Cuando despertó, creyó por un instante que seguía dormido y estaba soñando, o mejor dicho, sufriendo una pesadilla.
Una vez, en la época en que conoció y se enamoró de Susan Delgado, se topó con una bruja llamada Rhea, la primera bruja verdadera del Mundo Medio a la que conocía. Fue ella quien provocó la muerte de Susan, si bien Roland también había hecho su parte. Al abrir los ojos y ver a Rhea no una, sino cinco veces, pensó: «Esto es lo que pasa por recordar los viejos tiempos. Al invocar a Susan, he invocado también a Rhea de los Cöos. A Rhea y sus hermanas.»
Las cinco iban envueltas en vaporosos hábitos tan blancos como las paredes y los paneles del techo. Sus rostros de viejas brujas aparecían enmarcados en griñones igual de blancos, y su tez destacaba, gris y agrietada, como la tierra en medio de la sequía sobre aquel fondo inmaculado. Colgadas como filacterias de las bandas de seda que les sujetaban el cabello (si es que tenían cabello), llevaban hileras de campanillas que tintineaban cada vez que hablaban o se movían. Sobre las pecheras níveas de los hábitos había una rosa roja bordada… el sigul de la Torre Oscura. Al verlas, Roland pensó: «No estoy soñando; estas brujas son reales».
—¡Está despertando! —exclamó una de ellas con voz sobrecogedoramente coqueta.
—¡Oooo!
—¡Ooooh!
—¡Ah!
Revoloteaban a su alrededor como pájaros. La del centro dio un paso adelante, y cuando lo hizo, los rostros de todas relucieron como las paredes sedosas de la enfermería. Comprobó que no eran viejas a fin de cuentas; de mediana edad, tal vez, pero no viejas.
«Sí que son viejas, pero han cambiado.»
La que tomó el mando era más alta que las demás y tenía una frente ancha y algo abombada. Se inclinó hacia Roland entre el tintineo de las campanillas que rodeaban su rostro. El sonido le provocó náuseas y lo hizo sentir más débil que un momento antes. Sus ojos avellanados lo miraban con expresión intensa, ávida, acaso. Le rozó la mejilla, que al instante empezó a entumecerse, bajó la mirada y frunció el rostro con una mueca que podía interpretarse como de inquietud.
—Despierta, hombre hermoso, despierta. Todo va bien.
—¿Quiénes sois? ¿Dónde estoy?
—Somos las Hermanitas de Eluria —explicó ella—. Yo soy la hermana Mary, ella es la hermana Louise, estas son la hermana Michela y la hermana Coquina…
—Y la hermana Tamra —se presentó la última—, una encantadora doncella de veintiuna primaveras —añadió con una risita ahogada.
Por un instante, su rostro relució y se tornó de nuevo viejo como el mundo, con la nariz ganchuda y la piel grisácea. Roland pensó de nuevo en Rhea.
Las hermanitas se acercaron más a él, rodeando el complicado arnés donde estaba suspendido, y cuando Roland intentó apartarse, el dolor volvió a adueñarse de su espalda y su pierna lastimada en una oleada gigantesca. Emitió un gruñido, y las correas crujieron.
—¡Oooo!
—¡Duele!
—¡Le duele!
—¡Cómo le duele!
Se acercaron aún más, como si su dolor las fascinara. Roland ya podía olerlas, un olor seco y terroso. La hermana Michela alargó la mano…
—¡Fuera! ¡Dejadlo en paz! Cuántas veces tengo que repetíroslo…
Las hermanitas retrocedieron con un sobresalto al oír aquella voz. La hermana Mary parecía especialmente molesta, pero se apartó, no sin antes lanzar una última mirada furiosa (Roland estaba seguro de ello) al medallón que llevaba sobre el pecho. Lo había ocultado bajo el camisón antes de dormirse, pero ahora estaba al descubierto.
Apareció una sexta hermana, que se abrió paso a empellones entre Mary y Tamra.
Ella sí aparentaba veintiuna primaveras, era de mejillas sonrosadas, tez incólume y ojos oscuros. El hábito blanco flotaba a su alrededor como un sueño, y la rosa roja bordada sobre su pecho resaltaba como una maldición.
—¡Marchaos, dejadlo!
—¡Oooooh, vaya, vaya! —gritó la hermana Louise entre risueña y enojada—. Aquí viene Jenna, la pequeña… ¿Se habrá enamorado de él?
—¡Sí! —asintió Tamra con una carcajada—. El corazón de la pequeña le pertenece.
—¡Oh, sí! —convino la hermana Coquina.
Mary se volvió hacia la recién llegada con los labios fruncidos en una fina línea.
—Nadie te ha dado vela en este entierro, niña insolente —espetó.
—Eso lo dirás tú —replicó la hermana Jenna.
