Transcurrió algún tiempo antes de que la salud de mi amigo, el señor Sherlock Holmes, mejorara tras la fatiga ocasionada por el enorme esfuerzo de la primavera del 87. La cuestión de la Compañía de Los Países Bajos-Sumatra y las colosales manipulaciones del barón Maupertuis están aún demasiado cercanas en las mentes del público y están demasiado vinculadas a asuntos políticos y financieros como para poderlas incluir en esta serie de crónicas. Sin embargo, y de modo indirecto, dieron lugar a un problema singular y complejo, que le ofreció a mi amigo la oportunidad de demostrar el valor de un arma nueva entre las muchas con que libró una eterna batalla contra el crimen.
Al comprobar mis notas, veo que fue el 14 de abril cuando recibí un telegrama de Lyon, en el que se me informaba que Holmes estaba en el Hotel Dulong, enfermo. Antes de las veinticuatro horas estaba junto a él, tranquilizado al comprobar que los síntomas no eran de gran importancia. Se había quebrado su robustísima constitución bajo el esfuerzo de una investigación que había durado dos meses, periodo durante el cual había trabajado al menos quince horas diarias y, como él mismo me aseguró, en más de una ocasión durante cinco días sin parar. El desenlace triunfal de su labor no impidió la reacción a tan tremendo esfuerzo, y, justo cuando toda Europa no hacía más que hablar de él y tenía la habitación inundada de telegramas de felicitación, le encontré presa de la más terrible depresión. Ni siquiera el saber que había triunfado donde no lo había conseguido la policía de tres países y que había desenmascarado al estafador más sofisticado de Europa conseguían sacarle de su postración nerviosa.
Tres días más tarde estábamos de nuevo los dos en Baker Street, pero era evidente que a mi amigo le sentaría bien un cambio de aires, y la idea de una semana primaveral en el campo me atraía mucho a mí también.
Un viejo amigo mío, el coronel Hayter, que había estado bajo mis cuidados médicos en Afganistán, tenía una casa cerca de Reigate, en Surrey, y con frecuencia me había invitado a ir allí. En la última ocasión me había comentado que, si mi amigo consentía en acompañarme, gustosamente le haría extensiva su hospitalidad. Necesité toda mi diplomacia, pero, cuando Holmes se hizo cargo de que era la casa de un soltero y que tendría toda la libertad del mundo, accedió a mis planes, y una semana después de regresar de Lyon estábamos bajo el techo del coronel. Hayter era un buen soldado, que había visto mucho mundo, y pronto descubrió, tal y como yo había esperado, que él y Holmes tenían mucho en común.
La noche en que llegamos nos encontrábamos sentados en el cuarto de armas después de la cena. Holmes reposaba en el sofá, mientras Hayter y yo repasábamos su pequeña colección de armas de fuego.
—Por cierto —dijo de repente—, me voy a subir una de estas pistolas conmigo por si tenemos alguna alarma.
—¿Una alarma? —dije yo.
—Sí, nos han dado un susto últimamente. Al viejo Acton, uno de los magnates del condado, le entraron en la casa el lunes pasado. No ocasionaron grandes desperfectos, pero los bandidos aún siguen en libertad.
—¿No hay ninguna pista? —preguntó Holmes mirando al coronel.
—Hasta el momento, ninguna. Pero el asunto no tiene mayor importancia. Es un pequeño caso local que le parecería demasiado insignificante, señor Holmes, tras un crimen internacional.
Holmes pareció no hacer caso del cumplido, aunque su sonrisa demostró que le había halagado.
—¿Había algún punto interesante?
—Creo que no. Los ladrones saquearon la biblioteca y compensaron poco sus esfuerzos. Todo estaba patas arriba, los cajones forzados y todo desvalijado, resultando que lo único que ha desaparecido es un volumen del Homero de Pope, dos candelabros de plata, un pisapapeles de marfil, un pequeño barómetro de roble y una bola de bramante.
—¡Qué colección más variopinta! —exclamé.
—Bueno, está claro que los tipos se llevaron lo primero que encontraron.
Holmes profirió un gruñido desde el sofá.
—Debería tener algo de sentido para la policía del condado —dijo—. Es evidente que…
Levanté un dedo en señal amenazadora.
—Querido amigo, está aquí para descansar. Por el amor de Dios, no empiece con nuevos problemas cuando tiene los nervios aún deshechos.
Holmes se encogió de hombros y lanzó al coronel una mirada de cómica resignación, y la conversación derivó hacia canales menos peligrosos.
Sin embargo, mis cuidados profesionales estaban destinados a verse malgastados, pues a la mañana siguiente el problema se nos impuso de tal forma, que fue imposible eludirlo, y nuestra visita al campo se tornó en algo que ninguno de los dos habíamos previsto. Estábamos desayunando, cuando el mayordomo del coronel entró bruscamente, desprovisto de toda compostura.
