29. ESTRELLA DE PLATA

—Me temo, Watson, que voy a tener que marcharme —dijo Holmes una mañana cuando nos sentábamos a desayunar.

—¿Marcharse? ¿Dónde?

—A King’s Pyland, en Dartmoor.

No me sorprendió. Ciertamente, lo único que me extrañaba era que aún no se hubiera visto mezclado en aquel caso extraordinario, único tema de conversación a lo largo y a lo ancho de Inglaterra. Durante un día entero mi amigo había deambulado por la habitación con la cabeza gacha y el ceño fruncido, cargando y recargando la pipa con el tabaco negro más fuerte, completamente sordo a cualquiera de mis preguntas o comentarios. Del quiosco nos llegaban las nuevas ediciones de los periódicos, pero solo recibían una ojeada antes de ir a parar a un rincón. Sin embargo, a pesar de su silencio, yo sabía muy bien que estaba meditando sobre aquello. Había tan solo un problema ante el público que pudiera retar su poder de análisis, y era la singular desaparición del favorito para la Copa de Wessex y el trágico asesinato de su entrenador. Por tanto, cuando anunció repentinamente su intención de partir hacia el lugar del drama, no hizo más que lo que yo había supuesto y esperado.

—Estaría encantado de bajar con usted, si no le resultara engorroso —dije.

—Mi querido Watson, me haría un gran favor si viniera. Y creo que no perdería el tiempo, pues hay algunos puntos en este caso que prometen convertirlo en único. Creo que tenemos el tiempo justo para coger nuestro tren en Paddington; durante el camino entraré en detalles. Me gustaría que se llevara consigo sus excelentes prismáticos.

Y así fue como, una hora más tarde aproximadamente, me encontraba en la esquina de un compartimento de primera, en route hacia Exeter a toda velocidad, mientras Sherlock Holmes, con su rostro aguileño e inquieto enmarcado por el gorro de viaje con orejeras, se sumía en el montón de nuevos periódicos que se había procurado en Paddington. Lejos quedaba ya Reading cuando dejó el último a un lado y me ofreció la petaca.

—Vamos bien —dijo—. La velocidad es de cincuenta y tres millas y media por hora.

—No me he fijado en los indicadores de distancia —dije.

—Yo tampoco, pero en esta línea los postes de telégrafos están situados cada sesenta yardas; lo demás es un cálculo fácil. Supongo que usted habrá pensado ya sobre este asunto del asesinato de John Straker y la desaparición de Estrella de Plata.

—He leído lo que viene en el Telegraph y el Chronicle.

—Es este uno de esos casos en los que el pensador debiera aplicar su ingenio más al examen de los detalles que a la adquisición de nuevas pruebas. La tragedia ha sido tan insólita, tan completa y tiene tal importancia personal para tanta gente, que padecemos una avalancha de suposiciones, conjeturas e hipótesis. La dificultad estriba en deslindar los hechos, los hechos absolutos e innegables, de los aderezos que aportan los teóricos y los periodistas. Partiendo de esta sólida base, nuestra obligación es ver qué conclusiones podemos sacar y cuáles son los puntos especiales sobre los que gira todo el misterio. El martes por la noche el coronel Ross, dueño del caballo, y el inspector Gregory, que se encarga del caso, me telegrafiaron pidiendo mi colaboración.

—¡El martes por la noche! —exclamé—. Pero si estamos a jueves por la mañana. ¿Por qué no partió usted ayer?

—Porque cometí un error, mi querido Watson, algo bastante más frecuente, me temo, de lo que pudiera pensar quien solo me conozca por sus memorias. El hecho es que no creía posible que el caballo más magnífico de toda Inglaterra pudiera permanecer escondido por mucho tiempo, sobre todo en un lugar tan poco poblado como es el norte de Dartmoor. Hora tras hora esperaba oír ayer que lo habían encontrado y que su secuestrador era el asesino de John Straker. Sin embargo, cuando esta mañana no trajo más que el arresto del joven Fitzroy Simpson, pensé que había llegado el momento de entrar en acción. De todos modos pienso que no perdí del todo el día de ayer.

—¿Tiene, pues, alguna teoría?

—Al menos conozco los hechos fundamentales del caso. Se los enumeraré, pues nada aclara tanto un caso como el exponérselo a otra persona. Además difícilmente podría esperar su colaboración, de no explicarle la postura de la que partimos.

Me recosté sobre los almohadones y me dispuse a fumar mi cigarro, mientras Holmes, inclinado hacia delante, hizo un esbozo de los sucesos que motivaban nuestro viaje, enumerando los datos sobre la palma de su mano izquierda con el índice largo y fino.

—Estrella de Plata —dijo— es de la cuadra Isonomy y tiene un historial tan brillante como el de su famoso antecesor. Tiene cinco años y uno a uno le ha ido llevando al coronel Ross, su afortunado dueño, todos los premios hípicos. Hasta el momento de la catástrofe era el favorito para la Copa de Wessex, las apuestas estaban tres a una. Siempre ha sido un gran favorito entre el público de las carreras, y no le ha defraudado nunca, de modo que incluso en apuestas cortas se han movido en torno a él enormes sumas de dinero. Por tanto, es evidente que era mucha la gente interesada en evitar que Estrella de Plata estuviera allí el martes próximo cuando se diera la señal de salida.

»Por supuesto, esto se sabía en King’s Pyland, lugar donde se encuentran las cuadras de entrenamiento del coronel, y se tomaron todas las precauciones para proteger al favorito. El entrenador, John Straker, es un jockey retirado, que montó con los colores del coronel Ross hasta que pesó demasiado. Ha servido al coronel durante cinco años como jockey y durante siete como entrenador. Siempre ha demostrado ser un fiel y honrado servidor. Tenía tres muchachos a sus órdenes, pues el establecimiento era pequeño; no habría más de cuatro caballos. Uno de estos muchachos permanecía toda la noche en el establo vigilando, mientras los otros dormían en el desván. Todos tenían una excelente reputación. John Straker, que estaba casado, vivía en una pequeña casa a unas doscientas yardas de las cuadras. No tiene hijos, tiene una criada y vive con desahogo. Es un lugar muy solitario, pero como a media milla hacia el norte hay un pequeño conjunto de casas, construidas por un contratista de Tavistock para uso de inválidos y quienes quieran disfrutar del aire puro de Dartmoor. El pueblo de Tavistock está al oeste, a dos millas, y cruzando el páramo, también a unas dos millas de distancia, está la cuadra de entrenamiento de Capleton, que es más grande y pertenece a Lord Backwater. La lleva Silas Brown. Por lo demás, el lugar está completamente deshabitado, a excepción de unos cuantos gitanos errantes. Esa era la situación general el pasado lunes por la noche, cuando ocurrió la catástrofe.

