La hora más negra
Si algo faltaba para dar más empuje a la popularidad de Jack McMurdo entre sus compañeros, era su detención y absolución. Que un hombre, la misma noche de ingresar en la logia, hubiera hecho algo que le llevara ante el juez, constituía un nuevo récord en los anales de la Sociedad. Ya se había ganado fama de buen camarada, alegre, generoso y juerguista; y, además, de hombre de carácter fuerte, que no toleraba un insulto ni siquiera del mismísimo y todopoderoso Jefe. Pero además de todo esto, a sus cofrades les daba la impresión de que no había entre todos ellos ningún otro con el cerebro tan dispuesto a maquinar un plan sanguinario y con unas manos tan capaces de llevarlo a cabo. «Este chico es de los que hacen un trabajo limpio», se decían unos a otros los mayores, y aguardaban el momento de poder encargarle una tarea. McGinty ya disponía de esbirros de sobra, pero se daba cuenta de que este estaba muchísimo más capacitado. Se sentía como si tuviera sujeto con la correa un feroz perro de presa. Había chuchos para hacer los trabajos menores, pero algún día soltaría esta fiera contra una presa. Unos pocos miembros de la logia, entre ellos Ted Baldwin, veían con malos ojos el rápido ascenso del forastero y le odiaban por ello, pero procuraban no cruzarse con él, porque McMurdo era tan propenso a pelear como a reír.
Pero aunque se había ganado las simpatías de sus compañeros, había otro terreno, que para él había llegado a tener aún más importancia, en el que las había perdido. El padre de Ettie Shafter ya no quería saber nada de él, y no le permitía entrar en su casa. La propia Ettie estaba demasiado enamorada para romper con él por completo, pero su buen sentido le advertía de las consecuencias de un matrimonio con un hombre al que todos consideraban un criminal. Una mañana, después de una noche de insomnio, decidió ir a verlo, quizá por última vez, y hacer un poderoso esfuerzo para arrancarlo de aquellas malas influencias que estaban arrastrándolo al abismo. Se dirigió a su casa, como él le había rogado a menudo que hiciera, y entró en la habitación que McMurdo utilizaba como cuarto de estar. Estaba sentado ante una mesa, de espaldas a la puerta, con una carta delante. Ettie, que solo tenía diecinueve años, sintió un repentino impulso de niña traviesa. McMurdo no la había oído abrir la puerta. Ettie avanzó de puntillas y apoyó suavemente la mano sobre su espalda encorvada.
Si su intención era sobresaltarlo, desde luego que lo consiguió, pero fue solo para sufrir ella un sobresalto peor. McMurdo se revolvió como un tigre contra ella, buscando su cuello con la mano derecha. Al mismo tiempo, con la otra mano, arrugó el papel que tenía delante. Durante un instante, la miró con ojos que echaban llamas. Al momento, la sorpresa y la alegría sustituyeron a la ferocidad que había deformado sus facciones, una ferocidad que hizo que la muchacha retrocediera encogida de espanto, como si no hubiera visto nada tan horrible en su tranquila vida.
—¡Eres tú! —exclamó McMurdo, secándose el sudor de la frente—. ¡Pensar que vienes a verme, corazón mío, y que no se me ocurre nada mejor que intentar estrangularte! Ven aquí, cariño —la estrechó entre sus brazos—. Déjame que te consuele.
Pero ella no se había recuperado aún de la súbita impresión de miedo culpable que había percibido en el rostro del hombre. Todos sus instintos de mujer le decían que aquello no era un simple susto, la reacción de un hombre sobresaltado. Aquello era culpa, sin duda alguna…, culpa y miedo.
—¿Qué te ha pasado, Jack? —exclamó—. ¿Por qué te asustas así de mí? Ay, Jack, si tuvieras la conciencia tranquila, no me habrías mirado de ese modo.
—Es que estaba pensando en otras cosas, y como has llegado andando con tanta suavidad, con esos pies de hada que tienes…
—No, no. Ha sido más que eso, Jack —de pronto, una súbita sospecha se apoderó de ella—. Déjame ver esa carta que estabas escribiendo.
