IV. Un plato de sopa. El muchacho de la cama contigua. Las enfermeras de noche

Roland soñó que un insecto enorme (tal vez un insecto médico) volaba alrededor de su cabeza y chocaba una y otra vez contra su nariz en colisiones que resultaban más molestas que dolorosas. Roland intentaba darle manotazos, pero aunque sus manos eran raudas como el rayo en circunstancias normales, no lograba alcanzarlo, y cada vez que fallaba, el insecto se reía.

«Soy lento porque he estado enfermo —pensaba Roland—. No, porque me han tendido una emboscada, porque unos mutantes me han arrastrado por el barro hasta que las Hermanitas de Eluria me han salvado.»

Roland tuvo una imagen repentina y extremadamente vívida de la sombra de un hombre surgiendo de la sombra de un carro volcado y oía una voz ronca y ávida que gritaba «¡Buh!».

Despertó con tal sobresalto que su cuerpo osciló en la maraña de correas, y la mujer que estaba de pie junto a su cabeza, riendo mientras le golpeteaba la nariz con una cuchara de madera, retrocedió con tanta brusquedad que el plato que sostenía en la otra mano se le escurrió entre los dedos.

Roland extendió las manos con su rapidez habitual (la exasperante imposibilidad de golpear el bicho no había sido más que parte del sueño) y cazó el plato al vuelo sin que se derramaran más que unas gotas. La mujer, que era la hermana Coquina, lo miraba con los ojos muy abiertos.

El gesto brusco le provocó una oleada de dolor en toda la espalda, pero mucho menos tan intensa como las anteriores, y la sensación de movimiento había desaparecido. Tal vez los «médicos» dormían, pero más bien creía que ya no estaban.

Roland alargó la mano para coger la cuchara con que Coquina lo estaba martirizando, sin sorprenderse en absoluto de que aquellas criaturas se dedicaran a martirizar a un hombre enfermo y dormido de ese modo (de hecho, solo le habría extrañado que fuera Jenna), y la hermana se la entregó con la misma expresión de asombro.

—¡Qué veloz eres! —exclamó—. Ha sido como un truco de magia, y eso que estabas medio dormido.

—No lo olvides, sai —le advirtió Roland antes de probar la sopa, en la que flotaban pedacitos minúsculos de pollo.

En otras circunstancias le habría parecido insípida, pero en ese momento se le antojó pura ambrosía y empezó a comer con ansia.

—¿A qué te refieres? —preguntó Coquina.

La luz se había tornado muy mortecina, y los paneles de las paredes habían adquirido un tinte entre rosado y naranja que parecía indicar la puesta de sol.

A aquella luz, Coquina aparentaba ser joven y bonita, pero Roland estaba seguro de que se trataba de una ilusión, de una especie de maquillaje de hechicera.

—A nada en particular —repuso Roland.

La cuchara no le permitía comer con suficiente rapidez, de modo que optó por llevarse el plato a los labios y de ese modo apuró la sopa en cuatro tragos.

—Habéis sido muy amables conmigo…

—¡Y que lo digas! —lo atajó ella con aire indignado.

—… y espero que vuestra amabilidad no oculte otras motivaciones. Porque si es así, hermana, recuerda que soy muy rápido y debo añadir que no siempre soy amable.

La hermana Coquina no respondió, sino que se limitó a coger el plato cuando Roland se lo devolvió. Lo hizo con gran delicadeza, tal vez para no tocarle los dedos. Bajó la mirada hacia el medallón, de nuevo escondido bajo la pechera del camisón. Roland no añadió nada más a fin de no debilitar la amenaza velada recordándole que el hombre que la había pronunciado iba desarmado, apenas llevaba ropa y estaba suspendido en el aire porque su espalda no podía aún soportar el peso de su cuerpo.

—¿Dónde está la hermana Jenna? —quiso saber.

—Ooooh —exclamó la hermana Coquina, enarcando las cejas—. Nos gusta, ¿eh? Hace que nuestro corazón haga…

Se llevó la mano a la rosa bordada sobre la pechera y la agitó muy deprisa.

—En absoluto, en absoluto —aseguró Roland—, pero ha sido muy amable conmigo. No creo que me hubiera martirizado con una cuchara de madera, como otras.