«Aquella noche, como de costumbre, habían entrenado a los caballos y les habían dado de beber. Las cuadras se cerraron a las nueve. Dos de los muchachos se fueron a casa del entrenador, donde cenaron en la cocina, mientras el tercero se quedaba de guardia. Poco después de las nueve la criada, Edith Baxter, le bajó la cena al mozo que estaba en la cuadra, un plato de cordero al curry. No le llevó líquido alguno, pues en la cuadra hay un grifo, y la regla es que el chico de guardia no beba más que agua. La criada llevaba una linterna, puesto que estaba muy oscuro y el sendero cruza a campo traviesa.

»Edith Baxter se encontraba a treinta yardas de las caballerizas, cuando de la oscuridad salió un hombre que le hizo detenerse. A la luz amarillenta de la linterna pudo comprobar que era una persona de porte señorial. Vestía un recio traje gris y se tocaba con una gorra de paño. Llevaba polainas y empuñaba un grueso bastón con abultada empuñadura. Sin embargo lo que más le impresionó fue la gran palidez que reflejaba su rostro y lo nervioso que se mostraba. Pensó que debía de tener algo más de treinta años.

»—¿Podría decirme dónde me encuentro? —preguntó—. Casi me había hecho a la idea de dormir al aire libre, cuando vi la luz de su linterna.

»—Está cerca de las cuadras de entrenamiento de King’s Pyland —le respondió Edith.

»—¡Qué golpe de suerte! —exclamó—. Tengo entendido que un mozo duerme solo en las caballerizas todas las noches. Incluso puede que lo que usted lleva sea su cena. Estoy seguro de que el orgullo no le impedirá ganarse el precio de un traje nuevo, ¿verdad? —y sacó del bolsillo del chaleco un papel blanco doblado—. Encárguese de que el chico reciba esto esta noche y tendrá usted el traje más bonito que se pueda comprar.

»La criada estaba asustada por la insistencia con que hablaba el desconocido y corrió hacia la ventana a través de la cual solía pasarle al mozo la cena. Estaba ya abierta y Hunter se encontraba dentro, sentado a una pequeña mesa. Había empezado a contarle lo ocurrido, cuando se acercó el desconocido.

»—Buenas noches —dijo mirando al interior desde la ventana—. Quisiera hablar con usted.

»La chica ha jurado que, mientras hablaba, pudo ver que el hombre escondía en la mano cerrada un pequeño envoltorio.

»—¿Qué se le ha perdido a usted aquí? —preguntó el mozo.

»—Algo que quizá puede llenar sus bolsillos —fue la respuesta—. Aquí hay dos caballos que participarán en la copa de Wessex, Estrella de Plata y Bayard. No me engañe y saldrá ganando. ¿Es cierto que, en la carrera con handicap, Bayard podría darle al otro cien yardas en cinco estadios y que la cuadra ha apostado por él?

»—Así que es usted uno de esos malditos pronosticadores, ¿eh? —exclamó el muchacho—. Le voy a enseñar cómo los tratamos en King’s Pyland.

»Se levantó de un salto y corrió hacia donde estaba el perro para desatarlo. La criada huyó hacia la casa, pero, echando la vista atrás, vio que el desconocido se empinaba por la ventana. Sin embargo, cuando un minuto más tarde Hunter salió con el perro, el desconocido ya no estaba y, aunque dio una vuelta alrededor de las caballerizas, no encontró ni rastro del hombre.

—Un momento —exclamé—. Cuando el chico salió corriendo con el perro, ¿dejó la puerta abierta?

—¡Excelente, Watson, excelente! —murmuró mi acompañante—. La importancia de este punto me pareció tan grande, que telegrafié ayer a Dartmoor para cerciorarme. El chico cerró la puerta al salir. Y añadiré que la ventana no es lo suficientemente grande como para que pueda entrar un hombre por ella.

»Hunter esperó hasta que los otros mozos de cuadra regresaron y entonces avisó al entrenador de lo que había ocurrido. Straker se inquietó al oír el relato, aunque no pareció haberse dado bien cuenta de su verdadero alcance. Sin embargo, estaba intranquilo y, cuando la señora Straker se despertó a la una de la madrugada, le encontró vistiéndose. Respondiendo a las preguntas de su mujer, dijo que no podía dormir debido a la preocupación que sentía por los caballos y que iba a acercarse a las caballerizas para asegurarse de que todo andaba bien. Ella le rogó que no saliera de casa, ya que se oía la lluvia golpear contra las ventanas, pero, a pesar de su insistencia, se puso la gabardina y abandonó la casa.

»La señora Straker se levantó a las siete de la mañana y vio que su marido aún no había regresado. Se vistió con rapidez, llamó a la criada y partió camino de las caballerizas. La puerta se encontraba abierta. Dentro, arrebujado en una silla, estaba Hunter, sumido en un estado de completo atontamiento: la casilla del favorito estaba vacía y no había señal del entrenador.

»Pronto se despertaron los dos mozos que dormían en el desván que queda encima del cuarto de los arreos. Ambos tienen el sueño pesado y ninguno de ellos había oído nada durante la noche. Evidentemente Hunter estaba bajo la influencia de alguna droga fuerte y, puesto que era imposible obtener de él ninguna información coherente, se le dejó dormir hasta que se le pasara el efecto. Mientras, los dos muchachos y las mujeres salieron en busca de los desaparecidos. Aún mantenían la esperanza de que el entrenador, por alguna razón, se hubiera llevado el caballo para entrenarlo. Mas al subir a la colina cercana a la casa, desde la cual se divisaba la vecindad circundante, no solo no vieron señal alguna del favorito, sino que percibieron algo que les avisó de que estaban en presencia de una catástrofe.

«Como a un cuarto de milla de las cuadras, la gabardina de John Straker ondeaba colgada de un tojo. Al lado de este el páramo formaba una pequeña hondonada, al fondo de la cual yacía el cuerpo inerte del desafortunado entrenador. Tenía la cabeza destrozada por el salvaje golpe de una pesada arma y estaba herido en el muslo, donde aparecía un corte largo y limpio, evidentemente producido por un instrumento afilado. Sin embargo estaba claro que Straker se había defendido vigorosamente contra sus asaltantes, pues en la mano derecha sujetaba un pequeño cuchillo, bañado en sangre hasta el mango, mientras que en la mano izquierda tenía una corbata de seda roja y negra, que la criada reconoció como la misma que llevaba el desconocido que la noche anterior había visitado las cuadras.

«Hunter, al recobrar el sentido, también estaba seguro respecto de a quién pertenecía la corbata. Igualmente estaba seguro de que había sido el mismo desconocido el que, desde la ventana, había echado algún estupefaciente en el cordero, privando así a las cuadras de su vigilante.

