Aquella mañana, Sherlock Holmes se encontraba melancólico y filosófico. Su carácter despierto y práctico sufría de vez en cuando este tipo de reacciones.
—¿Ha visto a ese hombre? —preguntó.
—¿Se refiere al anciano que acaba de salir?
—Al mismo.
—Sí, me lo he cruzado en la puerta.
—¿Qué impresión le ha dado?
—Un ser patético, insignificante, derrotado.
—Exacto, Watson. Patético e insignificante. Pero ¿acaso no son todas las vidas patéticas e insignificantes? ¿Acaso su historia no es sino un microcosmos de la historia general? Extendemos las manos, intentamos agarrar algo. ¿Y qué nos queda al final en las manos? Una sombra. O, peor aún que una sombra: la desesperación.
—¿Es uno de sus clientes?
—Bueno, supongo que podríamos llamarlo así. Me lo han enviado de Scotland Yard. Es como cuando los médicos envían sus casos incurables a un curandero. Alegan que ellos no pueden hacer nada más y que, ocurra lo que ocurra, el paciente no podrá ponerse peor de lo que ya está.
—¿Y qué es lo que le ocurre?
Holmes tomó de la mesa una tarjeta bastante sucia.
—Josiah Amberley. Dice haber sido el socio más joven de Brickfall & Amberley, fabricantes de materiales artísticos. Habrá visto usted esa marca en las cajas de pinturas. Reunió unos pocos ahorros, se retiró del negocio a los sesenta y un años, compró una casa en Lewisham y se estableció allí para descansar de una vida de incesante ajetreo. Se podría pensar que su futuro estaba razonablemente asegurado.
—Pues sí, en efecto.
Holmes echó un vistazo a unas notas que había garabateado al dorso de un sobre.
—Se retiró en 1896, Watson. A principios de 1897 se casó con una mujer veinte años más joven que él… y bastante guapa, si la fotografía no miente. Una buena renta, una esposa, una vida de ocio…, parecía que ante él se extendía un camino de rosas. Y sin embargo, a los dos años lo tenemos como ha visto usted: convertido en la criatura más hundida y desgraciada que se arrastra sobre la faz de la tierra.
—Pero ¿qué le ha ocurrido?
—La historia de siempre, Watson. Un amigo desleal y una mujer veleidosa. Parece ser que Amberley no tiene más que una afición en la vida, y es el ajedrez. En Lewisham, no muy lejos de su casa, vive un médico joven que también juega al ajedrez. Tengo aquí apuntado su nombre: doctor Ray Ernest. Ernest acudía con frecuencia a su casa, y la consecuencia natural fue que surgiera cierta intimidad entre él y la señora Amberley, porque tendrá usted que reconocer que nuestro desdichado cliente no es muy agraciado por fuera, por grandes que puedan ser sus virtudes internas. La pareja se fugó la semana pasada, con destino desconocido. Y lo que es más: la esposa infiel se llevó, a modo de equipaje personal, la caja de caudales del viejo, con buena parte de sus ahorros en el interior. ¿Podemos encontrar a la esposa? ¿Podemos recuperar el dinero? El problema, por ahora, no puede ser más vulgar, pero para Josiah Amberley tiene una importancia vital.
—¿Y qué va usted a hacer al respecto?
—Querido Watson, resulta que la pregunta correcta es ¿qué va a hacer usted?… si es que tiene la bondad de suplirme. Ya sabe que estoy muy ocupado con este caso de los dos patriarcas coptos, que espero resolver hoy. La verdad es que no tengo tiempo para ir a Lewisham, y, sin embargo, es importante buscar pistas en el lugar de los hechos. El viejo insistió mucho en que fuera yo, pero yo le expliqué que me resultaba imposible y está dispuesto a aceptar a un representante mío.
—Pues claro que sí —respondí—. Confieso que no sé en qué voy a poder ayudar, pero estoy dispuesto a hacer todo lo que pueda.
Y así fue como una tarde de verano emprendí el camino hacia Lewisham, sin sospechar que, en menos de una semana, aquel asunto en el que acababa de meterme iba a ser motivo de habladurías en toda Inglaterra.