—¿Ha oído la noticia, señor? ¡En casa de los Cunningham!
—¿Robo? —exclamó el coronel, sosteniendo la taza de café en el aire.
—¡Asesinato!
El coronel lanzó un silbido.
—¡Por Júpiter! —dijo—. ¿A quién han matado? ¿Al Juez de Paz o a su hijo?
—A ninguno de los dos, señor. Fue a William, el cochero. Un tiro le atravesó el corazón y no volvió a hablar.
—¿Quién le disparó?
—El ladrón, señor. Salió escopetado y se escapó. Acababa de entrar por la ventana de la despensa, cuando William le sorprendió y terminó sus días cuidando de la propiedad de su amo.
—¿A qué hora?
—Fue anoche, señor, alrededor de las doce.
—Bien, entonces ya nos acercaremos —dijo el coronel, disponiéndose a continuar su desayuno—. Es un mal asunto —dijo, cuando el mayordomo se hubo retirado—. El viejo Cunningham es el principal terrateniente de por aquí, y una buena persona. Estará muy disgustado, pues el hombre llevaba a su servicio muchos años y era un buen criado. Parece evidente que son los mismos bandidos que entraron en casa de Acton.
—¿Los que se llevaron aquella singular colección? —dijo Holmes pensativamente.
—Exactamente.
—¡Hum! Puede que sea lo más sencillo del mundo, pero de todos modos a primera vista resulta un poco raro, ¿no? Se supone que una banda de ladrones que actúa en el campo debería variar el lugar de sus operaciones y no irrumpir en dos casas del mismo distrito con solo unos días de diferencia. Cuando usted hablaba anoche de tomar precauciones, pensé que esta sería la última parroquia de Inglaterra que pudiera interesar a unos ladrones, lo cual demuestra que aún tengo mucho que aprender.
—Me imagino que debe de ser algún aficionado del contorno —dijo el coronel—, en cuyo caso las casas de Acton y de Cunningham serían los sitios más indicados, pues son con mucho las casas más grandes de los alrededores.
—¿Y las más ricas?
—Deberían serlo, pero llevan años con un pleito que les ha chupado a ambos hasta la sangre. El viejo Acton tiene algún derecho sobre la mitad de la hacienda de Cunningham y los abogados están en ello como lobos.
—Si es un bandido local, no habrá demasiada dificultad en encontrarle —dijo Holmes bostezando—. Está bien, Watson. No tengo la intención de inmiscuirme.
—El inspector Forrester —dijo el mayordomo abriendo la puerta. El oficial, un joven apuesto de mirada inteligente, entró en la habitación.
—Buenos días, coronel —dijo—. Espero no molestar, pero sabemos que el señor Holmes, de Baker Street, está aquí.
El coronel señaló con la mano hacia mi amigo y el inspector le hizo una pequeña reverencia.
—Pensábamos que quizá no le importara acercarse, señor Holmes.
—Los Hados están contra usted, Watson —dijo riéndose—. Justamente estábamos hablando del asunto cuando llegó usted, inspector. Quizá pueda darnos algún detalle.
Al recostarse en la silla con esa actitud tan familiar, supe que era inútil que insistiera.
—No teníamos ninguna pista en el caso Acton. Pero aquí hay varias, y no hay duda de que son la misma gente. Vieron al hombre.
—¡Ah!
—Sí, señor. Pero escapó como un gamo después de disparar el tiro que mató al pobre William Kirwan. El señor Cunningham le vio desde la ventana del dormitorio y el señor Alee Cunningham le vio desde el pasillo de detrás. Eran las doce menos cuarto cuando ocurrió. El señor Cunningham estaba en bata fumándose una pipa. Ambos oyeron al cochero, William, pedir auxilio y el señor Alee bajó a ver qué pasaba. La puerta de atrás estaba abierta y al bajar por la escalera vio a dos hombres que luchaban fuera. Uno de ellos disparó y saltó por encima del seto. El señor Cunningham, desde la ventana del dormitorio, vio cómo el hombre llegaba hasta la carretera, pero al momento le perdió de vista. El señor Alee se detuvo a ver si podía ayudar al moribundo y así el criminal se escapó. Los únicos detalles personales que tenemos se reducen a que era un hombre de estatura media y vestía de oscuro, pero estamos llevando a cabo serias investigaciones, y si es un forastero pronto le descubriremos.
—¿Qué estaba haciendo allí William? ¿Dijo algo antes de morir?
