57. LA AVENTURA DE LA PIEDRA DE MAZARINO

Para el doctor Watson era un placer encontrarse de nuevo en el desordenado salón del primer piso de Baker Street, que había sido el punto de partida de tantas aventuras extraordinarias. Miró a su alrededor y contempló los esquemas científicos clavados en la pared, la mesa de química comida por los ácidos, el estuche del violín apoyado en un rincón, el recipiente del carbón, donde, desde siempre, se guardaban las pipas y el tabaco… Por último, su mirada se posó en el rostro juvenil y sonriente de Billy, el joven pero sagaz y discreto botones, que había contribuido en cierta medida a llenar el foso de soledad y aislamiento que rodeaba a la taciturna figura del gran detective.

—Parece que aquí no ha cambiado nada, Billy. Y tú tampoco has cambiado. ¿Se podrá decir lo mismo de él?

Billy dirigió una mirada solícita a la puerta cerrada de la alcoba.

—Creo que está en la cama y dormido —dijo.

Eran las siete de la tarde de un magnífico día de verano, pero el doctor Watson conocía demasiado bien la irregularidad de los horarios de su amigo como para sorprenderse en modo alguno por aquella noticia.

—Supongo que eso significa que está trabajando en un caso.

—Sí, señor; ahora mismo está metido de lleno en uno. Me preocupa su salud. Cada vez está más pálido y más flaco, y no come nada. «¿Cuándo se dignará usted a comer, señor Holmes?», le pregunta la señora Hudson. Y él va y responde tranquilamente: «Pasado mañana, a las siete y media». Ya sabe usted cómo se pone cuando tiene un caso.

—Sí, Billy, lo sé.

—Está siguiendo a alguien. Ayer salió disfrazado de obrero en busca de trabajo. Y hoy iba de ancianita. Casi me la pega, fíjese, y a estas alturas ya debería conocer sus trucos —sonriendo, Billy señaló una enorme sombrilla apoyada en el sofá—. Eso formaba parte del disfraz de anciana.

—Pero ¿de qué se trata, Billy?

Billy bajó la voz, como si estuviera hablando de grandes secretos de Estado.

—A usted no me importa decírselo, señor, pero que quede entre nosotros. Es el caso del diamante de la Corona.

—¿Cómo? ¿Se refiere al robo de la piedra valorada en cien mil libras?

—Sí, señor; tienen que recuperarla. El Primer Ministro y el Ministro del Interior en persona han estado sentados en ese sofá. El señor Holmes estuvo muy amable con ellos. No tardó en tranquilizarlos, prometiéndoles que haría todo lo posible. Y también vino lord Cantlemere…

—¡Ajá!

—Sí, señor; ya sabe usted lo que eso significa. Un tío muy estirado, señor, si se me permite que lo diga. Puedo tragar al Primer Ministro, y no tengo nada contra el Ministro del Interior, que me pareció un hombre cortés y educado, pero no aguanto a Su Señoría. Y tampoco el señor Holmes lo aguanta. ¿Sabe una cosa? Ese hombre no cree en el señor Holmes, y estaba en contra de que él interviniera. Le encantaría que fracasara.

—¿Y el señor Holmes lo sabe?

—El señor Holmes siempre sabe todo lo que hay que saber.

—Bien, esperemos que no fracase y que lord Cantlemere se fastidie. Pero dime, Billy, ¿qué significa esa cortina que tapa la ventana?

—El señor Holmes la hizo poner hace tres días. Verá qué cosa más graciosa hay detrás.

Billy dio unos cuantos pasos y descorrió la cortina que cubría el mirador.

El doctor Watson no pudo reprimir una exclamación de asombro. Allí había una figura de cera de su viejo amigo, con bata y todo, con la cara girada tres cuartos hacia la ventana y hacia abajo, como si estuviera leyendo un libro invisible, y el cuerpo hundido en una butaca. Billy desprendió entonces la cabeza y la sostuvo en alto.

—La colocamos en diferentes ángulos, para que parezca más real. No me atrevería a tocarlo si las persianas no estuvieran bajadas. Pero cuando están subidas, esto se ve desde el otro lado de la calle.

—Ya utilizamos algo parecido en cierta ocasión.

—Sería antes de mis tiempos —dijo Billy, descorriendo las cortinas de la ventana y mirando hacia la calle—. Ahí enfrente hay gente que nos vigila. Ahora mismo hay uno en la ventana. Mírelo usted mismo.

Watson había dado un paso adelante cuando se abrió la puerta del dormitorio y por ella apareció la larga y delgada figura de Holmes, con el rostro pálido y demacrado, pero con los andares y el porte tan activos como siempre. De un solo salto llegó hasta la ventana y volvió a correr las cortinas.