La sonrisa de la hermana Coquina se desvaneció y en su rostro apareció una expresión enojada e inquieta a un tiempo.

—No se lo cuentes a Mary si viene a verte más tarde. Me pondrías en un aprieto.

—¿Por qué iba a importarme eso?

—Pues porque podría vengarme de quien me creara problemas creándoselos a la pequeña Jenna —amenazó la hermana Coquina—. De todos modos, ya está en la lista negra de la Gran Hermana. A la hermana Mary no le hace ni pizca de gracia la forma en que Jenna le habló de ti… ni tampoco que Jenna volviera a nosotras llevando las Campanas Oscuras.

Apenas hubieron brotado aquellas palabras de su boca, la hermana Coquina se cubrió el a menudo imprudente órgano como si se diera cuenta de que había hablado demasiado.

—No diré nada de ti si tú no dices nada de Jenna a la hermana Mary —prometió Roland, intrigado por lo que acababa de oír, pero reacio a dejarlo entrever.

—Trato hecho —accedió Coquina con expresión aliviada antes de inclinarse hacia él y añadir en tono conspiratorio—. Está en la Casa de Meditación. Es la cueva de la colina donde vamos a meditar cuando la Gran Hermana decide que nos hemos portado mal. Tendrá que quedarse a allí y pensar en su insolencia hasta que Mary la deje salir… ¿Sabes quién es el de la cama contigua? —preguntó de repente.

Roland volvió la cabeza y vio que el joven estaba despierto y oía la conversación. Tenía los ojos tan oscuros como los de Jenna.

—¿Cómo no voy a saberlo? —replicó con lo que esperaba fuera el toque apropiado de desprecio—. ¿Cómo no voy a conocer a mi propio hermano?

—No me digas, él tan joven y tú tan mayor…

De la oscuridad salió otra de las hermanas, la hermana Tamra, la que había afirmado tener veintiuna primaveras. En el momento antes de llegar junto a la cama de Roland, su rostro parecía el de una bruja que había rebasado los ochenta o incluso los noventa. Pero entonces brilló de aquel modo y se convirtió en el semblante rollizo y saludable de una mujer de treinta años. A excepción de los ojos, que seguían siendo de córneas amarillentas, rabillos arrugados y expresión vigilante.

—Él es el menor y yo el mayor —explicó Roland—. Entre nosotros median otros siete hermanos y veinte años.

—¡Encantador! Y si es tu hermano, a buen seguro conoces su nombre, sin duda lo conoces muy bien.

—Se creen que has olvidado un nombre tan simple como John Norman. Qué tontería, ¿eh, Jimmy? —terció el muchacho antes de que el pistolero se metiera en un brete.

Coquina y Tamra miraron al pálido muchacho de la cama contigua con expresión enojada… y también derrotada, al menos de momento.

—Ya le habéis dado de comer vuestra bazofia —prosiguió el chico, cuyo medallón sin duda decía: «John, amado por su familia, amado por DIOS»—, así que, ¿por qué no os marcháis y nos dejáis charlar en paz?

—Vaya, hay que ver cuánta gratitud se respira por aquí —espetó la hermana Coquina.

—Estoy agradecido por lo que se me ha dado —replicó Norman, mirándola de hito en hito—, pero no por lo que se me ha arrebatado.

Tamra soltó un bufido, se giró con tal ímpetu que su vestido provocó una corriente de aire que alcanzó a Roland y se fue. Coquina se quedó un momento más.

—Sed discretos, y tal vez alguien que os gusta más que yo saldrá de su encierro mañana por la mañana en lugar de dentro de una semana.

Sin esperar respuesta, dio media vuelta y siguió a la hermana Tamra. Roland y John Norman esperaron hasta que ambas hubieran desaparecido, y entonces Norman se volvió hacia Roland.

—¿Mi hermano ha muerto? —preguntó en voz baja.

Roland asintió.

—Me llevé el medallón por si me topaba con alguien de su familia. Te pertenece por derecho. Te acompaño en el sentimiento.

—Gracias —repuso John Norman con el labio inferior tembloroso antes de continuar con más firmeza—: Sé que los hombres verdes acabaron con él, aunque esas viejas no me lo han confirmado. Acabaron con muchos y a los demás los silenciaron.