Era ya de noche cuando regresé a Baker Street y presenté el informe de mi misión. Holmes estaba estirado cuan largo era en su mullida butaca, con la pipa desprendiendo lentas espirales de maloliente humo de tabaco, y los párpados caídos sobre los ojos, en una postura tan perezosa que casi se diría que estaba dormido, a no ser porque cada vez que yo me detenía en mi narración, o esta llegaba a un pasaje discutible, se levantaban a medias, y dos ojos grises, tan agudos y brillantes como dos estoques, me atravesaban con su inquisitiva mirada.
—La casa de Josiah Amberley se llama El Refugio —expliqué—. Pensé que eso le interesaría, Holmes. Es como una especie de patricio empobrecido que se ve rebajado a alternar con sus inferiores. Ya conoce usted ese barrio, con sus monótonas calles de ladrillo y esas molestas carreteras suburbanas. Justo en medio de todo eso, como una isla de comodidad y cultura antigua, se alza su vieja casa, rodeada por una tapia alta, tostada por el sol, moteada de líquenes y coronada de musgo, el tipo de tapia…
—Déjese de poesía, Watson —dijo Holmes con severidad—. Ya me doy cuenta de que es una tapia alta de ladrillo.
—Exacto. Como no sabía cuál de aquellas casas era El Refugio, tuve que preguntar a un desocupado que estaba fumando en la calle. Existe una razón para que lo mencione. Era un tipo alto, moreno, de grandes bigotes y porte militar. Contestó a mi pregunta con un gesto de la cabeza y me dirigió una mirada curiosamente inquisitiva, de la que volví a acordarme poco después.
»Apenas había entrado por la puerta del jardín, vi al señor Amberley, que venía por el sendero. Esta mañana solo pude verlo de refilón y, desde luego, me dio la impresión de ser un tipo extraño, pero cuando lo vi a plena luz, su aspecto me pareció aún más anormal.
—Como es natural, yo ya lo tengo estudiado, pero aun así me interesa conocer su impresión —dijo Holmes.
—Me pareció un hombre literalmente abrumado por la preocupación. Tenía la espalda encorvada como si transportara un enorme peso. Pero no es tan enclenque como me pareció al principio, porque tiene los hombros y el pecho de un gigante, aunque su figura se estrecha por abajo, en un par de patas que parecen palillos.
—El zapato izquierdo con arrugas; el derecho, liso.
—En eso no me fijé.
—Ya supongo que no. Pero yo sí he visto que tiene una pierna artificial. Continúe, por favor.
—Me llamaron la atención los largos mechones de canas que asomaban bajo su viejo sombrero de paja, y su cara, que tenía una expresión furiosa y angustiada, con arrugas muy marcadas.
—Muy bien, Watson. ¿Qué dijo?
—Empezó a soltarme toda la historia de sus agravios. Paseamos juntos por el sendero del jardín y, como es natural, eché un buen vistazo a mi alrededor. En mi vida he visto un sitio peor cuidado. Las plantas del jardín crecían a su aire, dando una impresión de total abandono, como si se las hubiera dejado al capricho de la naturaleza, en lugar de seguir los dictados del arte. No creo que ninguna mujer decente pudiera tolerar semejante estado de cosas. También la casa estaba desarreglada hasta un grado inconcebible, pero parece que el pobre hombre se daba cuenta de ello y había procurado poner remedio, porque en el centro del vestíbulo había un gran bote de pintura verde y él llevaba una brocha en la mano. Había estado pintando la madera.
»Me hizo pasar a su mugriento reducto privado y tuvimos una larga conversación. Por supuesto, le decepcionó que no hubiera podido ir usted en persona. "Ya me parecía difícil —dijo— que una persona tan humilde como yo, y más después de esta grave pérdida económica, pudiera contar con la atención completa de un hombre tan famoso como Sherlock Holmes".
»Le aseguré que la cuestión económica no tenía nada que ver, y él insistió: "No, claro; a él le interesa el arte por el arte. Pero incluso pensando en el aspecto artístico del crimen, aquí habría encontrado algo que estudiar. La naturaleza humana, doctor Watson… ¡Qué ingratitud tan horrorosa! ¿Cuándo le negué a ella un capricho? ¿Ha habido jamás una mujer más mimada? Y ese joven… que podría ser mi hijo. Le abrí las puertas de mi casa, y ya ve cómo me han tratado. ¡Ay, doctor Watson, qué mundo tan terrible es este!".
