60. EL ÚLTIMO SALUDO

Eran las nueve de la noche del 2 de agosto, el agosto más terrible de la historia del mundo. Ya entonces se podía pensar que la maldición divina estaba a punto de abatirse sobre un mundo degenerado, pues en el ambiente bochornoso y estancado se notaba un silencio impresionante y una vaga sensación de expectativa. El sol se había puesto hacía un buen rato, pero por el Oeste, a los lejos, se veía una larga línea de color rojo sangre que parecía una herida abierta. En lo alto relucían las estrellas, y por debajo, en la bahía, brillaban las luces de las embarcaciones. Los dos famosos alemanes estaban de pie junto al parapeto de piedra que bordeaba el sendero del jardín, dando la espalda a la casa baja y alargada, con grandes frontones, y mirando hacia el ancho tramo de playa que se extendía al pie del gran acantilado calizo en el que Von Bork, cual águila vagabunda, se había posado cuatro años atrás. Tenían las cabezas muy juntas y hablaban en tono bajo y confidencial. Desde abajo, las puntas encendidas de sus cigarros podrían haberse confundido con los ojos relucientes de algún maligno demonio que acechara en la oscuridad.

Un hombre notable, este Von Bork, sin parangón entre todos los devotos agentes del Kaiser. Sus grandes cualidades habían sido la causa de que se le encomendara la misión en Inglaterra, la más importante de todas; pero, desde que se había hecho cargo de la misma, estas cualidades se habían ido haciendo cada vez más evidentes para la media docena de personas que estaban al corriente de la verdad. Una de estas personas era su actual acompañante, el barón Von Herling, secretario jefe de la embajada, cuyo potente automóvil Benz de 100 caballos bloqueaba el camino rural, aguardando para llevar a su propietario de regreso a Londres.

—Si no he interpretado mal la marcha de los acontecimientos, lo más probable es que esté usted de vuelta en Berlín antes de una semana —estaba diciendo el secretario—. Y cuando llegue allí, querido Von Bork, creo que le sorprenderá el recibimiento que van a hacerle. Da la casualidad de que sé lo que se piensa en las altas esferas acerca de su labor en este país.

El secretario era un hombre gigantesco, alto y corpulento, y hablaba con una lentitud y una pomposidad que constituían su principal baza en su carrera diplomática.

Von Bork se echó a reír.

—No es nada difícil engañarlos —comentó—. No es posible imaginar gente más dócil y más simple.

—No estoy tan seguro de eso —dijo el otro, pensativo—. Tienen limitaciones sorprendentes y hay que aprender a tenerlas en cuenta. Esa misma simplicidad superficial constituye una verdadera trampa para el extranjero. La primera impresión que uno se lleva es que son absolutamente blandos. Y de pronto, uno tropieza con algo muy duro y se da cuenta de que ha llegado al límite y que tiene que adaptarse a esa realidad. Tienen, por ejemplo, esos convencionalismos insulares que, simplemente, hay que respetar.

—¿Se refiere usted a los «buenos modales» y todas esas cosas? —preguntó Von Bork con un suspiro, como quien ha tenido que aguantar mucho.

—Me refiero a los prejuicios británicos en todas sus curiosas manifestaciones. Como ejemplo, podría citar uno de mis peores tropiezos. Puedo permitirme el lujo de hablar de mis tropiezos porque usted conoce mi trabajo lo suficientemente bien como para estar al corriente de mis éxitos. Sucedió la primera vez que vine. Me invitaron a pasar un fin de semana en la casa de campo de un ministro del Gobierno. Las conversaciones fueron increíblemente indiscretas.

Von Bork asintió.

—He estado allí —dijo secamente.

—Exacto. Pues bien, como es natural, envié a Berlín un resumen de la información. Por desgracia, nuestro buen canciller es un poco chapucero en esta clase de asuntos, y se le ocurrió hacer un comentario que demostraba que estaba informado de lo que se había dicho. Y, claro está, la pista conducía directamente a mí. No tiene usted idea del daño que eso me hizo. Le aseguro que en aquella ocasión no hubo nada de blando en nuestros anfitriones británicos. Tardé dos años en repararlo. En cambio, usted, con esa pose de deportista…

—No, no la llame pose. Una pose es algo artificial y esto es completamente natural. Soy un deportista nato. Disfruto siéndolo.

—Bueno, eso lo hace aún más eficaz. Usted compite en regatas con ellos, va de caza con ellos, juega al polo, participa en todos sus juegos, su tiro de caballos gana el premio del Olympia…, hasta he oído que ha llegado a boxear con los oficiales jóvenes. ¿Y cuál es el resultado? Nadie lo toma en serio. Es usted un «tipo simpático», un sujeto «bastante decente para ser alemán», un bebedor, trasnochador, juerguista e irresponsable. Y mientras tanto, esta apacible casa de campo es el foco de la mitad de las conspiraciones que se traman contra Inglaterra, y el joven caballero deportista es el agente secreto más astuto de toda Europa. Eso es genio, querido Von Bork. ¡Genio!

