Uno de los defectos de Sherlock Holmes —si es que puede llamársele defecto— era que se mostraba terriblemente reacio a comunicar todos sus planes hasta el momento en que se realizaban. No hay duda de que, en parte, se debía a su propio carácter imperioso, que gustaba de dominar y sorprender a cuantos le rodeaban; pero, en parte, era también a causa de su cautela profesional, que le llevaba siempre a no correr ningún riesgo. No obstante, el resultado era muy molesto para las personas que actuaban como agentes o ayudantes suyos. Siempre había sufrido yo por este motivo, pero jamás como durante aquel largo viaje en la oscuridad. La gran prueba estaba frente a nosotros; al fin, estábamos a punto de llevar a cabo nuestro esfuerzo final y, sin embargo, Holmes no había dicho ni una palabra, y yo tan solo podía conjeturar cuál iba a ser el curso de su acción. Mis nervios experimentaron una gran excitación cuando, por fin, el viento frío nos dio en el rostro y los amplios espacios a ambos lados de la carretera me indicaron que de nuevo nos encontrábamos en el páramo. Cada paso de los caballos y cada giro de las ruedas nos acercaban a nuestra aventura suprema.
Nuestra conversación se veía frenada a causa de la presencia del conductor del coche que habíamos alquilado, así que no tuvimos más remedio que hablar de asuntos triviales en unos instantes en que nuestros nervios estaban tensos y excitados por la emoción. Después de esta natural tensión, supuso un alivio para mí pasar ante la casa de Frankland y saber que nos estábamos aproximando a la mansión y al escenario del drama. No nos apeamos en la entrada, sino cerca de la puerta de la avenida; allí pagamos al cochero y este regresó a Coombe Tracey mientras nosotros nos encaminábamos a Merripit House.
—¿Va usted armado, Lestrade?
—Mientras lleve pantalones —sonrió el pequeño detective—, habrá en ellos un bolsillo; y mientras tenga un bolsillo, llevaré algo en él.
—Bien. Mi amigo y yo también estamos preparados para cualquier emergencia.
—Se muestra usted muy reservado acerca de este asunto, míster Holmes. ¿En qué consiste el juego ahora?
—En esperar.
—Le aseguro que el lugar no me parece muy alegre —dijo el detective, con un escalofrío, al mirar en derredor y ver las lóbregas pendientes de las colinas y el enorme lago de niebla que cubría la gran ciénaga—. Enfrente de nosotros veo las luces de una casa.
—Es Merripit House, el final de nuestro viaje. Por favor, anden de puntillas y hablen en voz baja.
Anduvimos con cuidado por el camino, como si nos encaminásemos a la casa, pero Holmes nos detuvo a unos doscientos metros de esta.
—Esto bastará —dijo—. Las rocas que hay a la derecha nos servirán perfectamente como pantalla.
—¿Vamos a esperar aquí?
—Sí. Tenderemos en este lugar nuestra pequeña emboscada. Métase en ese agujero, Lestrade. Usted ha estado en el interior de la casa, Watson, ¿verdad? ¿Puede decirme la posición de las habitaciones? ¿Cuáles son las ventanas enrejadas que hay en este extremo?
—Creo que pertenecen a la cocina.
—¿Y la que hay más allá, la que está tan iluminada?
—Indudablemente, es el comedor.
—Las cortinas están levantadas. Usted, que conoce el terreno mejor, vaya a ver qué están haciendo… ¡Pero, por amor de Dios, que no sepan que los estamos vigilando!
Caminé de puntillas por el sendero y me detuve tras la baja valla que rodeaba el raquítico pomar. Deslizándome junto a la sombra de la pared, llegué a un punto desde el cual podía ver a través de la ventana, que tenía descorridas las cortinas.
En la habitación solo estaban los dos hombres, Sir Henry y Stapleton. Estaban sentados en torno a una mesa redonda y de perfil hacia mí. Ambos fumaban sendos puros y frente a ellos tenían café y licores. Stapleton hablaba con animación pero el baronet estaba pálido y distraído. Quizá la idea del solitario paseo a través del nefando páramo pesaba duramente sobre su ánimo.
