Un día en Tierra Llena tan caluroso que tenía la sensación de quedarse sin aliento antes de que su cuerpo pudiera aprovecharlo, Roland de Gilead llegó a las puertas de una aldea en las montañas Desatoya. Por entonces viajaba solo y no tardaría en desplazarse a pie. Llevaba una semana esperando toparse con un médico de caballos, pero suponía que a esas alturas ya no le serviría de nada, aun cuando en el pueblo hubiera uno. Su montura, un ruano de dos años, estaba en las últimas.
Las puertas del pueblo, aún decoradas con las flores de algún festival, estaban abiertas de par en par, pero el silencio que reinaba tras ellas no cuadraba. El pistolero no oía cascos de caballos, ni el traqueteo de carros, ni los gritos vociferantes de los vendedores en el mercado. Los únicos sonidos eran el leve zumbido de los grillos o, en cualquier caso, de algún bicho similar, pues sonaban un poco más afinados que los grillos, una especie de peculiar golpeteo sobre madera y el tintineo distante y soñador de unas campanillas.
Asimismo, las flores entretejidas en la ornamentada verja de hierro forjado llevaban mucho tiempo muertas.
Entre sus piernas, Topsy emitió dos sonoros estornudos huecos, achús, achús, y se tambaleó a un lado. Roland desmontó, en parte por deferencia al animal, en parte por deferencia a sí mismo, ya no quería romperse una pierna si Topsy elegía ese momento para rendirse y estirar la pata.
El pistolero, enfundado en vaqueros desteñidos y botas polvorientas, permaneció de pie bajo el sol inclemente, acariciando el cuello sudado del ruano, deteniéndose de vez en cuando para desenredar los nudos que se le habían formado en la crin y en una ocasión para espantar las moscas diminutas que se arremolinaban en torno a los ojos del caballo. Que pusieran sus huevos e incubaran sus gusanos allí una vez que Topsy hubiera muerto si querían, pero no antes.
Así pues, Roland cuidó de su caballo lo mejor que pudo mientras oía aquellas campanas lejanas y soñadoras, y el extraño entrechocar de maderas. Al cabo de un rato dejó de acariciar a Topsy y se quedó mirando la verja abierta con aire pensativo.
La cruz que coronaba la parte central era un poco inusual, pero por lo demás, la verja era un ejemplar típico, un cliché del oeste nada práctico, pero tradicional; de hecho, todos los pueblos por los que había pasado durante los últimos diez meses tenían una (espectacular) a la entrada y otra (menos espectacular) a la salida. Se alzaba entre dos muros de adobe rosado que se adentraban en el pedregal unos siete metros a ambos lados del camino para acabar de repente. La verja se cerraba a cal y canto con numerosos cerrojos, pero no había más que recorrer una corta distancia para rodear el muro de adobe y entrar en el pueblo.
Más allá de la verja, Roland vio lo que en muchos sentidos parecía una calle principal corriente y moliente, con una posada, dos bares, uno de ellos llamado El Cerdito Bullicioso, mientras que el rótulo del otro estaba demasiado desvaído para leerlo, una tienda, una herrería y una sala de asambleas. Asimismo se veía un edificio pequeño pero hermoso coronado por un modesto campanario, con una robusta base de piedra tosca a los pies y una cruz pintada de color dorado en la puerta de doble hoja. La cruz, al igual que la de la verja, indicaba que aquel era un lugar de culto para los fieles del Hombre Jesús. No se trataba de una religión común en Mundo Medio, pero tampoco desconocida; lo mismo podía decirse de casi todas las religiones del mundo en aquellos tiempos, incluyendo el culto a Baal, Asmodeo y centenares de divinidades más. Por lo que respectaba a Roland, Dios de la Cruz no era más que otra religión que enseñaba que el amor y el asesinato iban de la mano, y que, en última instancia, Dios siempre bebía sangre.
Entretanto, allí estaba el zumbido de aquellos insectos que sonaban casi igual que los grillos, el tintineo onírico de las campanas y aquel peculiar golpeteo sobre madera, como un puño golpeando una puerta. O la tapa de un ataúd.
«Algo anda pero que muy mal aquí —se dijo el pistolero—. Cuidado, Roland, este lugar despide un olor rojizo.»