—Me adula usted, barón. Aunque, desde luego, puedo asegurar que mis cuatro años en este país no han sido improductivos. Nunca le he enseñado mi pequeño almacén. ¿Le gustaría entrar a verlo un momento?

La puerta del despacho daba directamente a la terraza. Von Bork la empujó, entró el primero y giró el interruptor de la luz eléctrica. A continuación, cerró la puerta detrás de la voluminosa figura que le seguía y corrió cuidadosamente la pesada cortina sobre la ventana enrejada. Solo después de tomar y repasar todas estas precauciones volvió su rostro bronceado y aguileño hacia su visitante.

—Algunos de mis documentos ya no están aquí —dijo—. Cuando mi esposa y la servidumbre partieron ayer hacia Flessinga, se llevaron los menos importantes. Para los demás, por supuesto, tendré que solicitar la protección de la embajada.

—Su nombre ya está inscrito como miembro del personal. Ni usted ni su equipaje tendrán ningún problema. Por supuesto, también es posible que no tengamos que irnos. Puede que Inglaterra abandone a Francia a su suerte. Estamos seguros de que no existe entre ellas ningún tratado vinculante.

—¿Y Bélgica?

—Con Bélgica, lo mismo.

Von Bork meneó la cabeza.

—Eso ya no lo veo tan claro. Ahí sí que existe un tratado concreto. Inglaterra jamás se recuperaría de semejante humillación.

—Por lo menos, tendría paz de momento.

—¿Y su honor?

—¡Bah! Señor mío, vivimos en una época utilitarista. El honor es un concepto medieval. Además, Inglaterra no está preparada. Resulta inconcebible, pero ni siquiera nuestro impuesto especial de guerra de cincuenta millones, que cualquiera pensaría que dejaba nuestros propósitos tan claros como si los hubiéramos anunciado en la primera página del Times, ha conseguido despertar a esta gente de su letargo. De vez en cuando, alguien hace una pregunta, y mi tarea consiste en inventar una respuesta. También de vez en cuando, se produce alguna irritación y mi tarea entonces consiste en suavizarla. Pero le puedo asegurar que en las cuestiones esenciales, como almacenamiento de municiones, preparativos contra los ataques de submarinos, instalaciones para fabricar explosivos potentes, etcétera, no hay nada preparado. ¿Cómo va a poder intervenir Inglaterra, sobre todo después del potaje diabólico que le hemos cocinado con la guerra civil en Irlanda, los energúmenos rompiendo ventanas y sabe Dios cuántas cosas más, para que su atención se mantenga ocupada en la propia casa?

—Tiene que pensar en su futuro.

—¡Ah, esa es otra cuestión! Supongo que, con vistas al futuro, tenemos planes muy concretos para Inglaterra, y en este aspecto la información que usted ha conseguido resultará fundamental. Ya sea hoy o mañana, tendremos que vérnoslas con míster John Bull. Si prefiere que sea hoy, estamos perfectamente preparados. Si lo quiere dejar para mañana, estaremos más preparados aún. Tal como yo lo veo, más les valdría luchar teniendo aliados que sin tenerlos, pero eso es asunto suyo. Esta semana se decide su destino…, pero me estaba usted hablando de sus documentos.

En el rincón más lejano de la espaciosa habitación, revestida de planchas de roble y repleta de libros, colgaba una cortina. Al descorrerla, quedó al descubierto una gran caja fuerte con refuerzos de latón. Von Bork desprendió de la cadena de su reloj una llavecita y, tras largas manipulaciones con la cerradura, abrió la pesada puerta.

—¡Mire! —dijo, apartándose a un lado y haciendo un gesto con la mano.

La luz cayó de lleno sobre el interior de la caja abierta, y el secretario de la embajada contempló con interés absorto las hileras de archivadores llenos de documentos que la ocupaban. Cada archivador tenía un rótulo, y al pasar la mirada por ellos leyó una larga serie de títulos como «Vados», «Defensas portuarias», «Aeroplanos», «Irlanda», «Egipto», «Fortificaciones de Portsmouth», «El Canal», «Rosyth» y muchos más. Todos los compartimientos estaban abarrotados de papeles y planos.

—¡Colosal! —exclamó el secretario, dejando a un lado su cigarro y aplaudiendo suavemente con sus gordinflonas manos.

—Y todo en cuatro años, barón. No está nada mal para un provinciano borrachín y jinete empedernido. Pero la joya de mi colección está al llegar, y ya le tengo preparado su sitio —señaló un espacio que llevaba el rótulo de «Código de señales de la Marina».

—Pero ahí ya tiene una buena cantidad de documentación.

