Fue uno de los días más largos de su vida. Dormitó, pero sin llegar a dormir profundamente; los juncos surtían su efecto y empezaba a pensar que, con ayuda de Jenna, podría salir de allí. Y luego estaba el asunto de los revólveres; tal vez la joven pudiera ayudarlo también en ese sentido.
Pasó las interminables horas pensando en los viejos tiempos, en Gilead, sus amigos, el juego de acertijos que había estado a punto de ganar en la feria de Tierra Ancha. Al final, otro se había llevado el ganso, pero él había tenido su oportunidad, sí, señor. Pensó en su madre, en su padre, en Abel Vannay, inmensamente bondadoso y cojo, y Eldred Jonas, inmensamente malvado y cojo… hasta que Roland lo derribó de la silla un hermoso día en el desierto.
Y como siempre, pensó en Susan.
«Si me amas, ámame», le había dicho ella… y así lo hizo.
Y así lo hizo.
De esa guisa pasó el tiempo. Más o menos cada hora sacaba uno de los juncos de debajo de la almohada y lo mordisqueaba. Sus músculos ya no temblaban con tanta violencia cuando la sustancia le entraba en el organismo, y el corazón tampoco se le aceleraba tanto. Además, creía que el equilibrio de poder entre el medicamento de los juncos y el de las hermanas había cambiado; los juncos iban ganando.
El difuso brillo del sol avanzó por el techo sedoso de la enfermería hasta que la penumbra que siempre parecía suspendida a la altura de la cama empezó a desvanecerse. La pared oeste de la alargada estancia adquirió los matices rosados y anaranjados del atardecer.
Fue la hermana Tamra quien le llevó la cena, consistente en sopa y otra empanadilla. Asimismo le dejó un lirio del desierto junto a la mano con una sonrisa. Tenía las mejillas sonrosadas, como todas ellas aquel día, como sanguijuelas atiborradas hasta casi reventar.
—De tu admiradora, Jimmy —explicó—. ¡Bebe los vientos por ti! El lirio significa «No olvides mi promesa». ¿Qué te ha prometido, Jimmy, hermano de Johnny?
—Que volvería a verme y hablaríamos.
Tamra lanzó una carcajada tan estentórea que las campanillas de su frente tintinearon y entrelazó las manos en un éxtasis absoluto de regocijo.
—¡Ah, sí, bebe los vientos por ti! —repitió antes de inclinarse hacia Roland sin dejar de sonreír—. Qué lástima que esa promesa no pueda cumplirse jamás. No volverás a verla, hermoso —aseguró al tiempo que cogía el plato—. La Gran Hermana lo ha decidido. —Se levantó aún sonriendo—. ¿Por qué no te quitas ese sigul tan feo?
—No.
—Tu hermano se lo ha quitado. Mira.
Señaló con el dedo un punto, y Roland distinguió el medallón de oro tirado al final del pasillo, adonde Ralph lo había arrojado.
La hermana Tamra lo miraba con la misma expresión sonriente.
—Decidió que formaba parte de su enfermedad y se lo quitó. Tú harás lo mismo si sabes lo que te conviene.
—No —repitió Roland.
—Como quieras —espetó la hermana con desdén y lo dejó de nuevo a solas con las camas vacías reluciendo entre las sombras cada vez más densas.
A pesar de la creciente somnolencia que lo envolvía, Roland aguantó hasta que los colores ardientes que surcaban la pared oeste de la enfermería se tiñeron de gris. Entonces mordisqueó otro junco y de inmediato experimentó una oleada de fuerza, fuerza real en esta ocasión, no ese sucedáneo de músculos temblorosos y pulso acelerado. Miró el medallón desechado que relucía a la luz moribunda e hizo una promesa silenciosa a John Norman. Lo llevaría junto con el otro a sus familiares si ka le permitía toparse con ellos durante sus viajes.
Completamente en paz por primera vez en todo el día, el pistolero dormitó. Al despertar era de noche, y los insectos médicos cantaban con inusual estridencia. Había sacado otro de los juncos escondidos y empezado a mordisquearlo cuando una voz gélida habló:
—Así que la Gran Hermana estaba en lo cierto; guardas secretos.
Roland tuvo la sensación de que el corazón se le paraba. Se volvió y vio que la hermana Coquina se incorporaba. Había llegado sigilosamente mientras dormía para esconderse bajo la cama de su derecha y vigilarlo.