Mientras miraba hacia ellos, Stapleton se levantó y salió de la habitación; Sir Henry volvió a llenar su copa y se recostó en el asiento mientras aspiraba el humo de su puro. Oí el crujido de una puerta y las pisadas de unas botas sobre la grava. Los pasos siguieron por el sendero que corría al otro lado de la pared tras la que yo me ocultaba. Miré por encima y vi cómo el naturalista se detenía ante la puerta de una caseta situada en una esquina del pomar. Hizo girar una llave en la cerradura y, al entrar, algo, desde el interior, hizo un raro ruido parecido a un forcejeo. Solo permaneció en el interior un minuto o dos, cerró a continuación con llave y, pasando de nuevo junto a mí, entró en la casa. Vi cómo se reunía con su huésped y yo me retiré silenciosamente hacia donde me esperaban mis compañeros, a fin de explicarles lo que había visto.
—¿Dice, Watson, que la dama no está allí? —preguntó Holmes cuando hube acabado el informe.
—No está.
—¿Pues dónde puede estar? No hay luz en ninguna otra habitación, excepto en la cocina.
—No tengo ni idea.
Ya he dicho que sobre la ciénaga se extendía una niebla blanca, enorme y densa. Lentamente avanzaba hacia donde nosotros nos encontrábamos, y su frente, como si se tratase de un muro, era, desde donde nosotros lo veíamos, bajo, espeso y bien definido. La luna brilló sobre ella e hizo que pareciese un enorme banco de hielo sobre el cual rielaba aquella, en tanto que sobre la superficie de la niebla aparecían las cimas de los lejanos tormos, semejantes a rocas inmensas. El rostro de Holmes se volvió hacia la niebla y, observando su perezoso avance, murmuró:
—Se mueve hacia nosotros, Watson.
—¿Eso es grave?
—Muy grave, ciertamente… Es la única cosa que podría desarticular mis planes. Sir Henry no puede tardar mucho; ya son las diez. Nuestro éxito, e incluso su vida, depende de que salga antes de que la niebla haya llegado al camino.
Sobre nosotros, la noche era clara y buena. Las estrellas brillaban, frías y refulgentes, mientras media luna bañaba todo el escenario con una luz suave y matizada. Ante nosotros se alzaba el oscuro contorno de la casa, con su rejado aserrado y sus erizadas chimeneas recortadas limpiamente frente al cielo plateado. Desde las ventanas del piso inferior partían amplios rayos de luz dorada que se perdían en dirección al páramo y al pomar. De pronto se apagó una de ellas. Los criados se habían marchado de la cocina. Solo seguía encendida la lámpara del comedor, donde aún charlaban y fumaban los dos hombres: el anfitrión, asesino, y el huésped, inconsciente del peligro.
Cada minuto que pasaba, la blanca niebla, semejante a un montón de lana, que cubría la mitad del páramo, se aproximaba más y más a la casa. Ya los primeros ramalazos tenues de ella cruzaban frente al dorado recuadro de la ventana iluminada. La pared más distante del pomar era ya invisible y los árboles sobresalían entre un torbellino de vapor blanco. Mientras observábamos esto, las guirnaldas de niebla empezaron a lamer las esquinas de la casa y fueron rodando hasta formar un denso frente sobre el cual el piso superior y el tejado de la casa flotaban como si fueran un extraño barco que navegase por un mar nebuloso. Holmes, impaciente, dio un manotazo en la roca, al tiempo que golpeaba el suelo con los pies.
—Si no sale antes de un cuarto de hora, el camino estará cubierto. Dentro de media hora, no podremos vernos nuestras propias manos.
—¿Retrocedemos un poco hasta un terreno más elevado?
—Sí, creo que convendría hacerlo.
Así, mientras la niebla seguía su avance, nosotros retrocedimos ante ella, hasta encontrarnos a media milla de la casa; pero aquel denso mar blanco, con su borde superior plateado a causa de la luna, seguía avanzando lenta e inexorablemente.
—Nos estamos alejando mucho —dijo Holmes—. No podemos arriesgarnos a que se adelante a Sir Henry antes de que llegue a nosotros. Debemos mantenernos firmes aquí, cueste lo que cueste.
Se puso de rodillas y acercó el oído al suelo.
—¡Gracias a Dios! Creo que le oigo acercarse.
El silencio del páramo fue roto por unas pisadas presurosas. Nos ocultamos tras las rocas y miramos atentamente hacia el plateado frente de la niebla que teníamos ante nosotros. El ruido de las pisadas aumentó y el hombre que esperábamos atravesó el borde de la niebla, que daba la sensación de ser una cortina. Miró en torno suyo con sorpresa, al salir a la noche clara e iluminada por las estrellas. Avanzó por el sendero, pasó junto al lugar donde estábamos ocultos y ascendió por la larga loma que se extendía a nuestras espaldas. Mientras caminaba, no cesaba de mirar hacia atrás como una persona que se encontrase intranquila.
