V. La hermana Mary. Un mensaje. Una visita de Ralph. El destino de Norman. De nuevo la hermana Mary

Cuando despertó era de día, y el techo de seda volvía a relucir blanquísimo mientras ondeaba en la suave brisa. Los insectos médicos cantaban satisfechos. A su izquierda, Norman dormía a pierna suelta con la cabeza tan ladeada que la hirsuta mejilla le tocaba el hombro.

Roland y John Norman eran los únicos que quedaban. Más allá, en el mismo lado del pasillo, la cama que había ocupado el hombre de la barba aparecía desocupada, con la sábana bien remetida y la almohada muy atusada en su prístina funda blanca. Las correas que sujetaban su cuerpo habían desaparecido.

Roland recordaba las velas, el brillo de cada llama entremezclándose con las demás para ascender en una columna y alumbrar a las hermanas agolpadas en torno al hombre. Las risitas. El tintineo de sus malditas campanillas.

En aquel momento, como si la hubiera invocado con el pensamiento, la hermana Mary apareció caminando a buen paso y seguida de la hermana Louise. Esta última llevaba una bandeja y parecía nerviosa. Mary fruncía el entrecejo, a todas luces de mal humor.

«¿Huraña después de semejante festín? —pensó Roland—. Vergüenza debería darte, hermana.»

Mary llegó junto a la cama de Roland y bajó la mirada hacia él.

—No tengo nada que agradecerte, sai—dijo sin más preámbulo.

—¿Acaso te he pedido gratitud? —replicó con voz polvorienta y reseca, como las páginas de un libro viejo.

—Has convertido a una joven insolente y disconforme con su posición en un ser descaradamente rebelde —prosiguió Mary sin hacer caso de su respuesta—. En fin, su madre era igual que ella y murió al poco de devolver a Jenna al lugar que le correspondía. Levanta la mano, hombre ingrato.

—No puedo. No puedo moverme.

—¡Bobadas! ¿Acaso no conoces el dicho «No engañes a tu madre a menos que esté fuera de tu vista»? Sé bien lo que puedes y lo que no puedes hacer. Y ahora levanta la mano.

Roland levantó la mano derecha, fingiendo un esfuerzo mayor del que le costaba. Se dijo que tal vez aquella mañana tuviera fuerzas suficientes para liberarse de las ataduras, pero ¿y entonces qué? No podría caminar como Dios manda durante bastantes horas, aun cuando no le administraran otra dosis de «medicamento»… y tras la hermana Mary, la hermana Louise estaba destapando otro plato de sopa. En cuanto lo vio, su estómago empezó a emitir gruñidos de protesta.

La Gran Hermana esbozó una sonrisa al oírlo.

—Incluso estar postrado en la cama abre el apetito de un hombre fuerte al cabo de cierto tiempo. ¿No estás de acuerdo, Jason, hermano de John?

—Me llamo James, como bien sabes, hermana.

—¿Ah, sí? —se burló ella con una carcajada furiosa—. ¡Bah! ¿Y si azotara a tu amorcito con suficiente fuerza y durante suficiente tiempo, hasta que la sangre le saliera despedida de la espalda como gotas de sudor?, digamos, ¿no crees que te sonsacaría un nombre distinto? ¿O acaso no se lo revelaste durante vuestra pequeña conversación?

—Si la tocas, te mataré.

La hermana rió de nuevo. Su rostro brilló, y su boca firme se transformó en algo parecido a una medusa moribunda.

—No nos hables de matar a menos que nosotras te hablemos de ello, muchacho.

—Hermana, si tú y Jenna no congeniáis, ¿por qué no eximirla de sus votos y dejarla seguir su camino?

—Nada puede eximirnos de nuestros votos ni permitirnos seguir nuestro camino. Su madre lo intentó y volvió. Agonizaba, y su hija estaba enferma. Fuimos nosotras quienes cuidamos de ella hasta que recobró la salud después de que su madre no fuera más que tierra en la brisa que sopla hacia el Mundo Final, y a cambio no nos muestra gratitud alguna. Además lleva las Campanas Oscuras, el sigul de nuestra hermandad, de nuestro ka-tet. Y ahora come; tu estómago dice que tienes hambre.

