Era una habitación de la muerte; Fletcher lo supo en cuanto se abrió la puerta. El suelo era de baldosas industriales grises, las paredes de piedra blancuzca, salpicadas aquí y allá de manchas oscuras que bien podían ser sangre, pues a buen seguro, en aquella habitación se había derramado sangre. Las luces del techo estaban encerradas en jaulas de tela metálica. En el centro se alzaba una larga mesa de madera con tres personas sentadas tras ella. Delante había una silla vacía reservada para Fletcher. Junto a la silla, un carrito. Sobre él se veía un objeto envuelto en un paño, como esas esculturas a medio terminar que el escultor cubre entre sesión y sesión.
El policía medio condujo, medio arrastró a Fletcher hacia la silla preparada para él. Caminaba tambaleándose entre las manos del policía. Si parecía más aturdido de lo que en realidad estaba, más paralizado y atontado, mejor. Consideró que tenía una o dos probabilidades entre treinta de salir con vida de aquel sótano del Ministerio de Información, y eso siendo optimista. En cualquier caso, no tenía intención de reducirlas aún más dando la sensación de que se enteraba de algo. El ojo hinchado, la nariz deformada y el labio inferior partido podían serle de utilidad en ese sentido, al igual que la sangre seca que le rodeaba la boca cual una perilla pelirroja. Una cosa la tenía muy clara: si conseguía salir, significaría que los demás, el policía y las tres personas sentadas a guisa de tribunal tras la mesa, habrían muerto. Fletcher era periodista y nunca en su vida había matado nada más grande que un avispón, pero si tenía que matar para escapar de aquella habitación, lo haría. Pensó en su hermana, en su refugio. Pensó en su hermana nadando en un río de nombre español. Pensó en la luz reflejada en el agua a mediodía, una luz itinerante y demasiado brillante para mirarla. Llegaron a la silla. El policía lo empujó con tal fuerza para que se sentara que Fletcher estuvo a punto de caer.
—Cuidado, así no, nada de accidentes —advirtió uno de los hombres sentados a la mesa.
Era Escobar, y había hablado con el policía en español. A la izquierda de Escobar se sentaba otro hombre. A su derecha, una mujer de unos sesenta años. La mujer y el otro hombre eran delgados; en cambio, Escobar era gordo y grasiento como una vela barata. Tenía pinta de mexicano de película. Uno casi esperaba oírle decir algo así como «Ándale, qué chingada, pendejo». Sin embargo, era el ministro de Información en persona. A veces daba el parte meteorológico en inglés en la cadena televisiva de la ciudad, y entonces siempre recibía cartas de admiradores. Vestido con traje no parecía grasiento, solo rollizo. Fletcher lo sabía todo sobre él; a fin de cuentas, había escrito tres o cuatro artículos sobre Escobar. Era un hombre pintoresco y también, según los rumores, un torturador entusiasta. «Un Himmler centroamericano», pensó Fletcher, asombrado al descubrir que el sentido del humor, aunque fuera un poco rudimentario, podía activarse incluso en un estado de terror absoluto.
—¿Esposas? —preguntó el policía también en español al tiempo que sostenía en alto unas de plástico.
Fletcher intentó mantener la expresión de aturdimiento perplejo. Si lo esposaban, todo habría acabado. Podía olvidarse de la famosa probabilidad entre treinta. No le quedaría ni una entre trescientas.
Escobar se volvió un instante hacia la mujer sentada a su derecha. Su rostro era muy oscuro; su cabello, negro y surcado de espectaculares mechas blancas. Le recordaba a Elsa Lanchester en La novia de Frankenstein. Se aferró a aquel parecido con una fiereza rayana en el pánico, al igual que se había aferrado al recuerdo de la luz cegadora en el río o de su hermana riendo con sus amigas mientras caminaban hacia el agua. Anhelaba imágenes, no ideas. Las imágenes eran artículos de lujo en aquellos momentos, y las ideas de nada le servían en un lugar como ese. En un lugar como ese, las únicas ideas que se te ocurrían eran las equivocadas.
La mujer hizo una seña con la cabeza a Escobar. Fletcher la había visto por el edificio, siempre enfundada en vestidos deformes como el que llevaba ahora. La había visto en compañía de Escobar suficientes veces para suponer que era su secretaria, su asistente personal o incluso su biógrafa; sabía Dios que los hombres como Escobar poseían egos lo bastante enormes para requerir semejantes accesorios. Pero ahora se preguntó si tal vez había estado equivocado y ella era en realidad la jefa de él.
En cualquier caso, el ademán pareció satisfacer a Escobar, que se volvió hacia Fletcher con una sonrisa.
—No seas idiota y guárdalas —ordenó al policía en inglés—. El señor Fletcher solo ha venido para ayudarnos en unos asuntos. Pronto regresará a su país —Escobar lanzó un profundo suspiro para demostrar cuánto lo lamentaba—, pero hasta entonces es nuestro invitado de honor.
«Ándale, chinga las esposas, pendejo», pensó Fletcher.
La mujer que se parecía a la novia de Frankenstein, pero bronceada, se inclinó hacia Escobar y le susurró algo, protegiéndose la boca con la mano. Escobar asintió con una sonrisa.
—Claro que si nuestro invitado intenta algo o hace algún gesto agresivo, tendrás que pegarle un tiro, Ramón.
Dicho aquello lanzó una estentórea carcajada, la carcajada del rollizo presentador de televisión, y repitió la frase en español para que Ramón también la entendiera. Ramón asintió con expresión muy seria, se guardó las esposas en el cinturón y retrocedió hasta la periferia del campo visual de Fletcher.
Escobar se concentró de nuevo en él. De un bolsillo de la guayabera de camuflaje sacó un paquete rojo y blanco de Marlboro, el tabaco predilecto de todos los pueblos tercermundistas.
—¿Un cigarrillo, señor Fletcher?
Fletcher alargó la mano hacia el paquete, que Escobar había dejado en el borde de la mesa, pero la retiró enseguida. Había dejado de fumar tres años antes y suponía que volvería a adquirir el hábito si salía de aquella, acompañado sin duda del hábito de beber alcohol de alta graduación, pero en aquel momento no le apetecía ni necesitaba un cigarrillo. Solo quería mostrarles que le temblaba la mano.
—Puede que más tarde. Ahora mismo un cigarrillo podría…
¿Podría qué? A Escobar no le importaba; se limitó a asentir con aire comprensivo y dejó el paquete rojo y blanco donde estaba, en el borde de la mesa. Fletcher tuvo una repentina y atormentadora visión en la que se vio a sí mismo parado ante un quiosco de la calle Cuarenta y tres para comprar un paquete de Marlboro. Un hombre libre comprando veneno feliz en una calle de Nueva York. Se prometió a sí mismo que si salía de aquella, lo haría. Lo haría como algunos peregrinan a Roma o Jerusalén tras curarse de un cáncer o recuperar la vista.
—Los hombres que le hicieron esto —empezó a decir Escobar mientras señalaba el rostro de Fletcher con una mano no demasiado limpia— han sido castigados, aunque no con excesiva dureza. Y fíjese en que yo tampoco me deshago en disculpas. A fin de cuentas, esos hombres son patriotas, como nosotros. Como usted, señor Fletcher, ¿verdad?
—Supongo…
Su misión consistía en parecer conciliador y asustado, un hombre dispuesto a decir cualquier cosa con tal de salir de allí. La tarea de Escobar consistía en mostrarse tranquilizador, en convencer al hombre de la silla de que su ojo hinchado, su labio partido y sus dientes flojos no significaban nada, sino que todo era un malentendido que pronto se aclararía, y en cuanto se aclarara, sería un hombre libre. Todavía se esforzaban en engañarse los unos a los otros, incluso en la habitación de la muerte.