—Ya basta, Billy —dijo—. Muchacho, estás arriesgando la vida y yo aún no puedo prescindir de ti por el momento. Bien, Watson, es un placer verle de nuevo en sus antiguos aposentos. Llega usted en un momento crítico.

—Eso estoy viendo.

—Puedes retirarte, Billy. Este chico es un problema, Watson. ¿Hasta qué punto está justificado permitir que corra peligro?

—¿Peligro de qué, Holmes?

—De muerte súbita. Esta noche espero algo.

—¿Qué es lo que espera?

—Que me asesinen, Watson.

—Pero bueno, está usted de broma, Holmes.

—Incluso a mi limitado sentido del humor se le ocurrirían bromas más graciosas que esa. Pero, mientras tanto, podemos ponernos cómodos, ¿no le parece? ¿Se nos permite beber alcohol? El sifón y los cigarros están donde siempre. Deje que le vea una vez más en su butaca de costumbre. Espero que seguirá sin molestarle mi pipa y mi deplorable tabaco. Es mi único alimento estos últimos días.

—Pero ¿por qué no come?

—Porque nuestras facultades se acentúan cuando uno pasa hambre. Como médico, querido Watson, seguro que admitirá usted que todo el suministro de sangre que se dedica a la digestión es sangre que se le quita al cerebro. Yo soy un cerebro, Watson. El resto de mí es un simple apéndice. Por consiguiente, debo dar preferencia al cerebro.

—¿Y qué hay de ese peligro, Holmes?

—¡Ah, sí! En caso de que se materialice, no estaría de más que se molestara usted en aprenderse el nombre y dirección del asesino. Así podría dárselos a Scotland Yard con mis saludos y mi bendición postrera. Se llama Sylvius, conde Negretto Sylvius. ¡Apúntelo, hombre, apúntelo! 136 Moorside Gardens, N. W. ¿Lo tiene ya?

El honrado rostro de Watson temblaba de ansiedad. Conocía perfectamente los enormes riesgos que corría Holmes y le constaba que este tendía más a quedarse corto que a exagerar en sus declaraciones. Pero Watson había sido siempre un hombre de acción y sabía estar a la altura de las circunstancias.

—Cuente conmigo, Holmes. No tengo nada que hacer en uno o dos días.

—Veo que su catadura moral no mejora, Watson. Por si tuviera pocos vicios, ahora resulta que también es un mentiroso. Se nota a la legua que es usted un médico atareadísimo, que recibe llamadas a todas horas.

—Pero no son importantes. Y diga, ¿no puede hacer que detengan a ese individuo?

—Sí, Watson, sí que podría. Eso es lo que le tiene tan inquieto.

—¿Y por qué no lo hace?

—Porque no sé dónde está el diamante.

—¡Ah! Billy me dijo algo… la joya perdida de la Corona.

—Sí, el gran diamante amarillo de Mazarino. He echado mis redes y tengo atrapados a mis peces. Pero me falta la piedra. ¿De qué me sirve detenerlos a ellos? El mundo ganaría mucho si los metiéramos entre rejas, pero no es ese mi objetivo. Lo que yo busco es la piedra.

—¿Y ese conde Sylvius es uno de sus peces?

—Pues sí; un tiburón. Y de los que muerden. El otro es Sam Merton, el boxeador. No es un mal tipo, pero el conde lo ha utilizado. Sam no es un tiburón, sino más bien un gobio muy grande, tonto y cabezón. Pero aun así lo tengo dando coletazos en mi red.

—¿Y dónde está el conde Sylvius?

—He estado a su lado toda la mañana. Usted ya me ha visto disfrazado de anciana, Watson. Pero esta vez he estado más convincente que nunca. Hasta llegó a recogerme la sombrilla. «Permítame, madame», me dijo. Es medio italiano, ¿sabe?, y cuando está de humor tiene toda la gracia y la simpatía del Sur, aunque cuando está de malas es el diablo en persona. La vida está llena de curiosidades, Watson.

—Podría haber acabado usted muy mal.

—Bueno, sí que podría. Le seguí hasta el taller del viejo Straubenzee, en Minories. Straubenzee es el fabricante del fusil de aire comprimido, un aparato magnífico, según tengo entendido. Y en este momento, apostaría cualquier cosa a que lo tenemos en la ventana de enfrente. ¿Ha visto usted el muñeco? ¡Ah, sí, claro, Billy se lo enseñó! Pues bien, en cualquier momento puede recibir un balazo en su hermosa cabeza. ¿Sí, Billy? ¿Qué sucede?

El muchacho había reaparecido en la habitación con una tarjeta sobre una bandeja. Holmes la miró con un levantamiento de cejas y una sonrisa divertida.