«Continuó con la misma cantilena durante más de una hora. Al parecer, no había sospechado nada. Él y su esposa vivían solos, con excepción de una mujer que iba todos los días y se marchaba a las seis de la tarde. Aquella tarde en particular, el viejo Amberley había querido agasajar a su mujer y había sacado dos entradas de anfiteatro para el teatro Hampshire. En el último momento, ella se había quejado de un dolor de cabeza y se había negado a ir. Así que fue él solo. Parece que sobre eso no existen dudas, porque me enseñó la entrada sin usar que había comprado para su esposa.
—Eso es curioso…, muy curioso —dijo Holmes, cuyo interés por el caso parecía ir en aumento—. Continúe, Watson, por favor. Su relato me parece absolutamente fascinante. ¿Examinó usted personalmente la entrada? ¿No se le ocurriría por casualidad fijarse en el número?
—Pues da la casualidad de que sí —respondí con cierto orgullo—. Resulta que era mi número en el colegio, el treinta y uno, así que se me quedó en la memoria.
—¡Excelente, Watson! En tal caso, el número de él tenía que ser el treinta o el treinta y dos.
—En efecto —respondí, algo desconcertado—. Y de la fila B.
—Muy satisfactorio. ¿Qué más le dijo?
—Me enseñó lo que él llama su cámara de seguridad. Y la verdad es que es como la cámara de un banco, con puerta y cierre de hierro. A prueba de ladrones, me aseguró. Sin embargo, parece que la mujer tenía una copia de la llave, y entre los dos amantes se llevaron unas siete mil libras, en dinero y valores.
—¡Valores! ¿Cómo van a poder hacerlos efectivos?
—Dice que le ha dado una lista a la policía y que confía en que no puedan venderlos. Regresó del teatro hacia la medianoche, y encontró la casa saqueada, la puerta y la ventana abiertas. Los fugitivos habían desaparecido sin dejar carta ni mensaje alguno, y desde entonces no se ha sabido de ellos. Dio parte a la policía inmediatamente.
Holmes reflexionó durante unos minutos.
—Dice que estaba pintando. ¿Qué es lo que pintaba?
—Pues estaba pintando el pasillo. Pero ya había pintado la puerta y el enmaderamiento de la habitación blindada que le he dicho.
—¿No le parece una actividad extraña en estas circunstancias?
—Algo tiene que hacer uno para aliviar las penas. Esa misma fue su explicación. Sí que es algo excéntrico, pero está claro que se trata de un tipo excéntrico. Hizo pedazos una fotografía de su esposa en mi presencia… la rompió con furia, en un arrebato de pasión. «No quiero volver a ver su maldita cara», chillaba.
—¿Algo más, Watson?
—Sí, una cosa que me llamó la atención más que todo lo demás. Cogí un coche hasta la estación de Blackheath y allí tomé el tren. En el momento en que se ponía en marcha, un hombre entró corriendo en el vagón contiguo al mío. Ya sabe usted, Holmes, que tengo buen ojo para las caras. Era, sin duda alguna, el hombre alto y moreno al que había preguntado en la calle. Volví a verlo de nuevo en el Puente de Londres y después se perdió entre la multitud. Pero estoy convencido de que venía siguiéndome.
—¡Pues claro! ¡Pues claro! —exclamó Holmes—. ¿Un hombre alto y moreno, con grandes bigotes y gafas de sol de color gris?
—Holmes, es usted un brujo. No se lo había dicho, pero, efectivamente, llevaba gafas de sol de color gris.
—¿Y un alfiler de corbata con el emblema masón?
—¡Holmes!
—Es muy sencillo, querido Watson. Pero vamos a lo práctico. Tengo que reconocer que el caso, que al principio me pareció tan ridículamente simple que no merecía demasiada atención, está adquiriendo rápidamente un aspecto muy diferente. La verdad es que, a pesar de que en esta misión se le ha escapado todo lo importante, las pocas cosas que se le han metido a la fuerza por los ojos dan pie a ideas muy serias.
—¿Qué es lo que se me ha escapado?
—No se ofenda, querido amigo. Ya sabe usted que no es nada personal. Ningún otro lo habría hecho mejor. Y algunos puede que no lo hubieran hecho tan bien. Pero es evidente que se le han escapado algunos detalles vitales. ¿Qué opinión tienen los vecinos de este Amberley y de su mujer? Eso, sin duda, tiene importancia. ¿Y qué hay del doctor Ernest? ¿Es el alegre tenorio que parece ser? Con sus dotes naturales, Watson, usted puede conseguir que cualquier mujer le ayude y sea su cómplice. ¿Qué me dice de la chica de la oficina de Correos, o de la esposa del verdulero? Puedo imaginármelo susurrando tiernas bobaditas al oído de la joven en El Ancla Azul, y recibiendo a cambio realidades sólidas. Y usted no ha hecho nada de eso.
