II

Tengo una casa, ¿vale? Una casa propia. Eso es el beneficio colateral número uno. A veces llamo a mamá, le pregunto cómo tiene la pierna mala, charlo un rato con ella, pero nunca la he invitado a venir, pese a que Harkerville solo está a poco más de cien kilómetros de aquí y sé que se muere de curiosidad. Ni siquiera tengo que ir a visitarla si no me apetece, y casi nunca me apetece. Si conocieran a mi madre, tampoco a ustedes les apetecería sentarse con ella en ese salón mientras parlotea sin cesar sobre todos sus parientes y se queja de la pierna hinchada. Además, nunca me había dado cuenta de cuánto olía aquella casa a mierda de gato hasta que me fui de allí. Nunca tendré animales domésticos. Los animales domésticos son un auténtico coñazo.

Por lo general me quedo en casa. Tiene solo un dormitorio, pero aun así es genial. Eventual, como decía Pug[7]. Era el único tipo del súper que me caía bien. Cuando quería decir que algo estaba muy bien, Pug nunca decía que era genial, como casi todo el mundo, sino eventual. ¿Les parece raro? Ay, el viejo Pugmeister. Me pregunto qué tal estará. Bien, supongo. Pero no puedo llamarle para asegurarme. Puedo llamar a mi madre y tengo un número de emergencia por si algo sale mal o me da la sensación de que alguien está metiendo las narices donde no le importa, pero no puedo llamar a ninguno de mis viejos amigos… como si a alguien aparte de Pug le importara un comino Dinky Earnshaw. Normas del señor Sharpton.

Pero dejemos este tema y volvamos a mi casa de Columbia City. ¿A cuántos chavales de diecinueve años que no han acabado la escuela conocéis que tengan casa propia? ¿Y coche nuevo? Vale, no es más que un Honda, pero los primeros tres dígitos del cuentakilómetros marcan cero, y eso es lo que importa. Tiene radiocasete y compact, y nunca me siento al volante con la duda de si arrancará o no, como siempre me pasaba con el Ford, del que Skipper siempre se burlaba, por cierto. El Capullomóvil, lo llamaba. ¿Por qué hay tantos Skippers en el mundo? Eso es lo que me gustaría saber.

Ah, y algo sí que me pagan, que conste. Más que suficiente para cubrir mis necesidades. Fijaos. Cada día a la hora de la comida miro As the World Turns, y los jueves, a medio capítulo, oigo un golpeteo en el buzón. No hago nada, tal como me han ordenado.

—Son las normas, Dink —me advirtió el señor Sharpton.

Así que sigo mirando la serie. Las cosas más emocionantes de los culebrones siempre pasan en los alrededores del fin de semana, asesinatos los viernes, polvos los lunes, pero yo miro todos los capítulos hasta el final, sobre todo los jueves. Los jueves ni siquiera voy a la cocina para pillar otro vaso de leche. Cuando acaba el culebrón, apago la tele un rato, porque ponen el programa de Oprah Winfrey, y lo odio, eso de las tertulias y los debates es para los gilipollas del mundo, y salgo al recibidor.

En el suelo, bajo la ranura del buzón, siempre hay un sobre blanco liso y sellado. No hay nada escrito en él. Contiene catorce billetes de cinco dólares o siete de diez. Y así es como me lo gasto. Voy al cine dos veces, siempre por la tarde, cuando solo cuesta cuatro dólares y medio, o sea nueve en total. Los sábados lleno el depósito de gasolina, lo que suele costar otros siete. No lo conduzco mucho. Como diría Pug, no lo invierto todo en ello. Llevamos unos dieciséis. Voy unas cuatro veces a McDonald’s, bien a la hora del desayunar (Huevo McMuffin, café y dos tortas de patatas y cebolla) o para cenar (Cuarto de Libra con Queso, nada de McNíficos, ya quisiera yo saber quién coño se inventó esos bocatas). Una vez a la semana me pongo pantalones de vestir y camisa para ver cómo vive la otra mitad, o sea, que voy a comer a lo grande en algún sitio finolis como el Adam’s Ribs o el Chuck Wagon. Eso me sale por unos veinticinco pavos, así que llevamos cuarenta y uno. A veces paso por el News Plus y me compro un par de revistas verdes, nada estrafalario, solo cosas como el Variations o el Penthouse. He intentado anotar las revistas en el TABLÓN DE DINKY, pero sin éxito. Puedo comprarlas yo mismo y no desaparecen los días de limpieza ni nada de eso, pero no «aparecen» sin más, ya saben a qué me refiero, como casi todas las demás cosas. Supongo que a los limpiadores del señor Sharpton no les gusta comprar cosas sucias (vaya, un juego de palabras). Tampoco puedo pillar nada de sexo en internet. Lo he intentado, pero está bloqueado. Por lo general, esos bloqueos son fáciles de burlar, vas y rodeas los obstáculos si no puedes derribarlos, pero este es distinto.