—Toda anticuada e inservible. De alguna manera, el Almirantazgo ha captado la alarma y ha cambiado todos los códigos. Ha sido un mal golpe, barón, el peor contratiempo de toda mi campaña. Pero gracias a mi talonario de cheques y al bueno de Altamont, esta noche se arreglará todo.

El barón consultó su reloj y emitió una exclamación gutural de desencanto.

—Vaya, no puedo quedarme aquí más tiempo. Ya se imaginará usted que ahora mismo hay mucho movimiento en Carlton Terrace, y todos tenemos que estar en nuestros puestos. Me habría gustado poder llevar la noticia de este gran golpe suyo. ¿No le ha dicho Altamont a qué hora vendría?

Von Bork le alargó un telegrama:

Iré esta noche sin falta con las bujías nuevas.

Altamont.

—Conque bujías, ¿eh?

—Verá, él se hace pasar por técnico de motores, y yo tengo un garaje muy bien provisto. En nuestro código, todo aquello que puede presentarse tiene el nombre de algún repuesto. Si se habla de un radiador, se trata de un acorazado; si de una bomba de aceite, es un crucero, y así todo. Las bujías son los códigos de señales.

—Enviado desde Portsmouth a mediodía —dijo el secretario, examinando la primera línea del impreso—. Por cierto, ¿cuánto le paga?

—Por este trabajo concreto, quinientas libras. Pero, por supuesto, tiene también un salario fijo.

—¡Qué granuja avariento! Estos traidores son útiles, pero me duele pagarles por su traición.

—A mí no me duele nada pagar a Altamont. Trabaja de maravilla. Le pago muy bien, pero él entrega la mercancía, por decirlo con sus propias palabras. Además, no es ningún traidor. Le aseguro que el más pangermánico de nuestros prusianos es una tierna paloma en sus sentimientos hacia Inglaterra comparado con un verdadero fanático irlandés-americano.

—Ah, ¿así que es un irlandés-americano?

—Si le oyera usted hablar, no lo pondría en duda. Le aseguro que a veces me cuesta trabajo entenderlo. Parece que no solo ha declarado la guerra al Rey de Inglaterra sino también al idioma inglés. ¿De verdad tiene usted que irse? Puede llegar en cualquier momento.

—No, lo siento, pero ya me he quedado demasiado tiempo. Le esperamos mañana a primera hora, y cuando ese código de señales haya pasado por la puertecita de la escalinata del duque de York, podrá usted poner un triunfal colofón en su hoja de servicios en Inglaterra. ¡Caramba! ¡Tokay!

El secretario señaló una botella con grueso precinto de lacre y cubierta de polvo, que se encontraba sobre una bandeja junto con dos copas.

—¿Puedo ofrecerle una copa antes de que se marche?

—No, gracias. Pero esto me huele a francachela.

—Altamont tiene muy buen gusto en cuestión de vinos, y se ha aficionado a mi tokay. Es un tipo muy susceptible y hay que seguirle la corriente en ciertas cosillas. Tengo que estudiarlo, se lo aseguro.

Habían salido de nuevo a la terraza, avanzando hasta su extremo más alejado, donde, en respuesta a un toque del conductor, el gran automóvil había empezado a agitarse y ronronear.

—Supongo que aquellas son las luces de Harwich —dijo el secretario, poniéndose su guardapolvo—. ¡Qué tranquilo y apacible se ve todo! Pero es posible que antes de una semana se vean otras luces, y que la costa inglesa parezca menos apacible. Y tampoco los cielos estarán tan tranquilos como ahora si llega a hacerse realidad todo lo que nos promete el bueno de Zeppelin. Por cierto, ¿quién es esa?

Detrás de ellos solo había una ventana iluminada. En ella se veía una lámpara de pie y, junto a ella, sentada ante una mesa, había una ancianita coloradota con una cofia campesina. Estaba encorvada sobre su labor de punto, que interrumpía de vez en cuando para acariciar a un enorme gato negro que descansaba a su lado sobre un taburete.

—Esa es Martha, la única sirvienta que me queda.

El secretario dejó escapar una risita.

—Casi podría ser un símbolo de la Gran Bretaña —dijo—, con su absoluta concentración y su aspecto general de confortable somnolencia. ¡Bien, Von Bork, au revoir!

Haciendo un último saludo con la mano, se introdujo en el coche; un momento después, los dos conos dorados de los faros se dispararon a través de la oscuridad. El secretario se recostó en los cojines de la lujosa limusina, con su pensamiento tan absorto en la inminente tragedia europea que ni se dio cuenta de que, al torcer para tomar la calle del pueblo, su automóvil estuvo a punto de chocar con un pequeño Ford que venía en dirección contraria.