Condujo a Topsy a través de la verja adornada con flores muertas y por la calle principal. En el porche de la tienda, donde deberían reunirse los ancianos para hablar de las cosechas, de política y de las locuras de los jóvenes, solo se veía una hilera de mecedoras desocupadas. Bajo una de ellas, como si una mano negligente (y ausente desde hacía mucho tiempo) la hubiera dejado caer, yacía una pipa de mazorca seca. El perchero ante El Cerdito Bullicioso estaba vacío, y en las ventanas del bar no brillaba luz alguna. Una de las puertas batientes había sido arrancada y estaba apoyada contra el costado del edificio, mientras que la otra estaba entornada, con las tablillas verdes desvaídas manchadas de una sustancia granate que tal vez fuera pintura pero probablemente era otra cosa.
La fachada de la caballeriza aparecía intacta, como el rostro de una mujer estropeada que tiene acceso a los mejores cosméticos, pero el granero doble que se alzaba tras ella se había convertido en un esqueleto carbonizado. El incendio debía de haber acaecido un día lluvioso, estimó el pistolero, ya que de lo contrario el pueblo entero habría sido pasto de las llamas; menudo espectáculo para quienes se encontraran en las inmediaciones.
A su derecha, a medio camino del punto donde la calle se abría a la plaza del pueblo, se erigía la iglesia. Estaba rodeada de franjas de césped, una de las cuales la separaba de la sala de asambleas y la otra de la casita reservada para el predicador y su familia (si es que se trataba de una de aquellas sectas de Jesús cuyos chamanes podían casarse y tener hijos, claro está, ya que algunas, a todas luces dirigidas por lunáticos, imponían el celibato al menos de cara a la galería). Las franjas de césped estaban salpicadas de flores que parecían muy secas, aunque vivas en su mayoría. Así pues, cualquiera que fuese el acontecimiento que había vaciado el pueblo, no había tenido lugar hacía mucho. Una semana, quizá, dos a lo sumo, habida cuenta del calor.
Topsy volvió a estornudar, achús, y agachó la cabeza con aire cansino.
El pistolero vio por fin el origen del tintineo. Sobre la cruz que adornaba la puerta de la iglesia se veía una cuerda tendida en forma de arco largo y poco curvado. De ella pendían alrededor de dos docenas de campanillas plateadas. Aquel día soplaba una brisa muy suave, pero suficiente para que aquellos objetos diminutos no pararan ni un segundo… y si se levantaba un viento más fuerte, pensó Roland, lo más probable era que el tintineo de las campanillas se convirtiera en un sonido mucho menos agradable y más parecido al parloteo estridente de un grupito de comadres chismosas.
—¡Hola! —llamó Roland, mirando hacia el otro lado de la calle, donde un gran rótulo de frontal falso anunciaba el hotel Buenas Camas—. ¡Hola, pueblo!
No obtuvo otra respuesta que el tintineo de las campanas, el zumbido afinado de los insectos y aquel extraño entrechocar de maderas. Ninguna respuesta, ningún movimiento… pero allí había gente. Gente u otra cosa. Lo estaban observando; Roland sintió que se le erizaban los pelos de la nuca.
Siguió adelante, conduciendo a Topsy hacia el centro del pueblo, levantando una nubecilla de polvo a cada paso por la calle no asfaltada. Al cabo de cuarenta pasos, se detuvo ante un edificio bajo etiquetado con una sola palabra: LEY. La oficina del sheriff, si es que existía algo así tan lejos de las Baronías Interiores, se parecía mucho a la iglesia con sus tablones de madera pintados de un marrón oscuro más bien adusto sobre la base de piedra.
A su espalda, las campanillas seguían tintineando, susurrando.
Dejó el ruano en medio de la calle y subió la escalinata que conducía a la oficina de la LEY. Era muy consciente de las campanillas, del sol que le abrasaba la nuca, del sudor que le resbalaba por los costados. La puerta estaba cerrada, pero no con llave. La abrió y de inmediato lo hizo retroceder el bofetón de calor procedente del interior. Si en todos los edificios hacía el mismo calor, se dijo, los graneros de la caballeriza pronto ya no serían las únicas estructuras quemadas. Y sin lluvia que extinguiera las llamas (y sin bomberos voluntarios, a todas luces), el pueblo no tardaría en desaparecer de la faz de la tierra.