La hermana Louise le alargó el plato, pero sus ojos no dejaban de desviarse hacia el contorno que el medallón dibujaba en la pechera del camisón. «No te gusta, ¿eh?», pensó Roland. A renglón seguido recordó a la hermana Louise a la luz de las velas, la sangre del mercader en su barbilla, los ojos viejísimos ávidos cuando se inclinó hacia delante para lamer su semen de la mano de la hermana Mary.

—No quiero nada —declinó, girando la cabeza.

—¡Pero si estás hambriento! —protestó la hermana Louise—. Si no comes, James, ¿cómo pretendes recuperar fuerzas?

—Que venga Jenna. Comeré lo que me traiga ella.

La frente de la hermana Mary se arrugó en un ceño turbulento.

—No volverás a verla. Ha obtenido permiso para abandonar la Casa de Meditación bajo la solemne promesa de que duplicará el tiempo dedicado a la meditación… y de que no volverá a pisar la enfermería. Y ahora come, James, o quienquiera que seas. Toma lo que lleva la sopa o te abriremos con cuchillos y te lo meteremos con cataplasmas de franela. Nos da igual, ¿verdad, Louise?

—Sí —asintió Louise sin dejar de alargarle el plato, que humeaba y olía apetitosamente a pollo.

—Pero tal vez a ti no te dé igual —señaló la hermana Mary con una sonrisa desprovista de humor que dejó al descubierto sus enormes dientes—. Derramar sangre representa un riesgo aquí. A los médicos no les gusta; se ponen nerviosos.

No solo los insectos se ponían nerviosos al ver sangre, y Roland lo sabía. También sabía que no tenía alternativa en lo tocante a la sopa, de modo que cogió el plato y empezó a comer despacio. Habría dado cualquier cosa por borrar la mirada de satisfacción que veía en el rostro de la hermana Mary.

—Muy bien —alabó Mary en cuanto Roland devolvió el plato y ella se hubo cerciorado de que estaba del todo vacío.

La mano de Roland se desplomó en el cabestrillo preparado para ella, demasiado pesada para levantarla. De nuevo lo acometió la sensación de que el mundo se alejaba.

La hermana Mary se inclinó hacia delante, de forma que la parte superior de su vaporoso hábito rozó la piel del hombro izquierdo de Roland. Percibía su olor, un aroma entre maduro y seco, y habría tenido una arcada de tener fuerza suficiente.

—Quítate esa repugnante cosa dorada en cuanto recobres un poco las fuerzas y déjalo en el orinal bajo la cama, donde debe estar, porque incluso a esta distancia me hace estallar la cabeza y me ahoga.

—Si lo quieres, quítamelo tú —musitó Roland con un enorme esfuerzo.

Una vez más el entrecejo fruncido transformó el rostro de Mary en algo parecido a un nubarrón tenebroso. Roland estaba convencido de que lo habría abofeteado si se hubiera atrevido a tocarlo tan cerca del medallón. Pero por lo visto, su capacidad de tocarlo acababa en la cintura.

—Te recomiendo que lo medites un poco más —aconsejó la hermana Mary—. Todavía puedo hacer que azoten a Jenna. Lleva las Campanas Oscuras, pero la Gran Hermana soy yo, no lo olvides.

Dicho aquello se marchó. La hermana Louise la siguió, no sin antes lanzarle una extraña mirada entre atemorizada y lujuriosa por encima del hombro.

«Tengo que salir de aquí —pensó Roland—. A toda costa.»

Pero en lugar de hacer algo al respecto, volvió a sumergirse en aquel lugar oscuro que no era el sueño. O quizá sí durmió, al menos durante un rato, tal vez incluso soñó. De nuevo, unos dedos acariciaron los suyos, y unos labios le besaron la oreja antes de susurrarle:

—Mira debajo de la almohada, Roland… pero no digas a nadie que he estado aquí.