Cuando la luz de los faros del coche se perdió en la distancia, Von Bork regresó a su despacho caminando a paso lento. Al pasar, se fijó en que su anciana ama de llaves había apagado la lámpara y se había retirado. El silencio y la oscuridad que reinaban en su espaciosa mansión eran para él una experiencia nueva, ya que su familia y su servidumbre habían formado un grupo bastante numeroso. Sin embargo, era un alivio pensar que todos ellos se encontraban a salvo y que, exceptuando a la anciana, que hasta entonces había estado en la cocina, tenía toda la casa para él solo. Había que hacer una buena limpieza en el despacho y puso manos a la obra hasta que su rostro inteligente y atractivo enrojeció a causa del calor de los documentos que ardían. Junto a la mesa tenía una maleta de cuero, y en ella empezó a colocar, de manera muy ordenada y sistemática, el precioso contenido de su caja fuerte. Sin embargo, apenas había iniciado esta tarea cuando sus sensibles oídos captaron el lejano sonido de un coche. Al instante, soltó una exclamación de satisfacción, apretó las correas de la maleta, cerró con llave la caja fuerte y salió corriendo a la terraza, justo a tiempo de ver las luces de un pequeño automóvil que se detenía ante la puerta. Un pasajero saltó del coche y se dirigió con rapidez hacia él, mientras el conductor, un hombre corpulento y de edad avanzada con bigote gris, se arrellanaba en un asiento como resignándose a una larga espera.

—¿Y bien? —preguntó Von Bork con ansiedad, corriendo al encuentro de su visitante.

A modo de respuesta, el hombre hizo ondear sobre su cabeza un paquetito en papel de estraza.

—Esta noche sí que podemos chocarla a gusto, colega —exclamó—. Aquí traigo por fin el mogollón.

—¿Las señales?

—Como le decía en mi cable. Todas y cada una: semáforo, linternas, radiogramas…, copias, claro está, no las originales. Eso habría sido demasiado peligroso. Pero es un artículo fetén, puede usted apostar por eso —dijo, palmeando al alemán en el hombro con una familiaridad tan brusca que sobresaltó a este.

—Entremos —dijo Von Bork—. Estoy solo en casa y no esperaba más que esto. Desde luego, una copia es mejor que el original. Si se echara en falta el original, volverían a cambiarlo todo. ¿Cree usted que podemos fiarnos de esta copia?

El irlandés-americano había entrado en el despacho, sentándose en una butaca y estirando sus largos miembros. Era un hombre alto y demacrado, de unos sesenta años, de facciones bien marcadas y con una barbita de chivo que le daba un cierto parecido con las caricaturas del Tío Sam. De la comisura de su boca colgaba un cigarro muy chupado, a medio fumar, y al sentarse raspó una cerilla para volverlo a encender.

—Preparando la mudanza, ¿eh? —comentó, mirando a su alrededor—. Oiga, amigo —añadió cuando sus ojos se posaron en la caja fuerte, cuya cortina había quedado descorrida—, ¿no me irá a decir que guarda sus papeles en esa cosa?

—¿Por qué no?

—Pero oiga, si ese cacharro es como si estuviera abierto. ¡Y dicen que es usted todo un señor espía! Cualquier chorizo yanqui lo abriría con un abrelatas. Si llego a saber que mis cartas iban a estar tiradas por ahí en un chisme como ese, a buenas horas iba yo a jugármela escribiéndole.

—Me gustaría ver a un ladrón intentando forzar esa caja fuerte —respondió Von Bork—. No hay herramienta que corte ese metal.

—¿Y la cerradura?

—Tampoco; es de doble combinación. ¿Sabe lo que es eso?

—Que me registren —respondió el americano.

—Pues significa que, para que la cerradura funcione, hace falta una palabra clave y un conjunto de números —se levantó para enseñarle un doble círculo giratorio que rodeaba el ojo de la cerradura—. La rueda de fuera es para las letras, y la de dentro para los números.

—Vaya, vaya, qué fenómeno.

—Ya ve que no es tan fácil como usted pensaba. La mandé construir hace cuatro años. ¿Y a que no adivina qué palabra y qué números elegí como clave?

—Ni idea.

—Pues elegí la palabra «agosto» y la cifra 1914, precisamente la fecha actual.

El rostro del americano dio muestras de sorpresa y admiración.

—¡Caramba, qué tío más listo! ¡Eso es afinar!

—Pues sí; ya desde entonces, unos pocos de nosotros llegamos a pronosticar hasta la fecha. La fecha ha llegado, y mañana mismo por la mañana echo el cierre.

—Vale, pero también conmigo tendrá que ajustar cuentas. No voy a quedarme en este maldito país más solo que la una. Tal como yo lo veo, en menos de una semana John Bull va a plantarse sobre sus patas traseras para liarse a zarpazos. Preferiría poder mirarlo desde el otro lado del charco.

—Pero usted es ciudadano americano.

—¿Y qué? También Jack James era ciudadano americano, y ahí lo tiene, cumpliendo condena en Portland. De poco vale decirle a la bofia inglesa que uno es ciudadano americano. «Aquí se cumplen las leyes y el orden británicos», le dirán. A propósito, amigo, y ya que hablamos de Jack James, se me ocurre que no hace usted gran cosa para proteger a sus hombres.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Von Bork en tono áspero.