—Todavía se puede hacer.
—Ya está hecho. Gracias al teléfono y a la ayuda de Scotland Yard, casi siempre puedo obtener los datos básicos sin salir de esta habitación. A decir verdad, la información que he obtenido confirma la versión de Amberley. En su barrio tiene fama de avaro y de ser un marido cruel y exigente. Está confirmado que guardaba una fuerte suma de dinero en esa habitación blindada. Y también que el joven doctor Ernest, que es soltero, jugaba al ajedrez con Amberley y probablemente tonteaba con su esposa. Todo esto parece cosa sencilla y se podría pensar que no hay más que decir… y sin embargo… ¡Y sin embargo…!
—¿Dónde está la dificultad?
—En mi imaginación, tal vez. Está bien, Watson, dejémoslo así. Escapemos de la fatigosa tarea cotidiana por la puerta lateral de la música. Esta noche canta Carina en el Albert Hall, y aún tenemos tiempo de vestirnos, cenar y disfrutarlo.
Al día siguiente me levanté temprano, pero unas migajas de tostada y dos cáscaras de huevo me indicaron que mi compañero había madrugado aún más. Sobre la mesa encontré una nota suya.
Querido Watson:
Me gustaría establecer uno o dos puntos de contacto con el señor Josiah Amberley. Una vez hecho esto, podremos abandonar el caso… o no. Solo le pido que esté disponible a eso de las tres, porque es muy probable que le necesite.
S. H.
No vi a Holmes en todo el día, hasta que regresó a la hora mencionada, serio, preocupado y distante. En ocasiones como aquella, lo mejor era dejarlo en paz.
—¿Ha venido ya Amberley?
—No.
—¡Ah! Pues lo estoy esperando.
No quedó defraudado, pues en ese momento llegó el anciano, con expresión de angustia y desconcierto en su rostro.
—He recibido un telegrama, señor Holmes. Pero no le encuentro sentido.
Se lo entregó a Holmes y este lo leyó en voz alta.
Venga inmediatamente y sin falta. Puedo darle información acerca de su reciente pérdida.
Elman. La Vicaría.
—Lo han enviado a las dos y diez desde Little Purlington —dijo Holmes—. Little Purlington está en Essex, creo, no muy lejos de Frinton.
Pues, desde luego, tendrá que ir ahora mismo. Evidentemente, esto procede de una persona responsable, el vicario del lugar. ¿Dónde está el Directorio Eclesiástico? Sí, aquí lo tenemos: J. C. Elman, M. A., residente en Mossmoor, junto a Little Purlington. Consulte el horario de trenes, Watson.
—Hay uno a las cinco y veinte, desde Liverpool Street.
—Excelente. Lo mejor será que vaya usted con él, Watson. Puede necesitar ayuda o consejo. Es evidente que hemos llegado a un punto crucial en el asunto.
Pero nuestro cliente no parecía muy dispuesto a ponerse en camino.
—Esto es completamente ridículo, señor Holmes —dijo—. ¿Qué puede saber este hombre de lo que ha ocurrido? Es una pérdida de tiempo y de dinero.
—No le habría telegrafiado si no supiera algo. Telegrafíe usted en seguida diciendo que va para allá.
—No creo que deba ir.
Holmes adoptó su aspecto más severo.
—Señor Amberley, tanto la policía como yo mismo nos llevaríamos muy mala impresión si, al surgir una pista tan evidente, usted se negara a seguirla. Nos parecería que no está usted verdaderamente interesado en esta investigación.
Nuestro cliente pareció horrorizado ante semejante idea.
—Bueno, si lo mira usted de esa manera, naturalmente que iré —dijo—. Así, a primera vista, parece absurdo suponer que este párroco sepa algo, pero si usted cree que…
—Sí que lo creo —dijo Holmes con énfasis.
Y así emprendimos nuestro viaje. Antes de salir de la habitación, Holmes me llevó aparte y me dijo algo que me demostró que consideraba importantísimo aquel asunto:
—Sea como sea, asegúrese de que va —dijo—. Si se le despista o se vuelve atrás, corra al teléfono más próximo y envíe aquí esta única palabra: «Desbocado». Lo dejaré todo arreglado para que el mensaje me llegue, esté donde esté.