—Tal vez las hermanas no lo sepan a ciencia cierta.

—Sí lo saben, no te quepa duda. No dicen gran cosa, pero saben mucho. La única diferente es Jenna. A ella se refería la arpía al hablar de «tu amiga», ¿verdad?

Roland asintió.

—Y también ha dicho algo de unas Campanas Oscuras. Me gustaría saber algo más al respecto si fuera posible.

—Jenna es especial, como una princesa, alguien cuya posición viene determinada por el linaje y no puede desbaratarse, distinta de las demás hermanas. Me quedo aquí tumbado y finjo dormir porque me parece más seguro, pero las oigo hablar. Jenna regresó hace poco, y esas Campanas Oscuras significan algo especial… pero Mary sigue siendo quien lleva la voz cantante. Creo que las Campanas Oscuras son un símbolo, como los anillos que los barones legaban a sus hijos. ¿Fue ella quien te puso la medalla de Jimmy al cuello?

—Sí.

—No te la quites pase lo que pase —advirtió con expresión tensa y sombría—. No sé si es por el oro o por el Dios, pero no les gusta acercarse demasiado. Creo que es la única razón por la que sigo aquí… No son humanas —terminó en un susurro.

—Bueno, puede que sean un poco brujas, mayas…

—¡No!

Con evidente dificultad, el muchacho se incorporó sobre un codo y miró a Roland muy serio.

—Crees que son hechiceras o brujas, pero no, no son hechiceras ni brujas. ¡No son humanas!

—Entonces, ¿qué son?

—No lo sé.

—¿Cómo llegaste hasta aquí, John?

Todavía en voz baja, John Norman contó a Roland lo que sabía de sus vicisitudes. Él, su hermano y otros cuatro jóvenes raudos y poseedores de buenos caballos habían sido contratados como exploradores para proteger una caravana de siete carros de carga que transportaba semillas, alimentos, herramientas, correspondencia y cuatro novias encargadas, a una aldea no establecida situada a unos trescientos kilómetros al oeste de Eluria. Los exploradores cabalgaban a la cabeza y en la cola de la caravana en sentido rotatorio, cada uno de ellos con un carro distinto porque, según explicó Norman, cuando estaban juntos se peleaban como… bueno…

—Como hermanos —terminó por él Roland.

John Norman esbozó una sonrisa triste.

—Sí.

El trío del que John formaba parte iba en la cola, unos tres kilómetros a la zaga de la caravana, cuando los mutantes verdes les tendieron una emboscada en Eluria.

—¿Cuántos carros viste al llegar allí? —preguntó a Roland.

—Solo uno volcado.

—¿Cuántos cadáveres?

—Solo el de tu hermano.

John Norman asintió con expresión lúgubre.

—Creo que no se lo llevaron por causa del medallón.

—¿Los mutantes?

—No, las hermanas. A los mutantes se les dan un ardite el oro y Dios, pero esas zorras…

Se quedó mirando la oscuridad, ahora casi absoluta. Roland sintió que la somnolencia volvía a apoderarse de él, pero hasta más tarde no comprendió que le habían echado una droga en la sopa.

—¿Y los demás carros? —inquirió Roland—. ¿Los que no volcaron?

—Los mutantes debieron de llevárselos con todas las mercancías —supuso Norman—. A ellos no les importan el oro y Dios, y a las hermanas no les importan las mercancías. Con toda probabilidad, tienen su propia comida, aunque prefiero no pensar qué. Cosas asquerosas… como esos bichos.

Cuando él y los demás jinetes de la retaguardia llegaron a Eluria, la lucha había tocado a su fin. Había numerosos hombres tumbados en el suelo, algunos muertos, pero muchos aún con vida. Al menos dos de las novias seguían también vivas. Los mutantes verdes estaban agrupando a los supervivientes capaces de andar; John Norman recordaba muy bien al del bombín y a la mujer del desgarrado chaleco rojo.

Norman y los otros dos intentaron luchar. El joven vio a uno de sus compañeros abatido por un flechazo en el vientre y a partir de entonces ya no vio nada más, pues alguien le asestó un golpe en la cabeza por la espalda, y perdió el conocimiento.