—Pues bueno, usted es el jefe, ¿no? Es cosa suya procurar que no los pillen. Pero los van pillando, ¿y qué hace usted por sacarlos? Ahí está James…

—Lo de James fue culpa suya, y usted lo sabe. Era demasiado terco para este trabajo.

—James era un tarugo, en eso estoy de acuerdo. Pero también está Hollis.

—Ese hombre estaba loco.

—Bueno, al final sí que estaba un poco sonado. Cuando uno tiene que estar representando un papel de la mañana a la noche, con cien tíos dispuestos a darle el chivatazo a la bofia, no es raro que acabe majareta. Pero ¿qué me dice de Steiner?

Von Bork se estremeció violentamente y su rostro rubicundo se volvió un tanto más pálido.

—¿Qué pasa con Steiner?

—Pues nada, que lo pillaron, ni más ni menos. Anoche registraron su garito, y ahora él y sus papeles están en el penal de Portsmouth. Usted se larga, mientras el pobre diablo paga los platos rotos, y suerte tendrá si sale con vida. Por eso mismo quiero cruzar el charco en cuando usted se las pire.

Von Bork era un hombre duro e impasible, pero se advertía con facilidad que la noticia le había trastornado.

—¿Cómo han podido descubrir a Steiner? —murmuró—. Este es el peor golpe que hemos sufrido.

—Pues a punto hemos estado de recibir uno aún peor, porque creo que no me andan muy lejos.

—¡No puede ser!

—Lo que yo le diga. Estuvieron haciéndole preguntas a mi casera, allá en Fratton, así que, cuando me enteré, me dije que ya iba siendo hora de ahuecar el ala. Pero lo que me gustaría saber, señor mío, es cómo llega la bofia a enterarse de estas cosas. Steiner es el quinto hombre que pierde desde que yo fiché por usted, y si no me muevo deprisa, ya sé quién va a ser el sexto. ¿Cómo se lo explica? ¿Y no le da vergüenza ver cómo van cayendo sus hombres?

Von Bork se puso encarnado.

—¿Cómo se atreve a hablarme de ese modo?

—Mire usted: si yo no fuera atrevido, no estaría trabajando para usted. Pero le voy a decir sin rodeos lo que me ronda por la cabeza. He oído decir que ustedes, los políticos alemanes, cuando un agente ha cumplido ya su tarea, no tienen reparos en quitárselo de encima.

Von Bork se puso en pie de un salto.

—¿Se atreve a insinuar que yo mismo he delatado a mis propios agentes?

—Yo no digo tanto, señor mío, pero en alguna parte hay un chivato o un traidor, y a usted le toca descubrir dónde. De cualquier manera, yo no pienso correr más riesgos. Me las piro a la vieja Holanda, y cuanto antes, mejor.

Von Bork había logrado dominar su cólera.

—Llevamos demasiado tiempo siendo aliados como para que empecemos a pelearnos precisamente en el momento de la victoria —dijo—. Ha realizado usted un trabajo espléndido y peligroso, y eso no puedo olvidarlo. Me parece muy bien que se vaya a Holanda. En Rotterdam podrá tomar un barco a Nueva York. Dentro de una semana, ninguna otra línea será segura. Bien, me haré cargo de ese libro y lo empaquetaré con lo demás.

El americano aún tenía en la mano el libro, pero no hizo ningún ademán de entregarlo.

—¿Y qué hay de la pasta? —preguntó.

—¿La qué?

—La tela. La guita. Los quinientos papeles. A última hora, el artillero se puso de lo más chungo, y tuve que untarlo con cien dólares de más, porque, si no, nos deja colgados. «¡Ni hablar!», me dijo, y lo decía en serio; pero con los últimos cien se apañó la cosa. Así que, entre pitos y flautas, el asunto me ha salido por doscientas libras, conque no piense que se lo voy a entregar sin recibir mi tajada.

Von Bork sonrió con cierta amargura.

—No parece que tenga usted una opinión muy elevada de mi honor —dijo—. ¿Así que quiere cobrar antes de entregar el libro?

—Venga tío, los negocios son los negocios.

—Muy bien. Como usted quiera —se sentó a la mesa y rellenó un cheque, arrancándolo del talonario, pero sin entregárselo a su interlocutor—. En fin, puesto que vamos a tratar en estos términos, no veo por qué debería yo fiarme de usted más de lo que usted se fía de mí. ¿Entiende? —añadió, girando la cabeza para mirar al americano por encima del hombro—. Aquí dejo el cheque, encima de la mesa. Pero reclamo el derecho a examinar el paquete antes de que usted recoja el dinero.