»En cuanto al caballo desaparecido, había abundantes pruebas en el barro de la hondonada fatal de que había estado allí durante la contienda. Pero falta desde esa mañana y, a pesar de que se ha ofrecido una gran recompensa por él y de que todos los gitanos de Dartmoor están sobre aviso, no ha habido noticia alguna. Finalmente, el análisis de los restos de la cena que dejó el mozo ha demostrado que contenían una considerable cantidad de polvos de opio, mientras que los que cenaron en la casa, y tomaron lo mismo, no sufrieron síntomas de enfermedad.

»Estos son los hechos principales del caso, desprovistos de toda conjetura y expuestos del peor modo posible. Paso ahora a recapitular la labor de la policía en el asunto.

»El inspector Gregory, a quien se le ha encargado el caso, es persona extremadamente competente. De estar dotado de imaginación, podría llegar muy lejos en su profesión. A su llegada, de inmediato encontró y arrestó al hombre sobre el que naturalmente recaían las sospechas. No hubo dificultades para encontrarle, pues era muy conocido en el vecindario. Parece ser que se llama Fitzroy Simpson. Es un hombre de buena familia y excelente educación, que ha despilfarrado una fortuna en carreras y que vive en la actualidad de sus discretas gestiones como corredor de apuestas; revela que había registrado apuestas de hasta cinco mil libras en contra del favorito.

»Al ser arrestado confesó que había ido a Dartmoor con la esperanza de obtener información acerca de los caballos de King’s Pyland, y de Desborough, el segundo favorito, que estaba a cargo de Silas Brown en las cuadras de Capleton. No intentó negar que había actuado tal y como se había declarado, pero añadió que no tenía malas intenciones y que simplemente quería obtener información de primera mano. Cuando se le enseñó la corbata palideció y fue incapaz de justificar por qué se encontraba en la mano del hombre asesinado. Sus ropas húmedas atestiguaban que había pasado la noche bajo la lluvia, y su bastón, hecho de madera de palmera y plomo, era el arma apropiada para poder infligir, mediante repetidos golpes, las terribles heridas que hicieron sucumbir al entrenador.

»Por otro lado, no mostraba herida alguna sobre el cuerpo, mientras que el aspecto del cuchillo de Straker demostraba que al menos uno de sus asaltantes debiera llevar su marca. Este es el resumen, Watson, y si de alguna manera puede usted arrojar alguna luz sobre el asunto le quedaría muy agradecido.

Con enorme atención seguí el relato que Holmes, con su característica claridad, me había expuesto. Aunque la mayoría de los hechos me eran familiares, no había apreciado suficientemente ni su relativa importancia ni la relación existente entre ellos.

—¿Sería posible —sugerí— que la herida de Straker la hubiera ocasionado su propio cuchillo durante las convulsiones que siguen a cualquier lesión cerebral?

—Es más que posible; es incluso probable —dijo Holmes—. En cuyo caso, uno de los principales puntos a favor del acusado desaparecería.

—Sin embargo —dije—, no alcanzo a comprender cuál puede ser la teoría de la policía.

—Me temo que cualquier teoría que formulemos tropezará con graves objeciones —respondió mi acompañante—. Supongo que la policía imagina que este Fitzroy Simpson, tras narcotizar al muchacho y habiéndose hecho con un duplicado de la llave, abrió la puerta de la cuadra y se llevó el caballo con la intención de secuestrarlo. Falta la brida, de modo que debió de ponérsela Simpson. Luego, dejando la puerta abierta, estaría ya alejándose con el caballo por el páramo cuando, o bien se encontró, o bien le alcanzó el entrenador. Como es lógico, surgió una pelea, en el curso de la cual Simpson le abrió la cabeza al entrenador con el bastón, sin que el pequeño cuchillo que Straker utilizaba para defenderse le hiriera a él. Después el ladrón pudo llevarse el caballo a algún lugar escondido o quizá este se escapó durante la lucha y esté ahora errando por el páramo. Así es como la policía plantea el caso y, por improbable que parezca, las demás explicaciones lo son más aún. No obstante, una vez me encuentre en el lugar de los hechos, pronto los comprobaré. Hasta entonces no creo que podamos ir mucho más allá.

Era ya de noche cuando llegamos al pueblecito de Tavistock, situado, como el tachón de un escudo, en el centro del inmenso círculo que constituye Dartmoor. Dos caballeros nos esperaban en la estación; el uno, un hombre alto y rubio con barba y cabello leonino y penetrantes ojos azules; el otro, una persona menuda y avispada, pulcra y aseada, llevaba patillas y monóculo, y vestía levita y polainas. Este último era el coronel Ross, conocido deportista; el otro era el inspector Gregory, un hombre que con rapidez se estaba haciendo un nombre en el departamento de detectives inglés.

—Estoy contentísimo de que haya venido, señor Holmes —dijo el coronel—. Aquí el inspector ha hecho todo lo humanamente posible, pero no quiero dejar piedra por remover para intentar vengar al pobre Straker y recobrar mi caballo.

—¿Ha habido nuevos acontecimientos? —preguntó Holmes.

—Lamento decirle que hemos hecho muy pocos progresos —dijo el inspector—. Afuera nos espera una calesa y, puesto que sin duda usted querrá ver el lugar antes de que se haga noche cerrada, podemos hablar de esto durante el camino.

Un minuto después nos encontrábamos todos cómodamente sentados en una calesa, cruzando el pintoresco y antiguo pueblecito de Devonshire. El inspector Gregory estaba inmerso en el caso y profirió un sinfín de comentarios, a los que Holmes respondía con alguna pregunta ocasional. El coronel Ross permanecía recostado, mientras yo escuchaba con interés el diálogo entre los detectives. Gregory formulaba su teoría, que coincidía casi exactamente con lo que Holmes había pronosticado en el tren.

—Fitzroy Simpson está muy acorralado —comentó— y yo personalmente creo que es nuestro hombre. Al mismo tiempo reconozco que las pruebas son circunstanciales y que cualquier nuevo acontecimiento podría anularlas.

—¿Qué hay del cuchillo de Straker?

—Estamos casi convencidos de que se hirió él mismo al caer.

—Mi amigo, el doctor Watson, sugirió eso mismo en el tren. De ser así, iría en contra de ese Simpson.

—Indudablemente. No tiene ni cuchillo ni señales de ninguna herida. Pero las pruebas en su contra son muy fuertes. Tenía mucho interés en que desapareciera el favorito, se halla bajo sospecha de haber envenenado al mozo de cuadra, estuvo fuera toda la noche bajo la tormenta, iba armado con un grueso bastón, y se encontró su corbata en la mano del hombre asesinado. Verdaderamente creo que tenemos elementos suficientes como para ir a juicio.

Holmes negó con la cabeza.

—Una defensa aguda lo echaría todo por tierra —dijo—. ¿Por qué iba a sacar al caballo de la cuadra? Si quería hacerle daño, ¿por qué no lo hizo allí mismo? ¿Se le ha encontrado un duplicado de la llave? ¿Qué farmacéutico le vendió los polvos de opio? Y, más importante, ¿dónde iba él, un forastero aquí, a esconder un caballo, máxime un caballo como ese? ¿Cuál es su explicación acerca del papel que quería que la criada le entregara al muchacho?