A Roland le habría gustado saber si el emboscador había gritado «¡Buh!» antes de atacar, pero no preguntó.

—Cuando desperté estaba aquí —continuó Norman—. Vi que algunos de los otros, casi todos, estaban llenos de esos malditos bichos.

—¿Los otros? —repitió Roland, mirando las camas desocupadas, que en la oscuridad cada vez más profunda relucían como islas blancas—. ¿A cuántos trajeron?

—Al menos veinte. Se curaron… los bichos los curaron… y entonces fueron desapareciendo uno tras otro. Cada vez que me dormía y despertaba, había otra cama vacía. Se esfumaron uno por uno, hasta que por fin solo quedamos yo y el hombre de esa cama. —Miró a Roland con solemnidad—. Y ahora tú.

—Norman, yo… —farfulló Roland, aturdido.

—Me parece que sé lo que te ocurre —dijo Norman, cuya voz parecía llegar de muy lejos, de la otra punta del planeta, tal vez—. Es la sopa, pero un hombre tiene que comer. Y una mujer también… si es que es una mujer de verdad, claro, cosa que esas no son. Ni siquiera la hermana Jenna es de verdad. Que sea amable no significa que sea de verdad —insistió con voz cada vez más inaudible—. Además, acabará como las otras, tenlo muy presente.

—No puedo moverme —murmuró Roland con un supremo esfuerzo, como si intentara mover una montaña.

—No —exclamó Norman con una carcajada repentina, un sonido inesperado que rebotó en la creciente negrura que invadía la mente de Roland—. No te han puesto solo un somnífero en la sopa, sino también eso que paraliza. Físicamente estoy bien, hermano, así que, ¿por qué crees que sigo aquí?

Norman ya no le hablaba desde la otra punta del planeta, sino desde la luna como mínimo.

—No creo que ninguno de los dos llegue a ver de nuevo el sol brillando en tierra llana —auguró Norman.

«Te equivocas», intentó responder Roland, y algo más en la misma línea, pero de sus labios no brotó sonido alguno. Flotaba hacia la cara oscura de la luna, perdiendo las palabras en el vacío que allí encontró.

Sin embargo, en ningún momento llegó a perder la consciencia. Quizá la dosis de «medicamento» añadida a la sopa de la hermana Coquina estaba mal calculada, o tal vez nunca habían intentado sus desaguisados con un pistolero y no sabían que se enfrentaban a uno.

A excepción de la hermana Jenna, por supuesto; ella lo sabía.

En un momento dado de la noche, unas voces susurrantes acompañadas de risitas y el tintineo de campanillas lo arrancaron de las tinieblas en las que se había sumido, unas tinieblas que no eran exactamente sueño ni inconsciencia. A su alrededor cantaban los «médicos», una presencia tan constante que apenas advertía.

Roland abrió los ojos. Vio una luz pálida ya temblorosa en medio de la negrura. Los susurros y las risitas se acercaban. Roland intentó volver la cabeza y al principio no lo consiguió. Descansó un instante, hizo acopio de toda su fuerza de voluntad y volvió a intentarlo. Esta vez sí consiguió girarla, solo un poco, pero suficiente.

Eran cinco de las hermanitas, Mary, Louise, Tamra, Coquina y Michela. Avanzaban por el largo pasillo de la enfermería negra, riendo como niñas a punto de hacer una travesura, portando velas largas en candelabros de plata y envueltas en el tintineo argentino de las campanillas que flanqueaban las bandas de sus griñones. Se apiñaron en torno a la cama del hombre barbudo. Del interior del círculo ascendía el brillo de las velas en una columna que moría a medio camino del techo de seda.

La hermana Mary pronunció unas palabras. Roland reconoció su voz, pero no distinguió las palabras, pues no era lengua alta ni baja, sino otro idioma completamente distinto. Oyó con claridad una frase, «can de lach, mi him en tow», pero no sabía qué significaba.

De pronto se dio cuenta de que solo oía el tintineo de las campanillas; el zumbido de los insectos médicos había cesado.

¡Ras me! ¡On! ¡On! —exclamó la hermana Mary con voz brusca y potente.