El americano se lo entregó sin decir una sola palabra. Von Bork desató la cuerda y deshizo dos envoltorios de papel. Y tuvo que sentarse, mudo de asombro, contemplando el librito azul que tenía ante sus ojos. En la portada, impreso en letras doradas, se leía: Manual práctico del apicultor. El maestro de espías no tuvo más que un instante para mirar aquel extraño e irrelevante título. Al instante siguiente, una garra de hierro lo sujetó por la nuca, y alguien apretó contra su rostro contorsionado una esponja empapada en cloroformo.

* * *

—¿Otra copa, Watson? —dijo Sherlock Holmes, acercando la botella de tokay imperial.

El corpulento conductor, que se había sentado a la mesa, adelantó su copa con entusiasmo.

—Es un buen vino, Holmes.

—Un vino extraordinario, Watson. Este amigo que tenemos en el sofá me ha asegurado que procede de la bodega especial de Francisco José, en el Palacio de Schónbrunn. ¿Le importaría abrir la ventana? Los vapores del cloroformo no sientan nada bien al paladar.

La caja fuerte estaba abierta de par en par y Holmes estaba de pie delante de ella, sacando un archivo tras otro, examinando rápidamente su contenido y colocándolos con mucho cuidado en la maleta de Von Bork. El alemán estaba tumbado en el sofá, roncando ruidosamente, con los brazos sujetos con una correa y las piernas con otra.

—No tenemos ninguna prisa, Watson. Nadie nos va a interrumpir. ¿Me hace el favor de tocar el timbre? No hay nadie en la casa, excepto la vieja Martha, que ha representado su papel de un modo admirable. Lo primero que hice al encargarme del caso fue conseguirle esta colocación. Ah, Martha, le alegrará saber que todo ha salido bien.

La simpática anciana había aparecido en el umbral de la puerta. Saludó a Holmes con una reverencia y una sonrisa, pero se quedó mirando con cierta aprensión a la figura tendida en el sofá.

—Todo va bien, Martha. No ha sufrido ningún daño.

—Me alegro, señor Holmes. Dentro de lo que cabe, ha sido un buen patrón. Ayer quería que me marchara a Alemania con su señora, pero, claro, eso no habría convenido a sus planes, ¿verdad, señor Holmes?

—Desde luego que no, Martha. Mientras usted estuviera aquí, yo podía sentirme tranquilo. Esta noche hemos tenido que esperar bastante hasta que usted dio la señal.

—Fue por culpa del secretario, señor.

—Ya lo sé. Nos cruzamos con su coche.

—Creí que nunca se iría. Y sabía que no entraba en sus planes encontrárselo aquí.

—Nada en absoluto. Bueno, lo único que ha pasado es que hemos tenido que esperar una media hora hasta que vimos su lámpara y comprendimos que no había moros en la costa. Mañana puede presentarme su informe en el Hotel Claridge’s de Londres.

—Muy bien, señor.

—Supongo que lo tendrá todo dispuesto para marcharse.

—Sí, señor. Hoy ha echado siete cartas al correo. Como siempre, he copiado las direcciones.

—Excelente, Martha. Mañana les echaré un vistazo. Buenas noches.

Cuando la anciana hubo desaparecido, Holmes continuó:

—Estos papeles no tienen demasiada importancia, ya que, como es natural, la información que contienen ya fue enviada hace mucho tiempo al gobierno alemán. Estos son los originales, que no podían sacarse del país sin peligro.

—O sea, que no sirven para nada.

—Yo no diría tanto, Watson. Por lo menos, servirán para que nuestra gente sepa lo que ellos saben y lo que no. Además, le diré que muchos de estos papeles le llegaron por mediación mía, y no es preciso añadir que no merecen ningún crédito. ¡Cómo alegraría mis años de decadencia el ver un crucero alemán navegando por el canal de Solent fiándose del plano del campo de minas que yo les proporcioné! Pero ¿qué tal usted, Watson? —interrumpió su trabajo y cogió a su viejo amigo por los hombros—. Apenas he tenido ocasión de verle a la luz. ¿Cómo le han tratado los años? Parece el mismo buen mozo de siempre.

—Me siento veinte años más joven, Holmes. Pocas veces me he sentido tan feliz como cuando recibí su telegrama pidiéndome que viniera a su encuentro en Harwich con el coche. Pero usted, Holmes…, ha cambiado muy poco…, excepto por esa horrenda barba de chivo.

—Ya ve los sacrificios que uno tiene que hacer por su país, Watson —dijo Holmes, dando un tirón a su mechón de barba—. Pero mañana no quedará de ella más que un desagradable recuerdo. Con un buen corte de pelo y unos pocos arreglos de poca monta, estoy seguro de que mañana reapareceré en el Claridge’s tal como era antes de que me encasquetaran…, le pido perdón, Watson, parece que mi dominio del idioma ha desaparecido para siempre…, antes de que me encomendaran esta misión.