—Ay, Ettie, no puedo.
La sospecha se convirtió en certeza.
—¡Estabas escribiendo a otra mujer! —exclamó—. ¡Estoy segura! ¿Por qué, si no, ibas a ocultármela? ¿Estabas escribiendo a tu esposa? ¿Cómo sé que no estás casado? Eres un forastero…, nadie te conoce.
—No estoy casado, Ettie. Mira, te lo juro. Para mí, no hay en el mundo más mujer que tú. ¡Te lo juro por la cruz de Cristo!
Se había puesto tan pálido y hablaba con una seriedad tan apasionada, que ella no tuvo más remedio que creerle.
—Pues entonces, ¿por qué no me enseñas la carta?
—Te lo diré, acushla. He jurado no enseñársela a nadie, y del mismo modo que no rompería la palabra que te diera a ti, tengo que mantener las promesas hechas a otros. Son asuntos de la logia, y debo guardar el secreto incluso para ti. Y si me asusté al sentir tu mano, ¿no comprendes que fue porque pensé que podía ser la mano de un policía?
Ettie sintió que él decía la verdad. McMurdo la rodeó con sus brazos y le quitó a fuerza de besos sus temores y sus dudas.
—Anda, siéntate aquí a mi lado. No es un trono digno de semejante reina, pero es lo mejor que tu pobre amante ha podido conseguir. Cualquier día de estos te conseguirá algo mejor, ya verás. Ya estás tranquila otra vez, ¿no?
—¿Cómo voy a estar tranquila, Jack, sabiendo que eres un criminal entre criminales? ¿Cuando en cualquier momento me puedo enterar de que estás en el banquillo por asesinato? McMurdo el Batidor…, así te llamó ayer uno de nuestros huéspedes. Se me clavó en el corazón como un cuchillo.
—Mira, las malas palabras no rompen huesos.
—Pero eran verdad.
—Mira, cariño, esto no es realmente tan malo como tú crees. No somos más que gente humilde que lucha a su manera por sus derechos.
Ettie rodeó con sus brazos el cuello de su enamorado.
—¡Déjalo, Jack! Hazlo por mí. ¡Por amor de Dios, déjalo! He venido aquí hoy para pedírtelo. Ay, Jack, mira, te lo pido de rodillas. Arrodillada delante de ti, te suplico que lo dejes.
McMurdo la levantó y trató de calmarla, apretando la cabeza de ella contra su pecho.
—Te aseguro, cariño, que no sabes lo que me estás pidiendo. ¿Cómo voy a dejarlo? Eso sería romper mi juramento y dejar abandonados a mis camaradas. Si supieras en qué situación estoy, no me pedirías eso. Además, aunque quisiera, no podría hacerlo. ¿Crees que la logia permitiría que un hombre se largara tranquilamente con sus secretos?
—Ya he pensado en eso, Jack. Lo tengo todo planeado. Mi padre tiene algo de dinero ahorrado. Está harto de este sitio, donde el miedo a esa gente nos amarga la vida. Está dispuesto a marcharse. Podríamos huir juntos a Filadelfia o a Nueva York, donde estaríamos a salvo de ellos.
McMurdo se echó a reír.
—La logia tiene un brazo muy largo. ¿Crees que no puede llegar desde aquí a Filadelfia o Nueva York?
—Pues entonces, al Oeste, o a Inglaterra, o a Suecia, de donde vino mi padre. A donde sea, con tal de alejarnos de este valle del terror.
McMurdo pensó en el viejo hermano Morris.
—Vaya, es la segunda vez que oigo llamar así al valle —dijo—. Se ve que a algunos os afectan mucho esas sombras.
—Nos amargan todos los momentos de nuestras vidas. ¿Te crees que Ted Baldwin nos ha perdonado? Si no fuera porque te tiene miedo, ¿cómo crees que nos irían las cosas? Si vieras la mirada de esos ojos negros y ávidos cada vez que se fijan en mí…
—¡Por Dios, que como le pille le voy a enseñar mejores modales! Pero mira, nena. No puedo marcharme de aquí. No puedo. Créeme de una vez por todas. Pero si me dejas tiempo para encontrar un modo, intentaré hallar la manera de salir de esto honorablemente.