No es que pretenda ponerme pesado con el asunto, pero tampoco puedo marcar números eróticos. El marcado automático funciona, por supuesto, y si quiero llamar a alguien al azar en cualquier parte del mundo y charlar un rato, no pasa nada, puedo hacerlo. Pero los números eróticos no; siempre comunican. Mejor así, supongo. Sé por experiencia que pensar en el sexo es como rascarse el eccema de las ortigas; no haces más que propagar la lesión. Además, el sexo no es para tanto, al menos para mí. Está ahí, pero no es eventual. Aun así, teniendo en cuenta a qué me dedico, ese detalle de mojigatería resulta un poco extraño. Casi gracioso… si no fuera porque ya no me hace gracia. Ni eso ni casi nada, de hecho.

En fin, volvamos al presupuesto.

Si me compro un número de Variations, son cuatro dólares más, lo que nos sitúa en cuarenta y cinco. A veces empleo parte del dinero restante en comprarme un compact, aunque no necesariamente, o un par de chocolatinas, aunque no debería, porque aún me salen espinillas a pesar de estar a punto de abandonar la adolescencia. De vez en cuando me entran ganas de pedir una pizza o comida china, pero eso va contra las reglas de TransCorp. Además me resultaría raro, como si hacerlo me convirtiera en un miembro de la clase opresora. No olviden que pasé un tiempo repartiendo pizzas y sé que es una mierda de trabajo. De hecho, si pudiera hacerme traer una pizza, el repartidor no se iría con una propina de rácano, sino con una bonificación más que generosa. Seguro que se le iluminaría la cara.

Empiezan a comprender a qué me refiero con lo de que no necesito mucho efectivo, ¿eh? Los jueves por la mañana suelen quedarme todavía unos ocho dólares de la anterior y a veces hasta veinte. Lo que hago con las monedas es arrojarlas por la rejilla del desagüe que tengo delante de casa. Soy consciente de que los vecinos alucinarían si me vieran hacerlo (no acabé la escuela, pero no porque fuera imbécil, que conste), así que saco la cesta azul de reciclaje llena de periódicos y a veces una Variations o una Penthouse enterrada entre ellos, porque no me gusta tener esas cosas mucho tiempo en casa, como a todo el mundo, y cuando la dejo en la acera, abro la mano en la que llevo las monedas y las tiro por la rejilla. Clinc clinc clinc splash, como un truco de magia. Ahora lo ves, ahora no lo ves. Algún día se obstruirá el desagüe, enviarán a algún tipo para arreglarlo y se creerá que le ha tocado la lotería, a menos que haya una inundación y las monedas vayan a parar a la depuradora o a donde sea. Por entonces ya me habré largado. No tengo intención de pasarme la vida entera en Columbia City, eso seguro. Me voy a largar, y pronto. Como sea.

Los billetes son menos problemáticos. Me limito a meterlos en la trituradora de basura del fregadero. Otro truco de magia, nada por aquí, nada por allá, dinero convertido en lechuga. Sin duda piensan que es muy raro eso de triturar dinero en el fregadero. Al principio, a mí también me lo parecía, pero uno se acostumbra a cualquier cosa después de hacerlo durante un tiempo, y además, cada jueves me caen setenta pavos más. La norma es bien sencilla. Nada de guardarlo; tengo que acabar la semana sin blanca. Y no hablamos de millones precisamente, solo de ocho o diez dólares por semana. Una minucia.