—¡Silencio! —exclamó Holmes, al tiempo que oía el claro clic de una pistola al montarse—. ¡Cuidado, ya viene!
Del interior del banco de niebla surgía el ruido acompasado y crujiente de algo que avanzaba. El frente se encontraba a cincuenta yardas del punto donde nosotros estábamos echados; los tres miramos hacia él, sin saber qué horror iba a surgir de su interior. Yo estaba al costado de Holmes y miré su rostro un instante. Lo tenía pálido y en tensión; los ojos le brillaban en medio de la luz de la luna. Pero de pronto se quedaron fijos, contemplando algo, y sus labios se abrieron con un gesto de sorpresa. En el mismo instante, Lestrade dio un grito de terror y se tiró, rostro en tierra, contra el suelo. Me puse en pie como movido por un resorte; mi mano, inerte, agarraba la pistola, mientras mi mente permanecía paralizada por la horrorosa figura que había saltado en nuestra dirección desde la sombra de la niebla. Se trataba de un sabueso enorme y negro como el carbón; un sabueso como jamás ojo humano había visto. Por las fauces abiertas arrojaba fuego, sus ojos brillaban con un resplandor sin llama y su hocico, pelaje y pezuñas quedaban enmarcados por una llama vacilante. Jamás en el sueño delirante de un cerebro enfermo pudo concebirse algo más salvaje, aterrador e infernal que aquella figura oscura y aquella cabeza brutal que se lanzó hacia nosotros desde el banco de niebla.
La negra criatura avanzaba a grandes saltos por el camino, tras el rastro de nuestro amigo. Estábamos tan paralizados por su aparición, que permitimos que pasase antes de haber logrado recuperar nuestro dominio. Entonces, Holmes y yo hicimos fuego al unísono y el ser aquel dio un aullido horrible, prueba de que, al menos, uno de nuestros disparos le había alcanzado. Sin embargo, no se detuvo, sino que siguió avanzando. A lo lejos, por el sendero, vimos cómo Sir Henry miraba hacia atrás; a la luz de la luna su rostro estaba blanco y había elevado las manos horrorizado, contemplando aterrado el diabólico ser que le daba caza.
Pero el aullido de dolor del sabueso había hecho que todos nuestros temores se los llevase el viento. Si era vulnerable, era porque también era mortal; y si podíamos herirlo, también podríamos matarlo. Jamás en mi vida he visto correr a un hombre como lo hizo Holmes aquella noche. Es reconocida la velocidad de mi carrera, pero Holmes me dejó atrás con la misma facilidad con que yo hubiese dejado atrás a un aficionado. Frente a nosotros oímos que Sir Henry gritaba una y otra vez, así como el profundo gruñido que emitía el sabueso. Llegué a tiempo de ver cómo el animal saltaba sobre su víctima y le derribaba al suelo, mientras intentaba desgarrar su garganta. Pero un instante después Holmes había vaciado cinco balas de su revólver en el flanco del animal. Con un último aullido de agonía y un intento de morder el aire, cayó de espaldas, agitando furiosamente sus patas; por último, quedó inmóvil sobre su costado. Me agaché, respirando agitadamente, y apoyé mi pistola contra aquella cabeza terrible y resplandeciente, pero era inútil apretar el gatillo. El sabueso gigante estaba ya muerto.
Sir Henry yacía insensible en el lugar donde había caído. Le desabrochamos el cuello y Holmes respiró aliviado al ver que no había señal de herida alguna y que el rescate había sido oportuno. Las pestañas de nuestro amigo comenzaron a agitarse y él hizo un débil intento de moverse. Lestrade puso su botellín de coñac entre los labios del baronet, quien abrió sus ojos horrorizados.
—¡Dios mío! —murmuró—. ¿Qué era eso? ¿Qué era eso, por Dios?
—Fuera lo que fuese, está muerto —dijo Holmes—. Hemos terminado con el fantasma de la familia de una vez para siempre.