—Dice que era un billete de diez libras. Se le encontró uno en su monedero. Pero las otras objeciones que usted pone no son tan formidables como las pinta. No es un forastero aquí. Durante el verano se ha alojado en Tavistock dos veces. El opio probablemente vendría de Londres. La llave, tras haber surtido su efecto, pudo ser desechada. Y puede que el caballo yazga en el fondo de alguna hondonada o de alguna de las minas antiguas que hay en el páramo.

—¿Qué dice él de la corbata?

—Admite que es suya y declara haberla perdido. Pero ha surgido un elemento nuevo en el caso, que pudiera explicar el que se llevara el caballo de la cuadra.

Holmes aguzó el oído.

—Hemos encontrado huellas que demuestran que un grupo de gitanos acampó el lunes por la noche a una milla del lugar del asesinato. El martes habían desaparecido. Pues bien, suponiendo que hubiera algún tipo de conexión entre Simpson y los gitanos, ¿no sería posible que él se dispusiera a llevarles el caballo cuando fue alcanzado y que los gitanos lo tuvieran ahora en su poder?

—Es muy posible.

—Estamos batiendo el páramo en pos de los gitanos. También he examinado todas las caballerizas y cobertizos de Tavistock y en diez millas a la redonda.

—Tengo entendido que hay otra cuadra de entrenamiento muy cerca.

—En efecto, y ese es un factor que no debemos descuidar. Puesto que Desborough, su caballo, iba segundo en las apuestas, ellos tenían interés en que desapareciera el favorito. Se sabe que Silas Brown, el entrenador, había apostado fuerte y no era amigo del pobre Straker. Sin embargo hemos inspeccionado a fondo las cuadras y no hemos encontrado nada que le relacione con el asunto.

—¿Tampoco se ha encontrado relación entre ese Simpson y los intereses de las cuadras Capleton?

—Ninguna en absoluto.

Holmes se recostó en el carruaje y la conversación terminó. Unos minutos más tarde el conductor se detuvo ante una pulcra casita de ladrillo rojo con aleros salientes que había junto a la carretera. A poca distancia, cruzando el prado, se levantaba un cobertizo alargado de color grisáceo. Los helechos marchitos teñían de cobre el páramo suavemente ondulado que se extendía en todas las demás direcciones hasta rozar el horizonte, resquebrajado tan solo por los campanarios de Tavistock y por un conjunto de casas hacia el oeste que indicaban las cuadras Capleton. Todos bajamos de la calesa, a excepción de Holmes, que seguía recostado con la mirada clavada en el firmamento, totalmente sumido en sus pensamientos. Cuando le toqué el brazo, pareció despertarse bruscamente y descendió del carruaje.

—Perdóneme —dijo, volviéndose hacia el que le miraba extrañado—. Estaba soñando despierto.

Había un brillo en sus ojos y una agitación contenida en su manera de actuar, que a mí, que conocía bien su forma de ser, me convencieron de que acababa de dar con alguna pista, aunque no lograba adivinar de dónde la había sacado.

—Señor Holmes, quizá preferiría que prosiguiéramos de inmediato a la escena del crimen —dijo Gregory.

—Creo que prefiero quedarme aquí un poco más y entrar en un par de detalles. Supongo que a Straker le traerían aquí, ¿no?

—Sí, está arriba. La encuesta judicial será mañana.

—Ha estado a su servicio varios años, ¿verdad, coronel Ross?

—Siempre ha demostrado ser un criado excelente.

—Supongo, inspector, que harían un inventario de lo que llevaba en los bolsillos cuando murió.

—Tengo en el salón todo lo que se le encontró, si quiere verlo.

—Encantado.

Pasamos a la habitación y nos sentamos alrededor de una mesa central, mientras el inspector abría una caja de hojalata cerrada con llave y hacía un montoncito con las cosas que sacaba de ella. Había una caja de cerillas, un resto de vela, una pipa A. D. R, de raíz de brezo, una petaca de piel de foca con media onza de tabaco prensado, un reloj de plata con cadena de oro, cinco monedas de oro, un estuche de lápices de aluminio, unos cuantos papeles y un cuchillo con mango de marfil, de hoja rígida y muy delicada, que llevaba estampado «Weiss & Co., London».

—Es un cuchillo muy curioso —dijo Holmes, examinándolo con atención—. Puesto que veo que está manchado de sangre, supongo que será el que tenía en la mano el hombre asesinado. Watson, seguro que usted conoce este tipo de cuchillo.

—Es lo que llamamos un cuchillo de cataratas —respondí.

—Eso mismo pensaba yo. Tiene una hoja muy delicada, pensada para trabajos muy delicados. Raro instrumento para que lo lleve un hombre que se lanza a una escabrosa expedición, sobre todo si tenemos en cuenta que no es uno de esos cuchillos que se pueden doblar y meter en el bolsillo.

—Tenía la punta protegida con un corcho, que encontramos al lado del cadáver —dijo el inspector—. Su esposa nos ha dicho que el cuchillo llevaba varios días encima del tocador y que lo había cogido su marido al salir de la habitación. No era una buena arma, pero quizá no pudo echar mano de otra mejor en aquel momento.

—Es muy probable. ¿Qué hay de esos papeles?

—Tres de ellos son recibos de tratantes de heno. Uno es una carta del coronel Ross con instrucciones. Este otro es una factura de la modista, firmada por Madame Lesurier, de Bond Street, y extendida a nombre de William Darbyshire. La señora Straker nos dice que Darbyshire era un amigo de su marido y que de vez en cuando daba esta dirección.

—Madame Darbyshire tiene unos gustos algo caros —comentó Holmes mirando la factura—. Veintidós guineas es bastante para un solo traje. En fin, no parece que haya nada más, así que podemos ir al lugar del crimen.

Al salir del salón se acercó una mujer que había estado esperando en el pasillo y puso su mano sobre el brazo del inspector. Su rostro delgado, cansado y expectante mostraba la huella de un terror reciente.

—¿Los han cogido? ¿Los han encontrado? —dijo casi sin aliento.

—No, señora Straker, pero el señor Holmes ha venido de Londres para ayudarnos, y haremos todo lo que esté en nuestras manos.

—Creo que la conocí hace tiempo en Plymouth, señora Straker; en una fiesta —dijo Holmes.

—No, caballero. Está equivocado.

—Vaya, pues lo hubiera jurado. Llevaba un traje de seda gris rematado con plumas de avestruz.

—Nunca he tenido un traje así, caballero —respondió la dama.

—Entonces no caben más dudas —dijo Holmes y, disculpándose, salió con el inspector.