Entró en la oficina procurando respirar a bocaditos el aire sofocante en lugar de inhalarlo profundamente. Al punto oyó el Zumbido grave de las moscas.
Había una sola celda, espaciosa y vacía, con la reja abierta. Bajo el catre había unos mugrientos zapatos de piel, uno de ellos medio descosido y ambos empapados en la misma sustancia granate que manchaba la puerta de El Cerdito Bullicioso. Allí se habían agolpado las moscas para alimentarse de la mancha.
Sobre el escritorio yacía un libro. Rolando lo giró hacia él para leer la inscripción grabada en la cubierta roja:
REGISTRO DE DELITOS Y CASTIGOS
EN LOS AÑOS DE NUESTRO SEÑOR
ELURIA
Por fin conocía el nombre de la población, Eluria. Era bonito, pero al mismo tiempo resultaba inquietante. Sin embargo, suponía que cualquier nombre le habría parecido inquietante, dadas las circunstancias. Se volvió para marcharse, pero en ese momento vio una puerta cerrada y asegurada con un pestillo de madera.
Se acercó a ella, esperó un instante y sacó uno de los grandes revólveres que llevaba a la altura de las caderas. Aguardó un momento más con la cabeza baja (Cuthbert, su viejo amigo, siempre decía que las ruedecillas del cerebro de Roland giraban despacio pero con infinita finura), y por fin descorrió el pestillo. Abrió la puerta y de inmediato retrocedió un paso con el arma a punto, esperando que en cualquier momento un cadáver, el del sheriff de Eluria, acaso, se desplomara sobre él con el cuello rebanado y los ojos arrancados, víctima de un DELITO que requiriese un CASTIGO…
Nada.
A excepción de media docena de monos manchados que a buen seguro los presos con condenas largas estaban obligados a llevar, dos arcos, un carcaj con flechas, un motor viejo y polvoriento, un rifle que sin duda llevaba cien años sin dispararse y una fregona… pero para el pistolero, todo aquello equivalía a nada. No era más que un pequeño almacén.
Volvió junto al escritorio, abrió el registro y lo hojeó. Incluso las páginas estaban calientes, como si el libro estuviera asado, lo que, en cierto sentido, no dejaba de ser verdad. Si la calle principal hubiera sido distinta, tal vez habría esperado ver más delitos contra la religión inscritos en el libro, pero no le sorprendió no encontrar ni uno, ya que si la iglesia de Hombre Jesús había coexistido con un par de bares, los responsables de la iglesia debían de ser tipos bastante razonables.
Lo que encontró fueron los típicos delitos menores y algunos no tan menores, como un asesinato, un robo de caballos y un caso de molestias a una dama, que traducido debía de significar violación. El asesino había sido trasladado a un lugar llamado Lexingworth para morir ahorcado. Roland nunca había oído hablar de ese sitio. Hacia el final había una nota que decía «Gente verde expulsada». Roland no la entendió. La entrada más reciente rezaba: «12/Fe/99. Chas. Freeborn, juicio contra ladrón de ganado».
A Roland no le resultaba familiar la anotación 12/Fe/99, pero puesto que no era febrero, suponía que «Fe» podía referirse a la Tierra Entera. En cualquier caso, la tinta parecía igual de fresca que la sangre del camastro, y el pistolero estaba bastante seguro de que Chas. Freeborn, ladrón de ganado, había estirado la pata.
Salió de nuevo a la calle ardiente y el aterciopelado tintineo de las campanillas. Topsy le lanzó una mirada inexpresiva y bajó de nuevo la cabeza, como si en el polvo de la calle principal hubiera algo digno de comerse. Como si alguna vez pudiera volver a tener ganas de pastar, para el caso.
El pistolero cogió las riendas, las golpeó contra sus vaqueros descoloridos para quitarles el polvo y continuó calle arriba. El entrechocar de maderas se hacía más audible a cada paso (no había enfundado el arma al salir del edificio de la LEY ni tenía intención de hacerlo ahora), y al acercarse a la plaza del pueblo, que debía de albergar el mercado de Eluria en circunstancias más normales, Roland vio por fin algo de movimiento.