—Pero ¿no se había retirado usted? Había oído decir que vivía como un ermitaño con sus abejas y sus libros en una pequeña granja del Sur.

—Exacto, Watson. Y aquí tiene el fruto de mi cómoda holganza, la obra magna de mis últimos años —recogió el libro de encima de la mesa y leyó en voz alta el título completo—: Manual práctico del apicultor, con algunos comentarios acerca de la separación de la reina. Lo hice yo solito. Contemplé el fruto de las noches de reflexión y los días de trabajo dedicados a observar las cuadrillas de pequeñas obreras, tal como en otros tiempos observaba el mundo del crimen en Londres.

—¿Y cómo fue lo de volver al trabajo?

—¡Ah, a mí mismo me sorprende con frecuencia! Habría podido resistirme al ministro de Asuntos Exteriores si hubiera sido solo él, pero cuando el propio Primer Ministro se dignó acudir a mi humilde morada… Lo cierto es, Watson, que este caballero del sofá resultaba demasiado listo para nuestra gente. Es una clase aparte. Las cosas iban mal, y nadie entendía por qué iban mal. Se encontraron sospechosos, e incluso se capturó a algún que otro agente, pero todo indicaba que existía una fuerza central, secreta y muy poderosa. Era absolutamente necesario descubrirla. No sabe cómo me presionaron para que me ocupara del asunto. Me ha costado dos años, Watson, pero no han estado escasos de emociones. Si le digo que inicié mi peregrinación en Chicago, que ingresé en una sociedad secreta de irlandeses en Buffalo, que les causé graves quebraderos de cabeza a los policías de Skibbareen, y que de este modo conseguí por fin que se fijara en mí un agente subalterno de Von Bork, que me recomendó como hombre que podía resultar útil, se dará usted cuenta de que el asunto era complicado. Desde entonces, he disfrutado del honor de su confianza, lo cual no ha impedido que la mayor parte de sus planes saliera ligeramente mal y que cinco de sus mejores agentes fueran a parar a la cárcel. Yo los tenía vigilados, Watson, y los iba agarrando en cuanto estaban maduros. Bien, señor, espero que se encuentre usted recuperado.

Esta última frase iba dirigida al propio Von Bork, que, después de abundantes jadeos y parpadeos, se había quedado inmóvil escuchando el relato de Holmes. De pronto, con el rostro deformado por la pasión, estalló en un furioso torrente de insultos en alemán. Holmes continuó con su rápida inspección de los documentos, mientras su prisionero juraba y maldecía.

—Aunque le falta musicalidad, el alemán es el más expresivo de los idiomas —comentó Holmes cuando Von Bork se calló de puro agotamiento—. ¡Caramba, caramba! —añadió, mirando fijamente la esquina de un dibujo antes de meterlo en la caja—. Esto va a meter a otro pájaro en la jaula. No me figuraba que este pagador fuese tan granuja, aunque ya hace tiempo que le tenía echada la vista encima. Señor Von Bork, va usted a tener que responder a muchas cosas.

El prisionero se había incorporado en el sofá con alguna dificultad y miraba a su captor con una extraña mezcla de asombro y odio.

—¡Me las pagará usted, Altamont! —dijo, hablando con deliberada lentitud—. Aunque me lleve toda la vida, me las pagará.

—¡La vieja canción! —dijo Holmes—. ¡Cuántas veces la he escuchado en mis buenos tiempos! Era la tonadilla favorita del difunto y llorado profesor Moriarty. También al coronel Sebastian Moran le gustaba canturrearla. Y sin embargo, aquí me tiene, vivito y criando abejas en las tierras bajas del Sur.

—¡Maldito seas, traidor por partida doble! —gritó el alemán, forcejeando con sus ligaduras y echando llamas asesinas por los ojos.

—No, no; no soy tan malo como parece —dijo Holmes, sonriendo—. Como podrá deducir por mi manera de hablar, el señor Altamont de Chicago jamás existió en realidad. Resultaba útil, pero ya se ha esfumado.

—Entonces, ¿quién es usted?

—La verdad es que eso no tiene mayor importancia, pero ya que parece interesarle, señor Von Bork, puedo decirle que no es esta la primera vez que tengo tratos con miembros de su familia. En otros tiempos realicé bastantes trabajos en Alemania, y es probable que mi nombre le suene.

—Me gustaría conocerlo —dijo el prusiano en tono feroz.

—Pues yo fui el que llevó a cabo la separación entre Irene Adler y el difunto Rey de Bohemia, en la época en que su primo Heinrich era embajador imperial. Yo fui el que salvó al conde Von und Zu Grafenstein, hermano mayor de su madre, de ser asesinado por el nihilista Klopman. Yo fui…

El asombro hizo incorporarse a Von Bork.

—Solo puede ser un hombre —exclamó.

—El mismo —dijo Holmes.

Von Bork lanzó un gemido y se hundió de nuevo en el sofá.