—Ni una palabra. Vive con su madre en la casa del guarda y como era un hombre muy fiel, suponemos que se había acercado a la casa para ver si todo andaba bien. Este asunto de Acton ha puesto a todo el mundo en guardia. El ladrón había acabado de derribar la puerta, pues el cerrojo había sido forzado, cuando William le sorprendió.
—¿Le dijo William algo a su madre antes de salir?
—Es muy mayor y está sorda y no conseguimos sacarle ninguna información. El susto debe de haberla dejado medio atontada, pero tengo entendido que nunca fue muy lúcida. Hay algo muy importante, sin embargo. ¡Fíjese en esto!
Sacó un pequeño trozo de papel de una agenda y lo puso sobre su rodilla.
—Esto se halló entre el índice y el pulgar del asesinado. Parece un fragmento de una hoja mayor. Observará que la hora mencionada es la misma en la que el pobre encontró su muerte. Quizá su asesino le arrancase el resto del papel, o al revés, quizá le arrancó él a su asesino este trozo. Parece casi una cita.
Holmes cogió la esquina de papel que se reproduce aquí.
—Suponiendo que fuera una cita —continuó el inspector—, no es una teoría inconcebible el que este William Kirwan, a pesar de su fama de hombre honrado, estuviera aliado con el ladrón. Pudo reunirse allí con él, incluso pudo ayudarle a derribar la puerta, y luego a lo mejor discutieron entre ellos.
—Esta caligrafía es sumamente interesante —dijo Holmes, que la había estado examinando con gran atención—. Son aguas mucho más profundas de lo que yo había imaginado.
Hundió la cabeza entre las manos, mientras el inspector esbozaba una sonrisa al ver el efecto que causaba su caso en el famoso especialista de Londres.
—Su último comentario —dijo Holmes de repente— acerca de la posibilidad de un entendimiento entre el ladrón y el criado, y que esta fuera la cita entre ellos, es una suposición ingeniosa y no del todo descabellada. Pero esta caligrafía…
Volvió a hundir la cabeza entre las manos y permaneció unos minutos sumido en profundos pensamientos. Cuando levantó el rostro, me sorprendió ver que tenía las mejillas sonrojadas y la mirada tan viva como antes de su enfermedad. Se puso en pie de un salto con su energía acostumbrada.
—¿Sabe una cosa? —dijo—. Me gustaría ver los detalles del caso más despacio. Hay algo en él que me fascina enormemente. Si me permite, coronel, voy a dejarles a usted y a mi amigo Watson y me iré con el inspector a comprobar una o dos pequeñas fantasías mías. Estaré de nuevo con ustedes en media hora.
Había pasado hora y media cuando el inspector regresó solo.
—El señor Holmes está paseando por el campo ahí fuera —dijo—. Quiere que los cuatro vayamos a la casa.
—¿A casa del señor Cunningham?
—Sí, señor.
—¿Para qué?
El inspector se encogió de hombros.
—No lo sé muy bien, señor. Entre nosotros, creo que el señor Holmes aún no se ha repuesto de su enfermedad. Ha estado comportándose de una manera muy extraña y está muy agitado.
—No creo que deba usted preocuparse —dije—. He solido encontrar que su locura tenía un método.
—Habrá quien le llame a eso método —dijo el inspector—, pero, para empezar, está muy inquieto, así que mejor salimos ya, si están preparados.
Encontramos a Holmes paseando arriba y abajo por el campo, la barbilla hundida en el pecho y las manos en los bolsillos del pantalón.
—El asunto adquiere interés creciente —dijo—. Watson, su idea del viajecito al campo ha sido un éxito. He pasado una mañana maravillosa.
—Tengo entendido que ha estado en la escena del crimen.
—Sí, el inspector y yo hemos estado haciendo un reconocimiento juntos.
—¿Con éxito?
—Bueno, hemos visto cosas muy interesantes. Les contaré lo que hicimos mientras caminamos. Primero vimos el cadáver del pobre hombre. Ciertamente murió de un tiro, como se dijo.
—¿Acaso lo había puesto en duda?
—Conviene comprobarlo todo. Nuestra investigación no fue en vano. Luego tuvimos una entrevista con el señor Cunningham y su hijo, que pudieron indicar justamente el lugar exacto por donde saltó el seto el asesino al huir. Eso fue de gran interés.
—Naturalmente.
—Luego fuimos a ver a la madre de ese pobre hombre. Sin embargo, de ella no obtuvimos información alguna. Es muy mayor y está muy débil.
—¿Y cuál es el resultado de sus investigaciones?
—La convicción de que el crimen es singular. Quizá nuestra visita de ahora ayude a esclarecer algunos puntos. Creo, inspector, que los dos coincidimos en que el trozo de papel hallado en la mano del asesinado y en el que consta escrita la misma hora de su muerte es de vital importancia, ¿no?