Escobar se volvió hacia Ramón y habló muy deprisa en español. El español de Fletcher no era lo bastante bueno para entenderlo todo, pero resultaba imposible pasar casi cinco años en aquella capital de mierda sin adquirir un vocabulario considerable; el español no era la lengua más difícil del mundo, como sin duda sabían Escobar y su amiga, la novia de Frankenstein.
Escobar preguntó si habían hecho las maletas de Fletcher y pagado la cuenta del hotel Magnificent. Sí. Escobar preguntó si había un coche delante del Ministerio de Información para llevar al señor Fletcher al aeropuerto una vez terminado el interrogatorio. Sí, a la vuelta de la esquina, en la calle Cinco de Mayo.
—¿Entiende lo que acabo de preguntarle? —interpeló Escobar a Fletcher.
En boca de Escobar, la palabra «entiende» sonaba «entiendeee».
Y Fletcher recordó de nuevo las apariciones televisivas de Escobar. «¿Bajas pressioness? ¿Qué bajas pressioness? Ándale qué chingada las bajas pressioness, pendejo.»
—Le he preguntado si han pagado la cuenta de su habitación, aunque después de tanto tiempo debe de parecerle más bien un piso entero, ¿eh? Y si hay un coche esperando para llevarlo al aeropuerto en cuanto acabemos nuestra conversación.
Solo que en español no había empleado la palabra conversación.
—¿Ah, sí? —farfulló como si no diera crédito a su buena suerte, o al menos eso esperaba.
—Tiene plaza en el primer vuelo de Delta con destino a Miami —intervino la novia de Frankenstein, que hablaba sin deje de español alguno—. Se le devolverá el pasaporte en cuanto el avión aterrice en suelo estadounidense. Aquí no sufrirá ningún daño ni será retenido, señor Fletcher, al menos si coopera con nosotros, pero sí será deportado, quiero dejárselo bien claro. Expulsado. Le vamos a dar lo que suele llamarse una patada en el culo.
Estaba mucho más segura de sí que Escobar. A Fletcher le parecía gracioso haberla tomado por la asistente de Escobar. «Y tú pretendes ser periodista», se increpó. Aunque, por supuesto, si solo fuera un periodista, el corresponsal del Times en América Central, no estaría en ese sótano del Ministerio de Información, donde las manchas de las paredes recordaban sospechosamente la sangre. Había dejado de ser periodista unos dieciséis meses antes, más o menos cuando conoció a Núñez.
—Comprendo —aseguró.
Escobar había cogido un cigarrillo y lo encendió con un Zippo bañado en oro y con un rubí falso en un costado.
—¿Está dispuesto a ayudarnos en nuestra investigación, señor Fletcher? —inquirió.
—¿Acaso tengo elección?
—Siempre tenemos elección —señaló Escobar—, pero me parece que se le ha acabado el chollo en nuestro país, ¿eh? ¿No es así como lo dicen ustedes?
—Más o menos —repuso Fletcher.
«Lo que debes combatir es tu deseo de creerlos. Es natural querer creer y probablemente también lo es querer contar la verdad, sobre todo después de que dos tipos que huelen a alubias refritas te arranquen de tu café predilecto y te muelan a palos, pero darles lo que buscan no te servirá de nada. A eso debes aferrarte, es la única idea que puede ayudarte en una habitación como esta. Lo que dicen no significa nada; lo único que importa es esa cosa que hay bajo el paño. Lo que importa es el tipo que aún no ha abierto la boca. Y las manchas de las paredes, por supuesto.»
Escobar se inclinó hacia delante con expresión seria.
—¿Niega que los últimos catorce meses ha pasado cierta información a un hombre llamado Tomás Herrera, quien a su vez la transmitía a cierto insurrecto comunista llamado Pedro Núñez?
—No, no lo niego —confesó Fletcher.
A fin de cumplir con su parte de la farsa resumida en la diferencia entre las palabras «conversación» e «interrogatorio», debía intentar justificarse, dar explicaciones. Como si alguien en la historia del mundo hubiera ganado una discusión política en aquella estancia. Pero Fletcher no podía forzarse a hacerlo.
—De hecho, ha sido más tiempo, casi un año y medio, si no me equivoco.
—Coja un cigarrillo, señor Fletcher —instó Escobar al tiempo que abría un cajón y sacaba una carpeta delgada.
—Aún no, gracias.
—Como quiera.
Aunque en boca de Escobar, sonó a «como quieeera».
Cuando daba el tiempo en las noticias, los chicos de la sala de control a veces superponían la foto de una mujer en biquini sobre el mapa. Al verla, Escobar se echaba a reír, agitaba las manos y se golpeaba el pecho. A la gente le encantaba el efecto cómico. Era como ese «como quieeera». Como el «ándale qué chingada, pendejo».
Escobar abrió la carpeta con el cigarrillo bien sujeto en el centro de la boca y el humo entrándole en los ojos. Así fumaban los ancianos en las esquinas de aquella ciudad, esos hombres que aún llevaban sombreros de paja, sandalias y holgados pantalones blancos. Escobar sonreía, eso sí, con la boca cerrada para que el Marlboro no cayera sobre la mesa, pero sonreía al fin y al cabo. Sacó una fotografía en blanco y negro de la fina carpeta y la deslizó sobre la mesa hacia Fletcher.
—Aquí está su amigo Tomás. No ha quedado muy bien, ¿eh?
Era un primer plano de alto contraste que recordaba a Fletcher las fotografías de un fotógrafo semifamoso en los años cuarenta y cincuenta, un tipo que se hacía llamar Weegee. Era el retrato de un hombre muerto. Tenía los ojos abiertos, y en ellos se reflejaba la luz del flash, que les confería cierta vivacidad. No había sangre, solo una marca y nada de sangre, pero uno sabía al instante que estaba muerto. Llevaba el cabello peinado, y aún se advertían las marcas del peine, y esas lucecillas en los ojos, pero no eran más que reflejos. Era evidente que el hombre estaba muerto.
La marca se encontraba en la sien izquierda, una señal en forma de cometa que parecía una quemadura de pólvora, pero no había orificio de bala, ni sangre, ni deformación alguna en el cráneo. Incluso una pistola de calibre corto como el 22, disparada lo bastante cerca de la piel para dejar una quemadura de pólvora, habría deformado el cráneo.
Escobar recuperó la fotografía, la guardó de nuevo en la carpeta, cerró esta y se encogió de hombros como si dijera «¿Lo ve? ¿Ve lo que pasa?». Al encogerse de hombros, la ceniza de su cigarrillo cayó sobre la mesa. Escobar la arrojó al suelo de baldosas grises con el canto de una de sus gruesas manos.
—No queríamos molestarlo, ¿sabe? —dijo—. ¿Por qué íbamos a molestarlo? Este es un país pequeño. Somos gente pequeña en un país pequeño. The New York Times es un periódico grande en un país grande. Claro que tenemos nuestro orgullo, pero también tenemos… —Escobar se golpeteó la sien con el dedo—. ¿Entiende?
Fletcher asintió. No dejaba de ver a Tomás. A pesar de que la fotografía estaba de nuevo en la carpeta, aún veía a Tomás, las marcas que el peine había dejado en su cabello oscuro. Había comido la comida preparada por la esposa de Tomás, se había sentado en el suelo a ver dibujos animados con su hija pequeña, de unos cinco años. Tom y Jerry con los escasos diálogos en español.
