LA MUERTE DE JACK HAMILTON

Que os quede una cosa muy clara de entrada. A todo el mundo le caía bien mi amigo Johnnie Dillinger, salvo a Melvin Purvis, del FBI. Purvis era la mano derecha de J. Edgar Hoover, y odiaba profundamente a Johnnie. A todos los demás… bueno, es que Johnnie tenía el don de caer bien a la gente, y ya está. Y de hacerlos reír. Dios siempre acaba arreglándolo todo, decía. ¿Y cómo no va a caerte bien un tío con semejante filosofía?

Pero la gente no quiere dejar morir a un tipo así. Os sorprendería saber cuántos afirman aún ahora que no fue Johnnie a quien los federales se cargaron en Chicago junto al teatro Biograph el 22 de julio de 1934. Al fin y al cabo, Melvin Purgis había sido el encargado de echarle el guante, y además de ser un cabrón, Purvis era un imbécil, la clase de tío que intenta mear por una ventana sin abrirla primero. Y no seré yo quien hable bien de él. Era un mariconcete de mierda. Joder, cómo lo odiaba. ¡Cómo lo odiábamos todos!

Escapamos de Purvis y los federales después del tiroteo en Little Bohemia, Wisconsin, ¡todos nosotros! El mayor misterio del año era cómo ese capullo inútil conseguía conservar el empleo.

—Seguro que nadie se la mama tan bien a J. Edgar como él —comentó una vez Johnnie.

Madre mía, cómo nos hizo reír aquello. Purvis acabó por atrapar a Johnnie, pero para ello le hizo falta montar una emboscada delante del Biograph y dispararle por la espalda mientras corría por un callejón. Se desplomó en medio del barro y la mierda de gato, dijo «vaya» y murió.

Pero todavía hay gente que no se lo cree. Johnnie era guapo, dicen, casi como una estrella de cine. El tipo al que los federales se cargaron delante del Biograph tenía la cara rechoncha, hinchada como una salchicha cocida. Johnnie apenas contaba treinta y un años, dicen, y el desgraciado al que dispararon los polis tenía cuarenta como poco. Además (y llegados a este punto siempre bajan la voz), todo el mundo sabe que John Dillinger tenía una polla descomunal, mientras que el tipejo al que Purvis tendió su emboscada ante el Biograph no pasaba de los quince centímetros de rigor. Y luego estaba lo de la cicatriz del labio superior. Se ve con toda claridad en las fotografías del depósito de cadáveres, como aquella en la que un idiota sostiene la cabeza de mi viejo amigo con expresión solemne, como si quisiera hacerle entender al mundo de una vez por todas que Delinquir No Merece La Pena. La cicatriz divide en dos el lateral del bigote de Johnnie. Todo el mundo sabe que John Dillinger no tenía ninguna cicatriz así; echad un vistazo a cualquier fotografía suya. Sabe Dios que hay muchísimas.

Incluso existe un libro que afirma que Johnnie no murió, que vivió muchos más años que sus compañeros de correrías y que acabó en México, viviendo en una hacienda y complaciendo a un número indeterminado de señoras y señoritas con su desproporcionada herramienta. El libro asegura que mi viejo amigo murió el 20 de noviembre de 1963, dos días antes que Kennedy, a la avanzada edad de sesenta y tres años, y que no fue una bala federal la que segó su vida, sino un vulgar ataque al corazón en la cama.

Una historia muy bonita, pero falsa.

La cara de Johnnie aparece hinchada en las últimas fotografías porque había engordado mucho. Era de los que se ponen a comer cuando están nerviosos, y después de la muerte de Jack Hamilton en Aurora, Illinois, se convenció de que él sería el siguiente. Incluso llegó a decirlo en la gravera a la que llevamos al pobre Jack.

En cuanto a su herramienta… en fin, yo había conocido a Johnnie en el reformatorio Pendleton, en Indiana. Lo había visto vestido y desnudo, y Homer van Meter está aquí para aseguraros de que la tenía muy decente, pero nada del otro jueves. Os diré quién la tenía enorme, por si os interesa saberlo. Dock Barker, el hijo de mamá Barker. ¡Ja!

Y eso me lleva al tema de la cicatriz en el labio superior, la que le divide el bigote en las fotos tomadas en el depósito de cadáveres. La razón por la que la cicatriz no sale en ninguna otra fotografía de Johnnie es que se la hizo casi al final. Sucedió en Aurora, mientras Jack (Red) Hamilton, nuestro viejo amigo, yacía en su lecho de muerte. Eso es lo que quiero contaros, cómo Johnnie Dillinger se hizo esa cicatriz en el labio superior.

Johnnie, Red Hamilton y yo escapamos del tiroteo de Bohemia por la ventana de la cocina, huyendo por la orilla del lago mientras Purvis y los idiotas de sus colegas seguían disparando a través de la puerta delantera de la cabaña. ¡Joder, espero que el alemanote al que pertenecía la cabaña la tuviera asegurada! El primer coche que encontramos era propiedad de un anciano matrimonio vecino, y no logramos ponerlo en marcha. Tuvimos más suerte con el segundo, un Ford coupé propiedad de un carpintero que vivía cerca. Johnnie lo colocó al volante, y el hombre nos llevó un buen trecho en dirección a Saint Paul. Por fin lo invitamos a apearse, cosa que hizo de buen grado, y me puse a conducir yo.

Cruzamos el Mississippi a unos treinta kilómetros río abajo de Saint Paul, y aunque la policía local buscaba a lo que habían dado en llamar la banda de Gillinger, creo que todo habría ido bien si Jack Hamilton no hubiera perdido el sombrero durante la huida. Estaba sudando como un cerdo, como siempre que se ponía nervioso, de modo que con un trapo que encontró en el asiento trasero del coche del carpintero se confeccionó una especie de tira que se anudó a la cabeza al estilo indio. Fue eso lo que llamó la atención de los policías apostados en el lado de Wisconsin del puente Spiral cuando pasamos junto a ellos, por lo que nos siguieron para echarnos un vistazo más de cerca.

Eso podría haber acabado con nosotros, pero Johnnie siempre tuvo una flor en el culo, al menos hasta lo del Biograph. Consiguió adelantar a un camión cargado de ganado al que los policías no lograban rebasar.

—¡Pisa a fondo, Homer! —me grita Johnnie, que iba en el asiento trasero y por lo visto estaba de un humor excelente—. ¡Más deprisa!

Y así lo hice hasta dejar el camión de ganado envuelto en una gran polvareda y los polis atascados tras él. Hasta la vista, madre. Te escribiré cuando encuentre trabajo. ¡Ja!

—Aminora, idiota —ordenó Johnnie cuando parecía que los habíamos perdido definitivamente—, no sea que nos paren por exceso de velocidad.

Así que reduje a cincuenta y durante un cuarto de hora todo fue bien. Estábamos hablando de Little Bohemia y de si Lester (al que siempre llamaban Baby Face) habría logrado escapar, cuando de repente oímos disparos de rifles y pistolas, y el silbido de las balas rebotando contra el pavimento. Eran otra vez los polis palurdos del puente. Nos habían alcanzado, acercándose con cuidado los últimos noventa o cien metros, y ahora estaban lo bastante cerca para apuntar a los neumáticos. Creo que ni aun entonces estaban totalmente seguros de que Dillinger fuera en el coche.

Sin embargo, sus dudas no tardaron en disiparse. Johnnie rompió la ventanilla trasera con la culata de su pistola y empezó a devolver los disparos. Yo pisé otra vez el acelerador a fondo y puse el Ford a ochenta, que era la hostia en aquellos tiempos. No había mucho tráfico y sorteaba el poco que había como podía, por la izquierda, por la derecha, por la cuneta… En dos ocasiones percibí que las ruedas de mi lado quedaban suspendidas en el aire, pero no llegamos a volcar. Nada como un Ford cuando se trata de darse a la fuga. Una vez, Johnnie escribió a Henry Ford en persona: «Cuando estoy en un Ford, puedo hacer que cualquier otro coche muerda mi polvo», aseguró al señor Ford, y desde luego, ese día los polis mordieron nuestro polvo.

Sin embargo, pagamos un precio por ello. Las balas seguían lloviendo sobre el coche, en el parabrisas apareció una grieta, y un casquillo, estoy bastante seguro que era del 45, cayó sobre el salpicadero como un enorme escarabajo negro.

Jack Hamilton iba sentado a mi lado. Recogió la metralleta del suelo y estaba comprobando la cámara, listo para asomarse a la ventanilla, imagino, cuando oímos otro aullido de bala.

—¡Joder, me han dado! —gritó Jack.

La bala debía de haber entrado por la ventanilla posterior rota, y no entiendo por qué no alcanzó a Johnnie en lugar de a Jack.

—¿Estás bien? —pregunté.

Estaba inclinado sobre el volante como un mono y sin duda también conducía como tal. Adelanté a una camioneta de reparto de leche por la derecha sin dejar de tocar el claxon y gritarle al palurdo de uniforme blanco que se apartara de una puta vez.

