Me gusta conducir y soy especialmente adicto a esos interminables tramos de interestatal donde no se ven más que praderas a ambos lados y áreas de descanso de hormigón cada sesenta kilómetros. Los lavabos siempre están repletos de pintadas, algunas de ellas extremadamente surrealistas. Empecé a coleccionar esos mensajes por casualidad, anotándolos en un cuaderno de bolsillo, otros los sacaba de internet (existen dos o tres sitios web dedicados a ellas) y por fin encontré el relato en el que encajaban. Es este. No sé si es bueno o no, pero cobré un profundo afecto al hombre solitario que es su protagonista y realmente deseo que las cosas le fueran bien. El primer borrador tenía un desenlace feliz, pero Bill Buford, de The New Yorker, me sugirió un final más ambiguo. Probablemente tenía razón, pero creo que todos deberíamos rezar una oración por los Alfie Zimmer de este mundo.