—No queremos molestarlo —insistió Escobar mientras el humo de su cigarrillo ascendía, se dispersaba al chocar contra su rostro y se rizaba en torno a sus orejas—, pero llevamos mucho tiempo observando. Usted no nos veía, puede que porque usted es grande y nosotros pequeños, pero le estábamos observando. Sabíamos que sabía lo que sabía Tomás, así que fuimos a él. Intentamos que nos contara lo que sabía para no tener que molestarlo a usted, pero no quiso. Al final pedimos a Heinz que tratara de convencerlo. Heinz, enseñe al señor Fletcher cómo intentó convencer a Tomás cuando estaba sentado en esa misma silla.
—Encantado —repuso su vecino de mesa.
Heinz hablaba inglés con acento nasal de Nueva York. Estaba totalmente calvo a excepción de dos franjas alrededor de las orejas y llevaba gafitas redondas. Escobar tenía aspecto de mexicano de película, la mujer se parecía a Elsa Lanchester en La novia de Frankenstein y Heinz era el vivo retrato del actor que salía en aquel anuncio televisivo para explicar por qué el Excedrin era el mejor remedio para la jaqueca. En aquel momento rodeó la mesa, se acercó al carrito lanzando a Fletcher una mirada entre pícara y cómplice, y apartó el paño que cubría el objeto.
Era una máquina, un aparato con diales y luces en ese momento apagadas. En un principio creyó que era un detector de mentiras, lo cual no habría dejado de tener sentido, pero delante del rudimentario panel de control, conectado al costado del aparato con un grueso cable negro, se veía un objeto con empuñadura de goma. Parecía un bolígrafo o una estilográfica, aunque no tenía plumín, sino que acababa en una punta roma de acero.
Bajo el aparato había un estante, y sobre él, una batería con la inscripción DELCO. A los polos de la batería se adherían ventosas de goma, de las que salían alambres que iban a parar al dorso del aparato. No, no era un detector de mentiras, aunque tal vez para aquellas personas sí lo era.
Heinz empezó a hablar con el entusiasmo y el deleite de un hombre al que le gusta contar a qué se dedica.
—Es bastante sencillo, a decir verdad, una variante del aparato que los neurólogos utilizan para administrar electroshocks a las personas aquejadas de neurosis unipolar, aunque esta máquina produce descargas mucho más potentes. En realidad, el dolor es secundario. La mayoría de las personas ni siquiera recuerdan el dolor; lo que los impulsa a hablar es la aversión al proceso, algo que casi podría considerarse un atavismo. Espero tener ocasión de escribir un artículo sobre el tema algún día.
Heinz asió la estilográfica por la empuñadura de goma aislante y la sostuvo en alto ante la mirada de Fletcher.
—Esto puede aplicarse a las extremidades… el torso… los genitales, por supuesto… pero también puede insertarse en lugares donde… y disculpe la crudeza de mi lenguaje… nunca luce el sol. Un hombre nunca olvida el día en que le electrificaron la mierda, señor Fletcher.
—¿Eso fue lo que le hizo a Tomás?
—No —repuso Heinz antes de devolver la estilográfica con mucho cuidado a su lugar—. Se le administró una descarga a media potencia en la mano, para familiarizarlo con lo que le esperaba, y puesto que seguía negándose a hablar del Cóndor…
—Dejemos eso —lo atajó la novia de Frankenstein.
—Perdón. Puesto que seguía negándose a contarnos lo que queríamos saber, le apliqué la varilla a la sien y le di otra descarga mesurada. Mesurada con mucho cuidado, se lo aseguro, a media potencia, no más. Pero sufrió un ataque y murió. Creo que fue un ataque epiléptico. ¿Sabe si tenía antecedentes de epilepsia, señor Fletcher?
Fletcher sacudió la cabeza.
—De todos modos, creo que fue un ataque epiléptico. La autopsia no reveló que sufriera problemas de corazón.
Heinz entrelazó las manos de dedos largos ante sí y miró a Escobar.
Escobar se sacó el cigarrillo de la boca, lo miró, lo arrojó al suelo de baldosas grises y lo pisó antes de volverse hacia Fletcher con una sonrisa.
—Muy triste, por supuesto. Ahora voy a hacerle algunas preguntas, señor Fletcher. Muchas de ellas, se lo digo con franqueza, son las que Tomás Herrera se negó a responder. Espero que usted no se niegue, señor Fletcher. Me cae bien. Conserva la dignidad, no llora ni suplica ni se orina en los pantalones. Me cae bien. Sé que solo hace lo que le parece correcto, por patriotismo. Así que le recomiendo que responda a mis preguntas rápida y sinceramente. No obligue a Heinz a utilizar su máquina.
—Ya les he dicho que cooperaría —les recordó Fletcher.
La muerte estaba más cerca que las luces en sus ingeniosas jaulas metálicas. El dolor, por desgracia, más cerca aún. ¿Y cómo de cerca estaba Núñez, el Cóndor? Más cerca de lo que aquellos tres creían, pero no lo bastante para ayudarlo. Si Escobar y la novia de Frankenstein hubieran esperado otros dos días, tal vez incluso veinticuatro horas… pero no habían esperado, y ahí estaba él, en la habitación de la muerte. Y allí descubriría de qué pasta estaba hecho.
—Lo ha dicho y más le vale haberlo dicho en serio —terció la mujer con gran claridad—. Aquí no nos andamos con monsergas, gringo.
—Lo sé —musitó Fletcher con voz temblorosa.
—Creo que ahora debería coger el cigarrillo —sugirió Escobar.
Cuando Fletcher denegó con la cabeza, Escobar cogió uno, lo encendió y se quedó pensativo unos instantes. Por fin alzó la vista con el cigarrillo plantado en medio de la boca como el anterior.
—¿Núñez llegará pronto? —preguntó—. ¿Como el Zorro en aquella película?
Fletcher asintió.
—¿Cuándo?
—No lo sé.
Fletcher era muy consciente de que Heinz estaba de pie junto a su máquina infernal, con las manos de dedos largas entrelazadas ante sí y aspecto de ponerse a hablar de analgésicos en cuanto le dieran el pie. También era consciente de Ramón a su derecha, en el borde de su campo visual. Aunque no lo veía, suponía que tendría la mano apoyada en la culata de la pistola. Y entonces llegó la siguiente pregunta.
—Cuando llegue, ¿atacará la guarnición de El Cándido en las colinas, la guarnición de Santa Teresa o la ciudad?
—La guarnición de Santa Teresa —repuso Fletcher.
«Atacará la ciudad», le había revelado Tomás mientras su mujer y su hija miraban dibujos animados, sentadas en el suelo y comiendo palomitas de un cuenco blanco con cenefa azul. Fletcher recordaba la cenefa azul. La veía con claridad. Lo recordaba todo. «Atacará el corazón, no se andará con chiquitas. Atacará el corazón, como un hombre que mata a un vampiro.»
—¿No irá a por la cadena de televisión? —preguntó Escobar—. ¿O la radio gubernamental?
«Primero la emisora de radio oficial», había explicado Tomás con los dibujos animados al fondo. Por entonces daban Correcaminos, que desaparecía como siempre entre la polvareda para escapar del ingenio marca Acme de turno, mic, mic, adiós muy buenas.
—No —negó Fletcher—. Tengo entendido que el Cóndor dice «Dejadlos que parloteen».
—¿Tiene misiles? ¿Misiles tierra-aire? ¿Matahelicópteros?
—Sí.
Era cierto.
—¿Muchos?
—No.
Eso no era cierto; Núñez contaba con más de sesenta. La mierda de fuerza área del país solo disponía de una docena de helicópteros, andrajosos aparatos rusos que no se aguantaban mucho rato en el aire.
La novia de Frankenstein dio una palmadita en el hombro de Escobar, quien se inclinó hacia ella. En esta ocasión, la mujer le susurró algo sin cubrirse la boca con la mano, lo cual no hacía falta de todos modos, porque apenas movía los labios. Era una habilidad que Fletcher asociaba a la cárcel. Nunca había estado en la cárcel, pero había visto muchas películas. Escobar respondió a la mujer en un susurro y protegiéndose la boca.