—No hay honor en esta clase de asuntos.
—Bueno, bueno, ese es tu punto de vista. Pero si me das seis meses, encontraré la manera de marcharme sin que me dé vergüenza mirar a los otros a la cara.
La muchacha rompió a reír de alegría.
—¡Seis meses! —exclamó—. ¿Me lo prometes?
—Bueno, pueden ser siete u ocho. Pero antes de un año, como máximo, dejaremos atrás este valle.
Eso fue lo máximo que Ettie pudo conseguir, pero algo es algo. Una lejana luz iluminaba las tinieblas del futuro inmediato. Regresó a casa de su padre más animada que nunca desde que Jack McMurdo había entrado en su vida.
Se podría pensar que, como miembro de la logia, se le informaría de todas las actividades de la Sociedad, pero no tardó en descubrir que la organización era más amplia y más complicada que la simple logia. Incluso el Jefe McGinty ignoraba muchas cosas, ya que existía un cargo más alto, el delegado del condado, que vivía en Hobson’s Patch, a un par de estaciones de ferrocarril, y que tenía poder sobre varias logias diferentes, un poder que ejercía de manera brutal y arbitraria. McMurdo solo llegó a verlo una vez, y era un hombre menudo y astuto que parecía una rata, con el pelo gris, andares furtivos y una mirada de soslayo cargada de malicia. Se llamaba Evans Pott, e incluso el gran jefe de Vermissa sentía por él algo parecido a la repulsión y el miedo que el gigantesco Danton debió sentir por el pequeño pero peligroso Robespierre.
Un día, Scanlan, el compañero de pensión de McMurdo, recibió una carta de McGinty, que incluía otra de Evans Pott, en la que se le informaba que enviaba dos hombres competentes, Lawler y Andrews, con instrucciones para actuar en la zona, aunque era mejor para la causa que no se dieran detalles de sus propósitos. ¿Podría el gran maestre encargarse de que se tomaran las medidas necesarias para alojarlos y que estuvieran cómodos hasta que les llegara el momento de entrar en acción? McGinty añadía que era imposible alojar a nadie en secreto en el local del sindicato, y que, por lo tanto, agradecería que McMurdo y Scanlan acomodaran a los forasteros durante unos días en su pensión.
Aquella misma noche llegaron los dos hombres, cada uno con su equipaje. Lawler era un hombre mayor, astuto, callado y reservado; vestía una vieja levita negra que, combinada con su sombrero blando de fieltro y su enmarañada barba gris, le daba todo el aspecto de un predicador errante. Su acompañante, Andrews, era poco más que un muchacho, de expresión franca y animosa, con la actitud alegre de quien ha salido de excursión y está dispuesto a disfrutar hasta el último segundo. Los dos hombres eran completamente abstemios, y se comportaban en todos los aspectos como miembros ejemplares de la sociedad, con la única salvedad de que eran asesinos que habían demostrado en repetidas ocasiones figurar entre los instrumentos más eficaces de aquella asociación criminal. Lawler ya había llevado a cabo catorce misiones de esa clase, y Andrews, tres.
McMurdo descubrió que ambos estaban bien dispuestos a conversar acerca de sus hazañas pasadas, que relataban con el orgullo algo pudoroso de quien ha realizado un servicio útil y desinteresado a la comunidad. Sin embargo, se mostraban reacios a hablar del trabajo inminente que tenían entre manos.
—Nos eligieron a nosotros porque ni yo ni el chico bebemos —explicó Lawler—. Pueden confiar en que no nos iremos de la lengua. No os lo toméis a mal; obedecemos órdenes del delegado del condado.
—Pues claro, todos defendemos la misma causa —dijo Scanlan, el compañero de McMurdo, mientras los cuatro cenaban juntos.