El animal, que yacía a nuestros pies, era ya terrible solo por su tamaño y fuerza. No era un sabueso de raza ni un mastín puro, sino que parecía ser un cruce de ambos: gigantesco, salvaje y del tamaño de una leona pequeña. Incluso en esos momentos, con la quietud que le proporcionaba la muerte, las inmensas mandíbulas parecían arrojar una llama azulada, y de fuego estaban rodeados sus pequeños ojos, profundos y crueles. Pasé la mano sobre el brillante hocico y, al retirarla, mis propios dedos se iluminaron y brillaron en la oscuridad.
—Es fósforo —dije.
—Una astuta preparación del mismo —dijo Holmes, mientras olía al animal muerto—. No emite ningún olor que hubiera podido obstaculizar la capacidad olfativa del animal, impidiéndole seguir su rastro. Sir Henry, hemos de pedirle disculpas por haberle expuesto a este susto. Estaba preparado para vérmelas con un sabueso, pero no con un animal como este. Y la niebla nos dio poco tiempo para recibirlo adecuadamente.
—Ha salvado mi vida.
—Pero antes se la he puesto en peligro. ¿Está lo suficientemente fuerte como para ponerse en pie?
—Déme otro trago de coñac y estaré listo para lo que sea. ¡Bien! Y, ahora, si hace el favor de ayudarme a levantarme… ¿Qué propone que hagamos?
—Dejarle a usted aquí, ya que no está en condiciones de emprender nuevas aventuras esta noche. Si espera aquí, alguno de nosotros irá a la mansión con usted.
Luchó por ponerse en pie, pero aún estaba intensamente pálido y todos sus miembros le temblaban. Le ayudamos a colocarse en una roca, donde se sentó temblando, oculto el rostro entre las manos.
—Ahora tenemos que dejarle —dijo Holmes—. Hemos de concluir con el resto de nuestra misión, y cada instante que pasa tiene un gran valor. Ya tenemos el caso resuelto; ahora solo nos resta atrapar a nuestro hombre.
—Hay una probabilidad contra mil de que podamos encontrarle en casa —siguió diciendo, mientras caminábamos rápidamente por el sendero, volviendo sobre nuestros pasos—. Los disparos deben de haberle puesto en guardia y sabrá que se ha descubierto su juego.
—Estábamos a cierta distancia y tal vez la niebla los haya amortiguado.
—Puede estar seguro de que siguió al perro para llevárselo. No, a estas horas ya habrá escapado. Pero es mejor que registremos la casa para asegurarnos.
La puerta estaba abierta y nos lanzamos de habitación en habitación ante el asombro de un anciano criado de larga barba, con quien nos tropezamos en el pasillo. Solo el comedor estaba iluminado, pero Holmes cogió la lámpara y no dejó lugar de la casa sin registrar. No había rastro del hombre que buscábamos. Sin embargo, en el segundo piso había una habitación cerrada con llave.
—¡Ahí hay alguien! —gritó Lestrade—. Puedo oír cómo se mueve. ¡Abra la puerta!
Del interior llegaban unos ligeros sollozos y un leve crujido. Holmes dio un puntapié con la suela de la bota, por encima de la cerradura, y la puerta se abrió de golpe. Los tres nos precipitamos en la habitación, pistola en mano.
Pero en ella no había señal alguna de aquel malvado desesperado que creíamos haber encontrado. En lugar de él, apareció ante nosotros un objeto tan extraño e inesperado, que por un momento nos quedamos inmóviles y llenos de asombro.
La habitación había sido transformada en un pequeño museo y las paredes estaban llenas de numerosas cajas, con tapas de cristal, que contenían la colección de lepidópteros. Este museo había servido como relajante a aquel hombre tan complejo y peligroso. En el centro de la habitación había una viga vertical que en otro tiempo se había dispuesto allí para que sirviese de soporte a las viejas planchas de madera, gastadas por los años, sobre las que se elevaba el tejado. Una figura estaba atada a dicho poste, tan fajada y envuelta en las sábanas que habían utilizado para sujetada, que por el momento nos fue imposible saber si se trataba de una mujer o de un hombre. Por delante de su garganta pasaba una toalla, que se sujetaba en la parte posterior del poste. Otra cubría la parte inferior del rostro y por encima de ella nos miraban dos ojos oscuros, llenos de dolor y vergüenza y de un ansia expectante. Desgarramos inmediatamente la mordaza, deshicimos las ataduras y mistress Stapleton cayó al suelo frente a nosotros. Al caer la bella cabeza sobre su pecho, vi claramente la señal rojiza de un latigazo que había recibido en el cuello.