—¿De dónde has sacado esto? —preguntó—. ¿Ha sido…?
—Se lo di yo.
Coquina giró sobre sus talones. Jenna se dirigía hacia ellos por el pasillo. Ya no llevaba el hábito, aunque sí el griñón flanqueado de campanillas, cuyo dobladillo descansaba sobre los hombros de una sencilla camisa a cuadros. Llevaba asimismo vaqueros y unas gastadas botas para el desierto. En las manos llevaba algo. Estaba demasiado oscuro para saberlo con certeza, pero Roland creía que…
—Tú —siseó la hermana Coquina con infinito odio—. Cuando se lo cuente a la Gran Hermana…
—No se lo contarás a nadie —afirmó Roland.
De haber planeado la liberación de las correas que lo sujetaban, sin duda habría fracasado, pero como de costumbre, el pistolero funcionaba mejor cuanto menos pensaba. Sus brazos quedaron libres en un abrir y cerrar de ojos, al igual que su pierna izquierda. Sin embargo, la derecha se le trabó a la altura del tobillo, dejándolo colgado con los hombros sobre la cama y la pierna suspendida en el aire.
Coquina se volvió otra vez hacia él con un bufido felino y los labios abiertos en una mueca que dejaba al descubierto una dentadura afilada en extremo. Se abalanzó sobre él con los dedos, de uñas puntiagudas y desiguales, muy separados.
Roland cogió el medallón y se lo puso delante de las narices. La hermana Coquina retrocedió con otro de aquellos bufidos y se volvió hacia la hermana Jenna en un remolino de tela blanca.
—¡Voy a acabar contigo, víbora entrometida! —juró en voz baja y ronca.
Roland intentó liberar la pierna, pero sin conseguirlo. Estaba trabada, con la maldita eslinga enredada en el tobillo a modo de soga.
Jenna levantó las manos, y Roland comprobó que había estado en lo cierto; llevaba sus revólveres, enfundados y colgando de los dos viejos cinturones con los que se había ido de Gilead después del último incendio.
—¡Dispárale, Jenna! ¡Dispárale!
Pero la joven, sin dejar de sostener en alto los revólveres enfundados, sacudió la cabeza como el día en que Roland la había convencido de que se quitara el griñón para así poderle ver el cabello. Con el gesto, las campanillas emitieron un penetrante tintineo que se clavó en la cabeza del pistolero como un pincho.
«Las Campanas Oscuras. El sigul de su ka-tet. ¿Qué…?»
El sonido de los insectos médicos se convirtió en un grito estridente y atiplado que se parecía sobrecogedoramente al tintineo de las campanillas de Jenna. Habían perdido toda su dulzura. Las manos de la hermana Coquina vacilaron de camino a la garganta de Jenna; la joven no se había inmutado.
—No —susurró Coquina—. No puedes hacerlo.
—Ya lo he hecho —replicó Jenna.
Y entonces Roland vio los insectos. Por las piernas del hombre barbudo había descendido un batallón, pero lo que vio salir de entre las sombras era un ejército suficiente para acabar con todos los ejércitos; de haber sido hombres en lugar de insectos, sin duda habrían sumado más que todos los hombres que habían luchado a lo largo de la extensa y cruenta historia del Mundo Medio.
Pero la visión de aquellos bichos avanzando sobre la tarima que cubría el suelo del pasillo no era lo que Roland recordaría para siempre ni lo que atormentaría sus sueños durante más de un año, sino el modo en que cubrían las camas, que se teñían de negro por parejas a ambos lados del pasillo, como tenues lámparas rectangulares que se apagaran.
Coquina lanzó un chillido y empezó a sacudir la cabeza para hacer sonar las campanillas, pero el tintineo que producían era débil y fútil en comparación con el tañido penetrante de las Campanas Oscuras.
Los insectos seguían avanzando, oscureciendo el suelo, ensombreciendo las camas.
Jenna pasó corriendo junto a la hermana Coquina, que no dejaba de chillar, dejó los revólveres junto a Roland y deshizo la eslinga de un solo tirón. Roland liberó la pierna.
—Vamos —urgió Jenna—. Los he puesto en marcha, pero detenerlos es harina de otro costal.