En algún momento después de aquella sensación, Roland volvió en sí, casi esperando ver el hermoso y joven rostro de la hermana Jenna inclinado sobre él, con aquella coma de cabello oscuro asomando bajo el griñón. Pero no había nadie. Los paneles de seda relucían más blancos que nunca, y si bien resultaba imposible calcular con precisión la hora allí dentro, Roland suponía que era sobre mediodía. Debían de haber pasado unas tres horas desde que las hermanas le llevaran el segundo plato de sopa.

Junto a él, John Norman seguía durmiendo con respiración leve y nasal.

Roland intentó levantar la mano para deslizarla bajo la almohada, pero no logró moverla. Podía agitar las yemas de los dedos, pero nada más. Esperó para calmarse lo más posible y hacer acopio de paciencia. Descubrió que le costaba tener paciencia. No dejaba de pensar en lo que había dicho Norman, que en la emboscada habían sobrevivido veinte personas… al menos al principio. «Se esfumaron uno por uno, hasta que por fin solo quedamos yo y el hombre de esa cama. Y ahora tú.»

«La muchacha no ha venido.» Su mente hablaba con la voz suave y afligida de Alain, uno de sus viejos amigos, muerto hacía muchos años. «No se atrevería a venir con todas las demás vigilándola. Solo ha sido un sueño.»

Pero Roland tenía la impresión de que había sido algo más que un sueño.

Algo más tarde (los sutiles cambios en la luz del techo de seda le hicieron pensar que había transcurrido alrededor de una hora), Roland intentó de nuevo mover la mano. Esta vez sí consiguió deslizarla bajo la almohada. Era una almohada suave y mullida, bien encajada en el cabestrillo que sostenía el cuello de Roland. Al principio no encontró nada, pero tras buscar a tientas unos instantes rozó con los dedos lo que parecía un manojo rígido de varillas.

Se detuvo para reunir más fuerzas, pues cada movimiento era como nadar en un lago de pegamento, y hundió los dedos aún más. Parecía un ramo de flores muertas sujeto con lo que se le antojó un lazo.

Roland miró en derredor para asegurarse de que la enfermería seguía desierta y Norman aún dormía, y por fin sacó lo que escondía la almohada. Eran seis quebradizos tallos de color verde desvaído coronados por cabezas de junco marronosas. Despedían un peculiar olor a levadura que recordó a Roland las expediciones matutinas que emprendía de niño a la Gran Casa para mendigar, incursiones que por lo general realizaba con Cuthbert. Los juncos estaban atados con un ancho lazo de seda blanca y olían a tostada quemada. Bajo el lazo se veía un pedazo de tela doblado. Al igual que todo lo demás en aquel maldito lugar, parecía ser de seda.

Roland respiraba angustiado y sentía la frente perlada de sudor. Pero por fortuna, aún estaba solo. Cogió el retal y lo desdobló. En el interior se veía un mensaje escrito meticulosamente en carboncillo con letras medio emborronadas:

MORDISQUEA CABEZAS, UNA CADA HORA.

EXCESO CAUSA CALAMBRES O MUERTE.

MAÑANA POR LA NOCHE. NO PUEDE SER ANTES.

¡TEN CUIDADO!

Sin explicación alguna, pero Roland suponía que no hacía falta. Además, no tenía alternativa; si se quedaba allí, moriría sin remisión. No tenían más que arrebatarle el medallón, y estaba convencido de que la hermana Mary era lo bastante inteligente para encontrar el modo de hacerlo.

Roland mordisqueó una de las cabezas de junco secas. El sabor no se parecía en nada a las tostadas que habían mendigado de pequeños en la cocina, sino que era amargo en la garganta y ardiente en el estómago. Apenas un minuto después de mordisquearla, el pulso se le había duplicado. Los músculos se le despertaron, pero no de un modo agradable, como después de un sueño reparador; primero temblaron y luego se pusieron rígidos, como agarrotados. La sensación desapareció al poco y los latidos de su corazón se habían normalizado cuando Norman despertó al cabo de una hora, pero comprendía por qué Jenna le había recomendado moderarse; aquella sustancia era muy potente.

Escondió el ramo de juncos de nuevo bajo la almohada, procurando sacudir las migas de sustancia vegetal que habían caído sobre la sábana. A continuación usó el pulgar para borrar las palabras escritas minuciosamente con carbón sobre el retal de seda. Cuando acabó no se veían más que manchas sin significado alguno sobre la tela, que también ocultó bajo la almohada.