—Así es, y podemos hablar, hasta que las ranas críen pelo, de la muerte de Charlie Williams o de la de Simón Bird o de cualquier otro trabajo del pasado. Pero de este, hasta que esté hecho, no diremos nada.
—Hay por aquí media docena de tipos que se la tienen ganada —dijo McMurdo con una imprecación—. ¿No habréis venido a por Jack Knox, de Ironhill? Ya me gustaría verle recibir su merecido.
—No, no es él todavía.
—¿Será Hermán Strauss?
—No, tampoco es ese.
—Bueno, si no queréis decírnoslo, no podemos obligaros, pero me gustaría saberlo.
Lawler sonrió y negó con la cabeza. No se dejaría sonsacar.
A pesar de la reserva de sus visitantes, Scanlan y McMurdo estaban decididos a hacer acto de presencia en lo que ellos llamaban la «diversión». Por eso, la noche que McMurdo los oyó bajar furtivamente la escalera a altas horas de la madrugada, despertó a Scanlan y los dos se vistieron a toda prisa. Una vez vestidos, comprobaron que los otros dos se habían marchado, dejando abierta la puerta. Todavía no había amanecido, y a la luz de las farolas vieron a los dos hombres a cierta distancia calle abajo. Los siguieron con cautela, caminando sin hacer ruido sobre la espesa capa de nieve.
La pensión se encontraba casi en los límites de la ciudad, y no tardaron en llegar al cruce de carreteras que había en las afueras. Allí esperaban tres hombres, con los que Lawler y Andrews mantuvieron una breve y animada conversación. A continuación, todos echaron a andar juntos. Estaba claro que se trataba de un trabajo importante que requería un grupo numeroso. De aquel punto partían varios caminos que conducían a distintas minas. Los forasteros tomaron el que llevaba a la Crow Hill, una importante explotación llevada con mano firme y que, gracias a su enérgico y valeroso director, Josiah H. Dunn, de Nueva Inglaterra, había conseguido mantener cierto orden y disciplina durante el largo reinado del terror.
Empezaba ya a romper el día, y una hilera de trabajadores marchaba a paso lento, de uno en uno y en grupos, por el ennegrecido sendero.
McMurdo y Scanlan echaron a andar con los demás, sin perder de vista a los hombres que iban siguiendo. Una densa niebla los cubría, y del fondo de la misma llegó de pronto el alarido de una sirena. Era la señal de que faltaban diez minutos para que descendieran los montacargas y comenzara la labor de la jornada.
Cuando llegaron al espacio abierto que rodeaba el pozo de la mina, había allí unos cien mineros aguardando, dando pataditas en el suelo y soplándose los dedos, pues hacía un frío tremendo. Los forasteros habían formado un grupito a la sombra de la sala de máquinas. Scanlan y McMurdo treparon a un montón de escoria, desde el que dominaban toda la escena. Vieron al ingeniero de la mina, un escocés corpulento y barbudo llamado Menzies, que salía de la sala de máquinas y tocaba un silbato para que empezaran a bajar los montacargas. En ese mismo instante, un joven alto y desgarbado, bien afeitado y con expresión seria, avanzó decididamente hacia la boca del pozo. A medio camino, su mirada se fijó en el grupo que permanecía, callado e inmóvil, junto a la sala de máquinas. Los hombres se habían calado los sombreros y alzado los cuellos de sus abrigos para ocultar sus rostros. Durante un instante, el presentimiento de la muerte posó su fría mano en el corazón del director de la mina. Lo rechazó al instante siguiente y pensó únicamente en su deber respecto a los intrusos desconocidos.
—¿Quiénes sois vosotros? —preguntó, dirigiéndose hacia el grupo—. ¿Qué hacéis holgazaneando por aquí?