—¿Estás bien, Jack?

—¡Estoy bien, estoy bien! —aseguró antes de asomarse a la ventanilla hasta la cintura, metralleta en ristre.

La camioneta estaba en la línea de fuego, y vi al conductor por el retrovisor, mirándonos con los ojos abiertos como platos bajo la gorrita del uniforme. Y cuando me volví hacia Jack advertí un orificio pequeño y redondo, como dibujado con lápiz, en el centro de su abrigo. No había sangre, solo ese agujerito negro.

—¡No te preocupes por Jack y adelanta a ese capullo de una puta vez! —me ordenó Johnnie.

Y así lo hice. Recorrimos unos ochocientos metros más, y el coche patrulla quedó atrapado tras la camioneta porque la carretera estaba protegida a un lado por un quitamiedos, mientras que en sentido contrario circulaba tráfico lento y constante. Tomamos una curva muy cerrada y por un momento perdimos de vista tanto la camioneta como el coche patrulla. De repente vimos a nuestra derecha un camino de grava cubierto de maleza.

—¡Cógelo! —jadeó Jack al tiempo que se dejaba caer en el asiento, pero yo ya lo había enfilado.

Era un antiguo sendero particular. Recorrí unos setenta metros por él, salvé un suave promontorio, y al otro lado se alzaba una granja que parecía desierta desde hacía mucho. Apagué el motor, nos apeamos y esperamos detrás del coche.

—Si vienen se van a enterar de lo que es bueno —amenazó Jack—. No pienso acabar en la silla eléctrica como Harry Pierpont.

Pero no llegaron, de modo que al cabo de unos diez minutos volvimos a subir al coche y salimos de nuevo a la carretera principal, si bien con gran precaución. Y fue entonces cuando vi algo que no me hizo ni pizca de gracia.

—Oye, Jack, te sale sangre por la boca. Ten cuidado o te mancharás la camisa.

Jack se enjugó la boca con el dedo índice de la mano derecha, se quedó mirando la sangre que lo manchaba y me dirigió una sonrisa que aún veo en sueños, una sonrisa radiante y aterrorizada al tiempo.

—Me he mordido la mejilla por dentro —aseguró—. No es nada.

—¿Estás seguro? —insistió Johnnie—. Tienes una voz rara.

—Es que tengo que recobrar el aliento —repuso Jack.

Se pasó de nuevo el dedo índice por la boca y esta vez lo sacó menos ensangrentado, lo que pareció tranquilizarlo.

—Larguémonos de aquí —urgió.

—Vuelve al puente Spiral, Homer —indicó Johnnie.

Obedecí sin vacilar. No todas las historias que cuentan de Johnnie Dillinger son ciertas, pero siempre encontraba el camino de vuelta a casa, incluso cuando ya no tenía casa, y en ese sentido siempre confié en él.

Íbamos de nuevo a unos discretos cincuenta por hora cuando Johnnie vio una gasolinera Texaco y me ordenó girar a la derecha. No tardamos en hallarnos en caminos de grava. Johnnie me daba instrucciones de torcer a derecha o izquierda, a pesar de que a mí todos los caminos me parecían iguales, meras pistas de dos surcos entre campos de maíz descuidados. Había barro por todas partes, así como restos de nieve en algunos campos. De vez en cuando nos cruzábamos con algún crío que nos seguía con la mirada. Jack estaba cada vez más callado.

—Estoy bien —repitió una vez más cuando le pregunté cómo se encontraba.

—Ya, bueno, pero tendríamos que llevarte a que te echaran un vistazo en cuanto la cosa se calme un poco —señaló Johnnie—. Y también habrá que hacer remendar tu abrigo. Con ese agujero parece que te hayan pegado un tiro —añadió con una carcajada.

Yo también reí. Johnnie sabía cómo subirte la moral.

—No creo que sea una herida muy profunda —comentó Jack cuando volvíamos a la carretera 43—. Mira, ya no me sale sangre por la boca.

Se volvió hacia Johnnie para mostrarle el dedo, que solo presentaba una mancha granate, pero cuando se reclinó otra vez en su asiento, la sangre empezó a brotarle de nuevo de la boca y la nariz.

—Pues yo creo que sí —comentó Johnnie—. Cuidaremos de ti. Si aún puedes hablar, lo más probable es que no sea grave.

—Eso —convino Jack—. Estoy bien —repitió por enésima vez con un hilo de voz.

—Más contento que unas pascuas —dije.

—Bah, cállate, burro —resopló, y los tres nos echamos a reír.

Siempre se burlaban de mí, pero sin malicia.

Cinco minutos después de volver a la carretera principal, Jack perdió el conocimiento. Se desplomó contra la ventanilla, y un reguero de sangre le resbaló por la comisura de los labios hasta el cristal, dejando una mancha que me recordó un mosquito aplastado. Jack todavía llevaba el trapo anudado a la cabeza, pero se le había ladeado. Johnnie se lo quitó para limpiarle la sangre de la cara. Jack masculló algo entre dientes y levantó las manos para apartar a Johnnie, pero las dejó caer de nuevo sobre el regazo.

—Seguro que esos polis han avisado a sus colegas por radio —comentó Johnnie—. Si vamos a Saint Paul, estamos acabados, creo yo. ¿Tú qué opinas, Homer?

—Lo mismo —corroboré—. ¿Qué opciones tenemos? ¿Chicago?

—Sí —asintió él—. Pero primero tenemos que deshacernos de este carro. Seguro que tienen la matrícula, y aunque no la tuvieran, nos ha traído mala suerte.

—¿Qué hay de Jack? —pregunté.

—Jack se pondrá bien —respondió, y por su tono supe que debía cambiar de tema.

Nos detuvimos al cabo de un kilómetro y medio para que Johnnie pinchara de un disparo el neumático delantero del Ford gafado mientras Jack se apoyaba contra el capó con aspecto pálido y enfermo.

Cuando necesitábamos un coche, siempre recaía sobre mí la tarea de parar uno.

—Puede que nadie pare para ayudarnos a nosotros, pero por ti siempre paran —había constatado Johnnie en cierta ocasión—. ¿Por qué será?

Fue Harry Pierpont quien le respondió. Corrían los tiempos en que aún éramos la banda de Harry Pierpont, no la banda de Dillinger.

—Porque Homer tiene una pinta de buenazo que no se aguanta.

Todos nos echamos a reír, y allí estaba yo de nuevo, esta vez por un asunto realmente urgente, de vida o muerte, podría decirse.

Pasaron tres o cuatro coches mientras fingía que intentaba cambiar la rueda. El siguiente fue el camión de un granjero, demasiado lento y destartalado. Además, en la caja viajaban varios tipos. El conductor aminoró la velocidad.

—¿Necesita ayuda, amigo?

—No, gracias —contesté—. Estoy haciendo un poco de ejercicio para abrir boca. No hace falta que pare.

El hombre se rió y siguió su camino. Los tipos de la caja me saludaron al pasar.

El siguiente era otro Ford, que llegó más solo que la una. Agité los brazos para pedirle que se detuviera, situándome de modo que no pudiera evitar ver el neumático pinchado y esbozando una amplia sonrisa de tipo inofensivo.

Funcionó. El Ford se detuvo; lo ocupaban tres personas: un hombre, una mujer joven y un bebé rollizo. Una familia.

—Parece que tiene una rueda pinchada, amigo —constató el hombre.

Llevaba traje y abrigo, todo muy limpio, pero no de la mejor calidad.

—Bueno, no sé si es grave, porque solo está desinflada en la parte inferior —bromeé.

Todavía estábamos riendo la broma cuando Johnnie y Jack salieron de entre los árboles con las pistolas desenfundadas.

—Tranquilo, señor —dijo Jack—. No vamos a hacerles daño.

El hombre miró a Jack, luego a Johnnie y a continuación de nuevo a Jack. Por fin se fijó de nuevo en Johnnie y abrió la boca de par en par. Había presenciado la misma reacción cientos de veces, pero no dejaba de fascinarme.

—¡Usted es Dillinger! —exclamó y enseguida levantó las manos.

—Encantado de conocerle, señor —lo saludó Johnnie, asiéndole una—. ¿Le importaría bajar los brazos?

En cuanto los hubo bajado, se acercaron otros dos o tres coches por la carretera, granjeros de camino a la ciudad, a juzgar por su aspecto, muy erguidos en sus coches viejos y manchados de barro. Lo que veían al pasar no era más que un grupito de hombres a punto de cambiar un neumático.

Jack se dirigió al lado del conductor del Ford nuevo, apagó el motor y sacó la llave. El cielo estaba muy blanco ese día, como si lloviera o nevara, pero el rostro de Jack estaba mucho más blanco aún.

—¿Cómo se llama, señora? —preguntó Jack a la mujer, que llevaba un abrigo largo de color gris y un gorrito marinero muy mono.