Little Purlington no es un lugar al que se llegue fácilmente, porque está en una línea secundaria. Mis recuerdos del viaje no son precisamente agradables, porque hacía mucho calor, el tren iba muy despacio y mi acompañante permaneció huraño y callado, sin apenas decir palabra, excepto para hacer algún que otro comentario sarcástico sobre la inutilidad de nuestros esfuerzos. Cuando por fin llegamos a la pequeña estación, todavía tuvimos que recorrer dos millas en coche para llegar a la vicaría, donde un clérigo corpulento, solemne y bastante pomposo nos recibió en su despacho. Tenía delante de él nuestro telegrama.
—Bien, caballeros —preguntó—. ¿En qué puedo servirles?
—Hemos venido en respuesta a su telegrama —expliqué.
—¿Mi telegrama? Yo no he enviado ningún telegrama.
—Me refiero al telegrama que usted envió al señor Josiah Amberley, acerca de su esposa y su dinero.
—Si esto es una broma, señor, es de muy mal gusto —dijo el vicario, irritado—. Jamás he oído hablar de ese caballero que me dice, y no he enviado telegramas a nadie.
Nuestro cliente y yo nos miramos asombrados.
—Puede que haya un error —dije—. ¿No será que hay dos vicarías? Aquí está el telegrama en cuestión, firmado Elman y con remite de la vicaría.
—Aquí solo hay una vicaría, caballero, y un solo vicario, y este telegrama es una falsificación escandalosa, cuyo origen será investigado por la policía, no le quepa duda. Mientras tanto, no creo que tenga sentido prolongar esta entrevista.
Y de este modo, el señor Amberley y yo nos encontramos en medio de la carretera, en la que a mí me parecía la aldea más primitiva de Inglaterra. Nos dirigimos a la oficina de Telégrafos, pero ya estaba cerrada. No obstante, había un teléfono en la pequeña taberna El Escudo del Ferrocarril, y gracias a él nos pusimos en contacto con Holmes, que se mostró tan sorprendido como nosotros por el resultado del viaje.
—¡Qué curioso! —dijo su lejana voz—. ¡Qué extraordinario! Mucho me temo, querido Watson, que esta noche no hay ningún tren de regreso. Sin querer, les he condenado a ustedes a los horrores de una posada rural. Sin embargo, siempre le queda la naturaleza, Watson…, la naturaleza y Josiah Amberley. Podrá mantener un estrecho contacto con ambos —le oí reír por lo bajo mientras cortaba la comunicación.
No tardé en comprobar que la fama de tacaño que tenía mi acompañante era bien merecida. Había refunfuñado por lo costoso del viaje, había insistido en viajar en tercera clase y ahora protestaba clamorosamente por la factura del hotel. A la mañana siguiente, cuando por fin llegamos a Londres, resultaba difícil decir cuál de nosotros dos estaba de peor humor.
—Lo mejor será que pasemos por Baker Street —dije—. Es posible que el señor Holmes tenga nuevas instrucciones que darnos.
—Si no valen más que las últimas que nos dio, no servirán de mucho —dijo Amberley con una mueca malévola.
A pesar de todo, me acompañó. Yo ya había avisado a Holmes por telegrama de la hora a la que llegaríamos, pero encontramos un mensaje en el que nos decía que estaba en Lewisham y que nos esperaba allí. Aquello fue una sorpresa, pero más aún nos sorprendió encontrarnos con que Holmes no estaba solo en la sala de estar de nuestro cliente. Junto a él se sentaba un hombre impasible y de aspecto serio, un hombre moreno que llevaba gafas de sol grises y un gran alfiler con la insignia masónica clavado en su corbata.
—Les presento a mi amigo el señor Barker —dijo Holmes—. También él está muy interesado en su caso, señor Josiah Amberley, aunque hemos estado trabajando independientemente el uno del otro. Sin embargo, los dos queremos hacerle la misma pregunta.
El señor Amberley se dejó caer en un asiento. Sentía el peligro inminente; lo leí en su mirada tensa y en el temblor de sus facciones.
—¿Cuál es la pregunta, señor Holmes?
—Es muy sencilla: ¿Qué ha hecho usted con los cadáveres?