No hubo respuesta, pero el joven Andrews se adelantó y le pegó un tiro en el estómago. Los cien mineros que aguardaban se quedaron tan inmóviles e indefensos como si estuvieran paralizados. El director se llevó las manos a la herida y se dobló sobre sí mismo. Intentó alejarse tambaleándose, pero otro de los asesinos disparó, y el hombre cayó de costado, pataleando y clavando las uñas en un montón de escoria. Al verlo, Menzies, el escocés, soltó un rugido de rabia y corrió hacia los asesinos con una llave inglesa, pero fue recibido con dos balazos en el rostro, que le hicieron caer muerto a sus pies. Se produjo un movimiento hacia delante de algunos de los mineros y un clamor inarticulado de compasión e ira, pero dos de los desconocidos vaciaron sus armas sobre las cabezas de la multitud, y esta se dispersó y desperdigó, corriendo despavoridos algunos a sus casas en Vermissa. Cuando los más valientes se reagruparon y comenzaron a regresar a la mina, la cuadrilla de asesinos se había desvanecido en la niebla matutina, sin que hubiera un solo testigo capaz de identificar bajo juramento a aquellos hombres que acababan de cometer un doble asesinato delante de cien espectadores.
Scanlan y McMurdo emprendieron el regreso. Scanlan iba un poco deprimido, porque aquel era el primer asesinato que presenciaba con sus propios ojos, y le había parecido menos divertido de lo que le habían hecho creer. Los terribles chillidos de la esposa del director muerto los persiguieron mientras apresuraban el paso hacia la ciudad. McMurdo iba pensativo y callado, pero no mostró ninguna simpatía por la debilidad de su compañero.
—Es como en la guerra —repetía—. ¿Qué es esto, sino una guerra entre ellos y nosotros? Devolvemos los golpes donde mejor podemos.
Aquella noche hubo una gran celebración en el bar de la logia del local del sindicato, no solo por la muerte del director y el ingeniero de la mina de Crow Hill, que obligaría a esta compañía a seguir el ejemplo de las demás empresas extorsionadas y aterrorizadas de la zona, sino también por otro acto triunfal llevado a cabo en un lugar lejano por las manos de la propia logia. Por lo visto, cuando el delegado del condado había enviado cinco buenos hombres a dar un golpe en Vermissa, había solicitado a cambio que se escogieran en secreto tres hombres de Vermissa para enviarlos a Stake Royal a matar a William Hales, uno de los propietarios de minas más conocidos y populares del distrito de Gilmerton, un hombre del que se decía que no tenía un solo enemigo en el mundo, porque era un patrón modelo en todos los aspectos. Sin embargo, había insistido en la eficiencia en el trabajo, y por esta razón había despedido a varios empleados borrachos y holgazanes, que eran miembros de la todopoderosa Sociedad. Las esquelas de defunción clavadas en su puerta no habían logrado debilitar su postura, y así, en un país libre y civilizado, se encontró condenado a muerte.
La ejecución se había llevado a cabo de manera satisfactoria. Ted Baldwin, que ahora estaba arrellanado en el sitio de honor junto al gran maestre, había sido el jefe de la partida. Su rostro enrojecido y sus ojos vidriosos e inyectados de sangre hablaban claramente de bebida y falta de sueño. Él y sus dos compañeros habían pasado la noche anterior en las montañas. Estaban despeinados y sucios por la intemperie, pero ningún héroe que regresara de una empresa desesperada habría gozado de un recibimiento más caluroso por parte de sus compañeros. Contaron su aventura una y otra vez, entre gritos de entusiasmo y carcajadas estruendosas. Habían aguardado a que su víctima regresara a su casa al anochecer apostados en lo alto de una empinada colina, donde su caballo tenía que ir al paso. El hombre iba tan cubierto de pieles para protegerse del frío, que no había podido empuñar su pistola. Le habían salido al encuentro y lo habían acribillado a tiros.
Ninguno de ellos conocía a la víctima, pero en todo asesinato hay siempre drama, y habían demostrado a los Batidores de Gilmerton que los hombres de Vermissa eran dignos de confianza. Habían tenido un contratiempo, porque un hombre y su mujer habían aparecido en un carro cuando ellos todavía estaban descargando sus revólveres en el cuerpo caído. Alguien propuso matarlos a los dos, pero eran gente inofensiva, que no tenía relación alguna con las minas, de modo que se limitaron a ordenarles con dureza que siguieran su camino y guardaran silencio si no querían que les ocurriera algo peor. Y allí quedó el cadáver ensangrentado, como advertencia a todos los patronos despiadados como él, mientras los tres nobles vengadores escapaban corriendo hacia las montañas, donde la naturaleza virgen llega hasta el borde mismo de los hornos y los montones de escoria.