Los gritos de la hermana Coquina ya no eran de horror, sino de dolor; los insectos la habían alcanzado.
—No mires —advirtió la joven al tiempo que lo ayudaba a incorporarse.
Roland no se había alegrado nunca tanto de apoyar los pies en el suelo.
—Vamos, debemos darnos prisa; Coquina despertará a las demás. He dejado tus botas y ropa en el camino que sale de aquí; he cogido todo lo que he podido. ¿Cómo te encuentras? ¿Te sientes con fuerzas?
—Gracias a ti.
No sabía durante cuánto tiempo conservaría las fuerzas… y en aquel momento no le importaba. Vio que Jenna recogía dos de los juncos, que en su lucha por liberarse de las correas se habían desparramado por todo el cabezal de la cama, y acto seguido echaron a correr por el pasillo, alejándose de los bichos y de la hermana Coquina, cuyos gritos empezaban a menguar.
Roland se puso el cinturón y se lo abrochó sin aflojar el paso. Pasaron junto a tan solo tres camas antes de llegar a la puerta de la tienda… pues era una tienda, según vio Roland, no un pabellón. Las paredes y el techo de seda eran en realidad de lona gastada, lo bastante delgada para filtrar la luz de una luna en tres cuartos. Y las camas no eran camas en realidad, sino una doble hilera de catres destartalados.
Miró atrás y vio un bulto negro contorsionándose en el suelo donde había caído la hermana Coquina. La escena le provocó un pensamiento desagradable.
—¡He olvidado el medallón de John Norman! —exclamó con un sentimiento de pena, casi de duelo.
Jenna deslizó la mano en el bolsillo de sus vaqueros y lo sacó. La pieza relucía a la luz de la luna.
—Lo recogí del suelo.
Roland no sabía de qué se alegraba más, de ver el medallón o de verlo en su mano, ya que lo segundo significaba que no era como las demás.
Pero entonces, como para desmentir esa afirmación antes de que echara raíces en su mente, Jenna dijo:
—Cógelo, Roland, tengo que soltarlo.
Y al cogerlo vio unas quemaduras inconfundibles en sus dedos. Le tomó la mano y besó cada una de las lesiones.
—Gracias —musitó Jenna, y Roland comprobó que lloraba—. Gracias, querido. Ser besada así es hermoso, compensa todo el dolor. Y ahora…
Roland vio que desviaba los ojos y siguió su mirada. Unas luces vacilantes descendían por un sendero pedregoso. Tras ellas distinguió el edificio donde moraban las Hermanitas, no un convento, sino una hacienda en ruinas que parecía tener mil años de antigüedad. Eran tres velas, y cuando se aproximaron un poco más, Roland solo vio a tres hermanas. Mary no se hallaba entre ellas.
Desenfundó los revólveres.
—¡Ooooh, es un pistolero! —exclamó Louise.
—¡Un hombre aterrador! —añadió Michela.
—¡Y ha encontrado a su amor además de sus pistolas! —señaló Tamra.
—¡A su puta! —puntualizó Louise.
Todas lanzaron carcajadas furiosas. No estaban asustadas… al menos no de sus armas.
—Guárdalos —recomendó Jenna, y al volverse hacia él vio que ya lo había hecho.
Entretanto, las hermanas se habían acercado más.
—¡Ooooh, mira, está llorando! —observó Tamra.
—¡Se ha quitado el hábito! —comentó Michela. A lo mejor llora por sus votos quebrantados.
—¿Por qué lloras, bonita? —inquirió Louise.
—Porque me ha besado las quemaduras de los dedos —repuso Jenna—. Nunca me habían besado, y me ha hecho llorar.
—¡Ooooh!
—¡En-can-ta-dor!
—¡Y ahora se la meterá toda! ¡Aún más en-can-ta-dor!
Jenna soportó sus pullas sin indicio de enojo.
—Me voy con él —anunció cuando por fin callaron—. Apartaos.
Las carcajadas falsas cesaron en seco, y las hermanas se la quedaron mirando boquiabiertas.
—¡No! —susurró Louise—. ¿Estás loca? ¿Sabes lo que pasará?
—No, y vosotras tampoco —replicó Jenna—. Además, no me importa.