—Ha venido aquí en persona. Esto no me lo esperaba. A esto se le llama agarrar el toro por los cuernos, Watson. Valor no le falta. Quizás conozca usted su fama como cazador de caza mayor. Y desde luego, si me añadiera a su colección de trofeos, habría puesto un broche de oro a su excelente historial deportivo. Esto demuestra que se ha dado cuenta de que le piso los talones.

—Avise a la policía.

—Puede que lo haga, pero todavía no. ¿Quiere usted echar un discreto vistazo por la ventana, para ver si hay alguien rondando por la calle?

Watson miró con cuidado entre las cortinas.

—Sí, hay un tipo con pinta de bruto cerca de la puerta.

—Debe de ser Sam Merton, el leal pero obtuso Sam. ¿Dónde está este caballero, Billy?

—En la sala de espera, señor.

—Hazlo subir cuando yo toque el timbre.

—Sí, señor.

—Si yo no estuviera en la habitación, hazle pasar de todas maneras.

—Sí, señor.

Watson aguardó hasta que se hubo cerrado la puerta, y entonces se dirigió muy serio a su compañero.

—Mire, Holmes, esto no tiene sentido. Este hombre está desesperado y no se detendrá ante nada. Puede que haya venido a matarle.

—No me sorprendería nada.

—Insisto en quedarme con usted.

—Sería un terrible estorbo.

—Para él, ¿no?

—No, querido amigo, para mí.

—¡Pero no puedo dejarle solo!

—Sí, Watson, sí que puede; y lo hará, porque usted nunca me ha fallado y estoy seguro de que también esta vez jugará la partida hasta el final. Este hombre ha venido por sus propios motivos, pero puede que acabe sirviendo a los míos —Holmes sacó su cuaderno de notas y garabateó unas líneas—. Tome un coche y lleve esto a Scotland Yard. Entrégueselo a Youghal, del C. I. D., y vuelva aquí con la policía para detener a este individuo.

—Eso lo haré con mucho gusto.

—Es posible que, para cuando usted vuelva, yo haya tenido tiempo para averiguar dónde está la piedra —hizo sonar el timbre—. Creo que lo mejor será que salgamos por el dormitorio. Esta salida de emergencia resulta utilísima. Quiero ver a mi tiburón sin que él me vea a mí, y ya sabe usted que tengo maneras de hacerlo.

Así pues, un minuto más tarde, Billy hacía pasar al conde Sylvius a una habitación vacía. El famoso cazador, deportista y hombre de mundo era un individuo corpulento y moreno, con un formidable bigote negro que casi cubría una boca cruel, de labios finos, y todo ello dominado por una nariz larga y curvada como el pico de un águila. Iba bien vestido, pero su llamativa corbata, su reluciente alfiler y sus deslumbrantes anillos producían un efecto chillón. Al cerrarse la puerta tras él, miró a su alrededor con ojos feroces y alarmados, como quien sospecha la existencia de una trampa a cada paso. De pronto, sufrió un violento sobresalto al ver la impasible cabeza y el cuello de la bata que sobresalían por encima del respaldo de la butaca situada junto a la ventana. Al principio, su expresión era de puro asombro. Luego, la chispa de una horrible esperanza empezó a brillar en sus ojos negros y asesinos. Echó una nueva mirada a su alrededor para confirmar que no había testigos, y después se acercó de puntillas a la silenciosa figura, empuñando su grueso bastón. Estaba tomando impulso para dar el salto definitivo y descargar el golpe, cuando una voz fría y sarcástica lo saludó desde la puerta abierta del dormitorio.

—Tenga cuidado, conde. No vaya a romperlo.

El asesino retrocedió tambaleándose, con la cara contraída por la sorpresa. Hizo ademán de levantar de nuevo el pesado bastón, como si esta vez se dispusiera a dirigir su violencia contra el original, y no contra la imagen; pero había algo en aquellos duros ojos grises y en aquella sonrisa burlona que le hizo bajar la mano hasta el costado.

—Es una preciosidad —dijo Holmes, avanzando hacia la imagen—. La hizo Tavernier, el modelador francés. Es tan bueno haciendo figuras de cera como su amigo Straubenzee fabricando fusiles de aire comprimido.

—¡Fusiles de aire comprimido! ¿Qué quiere usted decir con eso, señor?

—Deje su sombrero y su bastón en esa mesita. Gracias. Siéntese, por favor. ¿Le importaría sacarse también el revólver del bolsillo? Está bien, está bien, si prefiere sentarse con él… La verdad es que su visita es de lo más oportuna, porque estaba deseando charlar con usted unos minutos.

El conde frunció el ceño, uniendo sus pobladas y amenazadoras cejas.

—También yo quería cambiar unas palabras con usted, Holmes. Por eso he venido. No voy a negar que hace un momento estuve a punto de atacarle.

Holmes se medio sentó sobre el borde de la mesa.