Había sido un gran día para los Batidores. La sombra que cubría el valle se había vuelto aún más negra. Pero, igual que los generales inteligentes, que aprovechan el momento de la victoria para redoblar sus esfuerzos, de modo que el enemigo no tenga tiempo de recuperar fuerzas tras la derrota, el Jefe McGinty, que contemplaba el escenario de sus actividades con ojos pensativos y malignos, había planeado un nuevo ataque contra sus adversarios. Aquella misma noche, cuando la concurrencia medio borracha se retiraba ya, tocó a McMurdo en el brazo y lo condujo al mismo cuarto interior donde habían mantenido su primera entrevista.
—Vamos a ver, muchacho —dijo—. Por fin tengo un trabajo digno de ti, y lo voy a poner en tus manos.
—Me siento orgulloso de oír eso —respondió McMurdo.
—Puedes llevar contigo dos hombres: Manders y Reilly. Ya están avisados para que se presenten. No estaremos a gusto en este distrito hasta que se le arreglen las cuentas a Chester Wilcox, y, si consigues acabar con él, te ganarás el agradecimiento de todas las logias de la cuenca minera.
—Haré todo lo que pueda, desde luego. ¿Quién es y dónde puedo encontrarlo?
McGinty se sacó de la comisura de los labios su sempiterno cigarro, medio masticado y medio fumado, y procedió a dibujar un boceto rudimentario en una hoja arrancada de su cuaderno de notas.
—Es el primer capataz de la compañía Iron Dyke. Un tipo duro, que fue sargento en la guerra, todo cicatrices y canas. Ya hemos ido a por él dos veces, pero sin suerte, y Jim Carnaway perdió la vida en el intento. Ahora te toca a ti intentarlo. Aquí está la casa, completamente aislada, en el cruce de caminos de Iron Dyke, como ves en este mapa. No hay ninguna otra al alcance del oído. Es inútil intentarlo de día. Está armado y dispara rápido y bien, sin hacer preguntas. Pero por la noche…, entonces estará en la casa, con su mujer, tres hijos y una sirvienta. No puedes hacer distinciones: o todos o ninguno. Si pudieras colocar un saco de explosivos en la puerta delantera, con una mecha lenta…
—¿Qué ha hecho ese hombre?
—¿No te he dicho que mató a Jim Carnaway?
—¿Por qué lo mató?
—¿Y a ti qué demonios te importa eso? Carnaway rondaba alrededor de su casa por la noche, y él le pegó un tiro. Con eso basta para mí y para ti. Tienes que dejar arreglado este asunto.
—Pero esas dos mujeres y los niños… ¿tienen que volar también?
—Es preciso. Si no, ¿cómo vamos a alcanzarle a él?
—Parece un poco duro. Ellos no han hecho nada malo.
—¿Qué manera de hablar es esa? ¿Te estás echando atrás?
—Calma, concejal, calma. ¿He dicho o hecho algo que le haga pensar que me voy a echar atrás cuando recibo una orden del gran maestre de mi propia logia? Si está bien o mal, eso le toca decidirlo a usted.
—Entonces, ¿lo harás?
—Pues claro que lo haré.
—¿Cuándo?
—Bueno, lo mejor será que me dé una o dos noches para poder ver la casa y hacer mis planes. Después…
—Muy bien —dijo McGinty estrechándole la mano—. Lo dejo en tus manos. Será un gran día cuando nos traigas la noticia. Es el golpe definitivo que los hará caer a todos de rodillas.