Cuando Norman despertó, él y el pistolero hablaron un poco del hogar del joven explorador, Delain, también conocido en broma como Dragonera o Paraíso del Embustero. Se decía que todos los cuentos chinos nacían en Delain. El muchacho pidió a Roland que llevara su medallón y el de su hermano a casa de sus padres, si podía, y les contara lo mejor que pudiera lo que había sucedido a James y John, hijos de Jesse.

—Lo harás tú mismo —aseguró Roland.

—No —negó Norman.

Intentó levantar la mano, quizá para rascarse la mano, aunque no fue capaz ni de eso. La mano ascendió unos quince centímetros y cayó de nuevo sobre el cubrecama con un golpe sordo.

—No lo creo —prosiguió—. Es una lástima que nos hayamos conocido en estas circunstancias; te he cobrado afecto.

—Y yo a ti, John Norman. Ojalá tuviéramos ocasión de conocernos mejor.

—Sí, pero no en compañía de tan fascinantes señoras.

Al poco volvió a dormirse. Roland no volvió a hablar con él —aunque desde luego sí volvió a oírlo—. Sí. Roland estaba suspendido sobre su cama, fingiendo dormir, cuando John Norman profirió los últimos gritos de su vida.

La hermana Michela llegó con la cena cuando Roland se estaba recobrando de los espasmos musculares y el pulso acelerado derivados del segundo tentempié de junco marrón. Michela escudriñó su rostro enrojecido con expresión preocupada, pero no le quedó mas remedio que aceptar su palabra de que no se sentía febril, porque no osaba tocarle para calcular su temperatura; el medallón se lo impedía.

La sopa iba acompañada de una empanadilla. El pan estaba muy duro y la carne que lo rellenaba era correosa, pero Roland la engulló con ansia de todos modos. Michela lo observaba con una sonrisa satisfecha, las manos entrelazadas ante sí y asintiendo de vez en cuando. Cuando el pistolero terminó la sopa, la hermana cogió el plato con cuidado para asegurarse de que sus dedos no se tocaban.

—Te estás curando —dijo—. Pronto podrás marcharte y no nos quedará más que tu recuerdo, Jim.

—¿Es cierto eso? —preguntó él en voz baja.

La hermana Michela se limitó a mirarlo, se deslizó la lengua por el labio superior, lanzó una risita ahogada y se fue. Roland cerró los ojos y se reclinó sobre la almohada mientras sentía que el letargo se apoderaba otra vez de él. Los ojos calculadores, la lengua asomando entre los labios… Había visto a mujeres mirar con la misma expresión pollos y patas de cordero para estimar cuándo estarían listos.

Su cuerpo deseaba dormir, pero Roland consiguió mantenerse despierto durante lo que le pareció una hora y luego sacó uno de los juncos de debajo de la almohada. La reciente dosis de medicamento paralizador convirtió el movimiento en un esfuerzo supremo y no estaba seguro de haberlo conseguido si no hubiera tomado la precaución de separar aquel junco del lazo que los sujetaba todos. «Mañana por la noche», decía la nota de Jenna. Si se refería a una fuga, en aquel momento se le antojaba absurdo, porque tal como se encontraba podía seguir postrado en cama hasta el fin de los tiempos.

Mordisqueó el junco. Una oleada de energía invadió su organismo, agarrotándole los músculos y acelerándole el pulso, pero la vitalidad desapareció casi al instante, sepultada bajo la droga más potente de las hermanas. Solo podía esperar… y dormir.

Cuando despertó era noche cerrada y descubrió que podía mover los brazos y las piernas entre las correas con casi total naturalidad. Sacó otro de los juncos escondidos bajo la almohada y lo mordisqueó con cuidado. Jenna le había dejado media docena, y los dos primeros ya estaban casi consumidos.

El pistolero guardó el junco de nuevo bajo la almohada y al cabo de un momento empezó a temblar como un perro mojado en pleno chaparrón. «He tomado demasiado —pensó—. Tendré suerte si no sufro convulsiones…»

El corazón le latía como un caballo desbocado. Y entonces, para empeorar aún más las cosas, distinguió luz de velas en el extremo más alejado del pasillo. Al poco oyó el frufrú de las faldas y el susurro de sus zapatillas.