Dio un cuarto de vuelta y extendió la mano hacia la boca de la viejísima tienda hospital. A la luz de la luna adquiría un tono verde oliva desteñido y en el tejado tenía pintada una cruz roja. Roland se preguntó cuántos pueblos habrían visitado las hermanas con esa tienda, tan pequeña y anodina por fuera, tan inmensa y bellamente penumbrosa por dentro. Cuántos pueblos y durante cuántos años…
Los insectos médicos llenaban ahora su entrada cual lengua negra y reluciente. Habían dejado de cantar, y su silencio resultaba horripilante.
—Apartaos o les ordenaré que os ataquen —amenazó Jenna.
—¡No te atreverás! —siseó la hermana Michela en voz baja y aterrada.
—Sí me atreveré. Ya les he ordenado acabar con la hermana Coquina. Ahora forma parte de su medicina.
El jadeo colectivo que emitieron fue como una ráfaga de viento gélido entre árboles muertos. A todas luces, las hermanas no solo temían por su vida, sino que también estaban escandalizadas por lo que había hecho Jenna.
—Estás condenada —sentenció la hermana Tamra.
—¿Quiénes sois vosotras para hablar de condenación? Apartaos.
Las hermanas obedecieron. Roland pasó junto a ellas, y todas retrocedieron, pero aún retrocedieron más al pasar Jenna.
Rodearon la hacienda y llegaron al sendero que arrancaba tras ella. La luna refulgía sobre un pedregal, y a su luz, Roland distinguió una pequeña abertura negra al pie del escarpado sendero. Suponía que era la entrada de la cueva que las hermanas denominaban la Casa de Meditación.
—¿A qué se refería con eso de que estás condenada? —quiso saber.
—Da igual. Lo único que debe preocuparnos ahora es la hermana Mary. No me hace ni pizca de gracia no haberla visto hasta ahora.
Intentó apretar el paso, pero Roland la asió del brazo para que se volviera hacia él. Aún oía el canto de los insectos, pero muy tenue. Estaban dejando atrás la morada de las hermanas y también Eluria, si su brújula mental no le fallaba, pues creía que el pueblo estaba en dirección opuesta. El cascarón del pueblo, mejor dicho.
—Dime a qué se referían.
—Quizá a nada. No me preguntes, Roland, de nada sirve. Ya está hecho, ya he quemado mis naves. No puedo volver atrás ni volvería aunque pudiera.
Bajó la cabeza, se mordió el labio y cuando levantó la mirada, Roland vio que por las mejillas le rodaban nuevas lágrimas.
—He comido con ellas. A veces no podía evitarlo, al igual que tú no podías evitar tomarte su maléfica sopa, por mucho que supieras lo que contenía.
Roland recordó las palabras de John Norman: «Un hombre tiene que comer… Y una mujer también». Asintió con la cabeza.
—No quiero seguir por ese camino. Si me espera la condenación, que sea por elección mía, no de ellas. Mi madre tenía buenas intenciones al traerme de vuelta aquí, pero se equivocó. —Lo miró con expresión tímida y temerosa… pero de hito en hito—. Te acompañaré en tu viaje, Roland de Gilead. Durante tanto tiempo como pueda o me lo permitas.
—Estaré encantado de que me acompañes —aseguró—. Y tu compañía será…
Iba a añadir que sería una bendición para él, pero en aquel momento, una voz habló de entre las sombras que se alzaban ante ellos, donde el sendero salía por fin del pedregoso y árido valle en que las hermanitas practicaban sus malvadas artes.
—Es una lástima truncar tan hermosa fuga, pero no me queda otro remedio.
De las sombras surgió la hermana Mary. Su bello hábito blanco con la rosa roja bordada en la pechera se había convertido en lo que era en verdad, el sudario de un cadáver. Atrapado entre sus mugrientos pliegues se veía un rostro flácido y arrugado puntuado por dos ojos negros que parecían dátiles podridos. Bajo ellos, visibles por la sonrisa que exhibía la criatura, cuatro enormes colmillos relucientes.
Sobre la piel estirada de la frente de la hermana Mary tintineaban las campanillas… «aunque no las Campanas Oscuras», pensó Roland. Por suerte.
—Apártate —advirtió Jenna—, de lo contrario te echaré los can tam.
—No lo harás —aseguró la hermana Mary al tiempo que se acercaba—. No se atreverían a alejarse tanto de los demás. Ya puedes sacudir la cabeza para hacer sonar tus malditas campanas hasta que se te parta el cuello, que no vendrán.