—¡Qué salvaje! —exclamó Holmes—. ¡Venga, Lestrade, su botella de coñac! ¡Póngala en la silla! Se ha desmayado a causa de los malos tratos y del agotamiento.
—¿Está a salvo? —preguntó al abrir los ojos de nuevo—. ¿Ha escapado?
—No puede escapar de nosotros, señora.
—No, no; no me refería a mi marido. ¿Está Sir Henry a salvo?
—Sí.
—¿Y el sabueso?
—Muerto.
Emitió un largo suspiro de satisfacción.
—¡Gracias a Dios, gracias a Dios! ¡Oh, este miserable! ¡Mire cómo me ha tratado! —se levantó las mangas y vimos con horror que tenía los brazos totalmente cubiertos de magulladuras—. ¡Pero esto no es nada…, nada! Son mi mente y mi alma lo que él ha torturado e infectado. Todo podía soportarlo: malos tratos, soledad, una vida de engaño…, todo, mientras pudiese aterrarme a la esperanza de que aún tenía su amor; pero ahora sé que también este no ha sido sino un embuste y que he sido para él un mero instrumento.
Al terminar de hablar, estalló en unos sollozos apasionados.
—Dados sus sentimientos hacia él —dijo Holmes—, díganos dónde podemos encontrarle. Si alguna vez ha cooperado usted en sus maldades, ayúdenos ahora para así expiar su culpa.
—Solo ha podido escapar a un lugar —respondió—: En una isla que hay en el centro de la ciénaga existe una antigua mina de estaño. Allí es donde ocultaba al sabueso y donde llevó a cabo arreglos para que pudiera servirle de refugio. A ese lugar es adonde debe haber escapado.
El banco de niebla que cubría la ventana parecía lana blanca. Holmes sujetó la lámpara junto a ella.
—Mire —dijo—; nadie sería capaz de orientarse esta noche en la ciénaga.
Ella se echó a reír, golpeándose las manos. Sus ojos, brillantes, relampaguearon con fiera satisfacción.
—Podrá entrar, pero jamás podrá salir —gritó—. ¿Cómo va a poder ver esta noche las marcas que sirven de guía? Él y yo las plantamos juntos para marcar el camino a través de la ciénaga. ¡Ojalá las hubiera podido arrancar hoy! Si lo hubiera hecho así, ustedes le hubieran tenido a su merced.
Era evidente que toda persecución era vana hasta que se hubiese levantado la niebla. Entre tanto, dejamos a Lestrade a cargo de la casa y regresamos con el baronet a Baskerville Hall. No pudimos ocultarle por más tiempo la historia de los Stapleton; no obstante, encajó valerosamente el golpe cuando supo la verdad acerca de la mujer que amaba. Pero el choque de las aventuras de la noche había destrozado sus nervios y antes de que amaneciera se encontraba en un estado delirante y con fiebre alta, bajo los cuidados del doctor Mortimer. Estaba decidido que ambos habrían de viajar alrededor del mundo antes de que Sir Henry se convirtiese una vez más en el hombre sano y valeroso que había sido antes de llegar a ser dueño de aquella posesión de tan malos presagios.
* * *
Y ahora voy a llegar rápidamente a la conclusión de esta singular narración, en la cual he intentado que el lector participara de los oscuros temores y las vagas suposiciones que ensombrecieron por tanto tiempo nuestras vidas y acabaron de un modo tan trágico. La niebla se levantó a la mañana que siguió a la muerte del sabueso, y mistress Stapleton nos guió hasta el lugar donde ellos habían encontrado un camino que atravesaba el pantano. Al ver el interés y la alegría con que nos guiaba tras el rastro de su marido, comprendimos el horror que había en la vida de aquella mujer. La dejamos en la estrecha península de terreno firme, turboso, que se adentraba en la amplia ciénaga. Desde el punto donde terminaba, unas pequeñas marcas plantadas señalaban de trecho en trecho el zigzag de la senda, que iba de una mata de arbustos a otra, entre los pozos de un verdor espumoso y los apestosos atolladeros que impedían adentrarse por la zona a aquel que no lo conociera. Fétidos juncos y lozanas y viscosas plantas acuáticas producían un olor de descomposición, y a nuestro rostro llegaba un pesado e infecto vapor. En más de una ocasión nos hundimos hasta media pierna en la ciénaga oscura y agitada; nuestros pies, al pisar en ella, producían ondulaciones que se difundían a varios metros de distancia. Se aferraba tenazmente a nuestros talones mientras caminábamos y, cuando nos hundíamos en ella, la tenaza que nos sujetaba era tan formidable, que daba la sensación de que una mano maligna quisiera arrastrarnos a aquellas oscuras profundidades. Solo una vez vimos una señal que nos indicaba que alguien nos había precedido por aquel peligroso camino. Entre una mata de hierba algodonosa que surgía del lodo, se veía un objeto oscuro. Al salir Holmes del sendero con intención de cogerlo, se hundió hasta la cintura y, de no haber estado nosotros allí, jamás hubiera podido volver a posar su pie en tierra firme.