—Deelie Francis —repuso ella con ojos enormes y oscuros como ciruelas—. Ese es Roy, mi marido. ¿Van a matarnos?

Johnnie la miró con expresión severa.

—Señora Francis, somos la banda de Dillinger y nunca hemos matado a nadie.

Johnnie siempre insistía en ese punto. Harry Pierpont no dejaba de burlarse de él y de preguntarle por qué malgastaba saliva, pero en mi opinión, Johnnie hacía bien. Es una de las razones por las que la gente seguirá recordándolo mucho después de haber olvidado a ese capullín del sombrero de paja.

—Cierto —corroboró Jack—. Nos limitamos a atracar bancos, y no tantos como dicen. ¿Y quién es este hombrecito?

Hizo cosquillas al crío bajo el mentón. Desde luego, estaba muy gordo; se parecía a W. C. Fields.

—Se llama Buster —repuso Deelie Francis.

—Vaya, es un grandullón, ¿eh? —exclamó Jack con una sonrisa; tenía los dientes ensangrentados—. ¿Cuántos años tiene? ¿Tres?

—Acaba de cumplir dos y medio —repuso la señora Francis con orgullo.

—¿En serio?

—Sí, pero es muy grande para su edad. ¿Se encuentra bien, señor? Está muy pálido, y tiene sangre en la…

—Jack, ¿puedes esconder el otro coche entre los árboles? —la interrumpió Johnnie, señalando el viejo Ford del carpintero.

—Claro.

—¿Con la rueda pinchada y todo?

—Por supuesto. Pero es que ahora mismo… tengo muchísima sed. Señora… señora Francis, ¿lleva algo de beber en el coche?

La mujer se volvió, se inclinó, tarea nada fácil con aquel mastodonte de niño sobre el regazo, y cogió un termo del maletero.

Pasaron un par de coches más. Sus ocupantes nos saludaron con la mano, y les devolvimos el saludo. Yo aún sonreía de oreja a oreja, procurando conservar el aspecto de tipo inofensivo que me caracterizaba. Estaba preocupado por Jack y no entendía cómo era capaz de seguir en pie y mucho menos de llevarse el termo a la boca y beberse el contenido. Era té helado, le explicó la mujer, pero Jack no pareció oírla. Cuando se lo devolvió, las lágrimas le rodaban por las mejillas. Le dio las gracias, y ella le preguntó de nuevo si se encontraba bien.

—Ahora sí —aseguró Jack.

Subió al Ford gafado y lo condujo entre los arbustos. El coche daba saltos sobre la rueda que Johnnie había reventado.

—¿Por qué no has reventado una de las de atrás, gilipollas? —masculló Jack en tono enojado y entre jadeos.

Por fin escondió el coche entre los árboles y regresó a la carretera, caminando despacio y con la mirada clavada en el suelo, como un anciano andando sobre el hielo.

—Muy bien —dijo Johnnie.

Había descubierto una pata de conejo en el llavero del señor Francis y lo estaba manoseando de un modo que me dio a entender que el señor Francis no volvería a ver su Ford:

—Ahora que ya somos amigos, vamos a dar un paseo.

Johnnie conducía, Jack iba a su lado y yo estaba apretujado en el asiento trasero con los Francis, intentando que el lechón me sonriera.

—Cuando lleguemos al próximo pueblo —explicó Johnnie a los Francis—, se apearán con dinero suficiente para tomar el autobús hasta su destino. Nosotros nos llevaremos su coche. Lo trataremos bien, y si nadie le mete ningún balazo, lo recuperarán tal cual. Uno de nosotros los llamará por teléfono para decirles dónde está.

—Todavía no tenemos teléfono —advirtió Deelie en tono quejumbroso.

Parecía la clase de mujer que necesita una torta cada par de semanas para ponerla a tono.

—Estamos en lista de espera, pero los de la compañía telefónica son muy lentos.

—Bueno —dijo Johnnie sin perder el buen humor ni la agilidad mental—, pues en tal caso llamaremos a la poli, y ellos se pondrán en contacto con ustedes. Pero si hablan, no podrán volver a conducirlo.

El señor Francis asintió como si se lo creyera todo. Y probablemente se lo creía todo. Al fin y al cabo, éramos la banda de Dillinger.

Johnnie paró en una gasolinera, llenó el depósito y compró refrescos para todos. Jack apuró una botella de mosto como un hombre a punto de morir de sed en el desierto, pero la mujer no quería que el lechón se tomara la suya, ni un sorbito siquiera. El niño alargaba las manos hacia la botella y berreaba.

—No puede tomar un refresco antes de comer —reprendió la mujer a Johnnie—. ¿Acaso se ha vuelto usted loco?

Jack tenía la cabeza apoyada contra la ventanilla y los ojos cerrados. Creía que había perdido de nuevo el conocimiento, pero de repente habló.

—O hace callar al crío o lo hago callar yo, señora.

—Me parece que ha olvidado de quién es este coche —espetó ella, muy digna.

—Dale el puto refresco al niño, zorra —murmuró Johnnie.

Aún sonreía, pero era su otra sonrisa. La mujer lo miró y palideció como una muerta. Y así fue como el lechón pudo tomarse el refresco a pesar del inminente almuerzo. Al cabo de unos treinta kilómetros, los dejamos en un pueblo y seguimos rumbo a Chicago.

—Un tipo que se casa con una mujer como esa se merece todo lo que le pase —comentó Johnnie—. Y seguro que le pasará de todo.

—Esa tía llamará a la policía —aseguró Jack sin abrir los ojos.

—Qué va —replicó Johnnie tan seguro de sí mismo como siempre—. No se gastará ni un centavo en la llamada.

Y estaba en lo cierto. Solo vimos otros dos coches patrulla antes de llegar a Chicago, ambos en sentido contrario, y ninguno de los dos aminoró siquiera la velocidad para echarnos un vistazo. Johnnie era un tipo con suerte. En cuanto a Jack, no había más que mirarlo para darse cuenta de que la suerte se le estaba acabando a toda pastilla. Cuando llegamos a las afueras de Chicago, deliraba y hablaba con su madre.

—¡Homer! —exclamó Johnnie con esa expresión de ojos muy abiertos que siempre me producía cierto cosquilleo, como de chica coqueta.

—¿Qué? —pregunté, devolviéndole la mirada.

—No tenemos adonde ir. Esto es peor que Saint Paul.

—Vamos a Murphy’s —propuso Jack con los ojos aún cerrados—. Quiero una cerveza fría. Tengo mucha sed.

—Murphy’s —murmuró Johnnie—. Pues no es mala idea.

Murphy’s era un bar irlandés en la zona sur de la ciudad. Mucho serrín, cubetas calientaplatos, dos camareros, tres gorilas, chicas amables en la barra y una habitación en la planta superior para hacértelo con ellas. Más habitaciones en la parte trasera donde a veces se reunía gente o donde podías esconderte un par de días. Conocíamos cuatro sitios así en Saint Paul, pero solo un par en Chicago. Aparqué el Ford de los Francis en el callejón. Johnnie estaba en el asiento trasero con nuestro amigo delirante (aún no estábamos preparados para llamarlo nuestro amigo moribundo), sosteniendo la cabeza de Jack sobre el hombro de su abrigo.

—Entra y trae a Brian Mooney —me ordenó Johnnie.

—¿Y si no está?

—Pues no sé.

—¡Harry! —gritó Jack, refiriéndose seguramente a Harry Pierpont—. Esa puta que me buscaste me ha contagiado la gonorrea, joder.

—Venga —me urgió Johnnie mientras acariciaba el pelo de Jack como si fuera su madre.

En fin, Brian Mooney estaba allí, otra vez la sempiterna suerte de Jack, y conseguimos habitación para aquella noche, aunque nos costó doscientos dólares, un precio bastante alto teniendo en cuenta que la ventana daba al callejón y el lavabo estaba al final del pasillo.

—Os busca todo el mundo —les comentó Brian—. Mickey McClure os habría puesto de patitas en la calle. En los periódicos y la radio solo hablan de Little Bohemia.

Jack se sentó sobre un colchón en el rincón, encendió un cigarrillo y se tomó una caña fría. La cerveza lo puso tan a tono que casi parecía el mismo de siempre.

—¿Ha conseguido escapar Lester? —preguntó a Brian.

Cuando habló me volví hacia él y vi algo terrible. Cada vez que fumaba una calada de Lucky le salía un poco de humo del agujero que tenía en la espalda del abrigo, como si de una señal se tratara.

—¿Te refieres a Baby Face? —inquirió Mooney.

—Que no te oiga llamarlo así —advirtió Johnnie con una sonrisa.

Estaba contento de ver tan recuperado a Jack, claro que no había visto la nubecilla de humo que le salía por la espalda. Ojalá tampoco yo la hubiera visto.

—Disparó contra unos cuantos federales y escapó —respondió Mooney—. Al menos uno de los federales murió, tal vez dos. En cualquier caso, eso lo empeora todo. Podéis pasar la noche aquí, pero os quiero fuera antes de mañana por la tarde.