Parecía haber recobrado la compostura, aunque un rizo de cabello negro se le había escapado del griñón y le invadía la frente como una coma.
—Y ahora marchaos. No está de humor para vuestras bromas y risas.
—No nos des órdenes —advirtió la hermana Mary—, pues nunca bromeamos, como bien sabes, hermana Jenna.
La expresión de la muchacha se suavizó un ápice, y Roland comprendió que estaba asustada, lo que le hizo temer por ella y también por él mismo.
—Marchaos —insistió Jenna—. No es el momento apropiado. ¿No tenéis otros a quienes atender?
La hermana Mary calló como si considerara la pregunta mientras las demás la observaban. Por fin asintió y dedicó una sonrisa a Roland. Una vez más, su rostro relució como si lo viera a través de la bruma en un día caluroso.
—Ten paciencia, hombre hermoso —pidió a Roland—. Ten un poco de paciencia con nosotras y te curaremos.
«¿Acaso tengo elección?», pensó Roland.
Las demás emitieron carcajadas que más bien parecían gorjeos de pájaros perdidos en la penumbra grisácea, y la hermana Michela le lanzó un beso.
—¡Vamos, señoras! —ordenó la hermana Mary—. Dejaremos a Jenna con él por deferencia a su madre, a quien todas queríamos.
Dicho aquello condujo a sus hermanas fuera de la estancia, cinco aves blancas volando por el pasillo central, con las faldas balanceándose de un lado a otro.
—Gracias —musitó Roland al tiempo que alzaba la mirada hacia la propietaria de la mano tan fresca… pues sabía que era ella quien lo había cuidado.
La joven le acarició los dedos como si pretendiera confirmárselo.
—No quieren hacerte daño —afirmó.
Pero Roland supo al instante que no se lo creía, ni él tampoco. Estaba metido en un apuro pero que muy grave.
—¿Qué es este lugar?
—Nuestro hogar —repuso ella con sencillez—. El hogar de las Hermanitas de Eluria. Nuestro convento, si se quiere.
—Esto no es un convento —denegó Roland, recorriendo con la mirada las camas desocupadas—. Es una enfermería, ¿verdad?
—Un hospital —puntualizó ella sin dejar de acariciarle los dedos—. Servimos a los médicos… y ellos nos sirven a nosotras.
Roland contemplaba fascinado el rizo negro que puntuaba la piel cremosa de su frente y lo habría acariciado de atreverse a levantar la mano, aunque solo fuera para sentir su textura. Le parecía hermoso porque era la única nota oscura entre tanta blancura. El blanco había perdido todo su encanto para él.
—Somos enfermeras… o lo éramos antes de que el mundo avanzara.
—¿Servís al Hombre Jesús?
Jenna adoptó una expresión sorprendida, casi escandalizada, y al poco lanzó una carcajada.
—¡No, no, nada de eso!
—Si sois enfermeras… ¿dónde están los médicos?
La joven se lo quedó mirando mientras se mordía el labio inferior, como si intentara tomar una determinación. A Roland le pareció encantadora su expresión titubeante y comprendió que, enfermo o no, estaba mirando a una mujer como mujer por primera vez desde la muerte de Susan Delgado, y de eso hacía mucho tiempo. El mundo entero había cambiado desde entonces, y no para mejor precisamente.
—¿De verdad quieres saberlo?
—Por supuesto que sí —exclamó él, algo sorprendido y también inquieto.
Esperaba que de un momento a otro su rostro adquiriera ese brillo y cambiara como los de las demás, pero no fue así. Y tampoco despedía aquel desagradable olor seco y terroso.
«Espera —se advirtió a sí mismo—. No creas nada de lo que suceda aquí, y menos aún confíes en tus sentidos. Al menos de momento.»
—Supongo que no queda otro remedio —concedió la joven con un suspiro.
El gesto hizo tintinear las campanillas que le flanqueaban la frente, más oscuras que las de las otras, no tan negras como su cabello, sino de un gris carbón, como si las hubiera suspendido sobre una hoguera. No obstante, emitían un sonido de lo más argentino.
—Prométeme que no gritarás ni despertarás al púber de la otra cama.
—¿Púber?
—El muchacho. ¿Lo prometes?
—Sí[6] —asintió, cayendo sin darse cuenta en el dialecto medio olvidado del Arco Externo, el dialecto de Susan—. Hace mucho tiempo que no grito, hermosa.
La joven se ruborizó ante aquellas palabras, y en sus mejillas aparecieron rosas más naturales y vivaces que la que llevaba bordada en el hábito.
—No tildes de hermoso algo que no ves bien —advirtió.
—Entonces retírate el griñón.
Veía a la perfección su rostro, pero anhelaba ver su cabello con ansia incontenible. Una inundación negra sobre toda aquella blancura onírica. Por supuesto, cabía la posibilidad de que lo llevara corto porque su orden así lo dictara, pero por alguna razón no lo creía.