Jenna hizo precisamente eso, sacudir la cabeza con vigor. Las Campanas Oscuras sonaron con fuerza, pero sin aquella cualidad casi sobrenatural que había atravesado la cabeza de Roland como una lanza. Y los insectos médicos, a los que Jenna llamaba can tam, no acudieron.
Con una sonrisa aún más amplia, que hizo pensar a Roland que ni siquiera la hermana Mary había sabido a priori que los insectos no irían, la mujer-cadáver se acercó a ellos como flotando.
—Y guarda eso —ordenó a Roland.
El pistolero bajó la mirada y vio que llevaba uno de los revólveres en la mano, aunque no recordaba haberlo desenfundado.
—A menos que esté bendecido o haya sido sumergido en el fluido sagrado de alguna secta, sangre, agua o semen, no puede hacerme daño alguno, pistolero, pues soy más sombra que sustancia… pero pese a ello tengo tanta fuerza como tú.
La hermana Mary creía que Roland intentaría matarla de un disparo, lo leía en sus ojos. «Esas pistolas son lo único que tienes —decían aquellos ojos—. Sin ellas ya puedes volver a la tienda que soñamos para ti, colgarte de las correas y esperar a que vayamos a procurarnos placer contigo.»
En lugar de disparar, Roland enfundó el revólver y se abalanzó sobre ella con las manos extendidas. La hermana Mary profirió un grito casi de sorpresa, pero no duró mucho, porque Roland le atenazó el cuello y ahogó el sonido casi de inmediato.
El tacto de su piel era obsceno, pues no parecía solo viva, sino escurridiza, multiforme, entre sus dedos, como si intentara escapar de él. La sentía fluir como líquido, una sensación espeluznante más allá de toda descripción. Pero aun así apretó más fuerte, resuelto a arrebatarle la vida.
De repente se produjo un destello azul (no en el aire, pensaría más tarde, sino en el interior de la cabeza, un único relámpago que ella provocó en su mente), y sus manos salieron despedidas hacia atrás. Por un instante, sus ojos cegados vieron profundas hendiduras mojadas en aquella carne grisácea, hendiduras que tenían la forma de su mano, pero enseguida cayó hacia atrás, chocó de espalda contra el pedregal y se golpeó la cabeza con una roca saliente, lo bastante dura para provocar un segundo relámpago, este más leve.
—No, no, no, hombre hermoso —dijo la mujer con una mueca y los terribles ojos opacos inundados de risa—. No puedes estrangularme, y por tu impertinencia acabaré contigo muy despacio, con cien cortes superficiales para saciar mi sed poco a poco. Pero primero me ocuparé de esta muchacha impía… y de paso le quitaré las malditas campanas.
—A ver si puedes —la retó Jenna con voz temblorosa, sin dejar de sacudir la cabeza.
Las Campanas Oscuras tintineaban burlonas, provocadoras.
La sonrisa torva de Mary se desvaneció.
—Oh, por supuesto que puedo —musitó antes de abrir la boca, dejando al descubierto los colmillos relucientes a la luz de la luna, como agujas de hueso clavadas en un cojín rojo—. Puedo y…
Sobre sus cabezas se oyó un gruñido que se intensificó antes de quebrarse en una secuencia de ladridos. Mary se volvió hacia la izquierda, y en el instante antes de que la criatura saltara de la roca sobre la que estaba, Roland distinguió con toda claridad la expresión de sobresalto y perplejidad en el rostro de la Gran Hermana.
La criatura se abalanzó sobre ella, una figura negra recortada contra el firmamento estrellado, pero antes de que chocara contra la mujer y la alcanzara en el pecho entre los brazos medio alzados y le clavara los dientes en el cuello, Roland ya sabía lo que era.
Cuando la bestia la hizo caer de espaldas, la hermana Mary profirió un grito estremecedor que atravesó la cabeza de Roland como las mismísimas Campanas Oscuras. Se incorporó con la respiración entrecortada. Mientras, el ser seguía mordiéndole con las patas delanteras encajadas a ambos lados de su cabeza y las traseras plantadas sobre la pechera del sudario, donde antes se veía la rosa bordada.
Roland asió a Jenna, que miraba a la hermana tumbada en el suelo fascinada y petrificada.