En el extremo más alejado de la plaza había un abrevadero fabricado, a juzgar por su aspecto, con palo hacha, lo que por aquellos parajes algunos llamaban «secoya», que en tiempos mejores recibía agua de una oxidada tubería de acero que ahora sobresalía seca en el extremo sur del abrevadero. Sobre un costado de aquel oasis municipal pendía una pierna enfundada en pantalones de color gris desteñido que acababa en una bota de vaquero muy mordisqueada.
El responsable del estado de aquella bota era un perro unos dos tonos más oscuro que el pantalón de pana. Roland suponía que, en otras circunstancias, el chucho se habría hecho mucho antes con la bota en cuestión, pero tal vez el pie y la pantorrilla que cubría se habían hinchado. En cualquier caso, el perro había optado por morder la bota hasta sacársela e iba por buen camino. Agarraba la bota y la sacudía en todas direcciones. De vez en cuando, el tacón de la bota chocaba con el costado de madera del abrevadero y producía un sonido hueco. El pistolero no había ido tan desencaminado al imaginar la tapa de un ataúd.
«¿Por qué no retrocede unos pasos, salta al abrevadero y se lo come? —se preguntó Roland—. No sale agua de la tubería, así que no puede tener miedo de ahogarse.»
Topsy emitió otro de sus estornudos huecos y cansados, y cuando el perro se volvió al oírlo, Roland comprendió por qué había optado por el camino más difícil; en una de sus patas delanteras se veía una fractura mal curada. Debía de costarle caminar, por no hablar de dar saltos. Sobre el pecho tenía una zona de pelaje blanco muy sucio del que surgía pelo negro más o menos en forma de cruz. Tal vez un perro de Jesús en busca de un poco de comunión vespertina.
Sin embargo, ni el gruñido que brotó de su pecho ni el movimiento de sus ojos legañosos tenían nada de religioso. El perro levantó el labio superior en una mueca temblorosa, dejando al descubierto una dentadura pasable.
—Márchate mientras puedas —le aconsejó Roland.
El perro retrocedió hasta dar con los cuartos traseros contra la bota mordisqueada. Miraba al hombre que se acercaba con expresión atemorizada, pero a todas luces tenía intención de plantarle cara. El revólver que Roland sostenía en la mano carecía de importancia para él, lo que no sorprendió al pistolero, ya que suponía que el perro nunca había visto uno y creería que no era más que algún tipo de palo que solo podía arrojarse una vez.
—Vete de una vez —insistió Roland, pero el perro no se movió.
Debería haberle pegado un tiro, ya que no se hacía ningún favor a sí mismo y, además, un perro que le había tomado gusto a la carne humana tampoco podía hacerle ningún favor a nadie más, pero algo en él se resistía. Matar al único ser vivo que quedaba en el pueblo aparte de los insectos cantores parecía una invitación a la mala suerte.
Disparó una bala al polvo cerca de la pata delantera sana del perro, armando un estruendo ensordecedor en el calor. Acalló por un instante a los insectos. Por lo visto, el perro podía correr, si bien a un paso arrítmico que afligió los ojos de Roland… y también su corazón, hasta cierto punto. Se detuvo en la otra punta de la plaza, junto a un carro volcado (parecía haber más sangre seca en el costado del vehículo), miró atrás y emitió un aullido desolado que le erizó aún más los pelos de la nuca. Luego dio media vuelta, rodeó el carro volcado y se alejó cojeando por un callejón abierto entre dos de los establos. Por ahí debía de irse a la verja trasera de Eluria, supuso Roland.
Tirando aún de su caballo moribundo, el pistolero cruzó la plaza hasta el abrevadero y miró en el interior.
El propietario de la bota mordisqueada no era un hombre, sino un muchacho que había empezado a desarrollarse y que, a juzgar por su aspecto, prescindiendo de la tumefacción ocasionada tras permanecer durante tiempo indefinido inmerso en veinticinco centímetros de agua bajo el sol estival, se habría desarrollado mucho.
Los ojos del chico, reducidos ahora a globos lechosos, miraban sin ver al pistolero como ojos de estatua. Su cabello era blanco como el de un anciano, pero eso se debía al agua. Sin duda había sido rubio en vida. Llevaba atuendo de vaquero, si bien no contaría más de quince o dieciséis años. Alrededor del cuello, reluciendo opaco en un agua que poco a poco el sol transformaba en estofado de pellejo, lucía un medallón de oro.