Dicho aquello salió de la habitación. Johnnie esperó unos segundos y luego sacó la lengua como un niño pequeño. Me eché a reír, porque Johnnie siempre me hacía reír. Jack también intentó reír, pero desistió; le dolía demasiado.

—Ha llegado el momento de quitarte el abrigo y echarle un vistazo a la herida, amigo —anunció Johnnie.

Tardamos cinco minutos en desvestirlo, y al acabar estábamos los tres empapados en sudor. En cuatro o cinco ocasiones tuve que taparle la boca a Jack para ahogar sus gritos, y terminé con los puños de la camisa ensangrentados.

Solo había una pequeña mancha en el forro del abrigo, pero llevaba media camisa blanca teñida de rojo y la camiseta totalmente empapada. En el costado izquierdo, justo debajo del omóplato, se veía un bulto coronado por un agujero, como un volcán diminuto.

—Basta —suplicó Jack entre lágrimas—. No puedo más.

—Ya está, ya está —lo tranquilizó Johnnie mientras le acariciaba de nuevo el cabello—. Ya hemos terminado. Ahora túmbate y duerme. Necesitas descansar.

—No puedo —gimió Jack—. Me duele demasiado. Dios, si supieras cuánto me duele. Y quiero otra cerveza; tengo mucha sed. Pero esta vez no le metas tanta sal. ¿Dónde están Harry y Charlie?

Supuse que se refería a Harry Pierpont y Charlie Makley. Charlie era el tipejo que había iniciado a Harry y Jack cuando solo eran unos mocosos.

—Ya empieza otra vez —suspiró Johnnie—. Necesita un médico, Homer, y tú serás el encargado de encontrarlo.

—Por el amor de Dios, Johnnie, esta no es mi ciudad.

—Da igual —atajó Johnnie—. Si salgo yo, ya sabes lo que pasará. Te apuntaré algunos nombres y direcciones.

Al final no me dio más que un nombre y una dirección, y cuando llegué al lugar en cuestión, no me sirvieron de nada, porque el médico, un matasanos cuya misión en la vida consistía en practicar abortos y borrar huellas digitales con ácido, se había dado el viaje definitivo con láudano dos meses antes.

Nos quedamos cinco días en aquella habitación cutre en la trastienda de Murphy’s. Mickey McClure apareció e intentó echarnos, pero Johnnie habló con él como solo Johnnie sabía hacerlo; cuando echaba mano de todo su encanto, resultaba casi imposible negarle nada. Además, éramos clientes de pago. La quinta noche, el precio de la habitación había subido a cuatrocientos, y teníamos prohibido asomar la cabeza en el bar por miedo a que alguien nos viera. Nadie nos vio, y que yo sepa, la policía nunca llegó a saber dónde estuvimos aquellos cinco días de finales de abril. Me pregunto cuánto sacaría Mickey McClure del trato, seguro que uno de los grandes o más. En algunos atracos no llegábamos a sacar tanto.

Acabé visitando a media docena de matasanos, pero ninguno de ellos se mostró dispuesto a examinar a Jack. Demasiado peligroso, dijeron todos. Fueron unos días espantosos y aún ahora me duele pensar en ellos. Digamos que Johnnie y yo comprendimos lo que sintió Jesucristo cuando Pedro lo negó tres veces.

Durante un tiempo, Jack entró y salió del delirio, y llegó un momento en que ya no salía de él. Hablaba de su madre, de Harry Pierpont, de Boobie Clark, un famoso marica de Michigan City al que todos conocíamos.

—Boobie intentó besarme —repitió cierta noche una y otra vez, hasta que creí que me volvía loco.

Pero Johnnie no se inmutaba. Se limitaba a permanecer sentado junto a él sobre el colchón, acariciándole el pelo. Había recortado un cuadrado de tela de la camiseta en torno al balazo y lo limpiaba a menudo con mercromina, pero la piel ya había adquirido un tono verde grisáceo, y el orificio despedía un olor que producía náuseas.

—Es gangrena —sentenció Mickey McClure cuando acudió para cobrar el alquiler—. Está acabado.

—De eso nada —espetó Johnnie.

Mickey McClure se inclinó hacia delante con las gruesas manos apoyadas sobre sus gruesas rodillas, husmeó el aliento de Jack como un poli que olisqueara el aliento de un borracho, y se puso en pie.

—Yo que vosotros buscaría un médico cagando leches. Que la herida huela así ya es malo, pero cuando el aliento huele igual…

Mickey meneó la cabeza y salió.

—Que le den por el saco —dijo Johnnie a Jack, acariciándole el pelo—. ¿Qué sabrá él?

Pero Jack no respondió; se había dormido.

Al cabo de unas horas, después de que Johnnie y yo también nos durmiéramos, Jack se sentó en el borde del camastro, delirando sobre Henry Claudy, el alcaide de Michigan City. Lo llamábamos Por Dios que Claudy, porque siempre decía Por Dios que esto y Por Dios que lo otro. Jack gritaba que mataría a Claudy si no nos dejaba salir. Alguien golpeó la pared y nos gritó que hiciéramos callar a ese tipo.

Johnnie se sentó junto a Jack y le habló hasta tranquilizarlo.

—Oye, Homer —murmuró Jack al cabo de un rato.

—Dime, Jack.

—¿Te importaría hacer el truco de las moscas? —pidió.

Me sorprendió que lo recordara.

—Bueno —dije—, me encantaría, pero aquí no hay moscas. En estos andurriales todavía no es época de moscas.

—Las moscas se posan en algunos de vosotros, pero no en mí —canturreó Jack en voz baja y ronca—, ¿verdad, Chummah?

No tenía idea de quién era Chummah, pero asentí y le di una palmadita en el hombro, que estaba caliente y pegajoso.

—Exacto, Jack.

Tenía grandes ojeras violáceas y los labios manchados de saliva reseca. Había empezado a perder peso y a oler. Olía a orina, lo que no era demasiado terrible, y a gangrena, que sí lo era. Sin embargo, Johnnie no daba en ningún momento indicios de que oliera nada fuera de lo corriente.

—Camina con las manos, John, como hacías antes —pidió Jack.

—Dentro de un momento —repuso Johnnie mientras le servía un vaso de agua—. Primero bébete esto para refrescarte el gaznate, y luego veré si puedo cruzar la habitación haciendo la vertical. ¿Te acuerdas de cuando corría con las manos en chirona? Después de correr hasta la verja, me encerraron en el agujero.

—Sí que me acuerdo —musitó Jack.

Johnnie no caminó con las manos aquella noche; cuando acercó el vaso de agua a los labios de Jack, el pobre diablo se había vuelto a dormir con la cabeza apoyada en el hombro de Johnnie.

—Se va a morir —sentencié.

—No se va a morir —replicó Johnnie.

A la mañana siguiente pregunté a Johnnie qué íbamos a hacer. Qué podíamos hacer.

—McClure me ha dado otro nombre, Joe Moran. Dice que fue el intermediario en el secuestro de Bremer. Si cura a Jack se habrá ganado mil pavos.

—Yo tengo seiscientos —dije.

Y estaba dispuesto a desprenderme de ellos, pero no por Jack Hamilton, porque Jack ya no necesitaba un médico, sino un predicador. Estaba dispuesto a hacerlo por John Dillinger.

—Gracias, Homer —agradeció—. Volveré dentro de una hora. Cuida del bebé entretanto.

Pero la expresión de Johnnie era sombría. Sabía que si Moran no nos ayudaba, tendríamos que irnos de la ciudad, lo que significaría llevar a Jack de vuelta a Saint Paul y probar suerte allí. Y sabíamos lo que a buen seguro conllevaría volver en un Ford robado. Corría la primavera de 1934, y los tres, Jack, yo y sobre todo Johnnie, figurábamos en la lista de «enemigos públicos» de J. Edgar Hoover.

—En fin, buena suerte —le deseé—. Hasta luego.

Johnnie salió, y yo me quedé mirando las musarañas. A esas alturas ya estaba hasta las narices de la habitación. Era como estar de vuelta en la trena de Michigan City, pero peor, porque aterrizar en chirona era lo peor que podía pasarte, mientras que allí, escondidos en la trastienda de Murphy, las cosas siempre podían ponerse más negras.

Jack masculló algo entre dientes y volvió a perder el conocimiento.

Al pie del camastro había una silla con un cojín sobre el asiento. Lo cogí y me senté junto a Jack. No creía que tardara mucho. Y cuando Johnnie volviera, no tenía más que decirle que Jack había exhalado el último suspiro. El cojín estaría de nuevo sobre la silla. A decir verdad, le haría un favor a Johnnie, y también a Jack.

—Te he visto, Chummah —musitó Jack de repente.

Os aseguro que me dio un susto de muerte.

—¡Jack! —exclamé, apoyando los codos sobre el cojín—. ¿Cómo estás?