Una pequeña caminata nos llevó a través del páramo hasta la hondonada donde se había encontrado el cadáver. Al borde estaba el tojo en el que se hallaba colgada la gabardina.

—Tengo entendido que no hacía viento aquella noche —dijo Holmes.

—No, pero llovía mucho.

—En ese caso no es que el viento arrastrara la gabardina hasta el tojo, sino que debieron de colocarla allí.

—Sí, estaba colgada encima.

—Estoy preso de interés. Veo que hay muchas pisadas. Sin duda habrá venido aquí mucha gente desde el lunes por la noche.

—Pusimos un felpudo aquí al lado, sobre el que nos hemos situado para no pisar la tierra.

—Excelente.

—Tengo en esta bolsa una de las botas que llevaba Straker, uno de los zapatos de Fitzroy Simpson y una herradura de Estrella de Plata.

—¡Mi querido inspector, se supera usted a sí mismo!

Holmes cogió la bolsa y, bajando a la hondonada, centró un poco más el felpudo. Luego, apoyando la barbilla en las manos se agachó y estudió minuciosamente el fango pisoteado que tenía ante sí.

—¡Hombre! —exclamó repentinamente—. ¿Qué es esto?

Era una cerilla de cera, a medio quemar, y tan embadurnada de fango, que al principio parecía una pequeña astilla de madera.

—No sé cómo se me ha podido pasar —dijo el inspector con aire molesto.

—Era invisible; estaba hundida en el barro. Yo la encontré solo porque la estaba buscando.

—¡Cómo! ¿Esperaba encontrarla?

—No lo creía descabellado.

Sacó las botas de la bolsa y cotejó el dibujo de la suela con las huellas que había en la tierra. Después trepó hasta el borde de la hondonada y gateó por entre los matorrales.

—Me temo que no hay más pistas —dijo el inspector—. He examinado detenidamente el terreno en cien yardas a la redonda.

—¡Comprendo! —dijo Holmes levantándose—. Después de lo que dice no tendría yo el descaro de hacerlo de nuevo. Pero me gustaría dar un pequeño paseo por el páramo antes de que anochezca, para no perderme mañana. Creo que me llevaré esta herradura; a ver si me trae suerte.

El coronel Ross, que había dado muestras de impaciencia ante el método de trabajo tranquilo y sistemático de mi acompañante, miró el reloj.

—Me gustaría que regresara conmigo, inspector —dijo—. Hay varios puntos sobre los que desearía tener su opinión. En especial creo que por respeto a nuestro público deberíamos retirar el nombre de nuestro caballo de la carrera.

—En modo alguno —exclamó Holmes en tono firme—. Pienso que debe mantenerlo.

El coronel hizo una pequeña inclinación.

—Agradezco mucho su opinión, señor. Cuando dé por finalizado su paseo, nos encontrará en la casa del pobre Straker. Podemos volver juntos a Tavistock.

Él y el inspector se fueron y Holmes y yo empezamos a caminar lentamente por el páramo. El sol empezaba a ponerse por detrás de las cuadras de Capleton y la ondulante llanura ante nosotros pasaba del dorado a un intenso color cobrizo en los helechos y zarzas que aún recogían los últimos reflejos del atardecer. Sin embargo, mi acompañante no apreciaba las maravillas que nos ofrecía el paisaje; iba sumido en sus pensamientos.

—La cosa está así, Watson —dijo finalmente—. Por el momento podemos dejar la cuestión de quién asesinó a John Straker y limitarnos a averiguar qué ha sido del caballo. Bien, suponiendo que se escapara durante o después de la tragedia, ¿dónde pudo haber ido? El caballo es un animal gregario. Si iba solo, su instinto le llevaría a volver a King’s Pyland o a dirigirse a Capleton. ¿Por qué iba a andar suelto por el páramo? Le habrían visto ya. ¿Y por qué le iban a secuestrar unos gitanos? Estas gentes suelen largarse en cuanto oyen que hay lío, pues no quieren que la policía los moleste. De llevarse el animal, correrían un gran riesgo sin ganar nada. Eso está claro, ¿no?

—Pero entonces, ¿dónde está?

—Ya he dicho que debió de irse a King’s Pyland o a Capleton.

Puesto que no está en King’s Pyland debe de encontrarse en Capleton. Tomemos eso como hipótesis de trabajo, a ver adonde nos conduce. Esta parte del páramo, como señaló el inspector, está muy firme y seca. Pero hacia Capleton va descendiendo. A lo lejos se puede ver una depresión que tuvo que estar muy enfangada el lunes por la noche. Si nuestra suposición es correcta, el caballo debió de cruzarla y es allí donde debiéramos buscar sus huellas.

Habíamos ido caminando de prisa, mientras sosteníamos esta conversación, y pocos minutos más tarde llegamos a la hondonada en cuestión. A petición de Holmes yo iba por el lado izquierdo y él por el derecho. Mas no había dado cincuenta pasos, cuando le oí proferir una exclamación y vi que me hacía señas con la mano. La tierra húmeda mostraba claramente las huellas del caballo y la herradura que sacó del bolsillo encajaba perfectamente.

—Vea lo que vale la imaginación —dijo Holmes—. Es la única virtud de que carece Gregory. Nosotros nos imaginamos lo que pudo ocurrir, actuamos en consecuencia, y nos vemos recompensados. Sigamos.

Cruzamos el barrizal y volvimos a encontrarnos con un cuarto de milla de terreno seco y firme. Cuando de nuevo el terreno descendió, volvimos a encontrar huellas. Durante media milla las perdimos, pero otra vez aparecieron cerca de Capleton. Holmes las vio primero y me las señaló con aire triunfal. Paralelamente a las del caballo se veían las huellas de un hombre.

—¡El caballo iba solo antes! —exclamé.

—En efecto. Iba solo. Pero ¿qué es esto?

La pareja de huellas se desvió bruscamente en dirección a King’s Pyland. Holmes profirió un silbido y ambos las seguimos. Mi acompañante tenía los ojos fijos sobre el rastro, pero casualmente yo desvié la mirada hacia el lado y observé con sorpresa que las mismas huellas volvían en dirección contraria a la nuestra.

—Enhorabuena, Watson —dijo Holmes, cuando se lo hice notar—. Nos ha ahorrado una larga caminata que nos habría conducido aquí de nuevo. Sigamos las huellas de vuelta.

No tuvimos que ir muy lejos. Acababan donde comenzaba el camino asfaltado que conducía hasta la verja de las cuadras de Capleton. Al acercarnos, salió un mozo a nuestro encuentro.

—No queremos mirones por aquí —dijo.

—Solo quería hacer una pregunta —dijo Holmes, introduciendo el pulgar y el índice en el bolsillo de su chaleco—. ¿Serían las cinco de la madrugada demasiado temprano para ver a su amo, Silas Brown, mañana?