Roland introdujo la mano en el agua, pero no porque le apeteciera, sino porque se sentía obligado, rodeó el medallón con los dedos y tiró de él. La cadena se rompió y lo sacó chorreante del agua.
Esperaba ver un sigul de Hombre Jesús, lo que se denominaba crucifijo o cruz, pero de la cadena pendía un pequeño rectángulo que parecía de oro puro y en el que había unas palabras grabadas:
JAMES,
AMADO POR SU FAMILIA, AMADO POR DIOS
Roland, a quien las náuseas casi habían impedido meter la mano en el agua contaminada (de más joven se habría visto del todo incapaz de hacerlo), se alegró de haber superado esa barrera. Tal vez jamás encontrara a ninguno de los que habían amado a aquel muchacho, pero sabía lo bastante del ka para creer que podía suceder. En cualquier caso, era lo correcto, al igual que lo era procurarle un entierro digno… siempre y cuando lograra sacar el cadáver del abrevadero sin que se le deshiciera entre las manos.
Mientras consideraba la cuestión, sopesando el deber que consideraba ineludible y su creciente deseo de marcharse del pueblo, Topsy cayó muerto por fin.
El ruano se desplomó con un crujido y un último resoplido al chocar contra el suelo. Roland se volvió y vio a ocho personas que se dirigían hacia él en arco, como batidores que intentaran levantar aves u otras presas pequeñas. Todos tenían la piel verdosa y cerúlea, una piel que sin duda relucía en la oscuridad como la de los fantasmas. Resultaba difícil determinar su sexo y, en cualquier caso, ¿qué les importaba a ellos o a cualquier otra persona? Eran mutantes lentos, que caminaban con la encorvada parsimonia de cadáveres reanimados por obra y gracia de una magia arcana.
El polvo amortiguaba sus pisadas. Una vez desaparecido el perro, bien podrían haberse acercado lo bastante para atacar si Topsy no hubiera hecho a Roland el favor de morirse en el momento más oportuno. No llevaban armas de fuego que Roland viera, pero sí garrotes caseros a base de patas de sillas y mesas, en su mayoría, aunque también distinguió uno que parecía más elaborado, pues de él salían varios clavos oxidados, y sospechó que habría pertenecido a algún gorila de bar, tal vez el de El Cerdito Bullicioso.
Roland levantó la pistola y apuntó al tipo del centro. Ya oía sus pisadas amortiguadas y sus resoplidos flemáticos, como si todos ellos estuvieran acatarrados.
«Habrán salido de las minas —pensó—. Hay minas de radio por aquí. Eso explicaría el color de su piel. Me sorprende que el sol no los mate.»
Mientras los observaba, el tipo (aunque Roland no sabía a ciencia cierta si era varón) del extremo, una criatura con un rostro que parecía cera derretida, murió… o en todo caso se desplomó. Cayó de rodillas con un grito grave y estrangulado, al tiempo que intentaba asir la mano de la cosa que caminaba junto a él, un ser con cabeza calva y llena de protuberancias, así como llagas rojas y purulentas en el cuello. El calvo no prestó atención alguna a su compañero, sino que mantuvo los ojos opacos clavados en Roland mientras seguía avanzando con paso inseguro junto a sus camaradas.
—¡Quietos! —ordenó Roland—. ¡Hacedme caso si pretendéis ver ponerse el sol! ¡Haced lo que os digo!
Se dirigía sobre todo a la criatura del centro, que llevaba unos viejísimos tirantes rojos sobre la camisa andrajosa y se tocaba con un bombín muy sucio. Era tuerto, y su ojo sano miraba al pistolero con avidez tan espeluznante como inconfundible. El que caminaba junto a Bombín (Roland creía que podía tratarse de una mujer, pues bajo el chaleco que llevaba se adivinaban vestigios de pechos) arrojó la pata de la silla con que se había armado. La lanzó con técnica impecable, pero al proyectil le faltaron diez metros de trayectoria.
Roland apretó de nuevo el gatillo de su revólver. En esta ocasión, la tierra desplazada por la bala fue a parar sobre los restos andrajosos del zapato de Bombín.