Fletcher los observaba y esperaba, sabedor de que la mujer le estaba diciendo a Escobar que mentía. Heinz no tardaría en recabar más datos para su artículo, «Observaciones preliminares sobre la administración y las consecuencias de la electrificación de la mierda de sujetos interrogados reticentes». Fletcher descubrió que el terror había creado dos seres nuevos en su interior, al menos dos sub-Fletcher con ideas inútiles aunque muy claras sobre el desenlace de aquella situación. Uno de ellos se mostraba tristemente esperanzado, mientras que el otro se limitaba a estar triste. El tristemente esperanzado era el señor Puede Que Lo Hagan, es decir, puede que realmente me suelten, puede que realmente haya un coche aparcado en la calle Cinco de Mayo, a la vuelta de la esquina, puede que realmente tengan intención de expulsarme del país, puede que realmente aterrice en Miami mañana por la mañana, acojonado pero vivo, con la sensación incipiente de que todo esto no ha sido más que una pesadilla.
El otro, el que se limitaba a estar triste, era el señor Aunque Lo Consiga. Tal vez Fletcher fuera capaz de sorprenderlos si hacía algún movimiento inesperado, porque al fin y al cabo le habían dado una paliza y aquellos tipos eran arrogantes, de modo que podía sorprenderlos en un momento dado.
«Pero Ramón me disparará aunque lo consiga.»
¿Y si iba por Ramón? ¿Y si conseguía hacerse con su arma? Improbable, pero no imposible; era un tipo gordo, al menos le sacaba quince kilos a Escobar, y jadeaba mucho al respirar.
«Escobar y Heinz se me echarán encima antes de que pueda disparar aunque lo consiga.»
Y puede que la mujer también. Hablaba sin apenas mover los labios, así que quizá también sabía judo, kárate o taekwondo. ¿Y si los mataba a todos y conseguía escapar de la habitación?
«Habrá más policías por todas partes aunque lo consiga. Oirán los disparos y vendrán corriendo.»
Por supuesto, aquellas salas solían estar insonorizadas por razones obvias, pero aun cuando subiera la escalera y lograra salir a la calle, eso no sería más que el principio. Y el señor Aunque Lo Consiga le pisaría los talones durante todo el camino.
El problema era que ni el señor Puede Que Lo Hagan ni el señor Aunque Lo Consiga podían ayudarlo; no eran más que distracciones, mentiras que su mente cada vez más frenética intentaba contarse a sí misma. Los hombres como él no lograban salir de habitaciones como aquella por las buenas. Más le valía intentar inventar un tercer sub-Fletcher, el señor A Lo Mejor Lo Consigo, e ir a por todas. No tenía nada que perder. Solo debía cerciorarse de que ellos no supieran que lo sabía.
Escobar y la novia de Frankenstein se separaron. Escobar volvió a encajarse el cigarrillo entre los labios y dedicó una sonrisa triste a Fletcher.
—Miente usted, amigo.
—No —aseguró Fletcher—. ¿Por qué iba a mentir? ¿Acaso cree que no quiero salir de aquí?
—No tenemos ni idea de por qué miente —dijo la mujer con cara de póquer—. No tenemos ni idea de por qué decidió ayudar a Núñez. Algunos han sugerido que se debe a la ingenuidad norteamericana, y no me cabe duda de que en parte es cierto, pero tiene que haber algo más. En cualquier caso, no importa. Creo que ha llegado el momento de hacer una pequeña demostración, Heinz.
Con una sonrisa, Heinz se volvió hacia su artilugio y apretó un interruptor. Se oyó un zumbido como los que emiten las radios antiguas al entrar en calor, y al poco se encendieron tres luces verdes.
—No —exclamó Fletcher al tiempo que intentaba levantarse.
Se dijo que se le daba bien fingir ser presa del pánico, y es que en realidad era presa del pánico, o casi. Desde luego, la idea de que Heinz le tocara cualquier parte del cuerpo con aquel consolador de acero inoxidable para pigmeos era estremecedora. Pero otra parte de él, una parte en extremo fría y calculadora, sabía que tendría que soportar al menos una descarga. No había trazado ningún plan consciente, pero tenía que soportar al menos una descarga. El señor A Lo Mejor Lo Consigo se lo exigía.
Escobar hizo un gesto con la cabeza a Ramón.
—No pueden hacerlo. Soy ciudadano estadounidense y trabajo para The New York Times. Hay gente que sabe dónde estoy.
Una mano pesada se posó sobre su hombro y lo empujó hasta sentarlo de nuevo en la silla. Al mismo tiempo, el cañón de una pistola se insertó en las profundidades de su oído derecho. El dolor fue tan repentino que Fletcher vio las estrellas bailando frenéticas ante sus ojos. Profirió un grito que se le antojó amortiguado. Claro, porque tenía un oído taponado… tenía un oído taponado.
—Extienda la mano, señor Fletcher —ordenó Escobar, sonriendo de nuevo alrededor del cigarrillo.
—La mano derecha —puntualizó Heinz.
Sostenía la estilográfica por la empuñadura de goma negra como si de un lápiz se tratara, y el aparato zumbaba.
Fletcher se aferró al brazo de la silla con la mano derecha. Ya no sabía a ciencia cierta si fingía o no, porque la frontera entre la ficción y el pánico se había desvanecido.
—Hágalo —ordenó la mujer.
Tenía las manos entrelazadas sobre la mesa y en aquel momento se inclinó sobre ellas. Fletcher advirtió en sus pupilas puntitos de luz que convertían sus ojos oscuros en cabezas de clavo.
—Hágalo o no me hago responsable de las consecuencias.
Fletcher empezó a aflojar los dedos que asían el brazo de la silla, pero antes de que pudiera soltarlo, Heinz se abalanzó sobre él y aplicó la punta roma del lápiz sobre el dorso de su mano izquierda. Sin duda había sido su objetivo en todo momento; en cualquier caso, era la mano que tenía más cerca.
Se oyó una especie de chasquido muy tenue, como el de una ramita al quebrarse, y la mano izquierda de Fletcher se cerró en un puño tan apretado que se clavó las uñas en la palma. Una suerte de náusea danzante le ascendió por la muñeca y antebrazo hasta el codo, espasmódico, para continuar hasta el hombro, el cuello y las encías. Percibió la descarga incluso en los dientes del lado izquierdo, o mejor dicho en los empastes. Emitió un gruñido, se mordió la lengua y cayó hacia un lado. La pistola se retiró de su oído, y Ramón lo pilló antes de que se desplomara; en caso contrario, habría caído al suelo de baldosas grises.
Heinz retiró el lápiz. En el punto que había tocado, entre el segundo y el tercer nudillo del tercer dedo de su mano izquierda, se veía una pequeña quemadura. Ese era el único dolor real que sentía, si bien el brazo todavía le hormigueaba y los músculos aún sufrían espasmos. Pero la descarga en sí era espantosa. Fletcher estaba bastante seguro de que antes le pegaría un tiro a su madre que soportar otro roce del consolador de acero. Un atavismo, lo había llamado Heinz. Esperaba tener ocasión de escribir un artículo algún día.
El rostro de Heinz se cernía sobre él, con los labios separados, los dientes descubiertos en una sonrisa demencial y los ojos brillantes.
—¿Cómo la describiría? —exclamó—. Ahora que tiene la experiencia fresca en la mente, ¿cómo la describiría?
—Es como morir —repuso Fletcher en una voz que no sonaba a la suya.
—¡Sí! —gritó Heinz, extasiado—. ¡Y se ha orinado encima! No mucho, solo un poco, pero sí… Y señor Fletcher…
—Hágase a un lado —ordenó la novia de Frankenstein—. No sea idiota y déjenos hacer nuestro trabajo.