—¡Vamos! —la urgió—. Antes de que decida atacarte a ti también.
El perro no les hizo caso alguno cuando Roland pasó junto a él tirando de Jenna. Por entonces ya casi había arrancado la cabeza de la hermana Mary.
Su carne parecía estar cambiando, sin duda descomponiéndose, pero fuera lo que fuere, Roland no quería presenciarlo ni que Jenna lo presenciara.
Subieron medio andando medio corriendo hasta la cumbre del barranco, y al llegar se detuvieron a recobrar el aliento a la luz de la luna, las cabezas gachas, las manos entrelazadas, la respiración entrecortada.
Los gruñidos se habían atenuado, pero aún los oían cuando la hermana Jenna alzó la cabeza y le preguntó:
—¿Qué era? Veo en tu cara que lo sabes. ¿Y cómo ha podido atacarla? Todas tenemos poder sobre los animales, pero ella tiene… tenía más poder que ninguna.
—Sobre ese no —aseguró Roland al tiempo que recordaba al desafortunado muchacho de la cama contigua.
Norman no sabía por qué los medallones mantenían a raya a las hermanas, si se debía al oro o al Dios, pero ahora Roland conocía la respuesta.
—Era un perro, solo un perro callejero. Lo vi en la plaza antes de que la gente verde me dejara inconsciente y me llevara junto a las hermanas. Supongo que los demás animales capaces de huir huyeron, pero ese no. No tenía nada que temer de las Hermanitas de Eluria y de algún modo lo sabía. Lleva la señal del Hombre Jesús en el pecho, pelaje negro sobre pelaje blanco. Una marca de nacimiento, supongo, pero en cualquier caso, eso es lo que ha acabado con ella. Sabía que acechaba en alguna parte; lo oí ladrar un par de veces.
—¿Por qué? —susurró Jenna—. ¿Por qué ha venido? ¿Por qué se ha quedado? ¿Y por qué la ha atacado de ese modo?
Roland de Gilead respondió como siempre respondía y siempre respondería cuando se le formulaban preguntas inútiles y desconcertantes:
—Ka. Vamos. Nos alejaremos cuanto podamos y luego nos esconderemos en algún lugar para pasar la noche.
Resultó que pudieron alejarse unos trece kilómetros como máximo… y probablemente, pensó Roland cuando ambos se dejaron caer entre la fragante salvia bajo un saliente de roca, bastante menos. Ocho, tal vez. Era él quien los frenaba, o mejor dicho, el residuo del veneno que le habían puesto en la sopa. Cuando comprendió que no podría seguir sin ayuda, le pidió otro de los juncos, pero ella se negó, alegando que la sustancia que contenía podía combinarse con el desacostumbrado ejercicio y hacerle estallar el corazón.
—Además —prosiguió cuando estaban tumbados con la espalda apoyada contra la pared del rincón que habían encontrado—, no nos seguirán. Las que quedan, Michela, Louise y Tamra, recogerán sus cosas y se irán a otra parte. Saben cuándo ha llegado el momento de marcharse; por eso han sobrevivido tanto tiempo. Por eso hemos sobrevivido tanto tiempo. Somos fuertes en algunos aspectos, pero débiles en muchos otros. La hermana Mary olvidó ese detalle. Fue su arrogancia lo que acabó con ella en la misma medida que el perro cojo, creo.
Jenna no solo había escondido sus botas y ropa en la cima del barranco, sino también la más pequeña de sus dos bolsas. Cuando se disculpó por no haber llevado también su estera y la otra bolsa (lo había intentado, aseguró, pero pesaban demasiado), Roland le puso un dedo sobre los labios para acallarla. Le parecía un milagro haber recuperado tantas de sus pertenencias, y además (eso no lo dijo, pero tal vez Jenna ya lo sabía), los revólveres eran lo único que importaba en realidad. Las armas de su padre y del padre de su padre y así sucesivamente hasta llegar a los tiempos de Arthur Eld, cuando los sueños y los dragones aún poblaban la tierra.
—¿Estarás bien? —preguntó a Jenna en cuanto se acomodaron.
La luna se había puesto, pero faltaban al menos tres horas para el alba. Estaban envueltos en la dulce fragancia de la salvia. Era un olor violeta, pensó entonces… y también más tarde. Ya lo sentía como una alfombra mágica bajo sus pies, una alfombra que pronto lo elevaría para posarlo en brazos de Morfeo. No recordaba haber estado tan cansado en toda su vida.