La gente verde no echó a correr como había hecho el perro, aunque sí se detuvieron y siguieron mirándolo con aquellos ojos opacos y ávidos. ¿Habían acabado los habitantes desaparecidos de Eluria en los estómagos de aquellas criaturas? Roland no podía creerlo… aunque sabía bien que los seres de esa calaña no se arredraban ante aberraciones tales como el canibalismo. (Y quizá no se trataba de canibalismo a fin de cuentas, porque ¿cómo podían considerarse humanas aquellas cosas, hubieran sido lo que hubieran sido en el pasado?) Eran demasiado lentos, demasiado estúpidos. Si se hubieran atrevido a volver al pueblo después de que el sheriff los expulsara, los habrían quemado o lapidado.
Sin pensar en lo que hacía, deseoso tan solo de tener la otra mano libre para desenfundar el segundo revólver si los espectros no atendían a razones, Roland se guardó el medallón que había arrancado del cuello del muchacho muerto en el bolsillo de los vaqueros, empujando tras él la fina cadena rota.
Las criaturas lo miraban de hito en hito, sus sombras extrañamente retorcidas tras ellos. ¿Y ahora qué? ¿Debía decirles que se fuera por donde habían venido? Roland no sabía si obedecerían, y en cualquier caso había decidido que prefería tenerlos donde pudiera verlos. Y al menos quedaba resuelta la cuestión de sí debía quedarse para enterrar al muchacho llamado James; el dilema había desaparecido.
—No os mováis —murmuró al tiempo que iniciaba la retirada—. Al primero que se mueva…
Antes de que pudiera terminar la amenaza, uno de ellos, un trol de pecho ancho con boca carnosa de sapo y lo que parecían agallas a los lados del cuello carunculado, se abalanzó hacia él parloteando con voz estridente y curiosamente blanda. Quizá era una especie de carcajada. En la mano blandía un objeto que tenía aspecto de pata de piano.
Roland disparó. El pecho del señor Sapo se hundió como un tejado mal construido. Retrocedió varios pasos corriendo en un intento de mantener el equilibrio, agarrándose el pecho con la mano libre. Los pies, calzados con sucias babuchas de terciopelo rojo con las punteras curvadas hacia arriba, se le enredaron, haciéndole caer. Al chocar contra el suelo emitió una suerte de gorgoteo solitario y perdido. Soltó el arma, se volvió, intentó levantarse y se desplomó de nuevo en el polvo. El sol despiadado le quemaba los ojos abiertos, y Roland observó que su piel, que estaba perdiendo a toda velocidad el matiz verdoso, empezaba a exhalar nubecillas de vapor. También oyó una especie de siseo, como el que produciría un escupitajo sobre el quemador de la cocina.
«Acabo de ahorrarme unas cuantas explicaciones», pensó Roland antes de pasear la mirada entre las criaturas restantes.
—Muy bien; él ha sido el primero en moverse. ¿Quién será el próximo?
Ninguno de ellos, por lo visto. Las criaturas permanecieron inmóviles, observándolo, sin acercarse a él ni batirse en retirada. Roland pensó, como había pensado acerca del perro cojo, que debería matarlos antes de que se movieran, desenfundar el segundo revólver y abatirlos a todos. No le llevaría más de unos segundos y sería un juego de niños para sus hábiles manos, aun cuando algunos de ellos intentaran huir. Pero no podía hacerlo; no podía matarlos a sangre fría. No era esa clase de asesino… al menos todavía.
Muy despacio empezó a retroceder, rodeando primero el abrevadero a fin de interponerlo entre él y las criaturas. Cuando Bombín avanzó un paso, Roland no dio a los demás ocasión de que lo imitaran, sino que efectuó un disparo al suelo a escasos centímetros del pie de Bombín.
—Es mi último aviso —advirtió sin levantar la voz.
No sabía si lo entendían ni le importaba, aunque suponía que captaban el tono amenazador que empleaba.
—La próxima bala irá a parar al corazón de alguien. Lo que vamos a hacer es que yo me iré y vosotros os quedaréis aquí. Es vuestra única oportunidad. Si me seguís, moriréis todos. Hace demasiado calor para jueguecitos, y he perdido la…
—¡Buh! —gritó una voz ronca y húmeda a su espalda con inconfundible avidez.