De nuevo cerró los ojos.

—Haz el truco… de las moscas —pidió antes de quedarse otra vez dormido.

Pero había despertado en el momento justo; de no ser así, Johnnie habría encontrado a un hombre muerto a su regreso.

Al volver, Johnnie casi echó la puerta abajo. Me asusté tanto que saqué la pistola, y al verla se echó a reír.

—Guarda la pipa y haz las maletas, amigo —ordenó.

—¿Qué se cuece?

—Pues que nos largamos de aquí —anunció con aspecto cinco años más joven—. Ya era hora, ¿no te parece?

—Sí.

—¿Jack ha estado bien?

—Sí —repetí.

El cojín echado sobre la silla decía NOS VEMOS EN CHICAGO en letras bordadas.

—¿Ningún cambio?

—No. ¿Adónde vamos?

—A Aurora —repuso Johnnie—. Es un pueblo que está hacia el norte. Vamos a instalarnos en casa de Volney Davis y su novia.

Se inclinó sobre el camastro. El cabello rojizo de Jack, ralo de por sí, empezaba a caer sobre la almohada, y se le veía la coronilla blanca como la nieve.

—¿Has oído, Jack? —gritó Johnnie—. ¡Ahora estamos jodidos, pero pronto habremos salido de esta!, ¿entiendes?

—Camina sobre las manos como hacía Johnnie Dillinger —le pidió Jack sin abrir los ojos.

Johnnie siguió sonriendo y me guiñó el ojo.

—Lo entiende —aseguró—, solo que no está despierto, ¿sabes?

—Por supuesto —mascullé.

De camino a Aurora, Jack viajó apoyado contra la ventanilla, y su cabeza rebotaba contra el cristal cada vez que topábamos con un bache. Sostenía largas e inarticuladas conversaciones con tipos a los que nosotros no veíamos. En cuanto salimos de la ciudad, Johnnie y yo tuvimos que bajar las ventanillas, ya que el hedor era insoportable. Jack se estaba pudriendo por dentro, pero al mismo tiempo se resistía a morir. He oído decir que la vida es frágil y efímera, pero no me creo nada. Ojalá fuera así.

—Ese doctor Moran era un llorica —explicó Johnnie cuando ya habíamos dejado atrás la ciudad y nos adentrábamos en el bosque—. Decidí no dejar que un llorica se ocupara de mi compañero, pero tampoco quería irme con las manos vacías. —Johnnie siempre iba con una 38 guardada en el cinturón, y en ese momento me la enseñó como debía de habérsela enseñado al doctor Moran—. «Ya que no puedo llevarme nada más, doctor, tendré que llevármelo a usted por delante», le dije. Por lo visto se dio cuenta de que hablaba en serio, porque llamó a Volney Davis.

Asentí como si el nombre me sonara. Más tarde me enteré de que Volney Davis formaba parte de la banda de Mamá Barker. Era un tipo simpático, al igual que Dock Barker. Y también la novia de Volney, a la que llamaban Conejos. La llamaban Conejos porque había conseguido fugarse varias veces de la cárcel, como un conejillo. Era la mejor. De verdad. Al menos ella intentó ayudar al pobre Jack. Ninguno de los otros movió un dedo, ninguno de los charlatanes, matasanos y demás, y desde luego, tampoco el doctor Joseph (Llorica) Moran.

Los Barker huían de la justicia tras un secuestro fallido. La mamá de Dock ya se había largado a Florida. El escondrijo de Aurora no era gran cosa, solo cuatro habitaciones sin electricidad y una letrina en la parte trasera, pero le daba cien vueltas al bar de Murphy. Y como ya he dicho, la novia de Volney al menos intentó hacer algo. Fue la segunda noche que pasábamos allí.

Rodeó la cama de lámparas de queroseno e hirvió un cuchillo de cocina en una cacerola para esterilizarlo.

—Si os entran ganas de vomitar, os aguantáis hasta que acabe —advirtió.

—Estaremos bien —aseguró Johnnie—. ¿Verdad que sí, Homer?

Asentí, pero la verdad es que sentí náuseas aun antes de que empezara. Jack estaba tendido de bruces, con la cabeza vuelta hacia un lado, mascullando entre dientes sin cesar. El lugar en que se encontraba estaba lleno de personas a las que solo él veía.

—Eso espero —suspiró Conejos—, porque cuando empiece ya no habrá vuelta atrás.

Alzó la vista y vio a Dock de pie en el umbral junto a Volney Davis.

—Sal, calvorota —instó a Dock— y llévate al gran jefe contigo.

Volney Davis no era más indio que yo, pero todos se metían con él porque había nacido en territorio cherokee. Un juez lo había condenado a tres años por robar un par de zapatos y así fue como se inició en el mundo del crimen.

Volney y Dock salieron. En cuanto desaparecieron, Conejos dio la vuelta a Jack y le abrió el pecho en forma de «X», apretando con tal fuerza que yo apenas podía soportar mirar. Yo le sujetaba los pies mientras Johnnie, sentado junto a su cabeza, intentaba calmarlo, pero no sirvió de nada. Cuando Jack empezó a gritar, Johnnie le cubrió la cabeza con un paño de cocina e indicó con la cabeza a Conejos que siguiera, sin dejar de acariciar la cabeza de su amigo y asegurarle que todo saldría bien.

Esa Conejos… Dicen que las mujeres son frágiles, pero aquella no tenía nada de frágil. Las manos no le temblaron en ningún momento. La sangre, parte de ella negra y medio coagulada, empezó a brotar del corte. Cortó más hondo y al cabo de un rato empezó a salir pus. Una parte era blanca, pero también había grandes pedazos verdes que parecían mocos. Fue horrible, pero cuando llegó al pulmón, el hedor fue mil veces peor, seguro que peor que en Francia durante los ataques con gas.

Jack respiraba en grandes silbidos jadeantes que brotaban tanto de su garganta como del agujero que tenía en la espalda.

—Será mejor que te des prisa —advirtió Johnnie—. Tiene una fuga en la manguera de aire.

—Ya lo sé —repuso ella—. La bala está en el pulmón. Tú sujétalo, guapo.

De hecho, Jack no se removía mucho, porque estaba demasiado débil, y los silbidos de su respiración eran cada vez más tenues. Hacía un calor de mil demonios con todas aquellas lámparas alrededor de la cama, y el hedor del aceite caliente era casi tan intenso como el de la gangrena. Deseé haber pensado en abrir alguna ventana antes de empezar, pero era demasiado tarde.

Conejos tenía unas tenazas, pero no cabían en el agujero.

—¡A tomar por el culo! —espetó antes de arrojarlas a un lado.

Luego metió los dedos en el orificio ensangrentado, los movió hasta dar con la bala alojada, la sacó y la tiró al suelo. Johnnie se agachó para recogerla.

—Ya la recogerás luego, guapo; de momento, sigue sujetándolo.

Dicho aquello, Conejos se dedicó a taponar la carnicería con gasas. Johnnie levantó el paño y echó un vistazo al rostro de Jack.

—Justo a tiempo —anunció con una sonrisa—. El viejo Red Hamilton se ha puesto un poquitín azul.

Un coche se detuvo en el sendero de entrada. Bien podía ser la poli, pero en esos momentos no podíamos hacer nada al respecto.

—Pellízcalo para mantenerlo cerrado —me ordenó Conejos, señalando el agujero taponado con gasa—. No se me da demasiado bien la costura, pero supongo que conseguiré ponerle media docena de puntos.

No me apetecía nada acercar las manos a ese agujero, pero no iba a negarme, así que pellizqué los bordes, y al hacerlo salió más pus. El vientre se me encogió y empecé a emitir los sonidos característicos de las arcadas.

—Vamos —me dijo ella con una media sonrisa—. Si eres lo bastante hombre para apretar el gatillo, también lo serás para ocuparte de un agujero.

Y procedió a coserlo con grandes y aparatosas puntadas, clavando la aguja con ganas. Después de los dos primeros puntos ya no fui capaz de seguir mirando.

—Gracias —musitó Johnnie en cuanto acabó—. Quiero que sepas que te recompensaré por lo que has hecho.

—No cantes victoria todavía —contestó ella—. Le doy una probabilidad entre veinte.

—Se pondrá bien —aseguró Johnnie.

En aquel momento, Dock y Volney entraron en la habitación. Los seguía otro miembro de la banda, Buster Daggs o Draggs, no me acuerdo bien. En cualquier caso, había ido al teléfono que utilizaban en la estación de servicio Cities, abajo en el pueblo, y dijo que los federales habían estado muy ocupados en Chicago, deteniendo a todo aquel que consideraran involucrado en el secuestro de Bremer, el último golpe importante de la banda de Barker. Uno de los tipos a los que habían cogido era John J. (Jefe) McLaughlin, un pez gordo en la maquinaria política de Chicago, y otro, el doctor Joseph Moran, conocido también como el Llorica.