«¿Por qué ahora, Dios mío? Me verán temblar, sabrán…»

Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad y autocontrol, Roland cerró los ojos y se concentró en tranquilizar sus músculos. Si al menos estuviera tumbado en la cama en lugar de colgado en aquellas malditas correas que parecían temblar por sí solas a cada instante…

Las Hermanitas se acercaron más. La luz de sus velas refulgía muy roja al otro lado de los párpados cerrados de Roland. Aquella noche no reían ni hablaban en susurros. Hasta que las tuvo casi encima no reparó en la presencia del desconocido entre ellas, una criatura que respiraba por la nariz en enormes jadeos húmedos, mezcla de aire y mucosidad.

El pistolero mantuvo los ojos cerrados, dominando ahora los peores espasmos de brazos y piernas, pero con los músculos aún agarrotados y azotados por los calambres bajo la piel. Cualquier persona que lo observara con mayor detenimiento comprendería de inmediato que algo le pasaba. El corazón le latía como una locomotora descarrilada. Sin duda verían que…

Pero no lo miraban a él, al menos de momento.

—Quítaselo —ordenó Mary en una versión envilecida de la lengua baja que Roland apenas entendió—. Luego el otro. Vamos, Ralph.

—¿As whik-sky? —preguntó la criatura jadeante con acento aún más cerrado que el de Mary—. ¿As baco?

—Sí, sí, todo el whisky y el tabaco que quieras, pero le tienes que quitar esas malditas cosas —resopló Mary con impaciencia y tal vez un ápice de temor también.

Roland volvió la cabeza con cuidado hacia la izquierda y entreabrió los ojos.

Cinco de las seis Hermanitas de Eluria estaban agolpadas en torno al lecho de John Norman, las velas en alto para alumbrar su figura dormida. La luz también iluminaba sus rostros, rostros que habrían provocado pesadillas al más fuerte de los hombres. Ahora, en plena noche, la ilusión óptica había desaparecido, y no eran más que cadáveres envueltos en hábitos voluminosos.

La hermana Mary sostenía en la mano uno de los revólveres de Roland. Al verlo, Roland sintió una punzada de intenso odio y se juró que pagaría por aquella temeridad.

El ser que estaba al pie de la cama era muy extraño, pero parecía casi normal en comparación con las hermanas. Era una de las criaturas verdes. Roland lo reconoció al instante; tardaría mucho tiempo en olvidar ese bombín.

Ralph rodeó la cama de Norman hacia el lado más próximo a Roland y por un instante le impidió ver a las hermanas. Pero al poco, el mutante avanzó hasta la cabeza del joven, dejando que Roland volviera a verlas entre los párpados semicerrados.

El medallón de Norman yacía al descubierto; tal vez el joven había despertado lo suficiente para sacarlo de debajo del camisón con la esperanza de que así _lo protegiera mejor. Ralph lo cogió con una de aquellas manos que parecían de sebo derretido. Las hermanas lo miraron con avidez a la luz de las velas mientras el hombre verde tiraba de él… y volvía a dejarlo. Sus rostros se contrajeron en sendas muecas de decepción.

—No me gusta —masculló Ralph con su voz acatarrada—. ¡Quiero whik-sky! ¡Quiero baco!

—Y te daremos —prometió la hermana Mary—. Suficiente para ti y todo tu asqueroso clan. Pero primero debes quitarle esa cosa horripilante. ¡A los dos! ¿Lo entiendes? Y nada de burlarte de nosotras.

—¿O qué? —la desafió Ralph con una risa ahogada y gorgoteante, la risa de un hombre a punto de morir de una perversa enfermedad de garganta y pulmones, pero que a Roland le gustaba más que las risitas de las hermanas—. ¿O qué, herbana Mary? ¿Te beberás mi sangüe, eh? Mi sangüe te batará en un santiabén y te guedarás ahí tigada bgillando en la oscuguidad.

Mary levantó el revólver del pistolero y apuntó a Ralph.