—Cielo santo, señor, si hay alguien levantado a esa hora será él, porque siempre es el primero en estar por aquí. Pero ahí le tiene, señor. Él mismo le contestará a sus preguntas. No, no, señor, de ninguna manera. Me juego el empleo si me viera que cojo dinero. Démelo después si quiere.

Sherlock Holmes se estaba guardando la media corona que había sacado del bolsillo, cuando se adelantó un hombre mayor, de aspecto agresivo, con un látigo en la mano.

—¿Qué significa esto, Dawson? —gritó—. ¡No quiero comadreos!

—Quisiéramos hablar con usted diez minutos, buen hombre —dijo Holmes en el tono más educado.

—No tengo tiempo de hablar con todos los que no tienen nada que hacer. No queremos extraños aquí. Largo, si no quiere que le suelte al perro.

Holmes se inclinó y le susurró algo al oído. El entrenador se sobresaltó y se sonrojó.

—¡Es mentira! —gritó—. ¡Es una maldita mentira!

—Está bien. ¿Quiere que lo discutamos aquí en público o que vayamos a su casa?

—Pase, entonces.

Holmes sonrió.

—No le haré esperar más de unos minutos, Watson —dijo—. Bueno, señor Brown, estoy a su entera disposición.

Pasaron veinte minutos, durante los cuales los rojizos se tornaron grises, antes de que Holmes y el entrenador reapareciesen. Jamás había visto, en tan corto plazo de tiempo, una mutación como la que había sufrido Silas Brown. Estaba pálido como un muerto, la frente bañada en sudor, y le temblaban las manos tanto, que el látigo que sostenían parecía una rama sacudida por el viento. Había desaparecido su brusquedad y su ademán avasallador e iba encogido al lado de mi acompañante cual perro junto a su amo.

—Se llevarán a cabo sus instrucciones. Se hará como usted dice.

—No debe haber equivocaciones —dijo Holmes mirando a su alrededor. El otro parpadeó al leer la amenaza en los ojos de mi acompañante.

—No, no, no habrá ninguna equivocación. Estará allí. ¿Lo cambio primero o no?

Holmes meditó un instante y soltó una carcajada.

—No —dijo finalmente—. Ya le escribiré con más detalles. Ni un truco o…

—¡No, no, confíe en mí, puede confiar en mí!

—Encarguese de ello, como si fuera suyo propio.

—Descuide, puede fiarse de mí.

—Sí, creo que sí. Bien, mañana tendrá noticias mías.

Dio media vuelta sin estrechar la mano temblorosa que el otro le extendía y partimos hacia King’s Pyland.

—Pocas veces me he encontrado con una mezcla tan perfecta de cobardía, traición y tiranía como la de Silas Brown —comentó Holmes mientras avanzábamos juntos.

—Entonces, ¿tiene el caballo?

—Intentó negarlo, pero le describí sus acciones de aquella mañana con tal detalle, que está convencido de que le estaba observando. Supongo que usted habría notado la extraña punta cuadrada de las huellas y que las botas de Silas Brown correspondían perfectamente. Por otro lado, ningún subalterno se habría atrevido a hacer algo semejante. Le he descrito cómo, siguiendo su costumbre, se había levantado el primero, observó un caballo vagando por el páramo, cómo fue en su busca, y cómo se asombró cuando, al reconocer la estrella blanca que motivó el nombre del favorito, vio que la fortuna había puesto en sus manos al único caballo capaz de ganar a aquel por el cual él había apostado. Entonces le describí cómo su primer impulso había sido devolverlo a King’s Pyland, y cómo el demonio le había mostrado que podía esconder el caballo hasta después de la carrera y cómo había vuelto con él a Capleton para ocultarlo. Cuando le di todos los detalles, se rindió y pensó solo en salvar el pellejo.

—Pero si habían registrado sus cuadras.

—Un viejo estafador como él tiene infinidad de trucos.

—¿Pero no tiene usted miedo de dejarle el caballo, dado su gran interés en hacerle daño?

—Mi querido amigo, lo guardará como a la niña de sus ojos. Sabe que su única posibilidad de clemencia reside en que lo entregue sano y salvo.

—No me dio la impresión de que el coronel Ross fuera el tipo de hombre predispuesto a la clemencia.

—El asunto no le incumbirá solamente al coronel Ross. Yo sigo mis propios métodos y cuento tanto o tan poco como me place. Es la ventaja de ir por libre. No sé si usted lo observó, Watson, pero el coronel me ha tratado con cierta arrogancia. Ahora me gustaría a mí divertirme un poco a su costa. No le diga nada acerca del caballo.

—Por descontado que no lo haré si usted no quiere.

—Por supuesto, todo esto son minucias comparado con la cuestión de quién mató a John Straker.

—¿Va a entrar en ello?

—Muy al contrario. Regresamos a Londres esta noche.

Las palabras de mi amigo me dejaron boquiabierto. Llevábamos en Devonshire solo unas horas y me parecía incomprensible que abandonara una investigación que había comenzado tan brillantemente. No conseguí sacarle ni una palabra más hasta que llegamos a casa del entrenador. El coronel y el inspector nos esperaban en el salón.

—Mi amigo y yo regresamos a la ciudad en el tren de medianoche —dijo Holmes—. Hemos respirado hondo el hermoso aire de Dartmoor.

El inspector abrió los ojos y el coronel sonrió despectivamente.

—De modo que se da por vencido en cuanto a poder arrestar al asesino del pobre Straker.

Holmes se encogió de hombros.

—Ciertamente hay serias dificultades —dijo—. Sin embargo tengo la certeza de que su caballo correrá el martes y le ruego que tenga al jockey preparado. ¿Podría pedirle que me diera una fotografía de John Straker?

El inspector sacó una de un sobre que llevaba en el bolsillo y se la entregó.

—Mi querido Gregory, se anticipa usted a todos mis deseos. Si me espera aquí un momento, quisiera hacerle una pregunta a la criada.

—Debo reconocer que nuestro experto de Londres me ha defraudado bastante —dijo el coronel Ross con franqueza cuando mi amigo hubo salido—. No veo que hayamos avanzado más allá de donde estábamos antes de que viniera.

—Al menos tiene su palabra de que el caballo correrá —dije yo.

—Sí, tengo su palabra —dijo el coronel encogiéndose de hombros—. Preferiría tener el caballo.

A punto estaba de romper una lanza a favor de mi amigo, cuando este entró en la habitación.

—Bien, señores —dijo—. Estoy listo para ir a Tavistock.

Cuando subíamos al carruaje, uno de los mozos nos sujetó la puerta. Una idea repentina pareció ocurrírsele a Holmes, pues se inclinó hacia delante y cogió al muchacho por el brazo.

—Hay ovejas en el prado —dijo—. ¿Quién las cuida?

—Yo, señor.

—¿Ha notado en ellas algo extraño últimamente?

—Nada importante, señor; solo que tres se han quedado cojas.

