asquearles, pero es cierto, ¿no? El mundo está lleno de desconocidos, y muchos de ellos llevan «malas intenciones». Lo sé por experiencia, créanme.
La cosa es que probé la tarta y estaba deliciosa. Me comí la mitad el viernes por la noche y el resto el sábado por la mañana, mientras buscaba destinatarios en Cheyenne, Wyoming. Pasé casi toda la noche del sábado en el baño, cagando hasta la primera papilla de tantas manzanas que había comido, pero me daba igual. Había merecido la pena. «Como la de mamá», suele decir la gente, pero no pueden referirse a la mía. Mi madre no sabía ni hacer un huevo frito.