Las velas se extinguieron. La luz que brillaba a través de las alas de los griñones agrupados alrededor de la cama del hombre barbudo se desvaneció, dando paso de nuevo a la negrura más absoluta.

Roland aguardó los acontecimientos con el alma en vilo. Intentó flexionar las manos y los pies, pero no lo logró. Había conseguido girar la cabeza unos quince grados, pero por lo demás estaba paralizado como una mosca atrapada en la tela de una araña.

El tintineo de las campanillas en la oscuridad… y luego unos ruidos de succión. En cuanto los oyó, Roland supo que los había estado esperando. Una parte de él había sabido en todo momento qué eran las Hermanitas de Eluria.

Si Roland hubiera podido levantar las manos, se habría tapado las orejas para no oír aquellos sonidos, pero en su situación no podía más que permanecer tumbado, escuchar y esperar a que se detuvieran.

Pero el ruido continuó durante un tiempo que se le antojó eterno. Las mujeres sorbían y gruñían como cerdos devorando pienso medio licuado en un comedero. Oyó incluso un sonoro eructo, seguido de más risitas ahogadas, que se cortaron en seco cuando la hermana Mary espetó una seca orden: «¡Hais!» Y en una ocasión oyó una suerte de gemido… procedente del hombre barbudo, Roland estaba casi seguro de ello. En tal caso, se acercaba al final de su camino.

Por fin, los sonidos del festín empezaron a remitir, y entonces volvieron a cantar los insectos, primero con voz vacilante y luego con mayor seguridad. Los susurros y las risitas reaparecieron, y las velas volvieron a encenderse. Roland yacía con la cabeza girada en dirección opuesta. No quería que supieran lo que había visto, pero eso no era todo; lo cierto era que no quería ver nada más. Ya había visto y oído suficiente.

Pero las risitas y los susurros se acercaban a él ahora. Roland cerró los ojos y se concentró en el medallón que yacía sobre su pecho. «No sé si es por el oro o por el Dios, pero no les gusta acercarse demasiado», había dicho John Norman. Era un alivio poder recordar aquella frase a medida que las Hermanitas se aproximaban, chismorreando y susurrando en su extraña lengua, pero el medallón se le antojaba una protección muy precaria en la oscuridad.

De muy lejos le llegó a los oídos el ladrido del perro cojo.

Cuando las hermanas lo rodearon, el pistolero advirtió que podía olerlas. Era un olor desagradable, malévolo, como a carne podrida. ¿Y qué otra cosa iban a oler esas criaturas?

—Qué hermoso es —dijo la hermana Mary en voz baja y pensativa.

—Pero qué feo sigul lleva —añadió la hermana Tamra.

—¡Se lo quitaremos! —exclamó la hermana Louise.

—¡Y luego lo besaremos! —agregó la hermana Coquina.

—¡Besos para todas! —gritó la hermana Michela con tal entusiasmo y fervor que las demás se echaron a reír.

Roland descubrió que no todo su cuerpo estaba paralizado a fin de cuentas. De hecho, una parte de él se había erguido al oír sus voces. Una mano se deslizó bajo el camisón que llevaba, tocó aquel miembro erecto, lo rodeó con los dedos y lo acarició. Roland permaneció inmóvil, horrorizado, mientras una humedad cálida abandonaba su cuerpo casi de inmediato. La mano se quedó donde estaba un momento más, paseando el pulgar por la verga ahora marchita, y por fin ascendió un poco, hasta el bajo vientre, donde la humedad se había acumulado.

Risitas suaves como el viento.

Tintineo de campanillas.

Roland entreabrió los ojos y miró los ancianos rostros riendo a la luz de las velas. Ojos relucientes, mejillas amarillentas, dientes prominentes que sobresalían de los labios inferiores. La hermana Michela y la hermana Louise parecían tener perilla, pero por supuesto no era vello lo que lucían, sino la sangre del hombre barbudo.

Mary había formado un cuenco con la mano; la alargó a cada hermana por turno, y todas lamieron la palma a la luz de las velas.

Roland volvió a cerrar los ojos y esperó a que se fueran. Por fin se marcharon.

«No volveré a dormir jamás», pensó, pero al cabo de cinco minutos había caído de nuevo en brazos de Morfeo.