—Lo ignoro, Roland.
Pero ya entonces, Roland creía que lo sabía. Su madre la había llevado de vuelta en una ocasión, pero ninguna madre volvería a hacerlo. Y había comido con las demás, había tomado la comunión de las hermanas. Ka era una rueda, pero también una red de la que nadie se zafaba jamás.
Sin embargo, en ese momento estaba demasiado exhausto para pensar en tales cosas, y en cualquier caso, ¿de qué habría servido pensar? Tal como había dicho Jenna, ya había quemado sus naves. Roland suponía que aun cuando regresaran al valle, no encontrarían nada más que la cueva que las hermanas denominaban la Casa de Meditación. Las hermanas supervivientes habrían recogido su tienda de pesadillas y se habrían marchado; tan solo un tintineo de campanillas y el canto de los insectos deslizándose por la brisa de la madrugada.
Miró a la joven, levantó una mano que se le antojaba muy pesada y rozó el rizo que una vez más le invadía la frente.
Jenna rió algo avergonzada.
—Siempre se escapa. Es díscolo, como su dueña.
Levantó la mano para devolverlo a su lugar, pero Roland le asió los dedos para impedírselo.
—Es hermoso —aseguró—. Negro como la noche y hermoso como la eternidad.
Se incorporó con un enorme esfuerzo, pues la fatiga tiraba de su cuerpo como una mano suave e insistente, y le besó el rizo. Jenna cerró los ojos y suspiró. Roland advirtió que temblaba bajo sus labios. La piel de su frente estaba muy fresca, y la curva oscura del rizo díscolo era suave como la seda.
—Quítate el griñón otra vez —pidió.
Jenna obedeció sin hablar. Por un instante, Roland se limitó a contemplarla. Jenna le devolvió la mirada con expresión grave. El pistolero le acarició el cabello, sintiendo su peso sedoso, como la lluvia, pensó, como una lluvia pesada, luego apoyó las manos en sus hombros y la besó en ambas mejillas.
—¿Querrías besarme como un hombre besa a una mujer, Roland? —le rogó Jenna cuando se apartó—. ¿En la boca?
—Sí.
Y tal como había imaginado cuando yacía atrapado en la sedosa enfermería, la besó en los labios. Jenna le devolvió el beso con la torpe dulzura de quien nunca ha besado, salvo tal vez en sueños. Roland pensó en hacerle el amor, pues había pasado mucho tiempo, y ella era hermosa, pero se quedó dormido mientras aún la besaba.
Soñó con el perro cojo, que corría ladrando por un inmenso paisaje despejado. Él lo seguía, deseoso de conocer el motivo de su agitación, y pronto lo descubría. En el extremo más alejado de la llanura se alzaba la Torre Oscura, con la piedra negruzca recortada contra la bola anaranjada del sol poniente, las espeluznantes ventanas ascendiendo en espiral. El perro se detuvo al verla y empezó a aullar.
De pronto sonaron unas campanas especialmente estridentes y terribles como la perdición. Las Campanas Oscuras, sabía Roland, aunque su timbre era brillante como la plata. Con el sonido, las ventanas tenebrosas de la torre se iluminaron con un mortífero fulgor rojo, rojo de rosas envenenadas, y un grito de dolor insoportable desgarró la noche.
El sueño se disipó en un instante, pero el grito permaneció, trocándose en un gemido. Esa parte fue real, tan real como la torre que se erigía inquietante en el lugar más remoto del Mundo Final. Roland despertó a la claridad del alba y la delicada fragancia violeta de la salvia del desierto. Había desenfundado ambos revólveres y estaba de pie antes de ser del todo consciente de que estaba despierto.
Jenna había desaparecido. Sus botas estaban junto a la bolsa. Un poco más lejos, sus vaqueros yacían planos como pieles de serpiente tras la muda. Sobre ellos, la camisa, todavía metida en la cinturilla de los pantalones. Más allá, el griñón con las campanillas sobre la tierra polvorienta. Por un instante creyó que sonaban, pero estaba equivocado.
No eran las campanas, sino los insectos. Los insectos médicos. Cantaban en la salvia con un sonido parecido al de los grillos, pero mucho más dulce.