—Ya me pareció que se le había ocurrido alguna idea por el estilo —dijo Holmes—. Pero ¿a qué se deben esas atenciones tan personales?

—A que usted se ha empeñado en hostigarme. A que ha mandado esbirros a seguirme los pasos.

—¡Esbirros! ¡Le aseguro que no!

—¡Tonterías! Los he hecho seguir. También yo puedo jugar a ese juego, Holmes.

—Mire, conde Sylvius, es un detalle insignificante, pero le rogaría que tuviera la amabilidad de aplicarme el tratamiento debido cuando se dirija a mí. Ya comprenderá que, con el tipo de trabajo que tengo, acabaría por tratarme de tú con la mitad de los maleantes de Europa, y estará usted de acuerdo en que hacer excepciones solo provocaría envidias.

—Muy bien, señor Holmes, entonces.

—¡Excelente! Pero le aseguro que está usted equivocado en lo de mis supuestos agentes.

El conde Sylvius se rió despreciativamente.

—Hay personas tan observadoras como usted. Ayer había un viejo vividor. Hoy, una mujer mayor. No me quitaron la vista de encima en todo el día.

—De verdad, señor, me halaga usted. El viejo barón Dowson dijo, la noche antes de que lo ahorcaran, que lo que la justicia había ganado conmigo lo había perdido el teatro. Y ahora es usted quien elogia tan amablemente mis humildes características.

—¿Era usted? ¿Usted mismo?

Holmes se encogió de hombros.

—Ahí, en el rincón, puede ver la sombrilla que usted me recogió tan educadamente en Minories, antes de que empezara a sospechar.

—Si lo hubiera sabido, no habría usted…

—… vuelto a ver esta humilde casa. Sí, era consciente de ello. Todos podemos lamentarnos de ocasiones desaprovechadas. Pero el caso es que usted no lo sabía, y así hemos llegado hasta aquí.

Las espesas cejas del conde se fruncieron aún más sobre sus amenazadores ojos.

—Lo que dice no hace más que empeorar las cosas. No eran sus agentes sino usted mismo, comediante entrometido. Acaba de reconocer que me ha estado hostigando. ¿Por qué?

—Vamos, vamos, conde. Usted ha cazado leones en Argelia.

—¿Y qué?

—¿Por qué lo hacía?

—¿Que por qué? Por el deporte… por la emoción… por el peligro.

—Y también, sin duda, para librar al país de una plaga.

—¡Exacto!

—Acaba usted de resumir mis propias razones.

El conde se puso en pie de un salto, y su mano se movió involuntariamente hacia el bolsillo del costado.

—¡Siéntese, señor, siéntese! Había, además, otra razón más práctica: quiero ese diamante amarillo.

El conde Sylvius se arrellanó en su asiento con una sonrisa malévola.

—¡Lo que hay que oír! —dijo.

—Usted sabía que yo le estaba siguiendo por eso. El verdadero motivo de que haya venido aquí esta noche es averiguar cuánto sé del asunto y decidir si mi eliminación es absolutamente imprescindible. Pues debo decirle que, desde su punto de vista, sí que es absolutamente imprescindible, porque lo sé todo, excepto un detalle, que usted va a decirme de un momento a otro.

—¡No me diga! ¿Y cuál es ese dato que le falta?

—Dónde está el diamante de la Corona.

El conde miró fijamente a su interlocutor.

—¿Conque le gustaría saber eso, eh? ¿Y cómo demonios voy a poder decirle yo dónde está?

—Puede decírmelo y me lo dirá.

—Pues claro, no faltaba más.

—Conmigo no le va a servir de nada tirarse faroles, conde Sylvius —los ojos de Holmes, fijos en el conde, se contrajeron e iluminaron hasta quedar convertidos en dos amenazadoras puntas de acero—. Es usted absolutamente transparente. Puedo ver hasta el fondo de su alma.

—En tal caso, podrá ver dónde se encuentra el diamante.

Holmes palmoteó divertido y después apuntó al conde con un dedo burlón.

—Así que lo sabe. Acaba de admitirlo.

—No admito nada.

—Vamos, conde, si fuera usted razonable podríamos hacer un trato. De lo contrario, va a salir usted malparado. El conde Sylvius alzó los ojos hacia el techo.

—¡Y usted hablaba de faroles! —exclamó.

Holmes lo miró pensativo, como un maestro de ajedrez que prepara su jugada definitiva. A continuación, abrió un cajón del escritorio y sacó un cuaderno bastante abultado.

—¿Sabe usted lo que tengo en este cuaderno?

—Pues no, señor; no lo sé.

—Le tengo a usted.

—¿A mí?

—Sí, señor; a usted. Todo usted está aquí. Todos los detalles de su indigna y peligrosa vida.