El hombre se puso en pie de un salto, lanzando un ronco alarido. Sus manos huesudas trataron de agarrar el aire. Tenía la boca abierta, y durante un instante pareció una horrible ave de presa. Tuvimos en aquel momento una fugaz visión del auténtico Josiah Amberley: un demonio deforme, con el alma tan retorcida como el cuerpo. Mientras caía hacia atrás en su butaca, se llevó la mano a los labios como para sofocar la tos. Holmes saltó a su garganta como un tigre y se la retorció, inclinándole la cara hacia el suelo. De entre sus labios jadeantes cayó una píldora blanca.
—Nada de atajos, Josiah Amberley. Las cosas deben hacerse con dignidad y buen orden. Quédese aquí, Watson. Volveré dentro de media hora.
El viejo fabricante de colores tenía la fuerza de un león en aquel voluminoso tórax, pero estaba indefenso en manos de dos hombres expertos en manejar a otros. Lo llevaron forcejeando y retorciéndose hasta un coche que aguardaba fuera, y yo me quedé de solitaria vigilia en aquella casa de mal agüero. Sin embargo, Holmes regresó antes de lo prometido, en compañía de un joven y avispado inspector de policía.
—He dejado a Barker ocupándose de las formalidades —dijo Holmes—. Usted, Watson, no conocía a Barker. Es mi odiado competidor en la costa de Surrey. Cuando usted me habló de un hombre alto y moreno, no me resultó difícil completar la imagen. Tiene en su historial varios casos muy buenos, ¿no es verdad, inspector?
—Desde luego, ha interferido varias veces —respondió el inspector con reserva.
—Sin duda, sus métodos son irregulares, igual que los míos. Ya sabe usted que a veces los irregulares resultan útiles. Usted, por ejemplo, con sus obligatorias advertencias de que todo lo que dijera podría utilizarse en contra suya, jamás habría podido soltar ese farol que arrancó a ese granuja lo que prácticamente equivale a una confesión.
—Tal vez no. Pero aun así logramos nuestros objetivos, señor Holmes. No se crea que no teníamos ya formada una opinión sobre este caso, ni que no hubiéramos podido echarle el guante a nuestro hombre. Tendrá que perdonarnos que no nos siente bien que ustedes se entrometan con métodos que nosotros no podemos utilizar, y nos roben así todo el crédito.
—No habrá tal robo, MacKinnon. Le aseguro que, a partir de este momento, yo desaparezco del caso; y en cuanto a Barker, no ha hecho nada más que lo que yo le dije.
El inspector pareció considerablemente aliviado.
—Es muy elegante por su parte, señor Holmes. A usted, los elogios o los reproches le importan muy poco, pero es muy diferente para nosotros, cuando los periódicos empiezan a hacer preguntas.
—Es cierto. Pero, en cualquier caso, es seguro que le harán preguntas, así que más vale disponer de respuestas. ¿Qué va a decir, por ejemplo, cuando el inteligente y emprendedor reportero le pregunte por los detalles exactos que despertaron sus sospechas, hasta llegar a convencerlos de la realidad de los hechos?
El inspector parecía desconcertado.
—Señor Holmes, me parece que aún no conocemos la realidad de los hechos. Dice usted que el detenido, en presencia de tres testigos, prácticamente confesó, por el sistema de intentar suicidarse, que había asesinado a su mujer y a su amante. ¿Qué otros hechos conoce usted?
—¿Ha ordenado usted un registro?
—Vienen para acá tres agentes.
—Pues pronto encontrará los datos más evidentes del mundo. Los cadáveres no pueden estar lejos. Pruebe en las bodegas y en el jardín. No creo que tarden mucho en excavar en los sitios más probables. Esta casa es más antigua que la instalación del agua. Tiene que haber un pozo en desuso en alguna parte. Pruebe suerte ahí.
—Pero ¿cómo lo supo usted, y cómo se cometió el crimen?
—Primero le explicaré cómo se cometió y luego le daré la explicación que se merece, y que aún merece más mi sufrido compañero aquí presente, cuya ayuda ha sido valiosísima en todo momento. Pero, antes, quiero darle una idea de la mentalidad de este hombre. Es muy corriente; tanto, que yo creo que tiene más probabilidades de ir a parar a Broadmoor que al patíbulo. Tiene, y en grado muy acusado, el tipo de mentalidad que uno tendería a asociar más con el carácter italiano medieval que con el de un británico moderno. Era un avaro miserable, y su mujer sufría tanto con sus tacañerías que se convirtió en presa fácil para cualquier aventurero. Uno de estos apareció en escena, bajo la forma de ese doctor ajedrecista. Amberley era un extraordinario jugador de ajedrez, lo cual, Watson, es indicio de una mente calculadora. Como todos los avaros, era un hombre celoso, y sus celos se convirtieron en una manía frenética. Con razón o sin ella, sospechó que le engañaban. Decidió vengarse, y planeó su venganza con astucia diabólica. ¡Vengan por aquí!