Vi que a Holmes le satisfizo mucho la respuesta, pues se frotó las manos con una pequeña sonrisa.

—¡Buen tiro, Watson, muy bueno! —dijo, pellizcándome el brazo—. Gregory, permítame que llame su atención sobre esta singular epidemia en las ovejas. ¡Adelante, cochero!

La expresión del coronel Ross seguía reflejando la pobre impresión que se había formado acerca de la habilidad de mi acompañante, pero el rostro del inspector me mostró que se había despertado su interés.

—¿Lo considera importante? —preguntó.

—Enormemente.

—¿Hay algo más sobre lo que quisiera llamar mi atención?

—El curioso incidente del perro aquella noche.

—El perro no hizo nada aquella noche.

—Ese es precisamente el curioso incidente —comentó Sherlock Holmes.

Cuatro días más tarde, Holmes y yo nos encontrábamos de nuevo en el tren, con dirección a Winchester, para ver la carrera para la Copa de Wessex. Habíamos quedado con el coronel Ross en la estación y fuimos en su calesa al hipódromo, que quedaba a las afueras de la ciudad. Tenía el semblante serio y su actitud era fría en extremo.

—No he sabido nada de mi caballo —dijo.

—Supongo que lo reconocerá cuando lo vea, ¿no? —preguntó Holmes.

El coronel estaba muy irritado.

—Llevo veinte años en las carreras y jamás se me ha hecho una pregunta semejante —dijo—. Hasta un crío reconocería a Estrella de Plata con solo verle la estrella blanca y la pata delantera moteada.

—¿Cómo van las apuestas?

—Bueno, es curioso. Ayer estaban quince a una, pero el precio ha ido bajando y ahora apenas están tres a una.

—Vaya —dijo Holmes—. ¡Está claro que alguien sabe algo!

Cuando la calesa se detuvo en el recinto cerca de la tribuna, me paré a ver la tabla de los participantes. Decía así:

Copa de Wessex. 50 soberanos de oro cada uno, más 1.000 soberanos más para los de cuatro y cinco años. Segundo, 300 libras. Tercero, 200 libras. Hipódromo nuevo (una milla y cinco estadios).

  1. El negro, del señor Hewton (gorra roja, chaqueta marrón).
  2. Pugilist, del coronel Wardlaw (gorra rosa, chaqueta azul y negra).
  3. Desborough, de lord Backwater (gorra y mangas amarillas).
  4. Estrella de Plata, del coronel Ross (gorra negra y chaqueta roja).
  5. Iris, del duque de Balmoral (rayas amarillas y negras).
  6. Rasper, de lord Singleford (gorra malva y mangas negras).

—Retiramos al otro depositando en su palabra todas nuestras esperanzas —dijo el coronel—. Pero ¿qué es esto? ¿Estrella de Plata el favorito?

—¡Cinco a cuatro contra Estrella de Plata! ¡Quince a cinco contra Desborough! ¡Cinco a cuatro en el campo!

—Ahí salen los números —exclamé yo—. Están los seis.

—¡Los seis! —exclamó el coronel muy agitado—. ¡Entonces mi caballo corre! Pero no lo veo. No han pasado mis colores.

—Solo han pasado cinco. Debe de ser este que viene.

Así que dije esto salió un brioso caballo y nos pasó trotando: llevaba el conocido distintivo rojo y negro del coronel.

—¡Ese no es mi caballo! —exclamó el dueño—. Esa bestia no tiene ni un pelo blanco en todo el cuerpo. ¿Qué ha hecho usted, señor Holmes?

—Bueno, bueno, esperemos a ver qué ocurre —dijo Holmes, sin inquietarse lo más mínimo.

Durante unos minutos observó la carrera a través de mis prismáticos.

—¡Magnífico! ¡Qué salida! —exclamó de repente—. Ahí vienen, tomando la curva.

Desde la calesa teníamos una soberbia panorámica de la recta final. Los seis caballos iban tan juntos, que una manta los hubiera cubierto a todos. Pero hacia la mitad se destacó el amarillo de la cuadra de Capleton. Sin embargo, antes de que nos hubieran rebasado a nosotros, Desborough estaba acabado, y el caballo del coronel, despegándose de repente, llegó a la meta con seis cuerpos de ventaja sobre su rival; Iris, del duque de Balmoral, entró el tercero.

—Sea como fuere, es mía la carrera —suspiró el coronel, pasándose la mano por los ojos—. Confieso que no entiendo nada. ¿No cree que ya ha mantenido el misterio demasiado tiempo, señor Holmes?

—Por supuesto, coronel. Se lo explicaré todo. Vayamos a ver al caballo. Ahí lo tiene —continuó mientras entrábamos en el recinto reservado a los dueños y sus amigos—. No tiene más que lavarle la cara y la pata con alcohol y verá que es el mismo Estrella de Plata de siempre.

—¡Me deja usted anonadado!

—Lo tenía un estafador y me tomé la libertad de presentarle para la carrera en cuanto lo tuve en mi poder.

—Mi querido amigo, ha hecho usted maravillas. El caballo tiene un aspecto realmente formidable. Nunca ha estado en mejor forma. Le debo mil excusas por haber dudado de su habilidad. Me ha prestado un gran servicio al encontrar mi caballo. Me lo prestaría aún mayor si lograra descubrir al asesino de John Straker.

—Ya lo he hecho —dijo Holmes quedamente.

El coronel y yo le miramos asombrados.

—¿Y lo tiene? ¿Dónde está, pues?

—Aquí.

—¿Aquí? ¿Dónde?

—Delante de mí.

El coronel se sonrojó, irritado.

—Reconozco que estoy en deuda con usted, señor Holmes —dijo—, pero considero lo que acaba de decir como una broma pesada o un insulto.

Sherlock Holmes soltó una carcajada.

—Le aseguro, coronel, que no le había asociado a usted con el crimen —dijo—. El verdadero asesino está justamente detrás de usted.

Se adelantó unos pasos y acarició el lustroso cuello del pura sangre.

—¡El caballo! —exclamamos al unísono el coronel y yo.

—Sí, el caballo. Y probablemente atenúe su culpabilidad el que les diga que fue en defensa propia, y que John Straker era un hombre que no merecía en absoluto su confianza, coronel. Pero suena la campana y, puesto que espero ganar un poquito en esta próxima carrera, pospondré una explicación más extensa hasta un momento más adecuado.

Teníamos la parte de atrás de un pullman para nosotros solos cuando regresamos a Londres esa noche. El viaje se nos hizo corto al coronel Ross y a mí escuchando la narración que nuestro compañero nos hizo de los sucesos que habían tenido lugar aquella noche del lunes en las cuadras de Dartmoor, y cómo llegó a descifrarlos.