—¡Maldita sea, Holmes! ¡Mi paciencia tiene sus límites! —exclamó el conde con los ojos echando llamas.

—Todo está aquí, conde. La verdad acerca de la muerte de la anciana señora Harold, que le dejó en herencia la propiedad de Blymer, que usted dilapidó tan rápidamente en el juego.

—Está usted delirando.

—Y la historia completa de la señorita Minnie Warrender.

—¡Bah! Con eso no irá a ninguna parte.

—Hay muchas más cosas aquí, conde. Está el robo en el tren de lujo de la Riviera, el 13 de febrero de 1892. Está el cheque falso del mismo año contra el Crédit Lyonnais.

—No; en eso se equivoca.

—¡Entonces es que lo demás es cierto! Vamos, conde, usted es un jugador. Cuando el contrario tiene todos los triunfos, se ahorra tiempo tirando las cartas.

—¿Qué tiene que ver toda esta cháchara con la joya de la que hablaba antes?

—Tranquilo, conde. Refrene esa impaciencia. Permítame llegar al fondo del asunto a mi manera, aunque resulte pesado. Tengo todo esto contra usted; pero, sobre todo, tengo una acusación bien fundada contra usted y contra ese matón suyo en el caso del diamante de la Corona.

—¡No me diga!

—Tengo al cochero que los llevó a Whitehall y al cochero que los recogió allí. Tengo al conserje que los vio cerca de la vitrina. Tengo a Ikey Sanders, que se negó a cortar la piedra para usted. Ikey ha cantado, y con eso se acabó el juego.

Las venas de la frente del conde se hincharon. Sus manos morenas y velludas se entrelazaron en un fallido intento de controlar la emoción. Intentó hablar, pero no consiguió articular las palabras.

—Esa es la baza que tengo —dijo Holmes—. Pongo las cartas sobre la mesa. Pero me falta una carta; el rey de diamantes. No sé dónde está la piedra.

—Y nunca lo sabrá.

—¿No? Vamos, conde, sea razonable. Considere la situación: va a pasarse veinte años entre rejas, lo mismo que Sam Merton. ¿Para qué va a servirle su diamante? Absolutamente para nada. Pero si lo entrega… en fin, podríamos hacer algún apaño. No nos interesan ni usted ni Sam; lo que queremos es la piedra. Entréguela y, por lo que a mí respecta, quedará usted libre, siempre que se porte bien en el futuro. Ahora que, si comete otro desliz…, le aseguro que será el último. Pero, en esta ocasión, lo que me han encargado es recuperar la piedra, no atraparlo a usted.

—¿Y si me niego?

—En tal caso… ¿qué vamos a hacer?… Tendrá que ser usted, y no la piedra.

Billy había aparecido en respuesta a un timbrazo.

—Creo, conde, que lo mejor sería que su amigo Sam asistiera también a esta conferencia. Al fin y al cabo, hay que tener en cuenta sus intereses. Billy, junto a la puerta de la calle encontrarás a un caballero muy grande y feo. Dile que suba.

—¿Y si no quiere venir, señor?

—Nada de violencias, Billy. No lo maltrates. Si le dices que el conde Sylvius le llama, estoy seguro de que vendrá.

—¿Qué va usted a hacer ahora? —preguntó el conde al desaparecer Billy.

—Mi amigo Watson estaba aquí conmigo hace un momento, y yo le dije que tenía un tiburón y un gobio atrapados en mi red. Lo que estoy haciendo ahora es tirar de la red para sacarlos juntos.

El conde se había levantado de su asiento, con una mano detrás de la espalda. Holmes empuñaba algo en el interior del bolsillo de su bata.

—No morirá usted en su cama, Holmes.

—Yo he tenido a menudo la misma idea. ¿Importa mucho eso? Al fin y al cabo, conde, también usted tiene muchas más probabilidades de morir en posición vertical que en horizontal. Pero estas anticipaciones del futuro resultan morbosas. ¿Por qué no conformarnos con disfrutar sin restricciones del momento presente?

En los oscuros y amenazadores ojos del maestro del crimen se encendió de pronto una luz propia de una fiera. La figura de Holmes pareció hacerse más alta al ponerse en tensión y dispuesta para la lucha.

—No le va a servir de nada manosear su revólver, amigo mío —dijo con voz tranquila—. Sabe perfectamente que no se atreverá a utilizarlo, aun suponiendo que yo le diese tiempo para sacarlo. Los revólveres son tan desagradables y ruidosos, conde…; son mucho mejores los fusiles de aire comprimido. ¡Ah! Me parece oír los airosos pasos de su estimado socio. ¡Buenos días, señor Merton! Resulta muy aburrido estar en la calle, ¿no cree?