McMurdo meditó largo y tendido sobre el encargo que tan repentinamente le habían encomendado. La casa aislada en la que vivía Chester Wilcox se encontraba a unas cinco millas de distancia, en un valle vecino. Aquella misma noche salió solo para preparar el atentado. Ya era de día cuando regresó de su reconocimiento. Al día siguiente habló con sus dos subordinados, Manders y Reilly, dos jovenzuelos temerarios que estaban tan ilusionados como si fueran a una cacería de ciervos. Dos noches después, los tres se reunieron a las afueras de la ciudad; iban los tres armados, y uno de ellos cargaba con un saco lleno del explosivo que se utilizaba en las canteras. Eran más de las dos de la mañana cuando llegaron a la casa solitaria. Soplaba un fuerte viento aquella noche, y las nubes desgarradas pasaban veloces por delante de una luna casi llena. Se les había advertido que tuvieran cuidado con los perros, de manera que avanzaron con precaución con los revólveres amartillados en las manos. Pero no se oía ningún ruido, aparte del aullido del viento, ni se observaba ningún movimiento, aparte de las ramas que se agitaban sobre sus cabezas. McMurdo pegó el oído a la puerta de la solitaria casa, pero en su interior reinaba un silencio total. Entonces apoyó el saco de pólvora en la puerta, abrió en él un agujero con su cuchillo y aplicó la mecha. Cuando estuvo bien encendida, él y sus dos compañeros echaron a correr, y ya se encontraban a cierta distancia, resguardados y seguros en una zanja, cuando el atronador bramido de la explosión y el sordo rumor del edificio que se derrumbaba los informaron de que su tarea estaba cumplida. Trabajo más limpio que aquel no lo había en los sangrientos anales de la Sociedad. Es una lástima que un trabajo tan bien organizado y tan audazmente planeado no sirviera para nada. Advertido por la suerte corrida por otras víctimas, y sabiendo que estaba señalado para morir, Wilcox se había trasladado el día anterior, con su familia, a una residencia más segura y menos conocida, donde pudiera contar con la protección constante de la policía. El explosivo había derribado una casa vacía, y el severo ex-sargento de la guerra continuaba dando lecciones de disciplina a los mineros de Iron Dyke.
—Dejádmelo a mí —dijo McMurdo—. Ese hombre es mío, y va a caer aunque tarde un año en cazarlo.
La logia le concedió un voto unánime de agradecimiento y confianza, y así quedaron las cosas por el momento. Semanas después, cuando los periódicos informaron de que habían disparado contra Wilcox en una emboscada, era ya un secreto a voces que McMurdo seguía empeñado en rematar su inconclusa tarea.
Tales eran los métodos de la Sociedad de Hombres Libres, y tales las hazañas de los Batidores, con las que imponían su régimen de terror sobre el extenso y rico distrito que tanto tiempo llevaba ya atormentado por su terrible presencia. ¿Para qué ensuciar estas páginas con más crímenes? ¿No basta con lo que ya he dicho para describir a aquellos hombres y sus métodos? Sus fechorías forman parte de la historia escrita, y existen informes en los que se pueden leer todos sus detalles. Allí podrán informarse de la muerte a tiros de los policías Hunt y Evans, que se habían atrevido a detener a dos miembros de la Sociedad: un doble atentado planeado en la logia de Vermissa y perpetrado a sangre fría contra dos hombres desarmados e indefensos. Allí podrán informarse también del asesinato de la señora Larbey mientras estaba atendiendo a su marido, que había sido golpeado por orden del Jefe McGinty hasta dejarlo medio muerto. El asesinato del mayor de los hermanos Jenkins, seguido poco después por el de su hermano menor, la mutilación de James Murdoch, la voladura de la familia Staphouse y el exterminio de los Stendal se produjeron en rápida sucesión durante aquel mismo y terrible invierno. Cada vez más oscura era la sombra que cubría el valle del terror. Llegó la primavera, con sus arroyos saltarines y sus árboles en flor; traía esperanzas para toda la Naturaleza, oprimida durante tanto tiempo por una gana de hierro. Pero para los hombres y mujeres que vivían bajo el yugo del terror no había la menor esperanza en ninguna parte. La nube que se cernía sobre ellos no había parecido nunca tan negra y desoladora como a principios del verano del 75.