—Moran les dirá lo de este sitio, eso está más claro que el agua —comentó Volney.

—Puede que no sea verdad —intervino Johnnie; Jack estaba inconsciente, el cabello rojo extendido sobre la almohada como alambres—. Puede que solo sea un rumor.

—Qué más quisieras —resopló Buster—. Me lo ha dicho Timmy O’Shea.

—¿Quién es Timmy O’Shea, el que le limpia el culo al Papa? —replicó Johnnie.

—Es el sobrino de Moran —explicó Dock, lo cual zanjó el asunto.

—Sé lo que estás pensando, guapo —dijo Conejos a Johnnie—, y ya puedes ir olvidándolo. Si metes a este tipo en un coche y lo llevas por carreteras secundarias hasta Saint Paul, mañana estará muerto.

—Podrías dejarlo aquí —propuso Volney—. La poli aparecerá y tendrá que ocuparse de él.

Johnnie se quedó sentado con el rostro bañado en sudor. Parecía cansado, pero sonreía; Johnnie siempre encontraba una sonrisa en su interior.

—Sí, se ocuparían de él, pero no lo llevarían a un hospital. Lo más probable es que le taparan la cara con una almohada y se sentaran encima.

Palabras que me sobresaltaron, como os podréis imaginar.

—Bueno, será mejor que te decidas —urgió Buster—, porque al amanecer nos tendrán rodeados. Yo me largo.

—Largaos todos —ordenó Johnnie—. Tú también, Homer. Yo me quedaré con Jack.

—Qué coño… —terció Dock— yo también me quedo.

—¿Por qué no? —convino Volney Davis.

Buster Daggs o Draggs los miró como si estuvieran locos, pero ¿sabéis una cosa? A mí no me sorprendió lo más mínimo. Ese era el efecto que Johnnie surtía en la gente.

—Yo también me quedo —dije.

—Bueno, pues yo me largo —insistió Buster.

—De acuerdo —accedió Dock—. Llévate a Conejos.

—Y una mierda —espetó Conejos—. Tengo ganas de cocinar.

—¿Te has vuelto loca? —exclamó Dock—. Es la una de la mañana y estás de sangre hasta los codos.

—Me da igual la hora, y la sangre se lava —replicó ella—. Os voy a preparar el desayuno más espectacular de vuestra vida. Huevos, beicon, panecillos, patatas y salsa…

—Te quiero, cásate conmigo —bromeó Johnnie, y todos nos echamos a reír.

—Joder —suspiró Buster—. Bueno, si hay desayuno, yo también me quedo.

Y así fue como acabamos quedándonos todos en aquella granja de Aurora, dispuestos a morir por un hombre que, le gustara o no a Johnnie, ya tenía un pie en el otro barrio. Bloqueamos la puerta principal con un sofá y unas sillas, y la trasera con una cocina de gas que de todos modos no funcionaba; solo funcionaba la de leña. Johnnie y yo sacamos las metralletas del Ford, y Dock trajo otras del desván, además de una caja de granadas, un mortero y una caja de munición de mortero. Apuesto a que el ejército no tenía un arsenal como el nuestro en esos parajes. ¡Ja ja!

—Me da igual a cuántos nos carguemos, siempre y cuando ese cabrón de Melvin Purvis sea uno de ellos —dijo Dock.

Para cuando Conejos sirvió la comida era casi la hora a la que desayunan los granjeros. Comimos por turnos, y dos de nosotros vigilaban siempre el largo sendero que llevaba a la casa. Buster dio la alarma una vez, y todos fuimos a nuestros puestos, pero no era más que una camioneta de reparto de leche que pasaba por la carretera principal. Los federales no aparecieron. Puede considerarse un caso de información errónea, pero yo lo llamo la suerte de John Dillinger.

Entretanto, Jack seguía su triste camino de Guatemala a Guatepeor. A media tarde del día siguiente, incluso Johnnie debía de reconocer que no podía durar mucho más, aunque nunca lo habría admitido en voz alta. A mí me daba pena la mujer. Conejos había visto salir más pus entre aquellas enormes puntadas negras que le había hecho, y al verlas rompió a llorar. Lloró, lloró y lloró como si conociera a Jack Hamilton de toda la vida.

—No te preocupes —intentó tranquilizarla Johnnie—. Alegra esa cara, bonita. Hiciste lo que pudiste. Además, puede que se recupere a pesar de todo.

—Es porque le saqué la bala con los dedos —aseguró ella—. No debería haberlo hecho.

—No es por eso —intervine—. Es por la gangrena; ya tenía gangrena antes.

—Tonterías —espetó Johnnie, lanzándome una mirada asesina—. Puede que sea una infección, pero gangrena no. Ya no tiene gangrena.

Pero el pus olía a gangrena, de eso no cabía la menor duda.

—¿Recuerdas cómo te llamaba Harry cuando estábamos en Pendleton? —preguntó Johnnie sin dejar de mirarme.

Asentí. Harry Pierpont y Johnnie siempre habían sido los mejores amigos, pero yo no le caía bien a Harry. De no ser por Johnnie, nunca me habría admitido en la banda, que era la banda de Pierpont, como ya os había dicho. Harry me consideraba un imbécil, otro detalle que Johnnie no quería admitir ni comentar siquiera. Johnnie quería que todos fueran amigos.

—Quiero que salgas a cazar unas cuantas bien grandotas —pidió Johnny—, como cuando estabas en la estera de Pendleton. Unos moscones bien gordos.

Y cuando me pidió eso, supe que por fin entendía que Jack estaba acabado.

Chico Mosca, era el mote que Harry Pierpont me puso en el reformatorio de Pendleton cuando no éramos más que unos críos y yo lloraba hasta dormirme, con la cabeza escondida bajo la almohada para que los vigilantes no me oyeran. Pero en fin, Harry acabó frito en la silla eléctrica de la penitenciaría estatal de Ohio, así que tal vez yo no fuera el único imbécil.

Conejos estaba en la cocina, cortando verduras para la cena. Algo se cocía a fuego lento en el fogón. Le pregunté si tenía hilo, y me contestó que ya sabía que sí, ¿o acaso no estaba delante cuando había cosido a mi amigo? Claro que sí, respondí, pero ese era hilo negro, y yo necesitaba hilo blanco. Media docena de trozos más o menos así de largos, expliqué, sosteniendo los dedos índices a unos veinte centímetros de distancia. Conejos quería saber para qué los necesitaba. Repuse que si tenía tanta curiosidad podía mirarme por la ventana de la cocina.

—Allá atrás no hay más que la letrina —señaló ella—. No tengo ningún interés en verle hacer sus cosas, señor Van Meter.

Conejos tenía una bolsa colgada de la puerta de la despensa y rebuscó en su interior hasta sacar un carrete de hilo blanco, del que me cortó seis trozos. Le di las gracias amablemente y le pedí una tirita. Sacó algunas del cajón que había al lado del fregadero, diciendo que siempre andaba cortándose. Cogí una y me dirigí a la puerta.

Me encerraron en Pendleton por robar carteras en la línea de metro Central de Nueva York con el mismo Charlie Makley… El mundo es un pañuelo, ¿eh? ¡Ja! En cualquier caso, lo de mantener ocupados a los chicos malos se les daba de maravilla en Pendleton. Tenían lavandería, taller de carpintería y un taller de confección donde los internos hacían camisas y pantalones, en su mayoría para los policías del sistema penitenciario de Indiana. Algunos lo llamaban el taller de confección, otros el taller de putrefacción. Allí fue donde me tocó trabajar y donde conocí tanto a Johnnie como a Harry Pierpont. A Johnnie y a Harry nunca les costaba «hacer el día», pero yo siempre acababa diez camisas o cinco pantalones por debajo del cupo diario, por lo que me hacían ir a la estera. Los guardias estaban convencidos de que no llegaba porque me pasaba el día haciendo el payaso, y Harry estaba de acuerdo con ellos. Lo cierto es que era lento y torpe, algo que Johnnie parecía entender a la perfección, y que por eso hacía el payaso.

Si no hacías el día, el siguiente te lo pasabas en la caseta de los guardias, donde había una estera de unos sesenta centímetros cuadrados. Tenías que quitarte toda la ropa a excepción de los calcetines y quedarte allí de pie todo el día. Si te salías de la estera una vez, te daban un azote en el trasero. Si te salías dos veces, uno de los guardias te sujetaba mientras el otro te molía a palos, y si te salías tres veces, pasabas una semana en la celda de aislamiento. Te permitían beber toda el agua que quisieras, pero eso era un arma de doble filo, porque solo te dejaban ir a mear una vez al día, y si te pillaban con las piernas mojadas de pis, te daban una paliza y te metían en el agujero.

Me aburría mucho. Me aburría en Pendleton y me aburrí más tarde en Michigan City, la cárcel para adultos. Algunos tipos se contaban historias, otros cantaban, otros confeccionaban listas de todas las mujeres a las que se tirarían cuando salieran.