El boxeador, que era un joven corpulento de rostro plano, estúpido y obstinado, se quedó desconcertado en la puerta, mirando a su alrededor con expresión de perplejidad. Los modales campechanos de Holmes constituían una experiencia nueva para él, y aunque tenía la vaga sensación de que eran hostiles, no sabía cómo responder a ellos, así que se dirigió a su astuto cómplice en busca de ayuda.

—¿Qué ocurre ahora, conde? ¿Qué es lo que quiere este tipo? ¿Qué pasa? —preguntó con voz áspera y ronca.

El conde se encogió de hombros y fue Holmes el que respondió.

—Para explicarlo en pocas palabras, señor Merton, yo diría que ya ha pasado todo.

El boxeador siguió dirigiéndose a su cómplice.

—¿Pretende este fulano hacerse el gracioso, o qué? Porque yo no estoy de humor para gracias.

—No, supongo que no —dijo Holmes—. Y creo poder prometerle que se sentirá cada vez de peor humor, según vaya avanzando la velada. Mire, conde Sylvius: soy un hombre muy ocupado y no puedo perder el tiempo. Voy a entrar en ese dormitorio. Durante mi ausencia, les ruego que se consideren como en su propia casa. Puede usted explicarle a su amigo cómo están las cosas sin que les cohíba mi presencia. Yo estaré tocando la barcarola de Hoffmann con el violín. Dentro de cinco minutos volveré para escuchar su respuesta definitiva. ¿Se da perfecta cuenta de las alternativas, verdad? O ustedes, o la piedra.

Holmes se retiró, recogiendo su violín del rincón al pasar. Instantes después, las arrastradas y quejumbrosas notas de la célebre y hechizante melodía se oyeron débilmente a través de la puerta cerrada del dormitorio.

—¿Pero qué pasa? —preguntó Merton con ansiedad cuando su compañero se volvió hacia él—. ¿Sabe lo de la piedra?

—Sabe demasiado, el muy maldito. Incluso podría ser que lo supiera todo.

—¡Santo Dios! —el rostro cetrino del boxeador se volvió todavía más pálido.

—Ikey Sanders nos ha delatado.

—¿Conque se ha chivado, eh? Se lo haré pagar muy caro, aunque me cueste la horca.

—Con eso no ganaríamos mucho. Tenemos que decidir lo que vamos a hacer.

—Un momento —dijo el boxeador, mirando con recelo hacia la puerta del dormitorio—. Ese tipo es de aupa y no hay que perderlo de vista. ¿Y si nos está escuchando?

—¿Cómo va a poder escucharnos mientras toca esa música?

—Es verdad. Pero tal vez haya alguien detrás de una cortina. Hay demasiadas cortinas en esta habitación.

Al volverse a mirar, se fijó por primera vez en la figura sentada junto a la ventana y se quedó señalándola boquiabierto, demasiado asombrado para pronunciar palabra.

—¡Bah! No es más que un muñeco —dijo el conde.

—Un truco, ¿eh? ¡Que me ahorquen! Parece obra de madame Tussaud. Es su viva imagen, con bata y todo. Pero todas esas cortinas, conde…

—¡Al demonio las cortinas! Estamos perdiendo el tiempo y no disponemos de mucho. Puede hacernos encerrar por lo de la piedra.

—¡Ya lo creo que puede, maldita sea!

—Pero nos dejará escapar si le decimos dónde está el botín.

—¿Cómo? ¿Darle la piedra? ¿Una cosa que vale cien mil libras?

—O lo uno o lo otro.

Merton se rascó la rapada mollera.

—Está solo ahí dentro. ¿Por qué no lo liquidamos? Si nos libramos de él, no tendremos nada que temer.

El conde negó con la cabeza.

—Está armado y en guardia. Si lo matamos, nos será difícil escapar de un sitio como este. Además, es bastante probable que la policía conozca todas las pruebas que él ha reunido. ¿Eh? ¿Qué ha sido eso?

—Ha debido de ser en la calle —dijo Merton—. Vamos a ver, jefe, usted es el cerebro. Seguro que se le ocurre alguna escapatoria. Si a puñetazos no podemos arreglarlo, tendrá que hacerlo usted.

—He burlado a hombres mejores que él —respondió el conde—. Tengo la piedra aquí, en mi bolsillo secreto. No quise correr riesgos dejándola por ahí. Podemos sacarla de Inglaterra esta noche y hacerla cortar en cuatro pedazos en Amsterdam antes del domingo. Holmes no sabe nada de Van Seddar.

—Creía que Van Seddar no salía hasta la semana próxima.

—Así era. Pero ahora tendrá que salir en el primer barco. Uno de nosotros tendrá que escabullirse con la piedra hasta Lime Street y decírselo.

—Pero el doble fondo todavía no está preparado.

—Pues tendrá que arreglárselas tal como está y correr el riesgo. No podemos perder ni un minuto.