Holmes nos guió por el pasillo con tanta seguridad como si viviera en la casa, y se detuvo ante la puerta abierta de la cámara de seguridad.
—¡Esa fue nuestra primera pista! —dijo Holmes—. Puede darle las gracias por la observación al doctor Watson, aunque él no supo deducir el significado. A mí me puso sobre la pista. ¿Por qué un hombre en su situación se dedicaba a saturar su casa de olores fuertes? Evidentemente, para enmascarar algún otro olor, que deseaba ocultar…, un olor culpable que podía despertar sospechas. Luego nos enteramos de la existencia de una habitación como esta que ve, con puerta y cierre de hierro…, una habitación cerrada herméticamente. Junte estos dos datos y ¿adonde nos llevan? El único modo de averiguarlo era examinando la casa personalmente. Yo ya estaba seguro de que se trataba de un caso grave, porque había consultado las actas de taquilla del Teatro Haymarket (otro de los aciertos del doctor Watson), comprobando que ni la localidad 31 ni la 32 de la fila B del anfiteatro se habían ocupado aquella noche. Así pues, Amberley no había ido al teatro, y su coartada se venía abajo. Cometió un grave desliz cuando permitió que mi astuto amigo se fijara en el número de la butaca que había comprado para su esposa. Ahora la cuestión era cómo iba a poder examinar la casa. Envié a un agente a la aldea más inaccesible que se me ocurrió, y obligué a mi hombre a ir allí a una hora tal que le resultara imposible regresar. Para evitar que algo saliera mal, el doctor Watson le acompañó. El nombre del pobre vicario lo saqué, como habrán supuesto, del Directorio Eclesiástico de Crockford. ¿Lo van viendo todo claro?
—Es magistral —dijo el inspector, en tono reverente.
—Sin miedo de que me interrumpieran, entré al asalto en la casa. La de ladrón de casas ha sido siempre una profesión alternativa que yo habría podido adoptar, y no me cabe duda de que habría sido de los mejores. Observen lo que descubrí. ¿Ven esa tubería del gas que corre junto al zócalo? Muy bien. Al llegar al ángulo de la pared, tuerce hacia arriba, y aquí, en el rincón, hay una llave. Como ven, la tubería entra en la cámara blindada y termina en ese rosetón de escayola que hay en el centro del techo, quedando oculta por la ornamentación. Aquel extremo está abierto. En cualquier momento, con solo girar la llave de fuera, se puede llenar la habitación de gas. Con la puerta cerrada y la llave completamente abierta, no creo que nadie pudiera permanecer consciente ni dos minutos en un cuarto tan pequeño. No sé con qué diabólica artimaña los hizo entrar aquí, pero una vez que pasaron por esta puerta quedaron a su merced.
El inspector examinó la tubería con interés.
—Uno de nuestros agentes mencionó el olor a gas —dijo—, pero, por supuesto, la puerta estaba abierta entonces, y ya había pintura; por lo menos, un poco. Según dijo, había empezado a pintar el día anterior. ¿Y qué más, señor Holmes?
—Bueno, entonces se produjo un incidente bastante inesperado. Empezaba a amanecer y yo me estaba escurriendo por la ventana de la despensa, cuando sentí que una mano me agarraba por el cuello de la camisa y oí una voz que decía: «¿Qué estás haciendo aquí, granuja?». Cuando pude girar la cabeza, vi ante mis ojos las gafas oscuras de mi amigo y rival, el señor Barker. Fue un encuentro tan ridículo que nos hizo sonreír a ambos. Por lo visto, la familia del doctor Ray Ernest le había encargado que investigase el asunto, y había llegado a la misma conclusión que yo: allí había gato encerrado. Estuvo varios días vigilando la casa, y se había fijado en el doctor Watson, incluyéndolo entre los personajes sospechosos que pasaban por allí. No podía detener a Watson, pero cuando vio que un hombre salía a escondidas por la ventana de la despensa, ya no pudo contenerse. Como es natural, le informé de la situación y continuamos la investigación juntos.
