II. Ascensión. Suspendido. Belleza blanca. Otros dos. El medallón

El regreso del pistolero al mundo no fue como volver en sí tras un golpe, algo que le había sucedido varias veces en el pasado, ni tampoco como despertar de un sueño, sino más bien como ascender.

«Estoy muerto —pensó en un momento dado del proceso… tras recobrar al menos en parte la capacidad de pensar—. Estoy muerto y he resucitado a lo que quiera que sea la vida después de la muerte. Eso debe de ser. Las voces que oigo cantar son las voces de almas muertas.»

La negrura total dio paso al gris oscuro de los nubarrones de lluvia, luego al gris más claro de la niebla y por fin a la claridad uniforme de la bruma momentos antes de que el sol la disuelva. Y en medio de aquellos cambios, la sensación de ascender, como si estuviera atrapado en una suave y al tiempo poderosa corriente ascendente.

Cuando la sensación de ascender empezó a remitir y la claridad tras sus párpados cerrados se intensificó, Roland comenzó por fin a convencerse de que estaba vivo. Fue aquel canto lo que lo persuadió. No eran almas muertas ni las huestes celestiales de ángeles que a veces describían los predicadores del Hombre-Jesús, sino otra vez aquellos insectos que parecían grillos, pero de voz más dulce y afinada. Los insectos que había oído en Eluria.

Con esa idea abrió los ojos.

De inmediato dudó de su convicción de que seguía vivo, porque se encontró suspendido en un mundo de belleza blanca; de hecho, su primer pensamiento confuso fue que estaba en el cielo, flotando en el interior de una nube algodonosa. Flotaba envuelto en el canto aflautado de los insectos, y ahora también oía el tintineo de las campanillas.

Intentó volver la cabeza, y todo su cuerpo osciló atrapado en una suerte de arnés que crujió con el movimiento. El suave canto de los insectos, como grillos en la hierba al final del día en Gilead, titubeó y cambió de ritmo. En el mismo instante, un intenso dolor subió como un árbol por la espalda de Roland. No sabía a qué correspondían las ramas, pero el tronco era sin lugar a dudas su columna vertebral. Un dolor mucho más perverso le atenazó una de las piernas, aunque en su aturdimiento, Roland no sabía cuál. «Ahí es donde se me clavó el garrote de los clavos», se dijo. Y más dolor en la cabeza; tenía la sensación de que su cráneo era una cáscara de huevo rota. Gritó y apenas pudo creer que el graznido ronco que oyó había brotado de su garganta. Le pareció oír a lo lejos los ladridos del perro cojo, pero a buen seguro eran imaginaciones suyas.

«¿Estaré agonizando? ¿He despertado por última vez antes de morir?»

Una mano le acarició la frente. La sentía, pero sin verla, unos dedos que se deslizaban sobre su piel, deteniéndose aquí y allá para masajear una protuberancia o una arruga. Delicioso, como un trago de agua fresca en un día caluroso. Empezó a cerrar los ojos, pero de repente lo asaltó una idea espeluznante. ¿Y si las manos eran verdes y su dueña llevaba un andrajoso chaleco rojo sobre las tetas flácidas?

«¿Y si fuera así? ¿Qué podrías hacer al respecto?»

—Chist, hombre —susurró una voz de mujer joven… o tal vez de niña.

En cualquier caso, la primera persona en que pensó Roland fue Susan, la muchacha de Mejis, la que le hablaba con tanta formalidad.

—¿Dónde…? ¿Dónde…?

—Chist, no te muevas, es demasiado pronto.

El dolor de espalda empezaba a remitir, pero la imagen del dolor en forma de árbol permaneció, porque también su piel parecía agitarse como las hojas de un árbol en una brisa suave. ¿Cómo era posible?

Desterró de su mente aquella pregunta y todas las demás para concentrarse en la mano pequeña y fresca que le acariciaba la frente.

—Tranquilo, hombre hermoso. El amor de Dios te protege, pero tu cuerpo está lastimado. Yace tranquilo y sana.

El perro había dejado de ladrar, si es que había llegado a ladrar en algún momento, y Roland fue consciente otra vez del leve crujido. Le recordaba a riendas de caballo o algo (sogas) en lo que no quería pensar. Le parecía sentir cierta presión bajo los muslos, las nalgas y quizá… sí… los hombros.

Suponía que podía estar enganchado en una especie de eslinga. Le parecía recordar que en cierta ocasión, de pequeño, había visto a un tipo suspendido de aquella forma en la habitación del médico de caballos tras el Gran Salón, un mozo de cuadra que se había quemado con queroseno de tal forma que no pudieron tenderlo en una cama. El hombre acabó muriendo, pero demasiado despacio; durante dos noches, sus chillidos habían llenado el dulce aire estival de Gathering Fields.