Una vez más, la sensación de peligro que en todo cazador acaba por convertirse en un instinto le hizo detenerse y mirar con inquietud hacia la ventana. Sí, sin duda, aquel débil sonido procedía de la calle.

—En cuanto a Holmes —continuó—, no nos resultará difícil engañarlo. Vamos a ver: el muy imbécil no nos hará detener si consigue hacerse con la piedra. Pues bien: le prometeremos la piedra, le haremos seguir una pista falsa y, antes de que se dé cuenta de que la pista es falsa, la piedra estará en Holanda y nosotros fuera del país.

—Eso ya me suena bien —exclamó Sam Merton, con una sonrisa.

—Vete a decirle al holandés que se ponga en marcha. Yo hablaré con este idiota y lo engatusaré con una confesión falsa. Le diré que la piedra está en Liverpool. ¡Maldita sea esa música llorona! ¡Me está atacando los nervios! Para cuando se dé cuenta de que no está en Liverpool, la piedra ya estará cortada y nosotros en alta mar. Ven aquí, fuera de la línea de visión de ese ojo de cerradura. Mira, aquí tengo la piedra.

—Me deja asombrado que se atreva a llevarla encima.

—¿Dónde podría estar más segura? Si nosotros pudimos robarla de Whitehall, también podrían otros robarla de mi domicilio.

—Déjeme echarle un vistazo.

El conde Sylvius dirigió una mirada poco halagüeña a su cómplice e hizo caso omiso de la mano sucia que este le tendía.

—¿Qué pasa? ¿Tiene miedo de que se la vaya a quitar? Mire, amigo, ya me estoy empezando a hartar de su actitud.

—Bueno, bueno; no te ofendas, Sam. No podemos permitirnos pelear entre nosotros. Acércate a la ventana si quieres ver esta belleza como es debido. Sujétala de modo que le dé bien la luz. ¡Así!

—¡Muchas gracias!

En un solo movimiento, Holmes había saltado de la butaca del muñeco y agarrado la piedra preciosa con una mano, mientras con la otra apuntaba un revólver a la cabeza del conde. Los dos ladrones retrocedieron a trompicones, completamente atónitos. Antes de que tuvieran tiempo de recuperarse, Holmes había hecho sonar el timbre eléctrico.

—¡Nada de violencias, caballeros, nada de violencias, se lo ruego! Podrían estropearme los muebles. Supongo que se dan perfecta cuenta de que no tienen nada que hacer. La policía está esperando abajo.

El desconcierto del conde se sobrepuso a su rabia y su miedo.

—Pero ¿cómo demonios…?

—Su sorpresa es muy natural. Usted no sabía que en mi dormitorio hay una segunda puerta que se abre detrás de esa cortina. Creí que me habían oído cuando retiré la figura, pero tuve suerte, y así pude escuchar su interesantísima conversación, que habría quedado lamentablemente coartada de haber sido ustedes conscientes de mi presencia.

El conde hizo un gesto de resignación.

—Usted gana, Holmes. Estoy por creer que es usted el diablo en persona.

—En cualquier caso, no estoy muy lejos de él —respondió Holmes, con una sonrisa cortés.

El lento intelecto de Sam Merton estaba empezando poco a poco a percatarse de la situación. Y cuando se oyó en las escaleras el ruido de pasos presurosos, rompió por fin su silencio.

—¡Nos han pillado! —exclamó—. Pero, oiga, ¿qué pasa con el maldito violín? ¡Aún lo oigo sonar!

—¡Bah! —respondió Holmes—. Tiene usted razón, pero déjelo que suene. Estos gramófonos modernos son un invento extraordinario.

La policía entró en tromba, se oyó el chasquido de las esposas y los ladrones fueron conducidos al coche que aguardaba en la calle. Watson se quedó con Holmes, felicitándolo por la nueva hoja que acababa de añadir a sus laureles. Pero de nuevo su conversación fue interrumpida por el imperturbable Billy, que traía otra tarjeta en su bandeja.

—Lord Cantlemere, señor.

—Hazlo pasar, Billy. Aquí tenemos al eminente aristócrata que representa los más elevados intereses —dijo Holmes—. Es una excelente persona y muy leal, pero bastante chapado a la antigua. ¿Qué tal si le bajamos los humos? ¿Nos atrevemos a tomarnos esa pequeña libertad? Podemos estar casi seguros de que no sabe nada de lo que acaba de ocurrir.

La puerta se abrió para dejar paso a un personaje delgado y austero de rostro afilado y con largas patillas del periodo Victoriano medio, cuya lustrosa negrura no concordaba bien con sus hombros caídos y sus andares inseguros. Holmes salió a su encuentro afectuosamente y le estrechó la mano, sin que el otro respondiera al apretón.