—¡Y la mayor parte de esa información me llegó a través de usted! —exclamó—. ¿Para qué vale? ¿Qué es lo que he hecho? ¡Esto es mi ruina para siempre!

—Desde luego, es un poquitín inexacta —dijo Holmes—. Sería preciso verificarla, y tiene usted poco tiempo para verificaciones. Es posible que su almirante se encuentre con que los nuevos cañones son bastante más grandes que lo que él supone, y los cruceros tal vez sean un pelín más rápidos.

Desesperado, Von Bork se llevó las manos a la garganta.

—Hay todavía otros muchos detalles que, sin duda, saldrán a la luz en su debido momento. Pero usted posee una cualidad que es muy rara en un alemán, señor Von Bork: es usted un deportista, y estoy seguro de que no me guardará rencor cuando caiga en la cuenta de que, después de haber superado en ingenio a tantas personas, ha encontrado por fin una más lista que usted. Al fin y al cabo, usted ha hecho todo lo que ha podido por su país, y yo he hecho todo lo que he podido por el mío. ¿Hay algo más natural? Además —añadió en tono nada hostil, poniendo la mano sobre el hombro del hombre postrado—, esto es mejor que caer ante un adversario menos digno. Los papeles ya están listos, Watson. Si me ayuda con el prisionero, creo que podremos partir hacia Londres inmediatamente.

No resultó fácil trasladar a Von Bork, que era un hombre fuerte y estaba desesperado. Por fin, agarrándolo cada uno por un brazo, los dos amigos lo llevaron muy despacio a través del jardín que tan orgullosa y confiadamente había recorrido pocas horas antes, mientras recibía las felicitaciones del famoso diplomático. Tras un breve forcejeo final, consiguieron dejarlo, todavía atado de pies y manos, en el asiento libre del pequeño automóvil, encajando junto a él su preciosa maleta.

—Confío en que se encuentre usted tan cómodo como permiten las circunstancias —dijo Holmes cuando todo estuvo dispuesto—. ¿Pensará que me tomo muchas libertades si enciendo un cigarro y se lo coloco entre los labios?

Pero el furioso alemán no estaba de humor para apreciar las atenciones.

—Supongo que se da usted cuenta, señor Sherlock Holmes —dijo—, de que, si su gobierno lo respalda a usted en esta indignidad, ello equivaldría a un acto de guerra.

—¿Y qué me dice de su gobierno y de todas estas indignidades? —dijo Holmes, dando unas palmaditas a la maleta.

—Usted es un particular, y no tiene autoridad para detenerme. Todo este procedimiento es absolutamente ilegal e insultante.

—Absolutamente —respondió Holmes.

—Está secuestrando a un súbdito alemán.

—Y robando sus documentos privados.

—Ya veo que se dan cuenta de su situación, usted y este cómplice suyo. Si se me ocurriera gritar cuando pasemos por el pueblo…

—Querido señor, si se le ocurriera hacer algo tan estúpido, lo más probable es que contribuyera a aumentar el limitado catálogo de nombres de tabernas de pueblo, añadiendo el de El prusiano ahorcado. Los ingleses son criaturas pacientes, pero en estos momentos su temperamento se encuentra un poco irritado, y no sería muy prudente poner a prueba su paciencia. No, señor Von Bork, usted se quedará callado como un hombre sensato y vendrá con nosotros a Scotland Yard, desde donde podrá avisar a su amigo, el barón Von Herling, para ver si aún puede ocupar esa plaza que le tiene reservada en el séquito de la embajada. En cuanto a usted, Watson, tengo entendido que se va a reincorporar usted a su antiguo servicio, así que Londres no le vendrá muy a trasmano. Quédese conmigo aquí en la terraza, porque esta puede que sea la última conversación tranquila que tengamos en nuestras vidas.

Los dos amigos se enzarzaron durante algunos minutos en una charla íntima, rememorando una vez más los viejos tiempos, mientras su prisionero se esforzaba en vano por aflojar las ligaduras que le ataban. Cuando regresaban al coche, Holmes señaló hacia el mar iluminado por la luna y movió pensativo la cabeza.

—Va a soplar viento del Este, Watson.

—A mí no me lo parece, Holmes. Hace mucho calor.

—¡El bueno de Watson! Es usted lo único inalterable en una época en la que todo cambia. Pero, aun así, va a soplar viento del Este, un viento como nunca se ha visto soplar en Inglaterra. Será un viento frío y crudo, Watson, y puede que muchos de nosotros nos apaguemos bajo su soplo. Pero, con todo, es Dios quien envía el viento, y cuando amaine la tormenta, el sol brillará sobre una tierra más limpia, mejor y más fuerte. Arranque, Watson, que ya es hora de que nos pongamos en marcha. Tengo aquí un cheque por valor de quinientas libras que habrá que cobrar cuanto antes, porque el firmante es muy capaz, si puede, de ordenar que no se pague.


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