Agitó en el aire una bota negra y vieja. En el cuero, por la parte interior, aparecía escrito: «Meyers, Toronto».
—Merece la pena haberme dado este baño de lodo —dijo—. Es la bota que se le perdió a nuestro amigo Sir Henry.
—Stapleton la arrojó ahí en su huida.
—Exactamente. Siguió con ella en la mano después de azuzar al perro en persecución del dueño de esta. Aún seguía con ella cuando se dio cuenta de que habíamos descubierto el juego y huyó. Y la arrojó en este punto de su escapatoria. Sabemos, al menos, que llegó a salvo hasta este lugar.
Pero estábamos destinados a no saber jamás más detalles relativos a su fin, si bien había muchas cosas que podríamos conjeturar. En la ciénaga no había la posibilidad de encontrar pisadas, ya que el lodo se elevaba rápidamente, ocultándolas, pero cuando al fin llegamos a un terreno más firme, pasada la zona pantanosa, buscamos ansiosamente para ver si encontrábamos alguna. No pudimos encontrar ninguna. Si la tierra explicaba una historia verídica, Stapleton jamás había llegado a esa isla, en la que intentó refugiarse en medio de la niebla la noche anterior. Ese hombre, frío y de corazón cruel, permanecería enterrado para siempre en algún lugar del seno de la gran ciénaga, en el fétido lodo del enorme pantano que lo había engullido.
Muchas huellas suyas se encontraron en la isla, firmemente anclada en el pantano, donde había guardado a su salvaje aliado. Una enorme rueda motriz y un pozo medio lleno de detritus señalaban el lugar de la mina abandonada. Junto a ella estaban los restos ruinosos de las cabañas de los mineros, que habían tenido que marcharse, sin duda alguna, a causa de los fétidos vapores del pantano circundante. En una de esas cabañas encontramos una argolla y una cadena, junto con numerosos huesos roídos, prueba de que aquel había sido el lugar donde había estado encerrado el animal. Entre esos restos se encontraba un esqueleto al que todavía permanecía adherido un mechón de pelos castaños.
—¡Un perro! —exclamó Holmes—. ¡Diablos, un perro de aguas! El pobre Mortimer jamás volverá a ver a su animalito. Bien, no creo que este lugar encierre ningún secreto que no hayamos ya examinado. Pudo ocultar el sabueso, pero no pudo acallar sus aullidos, y de ahí aquellos sonidos que incluso a la luz del día no resultaban agradables de oír. En caso de emergencia podía guardarlo en la caseta exterior de Merripit House, pero era siempre un riesgo, y solo se atrevió a hacerlo el último día, fecha que él consideró como la culminación de todos sus esfuerzos. La pasta que hay en esta lata debe ser de la mezcla iridiscente con que untaba al animal. La utilización de la misma fue sugerida, naturalmente, por la historia del sabueso infernal de la familia y por el deseo de aterrorizar a Sir Charles hasta ocasionarle la muerte. No hay por qué extrañarse de que el pobre diablo del fugitivo escapase en medio de gritos terribles; incluso nuestro amigo lo hizo, como podríamos haberlo hecho nosotros, cuando vio que un ser tan espantoso le perseguía en medio de la oscuridad del páramo. Era un plan muy astuto, ya que, aparte de la oportunidad de causar la muerte de su víctima, ¿qué campesino se aventuraría a investigar demasiado acerca de dicho ser si, como habría podido suceder, se encontrara con él en el páramo? Lo dije en Londres, Watson, y vuelvo a repetirlo ahora: jamás hemos ayudado a capturar a un hombre tan peligroso como ese que descansa en algún lugar del pantano.
Y alargó su brazo hacia la gran extensión de la verdosa ciénaga, la cual se alargaba hasta unirse con las distantes ondulaciones rojizas del páramo.