Yo, por mi parte, aprendí a enlazar moscas.

Las letrinas son lugares estupendos para cazar moscas con lazo. Me aposté junto a la puerta y procedí a hacer lazos con los trozos de hilo que me había dado Conejos. A partir de ahí solo se trataba de esperar y no moverse mucho. Esas eran las habilidades que había aprendido en la estera, y os aseguro que no se olvidan.

No llevó mucho tiempo. Las moscas aparecen a principios de mayo, pero en esa época son lentas, y para cualquiera que considere imposible enlazar una mosca… en fin, solo puedo decir que, si quieres un auténtico desafío, pruebes con los mosquitos.

Después de tres intentos cacé la primera. Eso no era nada, porque a veces, cuando estaba en la estera, me pasaba media mañana sin pillar ninguna.

—Pero ¿qué diablos está haciendo? —exclamó en aquel momento Conejos—. ¿Es magia?

A decir verdad, a cierta distancia parecía magia. Tenéis que imaginaros cómo lo veía ella a veinte metros. Un hombre de pie junto a una letrina lanzaba un trozo de hilo (al aire, por lo visto), pero en lugar de flotar hasta el suelo, el hilo quedaba suspendido en el aire. En realidad estaba enlazado a una mosca de buen tamaño. Johnnie lo habría distinguido enseguida, pero Conejos no tenía la vista de Johnnie.

Cogí el extremo del hilo y lo fijé al pomo de la puerta de la letrina con la tirita antes de ir por la segunda. Y la tercera. Conejos salió para ver mejor, y le dije que podía quedarse si se estaba calladita, pero no se le daba bien eso de estar calladita, de modo que al final tuve que advertirle que me estaba espantando la caza y ordenarle que volviera a la casa.

Me quedé junto a la letrina una hora y media, tiempo suficiente para dejar de oler su hedor. Entonces empezó a hacer frío, y las moscas comenzaron a entumecerse. Ya tenía cinco, lo que habría significado un auténtico enjambre en Pendleton, aunque no tenía tanto mérito para un hombre apostado junto a una letrina. En cualquier caso, tenía que entrar en la casa antes de que la temperatura bajara demasiado y las moscas ya no pudieran volar.

Cuando entré por la puerta de la cocina despacio y con cuidado, Dock, Volney y Conejos estaban riendo y aplaudiendo. El dormitorio de Jack se encontraba en la otra punta de la casa, y en él reinaba la penumbra. Por eso había pedido hilo blanco en lugar de negro. Parecía un tipo con un puñado de cordeles atados a globos invisibles, aunque se oía el zumbido de las moscas, confusas y enloquecidas, como cualquier bestia a la que han cazado y no sabe cómo.

—Madre mía —exclamó Dock Barker—. De verdad, Homer, es la pera. ¿Dónde aprendiste a hacer eso?

—En el reformatorio de Pendleton —repuse.

—¿Quién te enseñó?

—Nadie —aseguré—. Un día lo hice y ya está.

—¿Cómo es que no enredan los hilos? —preguntó Volney con los ojos muy abiertos, lo que me enorgulleció, debo confesarlo.

—No sé. Siempre vuelan en su propio espacio y casi nunca se cruzan. Es un misterio.

—¡Homer! —gritó Johnnie desde la otra habitación—. ¡Si las tienes, ahora es buen momento para traerlas!

Eché a andar por la cocina, tirando de las riendas de las moscas como un buen mosquero, y Conejos me tocó el brazo.

—Tenga cuidado —advirtió—. Su amigo se está muriendo, y eso ha vuelto loco a su otro amigo. Se recuperará… más tarde, pero ahora mismo es peligroso.

Eso lo sabía yo mejor que ella. Cuando Johnnie se empeñaba en conseguir algo, casi siempre lo lograba, pero esta vez no sería así.

Jack se encontraba apoyado sobre las almohadas con la cabeza en el rincón, y aunque su rostro estaba blanco como la nieve, estaba de nuevo en su sano juicio. Había recobrado la cordura al final, como a veces pasa.

—¡Homer! —exclamó en un tono de lo más alegre.

En aquel momento vio los hilos y lanzó una carcajada aguda y sibilante, nada natural, a la que siguió un ataque de tos. Se pasó un buen rato tosiendo y riendo a la vez. Al poco empezó a salirle sangre de la boca, y parte de ella salpicó los hilos. Cada vez más sangre, goteándole por el mentón hasta caer sobre la camiseta.

—¡Como en los viejos tiempos! —farfulló entre dos accesos de tos.

En el rostro de Johnnie se pintaba una expresión terrible. Enseguida advertí que me quería fuera de la habitación antes de que Jack se rompiera en pedazos, pero, al mismo tiempo, sabía que no importaba una puta mierda, y que si Jack podía morir feliz gracias a un puñado de moscas de cagadero, mejor que mejor.

—Tendrás que estarte callado, Jack —le dije.

—Ya estoy bien —jadeó con una sonrisa—. ¡Acércalas para que pueda verlas!

Pero antes de que pudiera seguir hablando, lo acometió otro acceso de tos. Se inclinó hacia delante con las rodillas dobladas y la sábana salpicada de sangre como un valle entre los dos.

Miré a Johnnie, que asintió con la cabeza. Había rebasado su límite de resistencia. Por señas me indicó que me acercara. Fui hacia él despacio, con los hilos en la mano, flotando hacia arriba, delgadas líneas blancas en la penumbra. Y Jack demasiado emocionado para darse cuenta de que estaba a punto de diñarla.

—Suéltalas —pidió con una voz tan ronca que apenas le entendí—. Me acuerdo de…

Así que solté los hilos. Durante un par de segundos, se quedaron pegados al sudor de la palma de mi mano, pero luego se separaron y quedaron suspendidos verticalmente en el aire. De repente recordé a Jack en la calle después del atraco de Mason City. Estaba disparando su metralleta para cubrirnos, a Johnnie, a Lester y a mí mientras metíamos a los rehenes en el coche. Las balas volaban a su alrededor, y si bien sufrió una herida superficial, en aquel momento parecía un hombre inmortal. En cambio, allí estaba, con las rodillas dobladas bajo una sábana empapada en sangre.

—Por las barbas del profeta, míralas —susurró mientras los hilos blancos subían solos.

—Y eso no es todo —intervino Johnnie—. Mira esto.

Avanzó un paso hacia la puerta de la cocina, dio media vuelta e hizo una reverencia sonriendo de oreja a oreja, pero era la sonrisa más triste que había visto en mi vida. Hacíamos lo que podíamos; al fin y al cabo, no podíamos prepararle la última comida, ¿verdad?

—¿Te acuerdas de cuando caminaba con las manos en el taller?

—¡Sí! Y no te dejes la presentación —le recordó Jack.

—¡Señoras y señores! —tronó Johnnie—. ¡Y ahora, en la pista central, para deleite y asombro de todos ustedes, John Herbert Dillinger!

Pronunció la «g» fuerte, como su viejo, y como él mismo antes de hacerse famoso. Luego dio una palmada e hizo la vertical. Buster Crabbe no lo habría hecho mejor. Los pantalones se le subieron hasta las rodillas, dejando al descubierto el borde de los calcetines y las espinillas. La chatarra que llevaba en los bolsillos cayó al suelo y rodó por los tablones de madera. En aquella postura echó a caminar por la habitación, ágil como él solo, cantando «Tra-ra-ra-boom-de-ay» a voz en cuello. Las llaves del Ford robado también se le cayeron del bolsillo. Jack emitía carcajadas roncas y jadeantes, como si tuviera la gripe, y Dock Barker, Conejos y Volney, agolpados en el umbral, también reían como locos. Conejos batía de palmas y gritaba «¡Bravo! ¡Otra!». Por encima de mi cabeza, los hilos blancos seguían flotando, separándose de forma muy gradual. Yo reía como los demás, pero de repente vi lo que iba a ocurrir y me detuve.

—¡Johnnie! —grité—. ¡Johnnie, cuidado con el revólver! ¡Cuidado con el revólver!

Era el maldito 38 que guardaba en la cinturilla del pantalón. Estaba a punto de caer al suelo.

—¿Eh? —farfulló Johnnie.

Y en ese momento, el arma cayó al suelo sobre las llaves y se disparó. Un 38 no es el arma más estruendosa del mundo, pero lió una más que suficiente en aquel pequeño dormitorio. Y el destello también se las trajo. Dock y Conejos lanzaron un grito. Johnnie no dijo nada, solo dio una voltereta y cayó de bruces. Sus pies aterrizaron con un fuerte golpe, a punto de chocar con el pie de la cama en la que Jack Hamilton agonizaba. Luego quedó inmóvil. Corrí hacia él, haciendo a un lado los hilos blancos.

En el primer momento creí que había muerto, porque cuando le di la vuelta vi que tenía la boca y la mejilla cubierta de sangre, pero al poco se levantó, se enjugó el rostro, miró la sangre y me miró a mí.