—¿Por qué con él? ¿Por qué no con nosotros?
—Porque tenía planeado realizar esa pequeña prueba que tan admirables resultados ha dado. Me daba la impresión de que ustedes no habrían llegado tan lejos.
El inspector sonrió.
—Es muy posible que no. Creo haber entendido, señor Holmes, que tengo su palabra de que a partir de ahora se aparta del caso y nos hace entrega de todas sus conclusiones.
—Desde luego, así lo he hecho siempre.
—Muy bien, se lo agradezco en nombre del Cuerpo. Tal como usted lo ha expuesto, el caso parece estar claro, y no puede resultarnos difícil encontrar los cadáveres.
—Le voy a enseñar una pequeña prueba, algo macabra —dijo Holmes—. Estoy seguro de que el propio Amberley ni se fijó en ella. Para obtener resultados, inspector, siempre hay que ponerse en el lugar del otro y pensar qué haría usted en su caso. Se necesita un poco de imaginación, pero vale la pena. Pues bien, ahora vamos a suponer que está usted encerrado en este cuartito y no le quedan ni dos minutos de vida, pero quiere ajustarle las cuentas al canalla que, muy probablemente, se está burlando de usted al otro lado de la puerta. ¿Qué haría usted?
—Escribir un mensaje.
—Exacto. Querría explicarle a la gente cómo había muerto. No le serviría de nada escribir en un papel, porque él lo encontraría antes. Pero si escribiera en la pared, tal vez algún otro lo viera. Pues bien, mire aquí. Justo por encima del zócalo hay algo escrito con un lápiz de tinta color violeta: «Fuimos ases». Y nada más.
—¿Y qué deduce usted de eso?
—Como ve, está a menos de un pie de altura. El pobre diablo estaba ya caído en el suelo, moribundo, cuando lo escribió. Perdió el conocimiento antes de poder terminar.
—Claro, quería escribir «Fuimos asesinados».
—Así lo interpreto yo. Si se encontrara por aquí un lápiz de tinta…
—Lo buscaremos, puede estar seguro. Pero ¿qué hay de los valores? Es evidente que no hubo ningún robo. Y sin embargo, aquellos valores eran suyos. Lo hemos comprobado.
—No le quepa duda de que los tiene escondidos en lugar seguro. Cuando todo este asunto de la escapada hubiera pasado a la historia, podría descubrirlos de pronto, asegurando que la pareja infiel se había arrepentido y le había devuelto su botín, o que lo había perdido en la fuga.
—Parece que tiene usted respuesta para todas las dificultades —dijo el inspector—. Como es natural, Amberley tenía que avisarnos a nosotros, pero lo que no entiendo es por qué acudió a usted.
—Pura fanfarronería —respondió Holmes—. Se creía tan inteligente y estaba tan seguro de sí mismo que pensaba que nadie podría con él. Si cualquier vecino sospechaba algo, podría decirle: «Fíjese en los pasos que he dado: no solo he pedido ayuda a la policía, sino también al mismísimo Sherlock Holmes».
El inspector se echó a reír.
—Habrá que perdonarle eso de «el mismísimo», señor Holmes —dijo—. Ha hecho usted un trabajo de lo más profesional que he visto en mi vida.
Un par de días después, mi amigo me pasó un ejemplar de la revista quincenal North Surrey Observer. Bajo una serie de incendiarios titulares, que comenzaban por «Horror en El Refugio» y terminaban por «Un brillante trabajo policial», había una columna de letra impresa que ofrecía la primera versión completa del caso. El párrafo final podría servir como muestra del conjunto, y decía así:
La extraordinaria sagacidad del inspector MacKinnon, que le permitió deducir que el olor de la pintura tenía la función de enmascarar algún otro olor, como, por ejemplo, el del gas; su audaz imaginación, que le hizo suponer que la cámara acorazada sirvió también como cámara de ejecución; y la posterior investigación, que condujo al descubrimiento de los cadáveres en un pozo en desuso, astutamente camuflado tras la caseta del perro, deberían perdurar en la historia del crimen como ejemplo palpable de la inteligencia de nuestros policías profesionales.
—Buen chico, ese MacKinnon —dijo Holmes, con una sonrisa tolerante—. Puede incluir esto en nuestros archivos, Watson. Tal vez un día se pueda contar la verdadera historia.