—Y eso a solo un cuarto de potencia —continuó Heinz en un susurro entre cómplice e impresionado antes de hacerse a un lado y volver a entrelazar las manos ante sí.
—Señor Fletcher, ha sido malo —lo reprendió Escobar.
Se sacó la colilla encendida de entre los labios, la examinó un instante y la arrojó al suelo.
«El cigarrillo —pensó Fletcher—. Sí, el cigarrillo.» La descarga le había afectado gravemente el brazo, pues los músculos aún se movían convulsos, y veía sangre en la palma de su mano, pero por lo visto también le había revitalizado el cerebro. Claro que esa era la finalidad de aquellos tratamientos.
—No… quiero ayudar…
Pero Escobar estaba sacudiendo la cabeza.
—Sabemos que Núñez vendrá a la ciudad y que por el camino se hará con la emisora de radio, si puede… y seguramente podrá.
—Durante un tiempo —puntualizó la novia de Frankenstein—. Solo durante un tiempo.
—Solo durante un tiempo —convino Escobar con un gesto de asentimiento—. Cuestión de días, quizá de horas. En cualquier caso, da igual. Lo que importa es que le hemos dado un pedazo de cuerda para ver si se fabricaba una soga, y así ha sido.
Fletcher se irguió en la silla. Ramón había retrocedido uno o dos pasos. Fletcher se miró el dorso de la mano izquierda y vio una pequeña marca como la del rostro muerto de Tomás en la fotografía. Y ahí estaba Heinz, el asesino del amigo de Fletcher, de pie junto a su máquina con las manos entrelazadas ante sí, sonriente y tal vez pensando en el artículo que escribiría, lleno de palabras, gráficas e imágenes que recibirían el nombre de Fig. 1, Fig. 2 y, por qué no, Fig. 994.
—¿Señor Fletcher?
Fletcher miró a Escobar y enderezó los dedos de la mano izquierda. Los músculos aún le temblaban, pero cada vez menos. Pensó que, cuando llegara el momento, podría usar el brazo. Y si Ramón le pegaba un tiro, ¿qué más daba? Que Heinz comprobara si su artilugio también servía para resucitar a los muertos.
—¿Nos presta atención ahora, señor Fletcher?
Fletcher asintió.
—¿Por qué quiere proteger a Núñez? —inquirió Escobar—. ¿Por qué está dispuesto a sufrir para proteger a ese hombre? Se quedará con la cocaína. Si gana esta revolución, se autoproclamará presidente vitalicio y venderá la cocaína a su país. Los domingos irá a misa y el resto de la semana se dedicará a tirarse a sus putas cocainómanas. ¿Quién ganará en definitiva? Tal vez los comunistas, tal vez United Fruit, pero, en cualquier caso, no el pueblo. —Escobar hablaba en voz baja y con expresión afable—. Ayúdenos, señor Fletcher. Por voluntad propia. No nos obligue a obligarlo a ayudarnos. No nos haga llegar al extremo.
Miró a Fletcher por debajo de su única y poblada ceja, con expresión suave de cocker spaniel.
—Aún tiene posibilidades de coger ese avión a Miami. Le gusta tomarse una copa durante el vuelo, ¿eh?
—Sí —asintió Fletcher—, les ayudaré.
—Bien —alabó Escobar con una sonrisa y se volvió hacia la mujer.
—¿Tiene misiles? —preguntó ella.
—Sí.
—¿Muchos?
—Sesenta como mínimo.
—¿Rusos?
—Algunos. Otros llegaron en cajas israelíes, pero las inscripciones de los misiles parecen estar en japonés.
La mujer asintió con aire satisfecho. Escobar exhibía una sonrisa radiante.
—¿Dónde están?
—En todas partes. No pueden hacerse con ellos sin más. Puede que aún quede una docena en Ortiz —indicó Fletcher, aunque sabía que no era cierto.
—¿Y Núñez? —preguntó la mujer—. ¿Está el Cóndor en Ortiz?
La novia de Frankenstein sabía muy bien que no era así.
—Está en la selva. La última vez que supe de él estaba en la provincia de Belén.
Era mentira. La última vez que Fletcher lo había visto, Núñez estaba en Cristóbal, un suburbio de la capital, y con toda probabilidad seguía allí. Pero si Escobar y la mujer lo supieran, aquel interrogatorio habría carecido de sentido. ¿Y en cualquier caso, por qué iban a creer que Núñez revelaría su paradero a Fletcher? En un país como aquel, donde Escobar, Heinz y la novia de Frankenstein no eran más que tres de tus enemigos, ¿por qué revelar tu dirección a un periodista yanqui? ¡Qué locura! Para empezar, ¿por qué estaba implicado el periodista yanqui? Pero habían dejado de hacerse esas preguntas, al menos de momento.
—¿Con quién se comunica en la ciudad? —inquirió la mujer—. No con quién folla, sino con quién se comunica.
Si tenía intención de hacer algo, ese era el momento. La verdad ya resultaba peligrosa, y por otra parte podían descubrir sus mentiras.
—Hay un hombre… —empezó antes de hacer una pausa—. ¿Podría fumarme el cigarrillo ahora?
—¡Por supuesto, señor Fletcher! —asintió Escobar en tono de perfecto anfitrión, que a Fletcher no le pareció fingido.
Escobar cogió el paquete rojo y blanco, el tipo de paquete que cualquier hombre o mujer libre podía comprar en cualquier quiosco como el que Fletcher recordaba de la calle Cuarenta y tres, y lo sacudió para sacar un cigarrillo. Fletcher lo cogió, sabedor de que podía estar muerto antes de que se convirtiera en colilla, muerto y esfumado de la faz de la tierra. No sentía nada, solo un leve espasmo en los músculos del brazo izquierdo y un curioso sabor a tostado en los empastes de ese lado de la boca.
Se puso el cigarrillo entre los labios. Escobar se inclinó aún más hacia delante, abrió la tapa del encendedor dorado e hizo girar la ruedecilla. Del encendedor brotó una llama. Fletcher era consciente de la máquina infernal de Heinz, que zumbaba como una radio antigua, de esas que tienen tubos en el dorso. También era consciente de la mujer a la que había dado en llamar, sin sentido del humor alguno, la novia de Frankenstein, y que lo miraba como el coyote mira al correcaminos en los dibujos animados. Era consciente de la presión circular del cigarrillo entre los labios, una sensación que recordaba, «un cilindro de placer singular», lo había descrito algún dramaturgo, y de los latidos de su corazón, increíblemente lentos. El mes anterior lo habían invitado a pronunciar una conferencia tras un almuerzo en el club Internacional, donde se juntaban todos los matados de la prensa extranjera, y el corazón le había latido más deprisa en aquella ocasión.
Allí estaba, ¿y qué? Incluso los ciegos hallaban el camino; incluso su hermana, allá en el río.
Fletcher se inclinó hacia la llama. La punta del Marlboro prendió y despidió un fulgor rojo intenso. Fletcher dio una profunda calada y no tuvo que fingir el consiguiente ataque de tos. Después de tres años sin fumar un solo cigarrillo, lo difícil habría sido no toser. Se reclinó en la silla y añadió a la tos un sonido entre rugido y arcada. Se puso a temblar, separó los codos, sacudió la cabeza hacia la izquierda y golpeó el suelo con los pies. Por suerte, recordó un antiguo talento de la infancia e hizo que la mirada se le perdiera en el infinito. En ningún momento del proceso soltó el cigarrillo.