—Joder, Homer, ¿acabo de pegarme un tiro? —preguntó.

—Creo que sí —dije.

—¿Estoy muy mal?

Antes de que pudiera decirle que no lo sabía, Conejos me empujó a un lado, limpió la sangre con el delantal y examinó la cara de Johnnie con detenimiento durante unos segundos.

—Está bien, no es más que un rasguño.

Aunque más tarde, cuando Conejos lo hubo tratado con yodo, comprobamos que eran dos rasguños en realidad. La bala le había cortado la piel en la mejilla derecha, justo sobre el labio, luego había recorrido unos cinco centímetros de aire para volver a cortarle a la altura del pómulo, junto al ojo. Después de eso se incrustó en el techo, aunque antes de ello se llevó por delante una de mis moscas. Sé que es difícil de creer, pero es cierto, lo juro. La mosca cayó al suelo sobre un montoncito de hilo blanco, volatilizada a excepción de un par de patas.

—Johnnie —dijo Dock—. Creo que tengo malas noticias para ti, compañero.

No hizo falta que nos dijera de qué se trataba. Jack seguía sentado, pero con la cabeza tan inclinada que el cabello le rozaba la sábana entre las rodillas. Mientras comprobábamos la gravedad de la herida de Johnnie, Jack había muerto.

Dock nos indicó que lleváramos el cadáver a una gravera situada a unos tres kilómetros carretera abajo, justo detrás del límite del municipio de Aurora. Bajo el fregadero había una botella de salfumán, y Conejos nos la dio.

—Sabéis qué hacer con ella, ¿no? —preguntó.

—Claro —repuso Johnnie.

Llevaba una de las tiritas de Conejos pegada al labio superior, sobre el lugar donde el bigote no volvió a crecerle. Estaba mustio y no la miró a los ojos.

—Asegúrate de que lo hace, Homer —insistió la mujer antes de señalar con el pulgar el dormitorio en el que Jack yacía envuelto en la sábana manchada de sangre—. Si lo encuentran y lo identifican antes de que hayáis puesto tierra de por medio, las cosas se pondrán aún más feas para vosotros, y puede que también para nosotros.

—Vosotros nos alojasteis cuando nadie más quería saber nada de nosotros —repuso Johnnie—, y os aseguro que no lo lamentaréis.

Conejos le sonrió; las mujeres casi siempre se colgaban de Johnnie. Había creído que Conejos sería una excepción porque era toda sensatez, pero en ese momento vi que también había caído. Se comportaba con tanta sensatez porque sabía que no era muy agraciada precisamente. Además, cuando hay muchos hombres encerrados en una misma casa como nosotros todos aquellos días, ninguna mujer en su sano juicio provocaría malos rollos entre ellos.

—Cuando volváis ya no estaremos —advirtió Volney—. Mamá quiere ir a Florida, tiene el ojo puesto en una casa en el lago Weir…

—Cierra el pico —lo atajó Dock al tiempo que le asestaba un golpe en el hombro.

—Bueno, pues… eso, que nos largamos —balbució Volney, frotándose el hombro—. Y vosotros deberíais hacer lo mismo. Llevaos el equipaje ahora. Ni siquiera paréis a la vuelta. La situación puede cambiar en cualquier momento.

—Vale —dijo Johnnie.

—Al menos murió feliz —comentó Volney—. Murió riendo.

Yo guardé silencio. Empezaba a asimilar la idea de que Red Hamilton, mi compañero de correrías, había muerto. Estaba tristísimo. Intenté pensar en la bala que había rozado a Johnnie y matado una mosca para ver si me animaba un poco, pero lo único que conseguí fue sentirme peor.

Dock me estrechó la mano y luego la de Johnnie. Estaba muy pálido.

—La verdad, no sé cómo hemos acabado así —suspiró con expresión sombría—. Cuando era pequeño, lo único que quería era hacerme ingeniero ferroviario.

—Mira, te voy a decir una cosa —replicó Johnnie—. No tenemos que preocuparnos de nada, porque Dios siempre acaba arreglándolo todo.

Llevamos a Jack a su última morada, envuelto en la sábana ensangrentada y tendido en el asiento trasero de aquel Ford robado. Johnnie condujo hasta el extremo más alejado de la gravera por un camino salpicado de baches (cuando se trata de conducir por caminos difíciles, prefiero mil veces un Terraplane a un Ford). Una vez allí, apagó el motor y tocó la tirita que le adornaba el labio superior.

—Hoy he agotado la suerte que me quedaba, Homer —sentenció—. Me van a echar el guante.

—No digas eso —le pedí.

—¿Por qué no? Es la verdad.

El cielo aparecía blanco y cargado de lluvia; sin duda nos caería un chaparrón fangoso entre Aurora y Chicago, adonde nos dirigíamos porque Johnnie consideraba que la poli nos esperaría en Saint Paul. En alguna parte graznaban los cuervos. El único otro sonido que se oía era el tintineo del motor al enfriarse. Una y otra vez observaba el cadáver por el retrovisor. Distinguía los bultos de codos y rodillas, las finas salpicaduras de sangre en el punto donde se había inclinado casi al final entre risas y accesos de tos.

—Mira esto, Homer —indicó Johnnie, señalando el 38 que volvía a llevar en la cinturilla.

Giró el llavero del señor Francis con la yema de los dedos, cuyas huellas digitales estaban creciendo de nuevo a pesar de todas las molestias que se había tomado. El llavero contenía cuatro o cinco llaves aparte de la del Ford, así como la pata de conejo.

—La culata del arma chocó contra ella al caer —dijo, asintiendo con la cabeza—. Chocó contra mi amuleto de la suerte. Y ahora la suerte se me ha acabado. Échame una mano con Jack.

Acarreamos a Jack hasta la pendiente de grava, y luego Johnnie cogió la botella de salfumán, que tenía una calavera marrón y dos huesos cruzados en la etiqueta.

Se arrodilló y retiró la sábana.

—Coge los anillos —ordenó.

Le quité los anillos a Jack, y Johnnie se los guardó en el bolsillo. Nos dieron cuarenta y cinco dólares por ellos en Calumet City, si bien Johnnie juraba y perjuraba que el pequeño tenía un diamante de verdad.

—Ahora extiéndele las manos.

Obedecí, y Johnnie le echó un tapón lleno de salfumán sobre cada dedo. Esas huellas digitales no volverían a crecer. A continuación se inclinó sobre el rostro de Jack y lo besó en la frente.

—Odio tener que hacer esto, Red, pero sé que harías lo mismo por mí si fuera el caso.

Dicho aquello vertió el salfumán sobre las mejillas, la boca y la frente de Jack. El líquido siseó y se convirtió en espuma blanca. Cuando empezó a corroerle los párpados cerrados, aparté la vista. Y por supuesto, no sirvió de nada; un granjero encontró el cadáver después de cargar una camioneta de grava. Una jauría de perros había apartado casi todas las piedras con que lo habíamos cubierto y devorado lo que quedaba de sus manos y cara. En cuanto al resto de él, tenía suficientes cicatrices para que la policía lo identificara como Jack Hamilton.

En efecto, aquel episodio marcó el fin de la buena suerte de Johnnie. Todos los pasos que dimos a partir de entonces y hasta la noche en que Purvis y sus compinches con placa lo cazaron en el Biograph nos salieron mal. ¿Podría Johnnie haber levantado las manos para rendirse aquella noche? Yo diría que no. Purvis lo quería ver muerto de un modo u otro. Por eso los federales no revelaron a la policía de Chicago que Johnnie estaba en la ciudad.

Nunca olvidaré la risa de Jack cuando le llevé aquellas moscas atadas a sus hilos. Era un buen tipo. Casi todos ellos lo eran… buenos tipos que habían elegido el oficio equivocado. Y Johnnie era el mejor de todos. No ha existido jamás un amigo mejor. Atracamos un último banco juntos, el Merchants National, en South Bend, Indiana. Lester Nelson se unió a nosotros para la ocasión. Al salir de la ciudad nos dio la impresión de que todos los palurdos del estado disparaban contra nosotros, pero aun así logramos escapar.

Pero ¿para qué? Esperábamos sacar más de cien de los grandes, suficiente para largarnos a México y vivir como reyes, pero acabamos con veinte mil míseros pavos, casi todos ellos en peniques y billetes de dólar mugrientos.

Dios acaba arreglándolo todo, eso fue lo que Johnnie aseguró a Dock Barker justo antes de despedirnos. A mí me educaron en el cristianismo (aunque debo reconocer que a lo largo de mi vida me he apartado un poco del camino) y estoy convencido de que nos toca lo que nos toca, pero eso está bien; a los ojos de Dios, ninguno de nosotros es más que una de esas moscas atadas a hilos, y lo que importa es cuánta felicidad puedes repartir cada día. La última vez que vi a Johnnie Dillinger fue en Chicago, y se estaba riendo por algo que acababa de decirle. Con eso me basta.