—Debo confesar —dijo— que eran erróneas todas las teorías que, basándome en los periódicos, me había formulado. Sin embargo en ellos estaban las pistas, solo que enmascaradas por otros detalles que escondían su verdadera importancia. Fui a Devonshire con el convencimiento de que Fitzroy Simpson era el culpable, aunque por supuesto sabía que las pruebas en su contra no eran absolutas.

»Fue mientras estábamos en el carruaje, al llegar a la casa del entrenador, cuando caí en la cuenta de la inmensa importancia del cordero al curry. Quizá recuerden que estaba distraído, y permanecí sentado aún cuando ustedes habían bajado. Me estaba maravillando el que se me hubiera pasado por alto una pista tan evidente.

—Confieso que incluso ahora no veo que nos pueda ayudar —dijo el coronel.

—Fue el primer eslabón en la cadena de mi razonamiento. El opio en polvo no es, en modo alguno, insípido. No tiene un sabor desagradable, pero se nota. De encontrarse en un plato corriente, el comensal sin duda lo advertiría y dejaría de comer. Pero el curry es justamente el medio que mejor podría disfrazar su sabor. Era absolutamente imposible que este forastero, Fitzroy Simpson, hubiera planeado el que se comiera el curry aquella noche en casa del entrenador, y sería una coincidencia monstruosa el suponer que llegó con el opio casualmente la misma noche en que el azar deparaba un plato que disimularía el sabor. Eso es impensable. Por tanto, Simpson queda eliminado del caso y nuestra atención se centra en Straker y su mujer, las dos únicas personas que pudieron decidir que esa noche se cenara cordero al curry. Se añadió el opio después de que se apartara el plato para el muchacho, pues los demás cenaron lo mismo sin que se enfermaran. ¿Cuál de los dos, pues, tuvo acceso al plato sin que la criada le viera?

»Antes de decidirme, me había percatado de la importancia que tenía el silencio del perro, pues una deducción correcta invariablemente sugiere otras. El incidente de Simpson me había mostrado que había un perro en la cuadra; sin embargo, a pesar de que alguien había entrado y se había llevado un caballo, no ladró lo suficiente como para despertar a los dos muchachos que dormían en el desván. Era evidente que el visitante nocturno era alguien a quien el perro conocía bien.

»Ya estaba convencido, o casi convencido, de que John Straker había ido a la cuadra durante la noche y se había llevado a Estrella de Plata. ¿Con qué propósito? Estaba claro que llevaba malas intenciones; de lo contrario, ¿para qué iba a narcotizar a uno de sus muchachos? No obstante, seguía sin saber la razón. Se han dado casos antes de este en los que los entrenadores se han asegurado grandes sumas de dinero apostando, a través de agentes, contra sus propios caballos, impidiendo fraudulentamente que estos ganaran. Hay ocasiones en que el jockey lo refrena; otras en las que se emplean medios más sutiles y seguros. ¿Qué había ocurrido en esta? Esperé a que el contenido de sus bolsillos me ayudara a formular una conclusión.

»Y así fue. No habrán olvidado el curioso cuchillo que se encontró en poder del asesinado, cuchillo que nadie en su sano juicio escogería como arma defensiva. Como nos dijo el doctor Watson, es un tipo de cuchillo que se emplea en las intervenciones quirúrgicas más delicadas. Dada su enorme experiencia en los asuntos de las carreras, coronel Ross, sin duda sabe que es posible hacer un pequeño corte subcutáneo en los tendones de las nalgas del caballo, de forma que no se note en absoluto. Un caballo al que se le hubiera practicado este corte desarrollaría una leve cojera, que se achacaría a un exceso de ejercicio, al reúma, pero nunca al juego sucio.

—¡Villano! ¡Canalla! —exclamó el coronel.

—He ahí la explicación de por qué John Straker quería llevarse el caballo al páramo. Un animal tan bravo hubiera sin duda despertado a cualquiera, por profundo que tuviera el sueño. Era de todo punto necesario que lo hiciera en el campo.

—¡Qué ceguera la mía! —gritó el coronel—. Naturalmente. Por eso necesitaba la vela y por eso encendió la cerilla.

—Así es. Pero, al repasar sus pertenencias, no solo tuve la fortuna de descubrir cómo se llevó a cabo el crimen, sino también el móvil del mismo. Como hombre de mundo, coronel, usted sabe que los hombres no llevan facturas ajenas en sus bolsillos. La mayoría de nosotros tenemos más que suficiente con las propias. De inmediato concluí que Straker llevaba una doble vida y que tenía un segundo negocio. La naturaleza de la factura demostraba que había una mujer implicada en el caso, y una mujer con gustos caros. Aun conociéndose la generosidad con que trata a sus criados, coronel, nadie puede pensar que puedan comprarles a sus mujeres trajes de veinte guineas. Sin que ella misma lo supiera, interrogué a la señora Straker respecto del traje, y al contestarme que nunca lo tuvo, tomé la nota de la dirección de la modista. Pensé que, si me dirigía a ella con la fotografía de Straker, pronto sabría la verdad sobre el mítico Darbyshire.

»A partir de ahí todo estuvo claro. Straker había conducido al caballo hasta una hondonada donde no se vería la luz. Simpson, al huir, perdió la corbata y Straker la recogió, quizá con la idea de utilizarla para atarle las patas al caballo. En la hondonada, se colocó detrás del caballo y encendió una cerilla. Pero el animal, asustado por la luz inesperada y con el extraño instinto de los animales, que saben cuándo los acecha algún peligro, coceó, y la herradura de acero le golpeó a Straker en la frente. Ya se había quitado la gabardina, a pesar de la lluvia, para poder llevar a cabo la delicada tarea, y al caer se hirió con el cuchillo. ¿Está claro?

—¡Magnífico! —exclamó el coronel—. ¡Magnífico! Es como si hubiera estado presente.

—Mi último tiro, lo confieso, iba un poco al aire. Se me ocurrió que un hombre tan astuto como Straker no se arriesgaría a la delicada operación de cortar un tendón sin práctica previa. ¿Qué le podía servir de entrenamiento? Vi las ovejas e hice una pregunta que, con gran sorpresa por mi parte, me demostró que mis conclusiones eran correctas.

—Todo está muy claro, señor Holmes.

—A mi regreso a Londres fui a ver a una modista, quien de inmediato reconoció a Straker como un magnífico cliente, llamado Darbyshire, que tenía una mujer muy vistosa con una debilidad por los trajes caros. No dudo de que esta mujer le había hecho endeudarse hasta las orejas, abocándole a esta treta miserable.

—Nos ha explicado todo menos una cosa —exclamó el coronel—. ¿Dónde estaba el caballo?

—Huyó y le cuidó uno de sus vecinos. Creo que en lo tocante a ese punto habremos de hacer una amnistía. Si no me equivoco, esto es Clapham Junction. Antes de un minuto habremos llegado a Victoria. Si le apetece fumarse un cigarro con nosotros, coronel, con mucho gusto le daré otros detalles que le interesen.


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