«¿Estoy quemado, entonces, reducido a una tea con piernas y suspendido en una eslinga?»

Las manos le masajearon el centro de la frente para alisar el entrecejo fruncido. Era como si la voz que acompañaba a la mano le hubiera leído el pensamiento, como si lo hubiera captado con las yemas de aquellos dedos inteligentes y tranquilizadores.

—Te pondrás bien si es la voluntad de Dios, señor —sentenció la voz que acompañaba las manos—. Pero el tiempo pertenece a Dios, no a ti.

«No —habría objetado de haber sido capaz—. El tiempo pertenece a la Torre.»

Y entonces volvió a descender con la misma suavidad con que había descendido, apartándose de la mano y el zumbido onírico de los insectos y el tintineo de las campanillas.

En un momento dado le pareció oír la voz de la joven, aunque no estaba seguro, pues se había transformado en un grito de furia, temor o ambas cosas.

—¡No! —vociferó—. ¡No puedes quitárselo y lo sabes! ¡Métete en tus asuntos y deja de hablar de ello ahora mismo!

Cuando recobró la consciencia por segunda vez, se sentía físicamente tan débil como antes, pero con la mente algo más despejada. Lo que vio al abrir los ojos no fue el interior de una nube, pero al principio volvieron a acudir a su mente las mismas palabras, belleza blanca. En ciertos aspectos era el lugar más hermoso en que Roland había estado en su vida… en parte porque aún tenía una vida, por supuesto, pero sobre todo porque era fantástico y sereno en extremo.

Se encontraba en una estancia inmensa, muy alta y larga. Cuando por fin logró volver la cabeza, eso sí, con cautela, con infinita cautela, a fin de hacerse una idea de sus dimensiones, calculó que debía de medir al menos doscientos metros de longitud. Era estrecha, pero su altura le confería una sensación de espaciosidad sin límites.

No tenía paredes ni techos en el sentido que Roland concebía, aunque sí era un poco como estar en una tienda enorme. Sobre él, el sol se estrellaba y difuminaba su luz contra abombados paneles de seda y los transformaba en las guirnaldas brillantes que en un principio había tomado por nubes. Bajo aquel dosel de seda, la habitación aparecía envuelta en una luz gris crepuscular. Las paredes, también de seda, ondulaban como velas en la brisa. De cada panel de la pared pendía un cordel curvado con una campanilla. Las campanillas se apoyaban contra la tela y tintineaban suave y agradablemente al unísono, como carillones, cada vez que las paredes ondeaban.

La alargada estancia estaba dividida por un pasillo central flanqueado por dos hileras de camas, todas ellas preparadas con sábanas blancas inmaculadas e impecables almohadas también blancas. Debía de haber unas cuarenta al otro lado del pasillo, todas ellas desocupadas, y otras cuarenta en el lado de Roland. Había otras dos camas ocupadas allí, una de ellas junto a él, a su derecha. Aquel tipo…

Es el chico. El del abrevadero.

La idea le puso la carne de gallina en los brazos y le provocó un sobresalto desagradable, supersticioso. Observó con mayor detenimiento al muchacho.

«No puede ser. Es que estás aturdido. No puede ser.»

Sin embargo, no lograba desechar la idea. Desde luego parecía ser el muchacho del abrevadero y seguramente estaba enfermo (¿por qué si no habría ido a parar a un lugar como ese?), pero no muerto, ni de lejos; Roland comprobó que su pecho subía y bajaba, y que sus dedos, suspendidos sobre el canto de la cama, se agitaban de vez en cuando.

«No pudiste fijarte lo suficiente para estar seguro, y después de algunos días en aquel abrevadero, ni su madre habría podido identificarlo con certeza.»

Pero Roland, que había tenido madre, sabía que eso no era verdad. También sabía que había visto el medallón de oro alrededor del cuello del muchacho. Justo antes de que lo atacaran las criaturas verdes, lo había arrancado del cadáver y se lo había guardado en el bolsillo. Y ahora alguien, con toda probabilidad los propietarios de aquel lugar, los que como por arte de magia habían devuelto al muchacho llamado James a su interrumpida vida, se lo habían quitado a Roland para volverlo a colgar del cuello del chico.

¿Lo habría hecho la joven de la mano fresquísima? ¿Creía entonces que Roland era un demonio necrófago capaz de robar a los muertos? No le hacía gracia la idea. De hecho, lo incomodaba más que el pensamiento de que el cuerpo hinchado del joven vaquero había recuperado de algún modo su tamaño normal y la vida.