Fletcher nunca había presenciado un ataque de epilepsia, si bien recordaba vagamente a Patty Duke sufriendo uno en El milagro de Ana Sullivan. No tenía forma de saber si estaba haciendo lo que solían hacer los epilépticos, pero esperaba que la muerte inesperada de Tomás Herrera contribuyera a disipar cualquier duda que pudieran albergar sobre su conducta.
—¡Joder, otra vez no! —protestó Heinz con un grito estridente que en una película habría resultado gracioso.
—¡Agárralo, Ramón! —ordenó Escobar en español.
Intentó levantarse, pero sus gruesos muslos golpearon la mesa con tal fuerza que se levantó y volvió a caer con gran estruendo. La mujer no se movió. «Sospecha. No creo que lo sepa todavía, pero es más inteligente que Escobar, mucho más, y sospecha.»
¿Era cierto? Con la mirada perdida apenas distinguía su contorno, lo que no bastaba para saber si era o no cierto… pero lo sabía a pesar de todo. Pero no importaba. La cosa ya estaba en marcha, y el desenlace era inevitable… e inminente.
—¡Ramón! —gritó Escobar—. ¡No lo dejes caer al suelo, imbécil! No dejes que se trague la le…
Ramón se agachó y asió a Fletcher por los hombros temblorosos, tal vez para echarle la cabeza hacia atrás y asegurarse de que la lengua seguía en su sitio. De hecho, una persona no podía tragarse la lengua a menos que se la hubieran cortado; a todas luces, Ramón no veía Urgencias. De un modo u otro, daba igual; en cuanto el rostro de Ramón se puso al alcance de Fletcher, le metió la punta encendida del Marlboro en el ojo.
Ramón profirió un chillido y retrocedió de un salto. Se llevó la mano al rostro, donde el cigarrillo aún encendido colgaba ladeado de la cuenca del ojo, pero mantuvo la otra en el hombro de Fletcher, atenazándolo con inmensa fuerza, y al retroceder volcó la silla. Fletcher cayó al suelo, rodó sobre sí mismo y se levantó.
Heinz estaba gritando, palabras quizá, pero a oídos de Fletcher sonaba como una niña de diez años chillando al ver a su ídolo pop. Escobar no emitía sonido alguno, y eso era mucho más preocupante.
Fletcher no miró hacia la mesa; no le hacía falta mirar para saber que Escobar iba a por él. Concentró todas sus energías en extender ambas manos, asir la culata del revólver de Ramón y arrancarlo de la funda. Fletcher no creía que Ramón reparara siquiera en su ausencia. Estaba demasiado ocupado en gritar en español y cubrirse el rostro. Le dio al cigarrillo, pero en lugar de sacárselo del ojo lo partió en dos, de modo que la punta encendida siguió adherida a su ojo.
Fletcher se volvió. Escobar ya había rodeado la larga mesa y se abalanzaba sobre él con las gordas manos extendidas. Ya no tenía aspecto de tipo que a veces da el parte meteorológico en las noticias y habla de bajas pressioness.
—¡Coge a ese cabrón yanqui! —espetó la mujer.
Fletcher propinó un puntapié a la silla volcada para interponerla en el camino de Escobar, quien tropezó con ella. Cuando cayó, Fletcher lo apuntó, aún aferrando el arma con ambas manos, y le disparó en la coronilla. El cabello de Escobar dio un respingo, y de inmediato empezó a brotarle sangre de la nariz, la boca y la parte inferior del mentón, por donde salió la bala. Escobar cayó de bruces sobre su rostro ensangrentado. Sus pies golpeteaban el suelo de baldosas grises, y su cuerpo agonizante despedía olor a mierda.
La mujer ya no estaba sentada en la silla, pero no tenía intención de acercarse a Fletcher. Corrió hacia la puerta, rauda como una gacela con su vestido oscuro y deforme. Ramón seguía aullando entre la mujer y Fletcher, alargando las manos hacia este para intentar asirle el cuello y estrangularlo.
Fletcher le disparó dos veces, una en el pecho y otra en la cara. La bala de la cara le arrancó casi toda la nariz y la mejilla derecha, pero el corpulento policía de uniforme pardo siguió avanzando hacia él entre rugidos, con el cigarrillo aún colgando del ojo, los enormes dedos de salchicha, uno de ellos adornado con un anillo, abriéndose y cerrándose sin cesar.
Ramón tropezó con Escobar al igual que Escobar había tropezado con la silla. Fletcher recordó fugazmente una famosa viñeta en la que se veía una hilera de peces, cada uno de ellos con la boca abierta para comerse al siguiente más pequeño. Se titulaba La cadena alimenticia.
Aun tendido boca abajo y con dos balas en el cuerpo, Ramón alargó la mano y asió el tobillo de Fletcher. Fletcher se zafó de él, dio un traspié y efectuó un cuarto disparo al techo, del que salió una nube de polvo. El aire de la estancia estaba impregnado de olor a pólvora. Fletcher miró hacia la puerta. La mujer seguía allí, tirando del pomo con una mano mientras con la otra intentaba hacer girar el pestillo, pero no lograba abrir la puerta. De haber podido abrirla, a esas alturas ya habría estado en la otra punta del pasillo, dando la alarma a voz en cuello.
—Eh —la llamó Fletcher, sintiéndose como un tipo normal y corriente que va a su partida de bolos el jueves por la noche y se anota la puntuación máxima—. Eh, zorra, mírame.
La mujer se volvió y apoyó las palmas de la mano contra la puerta, como si la sostuviera. En sus ojos aún se veían aquellos puntitos de luz. Empezó a decirle que no debía hacerle daño. Comenzó hablando en español, titubeó un instante y luego repitió lo mismo en inglés.
—No debe hacerme daño, señor Fletcher, porque soy la única que puede lograr que salga de aquí sano y salvo, y le juro por lo más sagrado que lo haré, pero no me haga daño.
A su espalda, Heinz gimoteaba como un niño enamorado o aterrorizado. Ahora que estaba cerca de la mujer, que seguía apoyada contra la puerta de la habitación de la muerte con las manos apoyadas contra su superficie metálica, olió un perfume agridulce. Tenía los ojos almendrados y el cabello veteado peinado hacia atrás sobre la cabeza. «Aquí no nos andamos con monsergas», le había dicho. «Ni yo.»
La mujer vio su propia muerte anunciada en los ojos de Fletcher y empezó a hablar más deprisa, oprimiendo el trasero, la espalda y las palmas de las manos con cada vez más fuerza contra la puerta metálica. Era como si creyera poder derretirse para atravesar la puerta y salir entera al otro lado si apretaba lo suficiente. Tenía papeles, dijo, papeles con su nombre, y se los daría. También tenía dinero, gran cantidad de dinero, y oro; había una cuenta en un banco suizo a la que podía acceder por ordenador desde su casa.
A Fletcher se le ocurrió que, en definitiva, tal vez solo existía un modo de distinguir a los macarras de los patriotas. Al ver que la muerte llamaba a su puerta, los patriotas hacían discursos, mientras que los macarras te daban el número de su cuenta bancaria suiza y te ofrecían acceso ilimitado a ella.
—Cierra el pico —ordenó.
A menos que la estancia estuviera pero que muy bien insonorizada, al menos una docena de soldados debía de estar ya en camino. No tenía forma de enfrentarse a ellos, pero esa no escaparía.
La mujer cerró el pico, pero sin apartarse de la puerta, con las palmas aún apretadas contra ella y las cabezas de clavos aún brillantes en los ojos. «¿Qué edad tendría?», se preguntó Fletcher. «¿Sesenta y cinco? ¿Y a cuántos habría matado en aquella habitación o en habitaciones similares? ¿A cuántos habría mandado matar?»
—Escúchame —espetó—. ¿Me estás escuchando?
Lo que sin duda hacía era intentar oír los sonidos de sus salvadores. «Ni lo sueñes», pensó Fletcher.