Roland vio una sombra que surgía de la sombra del carro volcado, al que casi había llegado, y tuvo el tiempo justo para entender que otro de los seres verdes se había escondido bajo él.
Cuando empezó a volverse, un garrote chocó contra su hombro, entumeciéndole el brazo derecho hasta la muñeca. No soltó el arma y disparó una vez, pero la bala fue a incrustarse en una de las ruedas del carro, destrozando un radio de madera y haciendo girar el cubo con un chirrido estridente. Tras él oyó que las criaturas verdes de la calle proferían exclamaciones roncas e inarticuladas al tiempo que echaban a correr hacia él.
El ser que se había ocultado bajo el carro volcado era un monstruo de dos cabezas, una de ellas con el rostro flácido de un cadáver, mientras que el otro, aunque igual de verde, era más vivaz. Su ancha boca se abrió en una sonrisa jovial cuando alzó el garrote para atacar de nuevo.
Roland desenfundó el otro revólver con la mano izquierda, la que no había quedado entumecida por el golpe. Le dio tiempo de acertar un tiro en la sonrisa del emboscado, que cayó hacia atrás en medio de una lluvia de sangre y dientes mientras el garrote se le escurría de los dedos inertes. Al instante, los demás se abalanzaron sobre él para golpearlo con saña.
El pistolero pudo esquivar los primeros golpes y por un instante creyó que sería capaz de parapetarse tras el carro volcado y ponerse a disparar. Sin duda podría hacerlo. Sin duda su búsqueda de la Torre Oscura no estaba destinada a acabar en la calle abrasada por el sol de una aldea del Oeste llamada Eluria, a manos de media docena de mutantes parsimoniosos de piel verde. Ka no podía ser tan cruel.
Pero Bombín le asestó un salvaje golpe lateral, y Roland chocó contra la rueda trasera del carro, que seguía girando lentamente. Al caer sobre manos y rodillas, todavía intentando levantarse, darse la vuelta y esquivar los golpes que ahora llovían sobre él, comprobó que eran muchos más de media docena. Por la calle que daba a la plaza del pueblo llegaban al menos treinta hombres y mujeres verdes. No era un clan, sino una tribu entera. ¡Y a plena luz del día! Según su experiencia, los mutantes lentos eran seres que amaban la oscuridad, como si fueran hongos con cerebro, y nunca había se topado con un grupo que se comportara como aquel. Eran…
La criatura del vestido rojo era hembra. Sus pechos desnudos y oscilantes bajo el sucio chaleco rojo fueron lo último que vio con claridad mientras se arremolinaban a su alrededor y sobre él sin dejar de golpearlo con los garrotes improvisados. El de los clavos se le clavó en la parte inferior de la pantorrilla derecha, hundiéndole los malditos dientes oxidados en la carne. De nuevo intentó levantar uno de los grandes revólveres (empezaba a nublársele la vista, pero eso no ayudaría a los mutantes si conseguía empezar a disparar; siempre había sido el más hábil de todos ellos, y Jamie DeCurry había llegado a declarar que Roland era capaz de disparar con los ojos vendados porque tenía ojos en los dedos), pero uno de los seres se lo arrebató de un puntapié y lo hizo caer en el polvo. Si bien aún sentía la empuñadura lisa de sándalo del otro revólver, creyó que también se lo habían quitado.
Percibía su olor, el hedor penetrante y nauseabundo de la carne podrida. ¿O quizá eran sus manos, que levantó en un débil e inútil intento de protegerse la cabeza? ¿Sus manos, que habían estado sumergidas en el agua contaminada del abrevadero, donde flotaban fragmentos de la piel del muchacho muerto?
Los garrotes seguían atacando, golpeándolo en todas las partes del cuerpo, como si la gente verde no solo pretendiera matarlo de una paliza, sino también ablandarlo en el proceso. Y mientras se deslizaba en la oscuridad de lo que creía firmemente que sería su muerte, oyó el canto de los insectos, los ladridos del perro al que había perdonado la vida y el tintineo de las campanillas colgadas de la puerta de la iglesia. Aquellos sonidos se fundieron en una música extrañamente dulce que también acabó por desvanecerse, dando paso a las tinieblas absolutas.