—O coges esa cosa espeluznante o serás tú quien muera en un santiamén.

—Seguro que me matas de todos modos después de que lo haga.

La hermana Mary no respondió. Las demás miraban a Ralph con sus ojos negros.

Ralph bajó la cabeza como si meditara el asunto, y Roland sospechó que su amigo Bombín era capaz de pensar. Tal vez la hermana Mary y sus secuaces no lo creyeran, pero Ralph tenía que ser listo para haber sobrevivido tanto tiempo. Aunque por supuesto, al ir a la enfermería no había tenido en cuenta los revólveres de Roland.

—Smasher la fastidió al dagos las agmas —sentenció por fin—. Dágoslas sin decígbelo. ¿Le diste whik-sky? ¿Le diste baco?

—Eso no es de tu incumbencia —replicó la hermana Mary—. O le quitas la medalla de oro ahora mismo o te meto una de las balas del otro en lo que te queda de cerebro.

—De acuegdo, cobo quiegas —accedió Ralph.

Una vez más alargó la mano y encerró el medallón de oro en el puño derretido. Fue un movimiento lento, pero lo que sucedió a continuación sucedió muy deprisa. Tiró con fuerza, rompió la cadena y arrojó el medallón a la oscuridad sin mirar. Al mismo tiempo hundió las uñas largas y rotas de la otra mano en el cuello de John Norman, desgarrándolo.

La sangre empezó a brotar del desventurado en un poderoso torrente procedente del corazón, más negro que rojo a la luz de las velas, y Norman profirió un único grito burbujeante. Las mujeres chillaron, pero no horrorizadas, sino más bien excitadas. Olvidados estaban el hombre verde y Roland, todo excepto la sangre vital que salía a chorros del cuello de John Norman.

Dejaron caer las velas. Mary dejó caer el revólver de Roland con igual indiferencia. Lo último que el pistolero vio cuando Ralph desapareció corriendo entre las sombras (dejaría el whisky y el tabaco para mejor ocasión, debió de pensar el astuto Ralph; esa noche valía más concentrarse en salvar el pellejo) fue a las hermanas inclinándose hacia delante para hacerse con toda la sangre que pudieran antes de que se secara.

Roland yacía en la oscuridad con los músculos temblorosos y el corazón acelerado, escuchando los sonidos que emitían las arpías al alimentarse del muchacho tendido en la cama contigua. El horror continuó durante un tiempo que se le antojó eterno, pero por fin acabaron con él. Las hermanas volvieron a encender las velas y se marcharon entre murmullos.

Cuando la droga de la sopa se sobrepuso una vez más a la droga de los juncos, Roland se sintió agradecido… pero por primera vez desde que llegara allí, su sueño se pobló de pesadillas.

En ellas se encontraba mirando el cadáver hinchado del abrevadero y pensando en una entrada del libro titulado REGISTRO DE DELITOS Y CASTIGOS. «Gente verde expulsada», decía, y era posible que los hubieran expulsado, pero los había seguido una tribu peor. Las Hermanitas de Eluria, se hacían llamar. Y un año más tarde podían pasar a llamarse las Hermanitas de Tejuas, de Kambero o de alguna otra remota aldea del Oeste. Llegaban con sus campanillas y sus insectos… pero ¿de dónde? ¿Quién lo sabía? ¿Importaba acaso?

Una sombra ensombrecía junto a la suya el agua contaminada del abrevadero. Roland intentaba volverse para encararse a ella, pero no podía; estaba petrificado. De repente, una mano verde le asía el hombro y lo hacía girar. Era Ralph. Llevaba el bombín echado hacia atrás y el medallón de John Norman, ahora ensangrentado, colgado del cuello.

—¡Buh! —gritaba Ralph al tiempo que sus labios se distendían en una sonrisa desdentada.

Levantaba un gran revólver con empuñadura de sándalo muy gastada, quitaba el seguro…

… y en ese momento Roland despertó con un sobresalto, temblando de pies a cabeza, con la piel empapada y gélida. Miró hacia la cama contigua.

Estaba desocupada, hecha con toda pulcritud, la almohada envuelta en su funda nívea. No había rastro de John Norman. Era como si la cama llevara años vacía.