—El hombre del tiempo ha dicho que el Cóndor se vale de la cocaína, que es un chapero comunista, una puta de United Fruit y Dios sabe qué más. Puede que sea algunas de esas cosas, pero no lo sé ni me importa. Lo que sí sé y me importa es que no estaba al mando de los soldados que patrullaban el río Caya en verano de 1994. Por aquel entonces, Núñez estaba en Nueva York, en la Universidad de Nueva York. Por eso sé que no formaba parte del grupito que encontró a las monjas de La Caya que estaban de retiro espiritual. Ensartaron las cabezas de tres de ellas en estacas a la orilla del río. La del medio era mi hermana.
Fletcher efectuó dos disparos antes de que el revólver de Ramón se quedara sin balas. Con dos bastaba. La mujer se deslizó hacia el suelo sin apartar los brillantes ojos de Fletcher. «Eres tú quien tenía que morir —decían aquellos ojos—. No lo entiendo, eras tú quien tenía que morir.» Se llevó la mano al cuello, intentó tocárselo y por fin quedó inmóvil. Sus ojos permanecieron clavados en los de Fletcher durante otro instante, los ojos relucientes de un viejo lobo de mar con mil historias que contar, y luego dejó caer la cabeza.
Fletcher se volvió y echó a andar hacia Heinz con el arma de Ramón en la mano. Mientras caminaba se dio cuenta de que le faltaba el zapato derecho. Miró a Ramón, que seguía tumbado de bruces en medio de un charco de sangre, cada vez más grande. El policía aún sujetaba en la mano el mocasín de Fletcher, como una comadreja moribunda que se niega a soltar el pollo. Fletcher se detuvo el tiempo suficiente para ponérselo.
Heinz giró en redondo como si pretendiera salir huyendo. Fletcher balanceó el arma ante él. El revólver estaba vacío, pero Heinz no parecía saberlo. Quizá recordó también que no había salida posible de aquella habitación de la muerte. En cualquier caso, se detuvo y clavó la mirada en el revólver y la mano que se acercaban. Las lágrimas le rodaban por las mejillas.
—Retrocede un paso —ordenó Fletcher.
Heinz obedeció sin dejar de llorar. Fletcher se situó ante el artefacto de Heinz. ¿Qué término había empleado? Atavismo, ¿verdad?
La máquina parecía demasiado sencilla para un hombre de la inteligencia de Heinz. Constaba de tres diales, un interruptor de encendido y apagado, que en ese momento estaba apagado, y un reostato girado para que la línea blanca marcara más o menos las once. Las agujas de los diales estaban en reposo.
Fletcher cogió el bolígrafo y se lo alargó a Heinz. Heinz se sorbió la nariz, sacudió la cabeza y retrocedió otro paso. Su rostro se contraía y relajaba en una suerte de mueca de profundo dolor. Tenía la frente perlada de sudor, las mejillas mojadas de lágrimas. El segundo paso lo situó casi justo debajo de las luces enjauladas, y su sombra se agrupó a sus pies.
—Cógelo o te mato —advirtió Fletcher—. Y si retrocedes otro paso, también te mato.
No tenía tiempo para aquello y además le parecía mal, pero no podía contenerse. No dejaba de ver la fotografía de Tomás, los ojos abiertos, la quemadura que parecía de pólvora.
Entre sollozos, Heinz cogió el objeto en forma de estilográfica con punta roma, procurando no tocar más que la goma aislante.
—Métetelo en la boca —ordenó Fletcher—. Chúpalo como si fuera una piruleta.
—¡No! —gimoteó Heinz.
Sacudió la cabeza con fuerza, y las gotas de sudor le salieron despedidas en todas direcciones. Su rostro seguía experimentando aquellas contorsiones, aquel tira y afloja, tira y afloja. De una de sus fosas nasales emergía una burbuja de moco verde que se expandía y contraía al ritmo acelerado de la respiración de Heinz, pero sin estallar. Fletcher no había visto nada igual en su vida.
—¡No puede obligarme!
Pero Heinz sabía que Fletcher sí podía. Puede que la novia de Frankenstein no lo creyera, y con toda probabilidad, Escobar no tuvo tiempo de creerlo, pero Heinz sabía que no podía negarse. Se encontraba en la misma situación que Tomás Herrera, que Fletcher momentos antes. En cierto modo, eso ya constituía una venganza suficiente, pero en otro sentido, no. El conocimiento no era más que una idea, y las ideas de nada servían en aquella habitación. Allí había que ver para creer.
—Métetelo en la boca o te pego un tiro en la cabeza —insistió Fletcher, acercando el arma al rostro de Heinz.
El hombre retrocedió con un alarido de terror. Y entonces Fletcher oyó que su propia voz bajaba de tono para tornarse cómplice, sincera. Hasta cierto punto le recordaba la voz de Escobar. «Nos hallamos en una zona de bajas pressioness —pensó—. Ándale con la chingada de lluviass, pendejo.»
—No te meteré ninguna descarga si lo haces ya. Solo quiero que sepas lo que se siente.
Heinz seguía mirándolo con fijeza. Tenía los ojos azules y en aquel momento inyectados en sangre y llenos de lágrimas. Por supuesto, no creía a Fletcher, porque lo que acababa de decirle carecía de sentido, pero a todas luces quería creerle, porque, tuviera sentido o no, Fletcher le estaba brindando la oportunidad de seguir vivo. Solo necesitaba otro empujoncito.
—Hazlo por tu investigación —sugirió Fletcher con una sonrisa.
Heinz se convenció, no del todo pero sí lo suficiente para creer que Fletcher podía ser el señor Puede Que Lo Haga. Se metió la vara de acero en la boca y continuó mirando a Fletcher con los ojos abiertos como platos. Bajo ellos y por encima del lápiz romo, que no parecía una piruleta, sino un termómetro anticuado, la burbuja de moco se inflaba y desinflaba, se inflaba y desinflaba. Sin dejar de apuntar a Heinz con el arma, Fletcher accionó el interruptor del panel de control e hizo girar el reostato. La línea blanca pasó de las once de la mañana a las cinco de la tarde.
Tal vez Heinz hubiera tenido tiempo de escupir la estilográfica, pero la descarga le hizo apretar los labios sobre el cañón de acero inoxidable. En esta ocasión, el chasquido fue más fuerte, como el de una rama de árbol en lugar de una ramita de rosal. Heinz apretó los labios aún más. La burbuja de moco verde estalló, al igual que uno de sus ojos. Su cuerpo entero parecía vibrar dentro de la ropa. Dobló las muñecas y extendió los largos dedos. Sus mejillas pasaron del blanco al gris claro y por fin al violeta. De la nariz empezó a salirle humo, y el otro ojo salió despedido para aterrizar sobre su mejilla. Sobre los ojos desencajados no se veían más que dos cuencas cruentas que miraban a Fletcher con expresión sorprendida. Una de las mejillas de Heinz se desgarró o bien se derritió. Por el agujero empezó a salir humo y un intenso olor a carne quemada. Fletcher vio incluso llamitas anaranjadas y azules. La boca de Heinz prendió, y la lengua se le quemó como una alfombra.
Fletcher no había soltado el reostato y en aquel momento lo giró del todo hacia la izquierda antes de apagar el interruptor. Las agujas, que se habían desplazado hasta las marcas de +50 en los pequeños diales, se desplomaron de repente. En el instante en que la electricidad lo abandonó, Heinz cayó como un fardo sobre el suelo de baldosas grises, dejando tras de sí una columna de humo que le salía de la boca. El lápiz se le cayó de entre los labios, y Fletcher vio que tenía trocitos de labio pegados a él. Experimentó una arcada salada y ruidosa, pero respiró hondo y bloqueó la garganta. Ahora no tenía tiempo para vomitar sobre lo que le había hecho a Heinz; tal vez más tarde considerara la posibilidad de echar hasta la primera papilla. Pese a la náusea, se inclinó para echar un vistazo a la boca humeante y las cuencas de los ojos de Heinz.