—¿Cómo está, lord Cantlemere? Hace frío para esta época del año, pero dentro de casa se está bastante caliente. ¿Me permite su abrigo?

—No, gracias; no me lo voy a quitar.

Holmes apoyó insistentemente la mano en la manga.

—Por favor, deje que se lo quite. Mi amigo el doctor Watson le podrá asegurar que estos cambios de temperatura son de lo más insidioso.

Su Señoría se quitó a Holmes de encima con un gesto de impaciencia.

—Estoy muy cómodo así, señor mío. Y no me voy a quedar. Solo he pasado por aquí para enterarme de los progresos que va haciendo en la tarea que usted mismo se asignó.

—Es difícil… muy difícil.

—Ya me temía que lo encontraría difícil —había un claro tono de desprecio en las palabras y la actitud del viejo cortesano—. Todo el mundo acaba por descubrir sus limitaciones, pero al menos eso nos salva del pecado de engreimiento.

—Sí, señor; esto me tiene muy perplejo.

—Estoy seguro de ello.

—Sobre todo, en un aspecto. Tal vez usted pudiera ayudarme.

—¿No le parece bastante tarde para solicitar mi consejo? Creía que disponía usted de métodos propios e infalibles. Aun así, estoy dispuesto a ayudarle.

—Verá, lord Cantlemere, estoy seguro de que podemos presentar una acusación en toda regla contra los autores materiales del robo.

—Si es que consigue apresarlos.

—Exacto. Pero la cuestión es: ¿qué debemos hacer con el encubridor?

—¿No es eso algo prematuro?

—Nunca viene mal tenerlo todo bien planeado. Veamos: ¿qué consideraría usted como prueba definitiva contra el encubridor?

—Encontrarlo en posesión de la piedra.

—¿Solo con eso lo haría usted detener?

—Sin la menor duda.

Holmes casi nunca se reía, pero en esta ocasión estuvo más cerca de echarse a reír que en ninguna otra que su viejo amigo Watson pudiera recordar.

—En tal caso, me voy a ver en la penosa necesidad de recomendar que detengan a Su Señoría.

Lord Cantlemere estaba indignadísimo. Por un momento, asomaron a sus pálidas mejillas algunos de los antiguos fuegos que les daban color.

—Se toma usted muchas libertades, señor Holmes. No recuerdo haber visto nada parecido en mis cincuenta años de carrera oficial. Soy un hombre muy atareado, debo ocuparme de asuntos importantes y no tengo ni tiempo ni humor para bromas estúpidas. Le puedo decir francamente, señor, que nunca he creído en su talento y que siempre he sostenido la opinión de que el asunto estaba mucho más seguro en manos del cuerpo oficial de policía. Su conducta confirma todas mis opiniones. Señor mío: tengo el honor de desearle buenas noches.

Holmes había cambiado rápidamente de posición, y ahora se interponía entre el aristócrata y la puerta.

—Un momento, señor —dijo—. Salir a la calle con la piedra de Mazarino constituiría un delito mucho más grave que ser descubierto en posesión momentánea de la misma.

—¡Caballero, esto es intolerable! ¡Déjeme pasar!

—Meta usted la mano en el bolsillo derecho de su abrigo.

—¿Se puede saber qué pretende?

—Vamos, vamos; haga lo que le pido.

Un instante después, el asombrado aristócrata parpadeaba y tartamudeaba con la gran piedra amarilla en la temblorosa palma de su mano.

—¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué es esto, señor Holmes?

—¡Lo siento, lord Cantlemere, lo siento! —exclamó Holmes—. Mi viejo amigo, aquí presente, le podrá decir que tengo la endiablada costumbre de gastar bromas. Y también que nunca he podido resistir la tentación de lo teatral. Me tomé la libertad… la enorme libertad, lo reconozco…, de meter la piedra en su bolsillo al comienzo de nuestra entrevista.

El viejo aristócrata miraba alternativamente la piedra y el rostro sonriente que tenía delante.

—Caballero, estoy desconcertado. Pero… sí, en efecto, esta es la piedra de Mazarino. Señor Holmes, hemos contraído una gran deuda con usted. Puede que su sentido del humor sea algo retorcido, como usted mismo ha reconocido, y esta exhibición haya sido bastante inoportuna, pero por lo menos retiro los comentarios que he hecho acerca de su asombrosa capacidad profesional. Pero ¿cómo…?

—El caso está solo medio concluido; los detalles pueden esperar. Estoy seguro, lord Cantlemere, de que el placer que obtendrá al referir este éxito en los elevados círculos en los que se mueve servirá como pequeña compensación por mi broma. Billy, acompaña a Su Señoría a la salida, y dile a la señora Hudson que me alegraría mucho si pudiera hacer subir una cena para dos lo antes posible.


Ver comentario…