Roland se había quedado solo. Que los dioses lo asistieran, pues se había convertido en el último paciente de las Hermanitas de Eluria, aquellas enfermeras dulces y pacientes. El último ser humano vivo en ese lugar espeluznante, el último por cuyas venas corría sangre caliente.

Suspendido en su eslinga, Roland encerró el medallón de oro en el puño y paseó la mirada por el pasillo opuesto de camas vacías. Al cabo de un rato sacó otro junco y lo mordisqueó.

Cuando Mary llegó un cuarto de hora más tarde, Roland cogió el plato que le alargaba con un gesto de debilidad fingida. Esta vez no contenía sopa, sino gachas… pero estaba convencido de que el ingrediente fundamental era el mismo.

—Qué buen aspecto tienes esta mañana, sai —comentó la Gran Hermana.

También ella ofrecía buen aspecto, sin brillo alguno que delatara la presencia del wampir que se ocultaba en su interior. Había cenado bien, y la comida la había rejuvenecido. A Roland se le revolvió el estómago al pensarlo.

—Estarás de pie en menos que canta un gallo, estoy segura.

—Y una mierda —masculló Roland en tono gutural y huraño—. Si me pones de pie te garantizo que tendrás que recogerme del suelo enseguida. Empiezo a creer que me ponéis algo en la comida.

La hermana Mary lanzó una carcajada alegre.

—¡Ay, ay, estos jóvenes, siempre dispuestos a achacar su debilidad a las astucias de una mujer! Cuánto miedo nos tenéis en el fondo de vuestro corazón de niños, cuánto miedo nos tenéis.

—¿Dónde está mi hermano? Soñé que reinaba cierta confusión a su alrededor en plena noche, y ahora veo que su cama está vacía.

La sonrisa de Mary vaciló, y sus ojos despidieron destellos.

—Le subió la fiebre y tuvo convulsiones. Lo hemos llevado a la Casa de Meditación, que ha sido pabellón de infecciosos más de una vez en sus tiempos.

«A la tumba es adonde lo habéis llevado, se dijo Roland. Tal vez esa sea una Casa de la Meditación, pero vosotras no tenéis ni idea de eso.»

—Sé que no eres el hermano de ese muchacho —constató Mary mientras lo miraba comer.

Roland ya percibía que el narcótico de las gachas menguaba sus fuerzas.

—Con sigul o sin él, sé que no eres su hermano. ¿Por qué mientes? Es un pecado a los ojos de Dios.

—¿Qué te hace pensar que miento, sai? —inquirió Roland, esperando a ver si la hermana mencionaba las armas.

—La Gran Hermana sabe lo que sabe. ¿Por qué no confiesas, Jimmy? Dicen que la confesión es buena para el alma.

—Si me envías a Jenna para pasar el rato, puede que te cuente muchas cosas.

La sonrisa ya marchita desapareció del rostro de la hermana Mary como una línea de tiza bajo la lluvia.

—¿Por qué quieres hablar con esa?

—Es bonita —dijo Roland—. No como otras.

Mary hizo una mueca que dejó al descubierto sus inmensos dientes.

—No volverás a verla, muchacho. La has alterado, sí, señor, y no pienso tolerarlo.

Dicho aquello se volvió para marcharse. Intentando todavía parecer débil y con la esperanza de no sobreactuar, puesto que la interpretación nunca había sido su fuerte, Roland le alargó el cuenco vacío.

—¿No quieres llevártelo?

—Puedes ponértelo en la cabeza y usarlo como gorro de dormir, por lo que a mí respecta. O metértelo en el culo. Hablarás antes de que haya acabado contigo, jovencito, hablarás hasta que te mande callar y luego suplicarás que te deje seguir hablando.

Mary se alejó con paso majestuoso, levantándose las faldas con las manos al caminar. Roland había oído decir que las criaturas de su calaña no podían salir de día, pero sin duda aquella parte de las viejas historias era mentira. Sin embargo, otra parte era casi cierta, por lo visto; junto a ella caminaba una silueta difusa y amorfa que se recortaba contra la hilera de camas vacías a su derecha, pero la hermana Mary no proyectaba sombra alguna.