—¿Jenna?
No obtuvo respuesta… a menos que la reacción de los insectos fuera una respuesta, porque dejaron de cantar en seco.
—¿Jenna?
Nada, solo el viento y la fragancia de la salvia.
Sin pensar en lo que hacía, pues el pensamiento razonado, al igual que la interpretación, no era su fuerte, se agachó, recogió el griñón y lo agitó. Las Campanas Oscuras tintinearon.
Al principio no pasó nada, pero de repente empezaron a salir miles de diminutas criaturas negras de entre la salvia para agruparse en la tierra agrietada. Roland recordó el batallón que había visto desfilar por el costado de la cama del mercader y retrocedió un paso, aunque enseguida se quedó en su posición, igual que los insectos.
Creía entender lo que estaba sucediendo. Parte de la comprensión se derivaba del recuerdo del tacto de la piel de la hermana Mary entre sus dedos… aquella sensación de multiformidad, no de una sola cosa, sino de muchas. Y en parte se debía a lo que Jenna le había dicho. «He comido con ellas.» Tal vez aquellas criaturas nunca morían… sino que cambiaban.
Los insectos temblaron, una gran nube negra que ocultaba la tierra blanca y agrietada.
Roland agitó de nuevo las campanillas. Un estremecimiento sutil sacudió la manta de insectos, que empezaron a formar una silueta. Lo que acabaron por configurar sobre la blancura de la arena entre los algodones violeta de la salvia era una de las Grandes Letras, la letra «C».
Pero en realidad no era una letra, vio el pistolero, sino un rizo.
Y entonces empezaron a cantar, y Roland tuvo la sensación de que cantaban su nombre.
Las campanillas se le escurrieron entre los dedos temblorosos, y cuando chocaron contra el suelo con un tintineo, la masa de insectos se fragmentó, y los bichos echaron a correr en todas direcciones. Pensó en reagruparlos, tal vez con las campanillas, pero ¿para qué? ¿Con qué finalidad?
«No me preguntes, Roland. Ya está hecho, ya he quemado mis naves.»
Pero había acudido junto a él una última vez, imponiendo su voluntad a mil fragmentos que deberían haber perdido la capacidad de pensamiento una vez perdida la cohesión… Pero no, había logrado pensar de algún modo, lo suficiente para crear aquella silueta. ¿Cuánto esfuerzo le habría representado?
Los insectos se dispersaron cada vez más, algunos para desaparecer entre la salvia, otros encaramándose a las paredes de un saliente rocoso, escondiéndose en todas las grietas posibles, tal vez, para esperar a que remitiera el calor abrasador del día.
Por fin no quedó ninguno. Ni tampoco Jenna.
Roland se sentó en el suelo y se cubrió el rostro con las manos. Creyó que rompería a llorar, pero el impulso cedió al cabo de unos instantes; cuando levantó de nuevo la cabeza, sus ojos seguían tan secos como el desierto al que llegaría más adelante durante su búsqueda de Walter, el hombre de negro.
«Si me espera la condenación, que sea por elección mía, no de ellas.»
Roland también estaba familiarizado con la condenación… y tenía la impresión de que su aprendizaje, lejos de haber terminado, acababa de empezar.
Jenna le había llevado la bolsa que contenía el tabaco. Roland lió un cigarrillo y se lo fumó en cuclillas. Lo fumó hasta reducirlo a una colilla incandescente mientras contemplaba la ropa vacía y recordaba la mirada firme de sus ojos oscuros, las quemaduras en sus dedos por causa del medallón. Pero pese a ello lo había recogido, porque sabía que él lo querría. Había desafiado el dolor, y gracias a ello ahora Roland llevaba ambos colgados del cuello.
Cuando el sol se elevó en el cielo, el pistolero puso rumbo al oeste. Tarde o temprano encontraría otro caballo o una mula, pero de momento se conformaba con viajar a pie. Durante todo aquel día lo persiguió un sonido, el tintineo de unas campanillas. En varias ocasiones se detuvo y miró a su alrededor, convencido de que vería una silueta oscura que lo seguía deslizándose sobre el suelo, persiguiéndolo como nos persiguen las sombras de nuestros mejores y peores recuerdos, pero no había ninguna silueta. Estaba solo en las colinas al oeste de Eluria.
Muy solo.