—No se nos permite.
—¿Quién no lo permite?
—La Gran Hermana.
—¿La que se hace llamar hermana Mary?
—Sí.
Se volvió para marcharse, pero al poco se volvió. En cualquier otra muchacha de su edad tan hermosa como ella, el gesto habría resultado coqueto, pero en su rostro solo se advertía solemnidad.
—Recuerda tu promesa.
—Sí, nada de gritos.
Jenna se dirigió hacia el hombre de la barba con la falda revoloteando a su alrededor. En la penumbra reinante, su figura no proyectaba más que una sombra difusa sobre las camas vacías por las que pasaba. Cuando llegó junto al hombre, que estaba inconsciente, creía Roland, no solo dormido, miró de nuevo atrás. Roland asintió.
La hermana Jenna se acercó más al hombre suspendido desde el otro lado de la cama, de modo que Roland la veía entre las aguas de la seda blanca. Apoyó las manos con delicadeza sobre el lado izquierdo de su pecho, se inclinó sobre él… y sacudió la cabeza de un lado a otro en ademán de brusca negativa. Las campanillas de su frente tintinearon con fuerza, y una vez más, Roland percibió aquel extraño movimiento en su espalda, acompañado por una profunda oleada de dolor. Era como si hubiera sufrido un escalofrío sin estremecerse, o como si se hubiera estremecido en sueños.
Lo que sucedió a continuación estuvo a punto de arrancarle un grito y tuvo que morderse los labios para contenerlo. Al igual que antes, las piernas del hombre inconsciente parecieron moverse sin moverse… porque era lo que había sobre ellas lo que se movía. Las espinillas velludas, los tobillos y los pies del hombre quedaban al descubierto bajo el dobladillo del camisón. Una oleada negra de insectos descendía ahora por ellos. Cantaban con voz feroz, como un batallón en plena marcha.
Roland recordó la cicatriz negra que surcaba la mejilla y la nariz del hombre, la cicatriz que había desaparecido. Más de aquellos bichos, por supuesto. Y él también los tenía. Por eso podía estremecerse sin estremecerse. Los tenía por toda la espalda, desfilando por ella.
No gritar resultaba mucho más difícil de lo que había esperado.
Los insectos descendieron hasta las puntas de los dedos del hombre suspendido y saltaron al vacío en grupos, como criaturas que saltaran de un embarcadero para sumergirse en el agua. Se organizaron a toda prisa y sin dificultad alguna sobre la reluciente sábana blanca que cubría la cama y empezaron a desfilar hacia el suelo en un batallón de unos treinta centímetros de anchura. Roland no los veía con claridad, pues estaban demasiado lejos y había muy poca luz, pero le pareció que eran el doble de grandes que hormigas y un poco más pequeños que las rollizas abejas de miel que infestaban los lechos de flores en su hogar.
Los insectos marchaban cantando.
El hombre no cantaba. A medida que la marabunta de insectos que le cubría las piernas retorcidas disminuía, empezó a estremecerse y gruñir. La joven le apoyó la mano en la frente y lo tranquilizó, provocando los celos de Roland aun en medio de la repulsión que sentía ante lo que estaba presenciando.
Pero ¿era tan espantoso lo que veía? En Gilead se empleaban sanguijuelas para algunas enfermedades, como la inflamación del cerebro, las axilas y la entrepierna, entre otras. Cuando se trataba del cerebro, las sanguijuelas, por muy feas que fueran, eran preferibles al siguiente paso, la trepanación.
Pese a todo, había algo detestable en ellos, tal vez porque no los veía bien, algo terrible en intentar imaginárselos sobre su espalda mientras él estaba ahí suspendido e impotente. Aunque los suyos no cantaban. ¿Por qué sería? ¿Porque estaban comiendo? ¿Durmiendo? ¿Ambas cosas al mismo tiempo?
Los gruñidos del hombre barbudo remitieron. Los insectos se alejaron marchando por el suelo en dirección a las ondulantes paredes de seda. Roland los perdió de vista entre las sombras.
Jenna volvió junto a él con expresión ansiosa.
—Lo has hecho muy bien. Sin embargo, sé cómo te sientes; lo llevas escrito en el rostro.
—Los médicos —constató él.
—Sí. Su poder es inmenso, pero… —se interrumpió antes de continuar en voz más baja—: Me temo que no podrán ayudar a ese hombre. Sus piernas han mejorado un poco y las heridas de su rostro casi están curadas, pero tiene heridas en lugares que los médicos no pueden alcanzar.
Al decir aquello se deslizó una mano por el vientre para indicar la ubicación de dichas heridas, aunque no su naturaleza.
—¿Qué hay de mí? —preguntó Roland.