En el mismo lado del pasillo, unas doce camas desocupadas más allá del joven y de Roland Deschain, el pistolero vio al tercer ingresado en aquella estrafalaria enfermería. El hombre aparentaba al menos cuatro veces la edad del muchacho y dos veces la del pistolero. Lucía una barba muy larga, más gris que negra, que le caía hasta el pecho en dos mechones desgreñados. El rostro del que partía estaba curtido por el sol, muy arrugado y con bolsas bajo los ojos. Le surcaba la mejilla izquierda y el puente de la nariz y una marca oscura y gruesa que a Roland le pareció una cicatriz. El hombre barbudo estaba dormido o inconsciente, pues Roland lo oía roncar, y suspendido un metro por encima de la cama mediante un complejo sistema de correas blancas que relucían en la semipenumbra. Las correas se entrecruzaban formando varios ochos por todo el cuerpo del hombre. Parecía un insecto atrapado en una telaraña extraña. Llevaba un camisón vaporoso. Una de las correas le pasaba por debajo de las nalgas y le elevaba la entrepierna de un modo que parecía ofrecer sus partes al aire grisáceo y soñador. Más abajo, Roland veía las sombras oscuras de sus piernas retorcidas como viejísimos árboles muertos. Roland no quería ni pensar por cuántos sitios debían de estar rotas para tener aquel aspecto. Pese a ello, daban la impresión de que se morían, pero ¿cómo podía ser si el hombre de la barba estaba inconsciente? Era una ilusión óptica, tal vez, o el efecto de las sombras… Quizá el vaporoso camisón que llevaba se agitaba con la brisa, o…

Roland apartó la vista para fijarse en los abombados paneles de seda, intentando al mismo tiempo tranquilizar los violentos latidos de su corazón. Lo que había visto no se debía al viento, a las sombras ni a nada parecido. Las piernas del hombre se movían sin moverse… al igual que Roland había sentido que su propia espalda se movía sin moverse. No sabía qué podía causar semejante fenómeno y no quería saberlo, al menos de momento.

—No estoy preparado —susurró.

Tenía los labios resecos. Cerró de nuevo los ojos para intentar dormir, para no pensar en lo que las piernas retorcidas del hombre indicaban respecto a su propio estado. Pero…

«Pero más te vale estar preparado.»

Era la voz que siempre parecía acudir a su mente cuando intentaba bajar la guardia, eludir una obligación o tomar el camino fácil para sortear un obstáculo. La voz de Cort, su antiguo profesor. El hombre cuya vara todos habían temido de pequeños, aunque no habían temido su vara tanto como sus palabras, sus burlas cuando se mostraban débiles, su desprecio cuando se quejaban o protestaban gimoteando contra su destino.

«¿Eres un pistolero, Roland? Si lo eres, más te vale estar preparado.»

Roland volvió a abrir los ojos y giró de nuevo la cabeza hacia la izquierda, sintiendo que algo se movía sobre su pecho.

Muy despacio, levantó la mano derecha para liberarla del cabestrillo que la sujetaba. El dolor que le atenazaba la espalda se movió con una suerte de murmullo. Permaneció inmóvil hasta considerar que el dolor no iba a empeorar, al menos si tenía cuidado, y se llevó la mano derecha al pecho. Estaba cubierto por un tejido muy fino. Algodón. Bajó el mentón hasta el esternón y comprobó que llevaba un camisón como el que envolvía el cuerpo del hombre barbudo.

Introdujo la mano bajo el cuello del camisón y tocó una cadena muy delgada. Un poco más abajo, sus dedos toparon con un objeto metálico rectangular. Creía saber de qué se trataba, pero tenía que cerciorarse. Lo sacó, moviéndose aún con gran cautela e intentando no utilizar ningún músculo de la espalda. Era un medallón de oro. Desafiando el dolor, lo levantó hasta que pudo leer la inscripción grabada en él:

JAMES,

AMADO POR SU FAMILIA, AMADO POR DIOS

Volvió a deslizarlo bajo el camisón y se volvió de nuevo hacia el muchacho dormido en la cama contigua, no suspendido sobre ella. La sábana solo lo cubría hasta la caja torácica, y el medallón yacía sobre la pechera prístina de su camisón blanco. El mismo medallón que llevaba Roland, salvo que…

Le pareció que por fin lo entendía, y entender constituía un alivio.

Miró de nuevo al hombre barbudo y vio algo muy extraño. La cicatriz gruesa y oscura que surcaba la mejilla y la nariz del hombre había desaparecido, y en su lugar se apreciaba la marca rosada de una herida a medio curar, un corte, tal vez.

«Imaginaciones mías.»

«No, pistolero —insistió la voz de Cort—. Los hombres como tú no están hechos para imaginar cosas, como bien sabes.»

El movimiento lo había agotado… o quizá el esfuerzo de pensar. La combinación del canto de los insectos y el tintineo de las campanillas era como una nana a la que resultaba imposible resistirse. Una vez más cerró los ojos y se durmió.