—¿Cómo la describiría? —preguntó al cadáver—. Ahora que tiene la experiencia fresca en la mente, ¿cómo la describiría? ¿Qué, no tiene nada que decir?
Fletcher se volvió y cruzó la estancia a grandes zancadas, sorteando a Ramón, que seguía vivo y gemía, como si tuviera una pesadilla.
Recordó que la puerta estaba cerrada con llave. La había cerrado Ramón, de modo que la llave estaría colgada del llavero que llevaba en el cinturón. Regresó junto al policía, se arrodilló a su lado y le arrancó el llavero. Ramón extendió la mano y volvió a asirle el tobillo. Fletcher, que aún sostenía el arma, le asestó un golpe en la cabeza con la culata. La mano que le atenazaba el tobillo ejerció más presión aún y por fin lo soltó.
Al ponerse en pie, Fletcher pensó en el revólver descargado y en que tal vez Ramón tuviera más balas, pero a renglón seguido decidió que no necesitaba la chingada de las balas, pendejo, que el arma de Ramón ya no podía prestarle ningún servicio más, porque disparar fuera de aquella habitación atraería a los soldados como moscas.
Pese a todo, Fletcher buscó a tientas en el cinturón de Ramón, abriendo todos los estuches de cuero hasta dar con un cargador rápido con el que cargó el revólver. No sabía si podría obligarse a disparar contra soldados rasos que no eran más que hombres como Tomás, hombres con familias que alimentar, pero sí podía disparar contra oficiales y reservarse al menos una bala para sí. Con toda probabilidad no lograría salir del edificio, porque sería como ganar el gordo dos veces seguidas, pero nunca más volverían a meterlo en aquella habitación, sentado junto a la máquina de Heinz.
Empujó a la novia de Frankenstein con el pie para apartarla de la puerta. Los ojos de la mujer estaban clavados sin expresión alguna en el techo. Fletcher empezaba a ser consciente de que él había sobrevivido y ellos no. Empezaban a enfriarse. Sobre su piel, millones de bacterias ya habían muerto. Aquellos no eran pensamientos recomendables para que los albergara en el sótano del Ministerio de Información un hombre que se había convertido, tal vez solo por un tiempo, pero con casi total seguridad para siempre, en un desaparecido. Aun así, no podía desterrarlos de su mente.
La tercera llave que probó abrió la puerta. Fletcher asomó la cabeza al pasillo, de paredes de hormigón verde en la mitad inferior y blancuzco en la mitad superior, como las paredes del pasillo de una vieja escuela, y suelo de linóleo rojo desvaído. El pasillo aparecía desierto. A unos diez metros a la izquierda, un perrito pardo yacía dormido junto a la pared. Las patas le temblaban espasmódicamente. Fletcher no sabía si soñaba que perseguía o que lo perseguían, pero no creía que estuviera dormido si los disparos o los gritos de Heinz se hubieran oído en el pasillo. «Si salgo de esta —se prometió—, escribiré que la insonorización es el mayor logro de la dictadura. Se lo contaré al mundo entero. Por supuesto, lo más probable es que no salga de esta, porque esa escalera de la derecha no podría estar más lejos de la calle Cuarenta y tres, pero…»
Pero allí estaba el señor Puede Que Lo Consiga.
Fletcher salió al pasillo y cerró tras de sí la puerta de la habitación de la muerte. El perrito pardo levantó la cabeza, miró a Fletcher, frunció los labios en un ladrido que apenas fue un susurro, agachó de nuevo la cabeza y por lo visto volvió a dormirse.
Fletcher se puso de rodillas, apoyó las manos (una de las cuales aún sostenía el arma de Ramón) en el suelo, bajó la cabeza y besó el linóleo. Al hacerlo pensó en su hermana, en el día en que se marchó a la universidad ocho años antes de morir en el río. Llevaba una falda escocesa el día en que se fue a la universidad, y el rojo de los cuadritos no era exactamente igual que el linóleo desvaído, pero casi. Más que suficiente.
Fletcher se irguió y echó a andar hacia la escalera, el pasillo de la planta baja, la calle, la ciudad, la autopista 4, las patrullas, los controles de carretera, la frontera, el agua. Los chinos decían que el viaje más largo empieza con un solo paso.
«Veremos hasta dónde llego», se dijo Fletcher al llegar al pie de la escalera. «Puede que me sorprenda a mí mismo.» Pero en realidad, ya estaba sorprendido por el mero hecho de seguir vivo. Esbozando una leve sonrisa y sosteniendo ante sí el arma de Ramón, Fletcher empezó a subir la escalera.
Un mes más tarde, un hombre se acercó al quiosco que Carlo Arcuzzi tenía en la calle Cuarenta y tres. Carlo pasó un mal trago porque en un momento dado se convenció de que el hombre pretendía atracarlo a punta de pistola. Solo eran las ocho de la tarde y aún no había anochecido, pero ¿bastaban esas circunstancias para detener a un pazzo? Y aquel tipo parecía estar pero que muy pazzo; estaba tan flaco que la camisa blanca y los pantalones grises parecían flotar sobre su esqueleto, y sus ojos estaban hundidos en el fondo de grandes cuencas redondas. Parecía recién salido de un campo de concentración o bien (por causa de un error gravísimo) de un manicomio. Cuando se metió la mano en el bolsillo de los pantalones, Carlo pensó: «Ahí viene la pistola».
Pero en lugar de un arma sacó una vieja y gastada cartera de la que cogió un billete de diez dólares. Acto seguido y con voz del todo cuerda, el hombre de la camisa blanca y los pantalones grises pidió un paquete de Marlboro. Carlo lo cogió, colocó sobre él una caja de cerillas y deslizó ambas cosas sobre el mostrador del quiosco. Mientras el hombre abría el paquete de Marlboro, Carlo se dispuso a devolverle el cambio.
—No —declinó el hombre al ver el cambio.
Ya se había encajado un cigarrillo entre los labios.
—¿Cómo que no?
—Quédese la vuelta —ofreció el hombre antes de alargarle el paquete a Carlo—. ¿Fuma? Coja uno, si quiere.
Carlo se quedó mirando con expresión desconfiada al hombre de la camisa blanca y los pantalones grises.
—No fumo —explicó por fin—. Es un mal hábito.
—Nefasto —convino el hombre antes de encender el cigarrillo y dar una profunda calada con evidente placer.
Se quedó allí de pie, fumando y observando a la gente que paseaba por la acera de enfrente. Había bastantes chicas en la acera de enfrente, y formaba parte de la naturaleza masculina mirarlas en su escueta ropa de verano. Carlo ya no creía que su cliente estuviera loco a pesar de que había dejado el cambio de diez dólares sobre el estrecho mostrador del quiosco.
El hombre apuró el cigarrillo hasta el filtro y se volvió hacia Carlo tambaleándose un poco, como si no estuviera acostumbrado a fumar y el tabaco lo hubiera mareado.
—Hermosa noche —constató.
Carlo asintió. Era cierto, hacía una noche muy hermosa.
—Tenemos suerte de estar vivos —sentenció el quiosquero.
—Todos nosotros y en todo momento —agregó el hombre.
Se dirigió al bordillo, donde había una papelera y arrojó en ella el paquete de Marlboro, al que solo faltaba un cigarrillo.
—Todos nosotros y en todo momento —repitió.
Dicho aquello se alejó. Carlo lo siguió con la mirada y pensó que tal vez sí estaba pazzo a fin de cuentas. O tal vez no. La locura era un estado difícil de definir.