—Te atacó la gente verde —explicó la joven—. Debes de haberlos enfurecido sobremanera para que no te mataran sin más. Te ataron y te llevaron a rastras. Tamra, Michela y Louise habían salido a recolectar hierbas, vieron a las criaturas verdes jugando contigo y les rogaron que se detuvieran, pero…
—¿Las mutantes siempre os obedecen, hermana Jenna?
La joven sonrió, quizá complacida por el hecho de que Roland hubiera recordado su nombre.
—No siempre, pero casi. Esta vez sí, ya que de lo contrario habrías llegado al final de tu camino.
—Supongo que sí.
—Tenías casi toda la espalda desollada, una gran mancha roja de la nuca a la cintura. Siempre te quedarán las cicatrices, pero los médicos han hecho mucho por ti. Y su canto resulta muy agradable, ¿no te parece?
—Sí —asintió Roland, aunque la idea de aquellos insectos negros hurgando en su carne viva aún lo repugnaba—. Debo estarte agradecido y lo estoy. Cualquier cosa que pueda hacer por ti…
—Dime tu nombre, entonces.
—Soy Roland de Gilead, un pistolero. Llevaba unos revólveres, hermana Jenna. ¿Los has visto?
—No he visto arma alguna —repuso ella sin mirarlo.
Las rosas volvieron a florecer en sus mejillas. Tal vez fuera buena enfermera y hermosa por añadidura, pero desde luego, no se le daba bien mentir. Roland se alegraba de ello; los mentirosos hábiles abundaban, mientras que la sinceridad era cara de ver.
«Deja pasar la mentira de momento —se dijo—. La ha dicho por temor, me parece.»
—¡Jenna!
El grito llegó desde las sombras más profundas en el extremo más alejado de la enfermería, que ese día se le antojaba más alargada que nunca al pistolero, y la hermana Jenna dio un respingo con expresión culpable.
—¡Márchate ya! Has hablado suficiente para entretener a veinte hombres.
—¡De acuerdo! —respondió ella antes de volverse de nuevo hacia Roland—. No reveles que te he mostrado a los médicos.
—Mis labios están sellados, Jenna.
La joven vaciló, mordiéndose de nuevo el labio, y de repente se apartó el griñón, que le cayó sobre la nuca, entre el suave tintineo de las campanillas. Liberado de su confinamiento, el cabello le flotó sobre las mejillas como un universo de sombra.
—¿Soy hermosa? ¿Realmente lo soy? Dime la verdad, Roland de Gilead, nada de halagos, pues los halagos no perduran.
—Eres hermosa como una noche de verano.
Lo que vio en su rostro pareció complacerla más que sus palabras, porque esbozó una sonrisa radiante antes de volver a ponerse el griñón y se recogió el cabello debajo con dedos rápidos y hábiles.
—¿Estoy bien?
—Sí —aseguró él al tiempo que levantaba un brazo con mucho cuidado y señalaba su frente—. Pero te sale un rizo… justo ahí.
—Ya, siempre me pasa lo mismo.
Lo ocultó bajo el griñón con una mueca cómica. Roland pensó que le encantaría besar aquellas mejillas sonrosadas… y quizá también su sonrosada boca.
—Ahora está perfecto.
—¡Jenna! —insistió la voz con más impaciencia—. ¡Es la hora de la meditación!
—¡Ya voy! —replicó la joven.
Se recogió las voluminosas faldas para marcharse, pero antes se volvió hacia él una vez más con una mirada muy seria pintada en el rostro.
—Otra cosa —susurró al tiempo que miraba a su alrededor—. El medallón de oro que llevas… lo llevas porque es tuyo. Lo entiendes… ¿James?
—Sí —asintió él antes de mirar al chico dormido—. Ese es mi hermano.
—Si te lo preguntan, sí. Si dices otra cosa pondrás en un brete a Jenna.
Roland no preguntó hasta qué punto, y en cualquier caso, Jenna se alejó como flotando por el pasillo entre las camas vacías, las faldas recogidas en una mano. El rubor se había desvanecido de su rostro, tiñendo sus mejillas y frente de un color ceniciento. Recordó la expresión ávida de las otras, el modo en que se habían agolpado a su alrededor en un círculo cada vez más asfixiante… y el fulgor de sus rostros.
Seis mujeres, cinco viejas y una joven.
Médicos que cantaban y se arrastraban por el suelo cuando se lo indicaban las campanillas.
Y una inverosímil enfermería con unas cien camas, techo de seda, paredes de seda…
… y todas las camas desocupadas salvo tres.
Roland no comprendía por qué Jenna había cogido el medallón del muchacho muerto del bolsillo de sus pantalones para colgárselo del cuello, pero tenía la impresión de que si las Hermanitas de Eluria lo descubrían, podían llegar a matarla.
Roland cerró los ojos, y el suave canto de los insectos médicos lo meció hasta sumirlo de nuevo en un profundo sueño.