—Debería darnos una pista, señor Holmes.
—Y nos la da. Quienquiera que escribiese esa nota fue el mismo que sacó de la cama a esa hora a William Kirwan. Pero ¿dónde está el resto de la hoja?
—Examiné con gran minuciosidad el terreno con la esperanza de encontrarla —dijo el inspector.
—Se la arrancaron de la mano al hombre asesinado. ¿Por qué tenía alguien tanto interés en tenerla? Porque le implicaba. ¿Y qué podría hacer con ella? Seguramente metérsela en el bolsillo, sin caer en la cuenta de que una esquina había quedado en posesión del difunto. Si consiguiéramos el resto de la hoja, está claro que tendríamos muy adelantada la resolución del misterio.
—Sí, pero ¿cómo podemos llegar al bolsillo del criminal antes de coger al criminal?
—Bueno, bueno. Merecía la pena pensarlo. Luego hay otro punto evidente. La nota le fue enviada a William. No pudo llevársela el hombre que la escribió, porque de ser así hubiera dado el recado verbalmente. ¿Quién, pues, entregó la nota? ¿O es que vino en el correo?
—He preguntado —dijo el inspector—. Ayer llegó una carta para William en el correo de la tarde. El sobre lo destruyó él mismo.
—¡Excelente! —exclamó Holmes dándole una palmada en la espalda al inspector—. Ya ha visto al cartero. Es maravilloso trabajar con usted. Bien, aquí está la casa del guarda y, si continuamos, coronel, le mostraré el escenario del crimen.
Dejamos atrás la casita donde había vivido el hombre asesinado y caminamos por una senda bordeada de robles hasta la hermosa casa de estilo Reina Ana que lleva la fecha de Malplaquet sobre el dintel de la puerta. Holmes y el inspector nos hicieron dar la vuelta hasta que llegamos a la vena lateral separada del seto que bordea la carretera por un pequeño trozo de jardín. A la puerta de la cocina había un policía.
—Abra la puerta, oficial —dijo Holmes—. Desde esas escaleras vio el joven Cunningham a los dos hombres luchando justamente aquí, donde nos encontramos nosotros. El viejo señor Cunningham estaba asomado a esa ventana, la segunda por la izquierda, y vio al tipo escaparse por ahí, a la izquierda de ese arbusto. El hijo también. Ambos están seguros por lo del arbusto. Entonces el señor Alee corrió a arrodillarse junto al herido. Como ven, el terreno está muy duro y no hay pisadas que nos sirvan de ayuda.
Mientras hablaba, dos hombres se acercaron por el jardín, procedentes de la esquina de la casa. El uno era un hombre mayor, con el rostro firme surcado de arrugas y con grandes ojeras; el otro, un joven deslumbrante, cuya expresión alegre y sonriente y vestimenta llamativa contrastaba extrañamente con el asunto que nos había llevado allí.
—¿Aún sigue? —le dijo a Holmes—. Creía que ustedes, los de Londres, no tenían un pero. No parecen tan rápidos después de todo.
—Debe darnos un poco de tiempo —dijo Holmes con buen humor.
—Va a necesitarlo —dijo el joven Alee Cunningham—. No parece que tengamos pista alguna.
—Solo una —respondió el inspector—. Pensamos que si pudiéramos encontrar… Pero, ¡Dios mío, señor Holmes! ¿Qué le ocurre?
De repente el rostro de mi pobre amigo había adoptado la expresión más terrible. Tenía los ojos en blanco, las facciones contraídas por el dolor, y con un gemido se desplomó en el suelo. Horrorizados ante lo repentino y serio del ataque, le llevamos a la cocina, donde se recostó en una silla y respiró durante unos momentos con dificultad. Finalmente, se disculpó, avergonzado por su debilidad, y se levantó de nuevo.
—Watson les dirá que me estoy recuperando de una seria enfermedad —explicó—. Aún estoy sujeto a repentinos ataques de este tipo.
—¿Quiere que le lleven a casa en mi calesa? —preguntó el viejo Cunningham.
—Bueno, ya que estoy aquí hay algo de lo que quisiera cerciorarme. Podemos verificarlo sin ninguna dificultad.
—¿Qué es?
—Me parece posible que la llegada del pobre William se produjera después y no antes de la entrada del ladrón en la casa. Parece que usted da por descontado que, aunque la puerta había sido forzada, el ladrón no llegó a entrar.
—Creo que eso es evidente —dijo seriamente el señor Cunningham—. Mi hijo Alee aún no se había ido a la cama y, si alguien hubiera merodeado dentro de la casa, lo hubiera oído.
—¿Dónde estaba sentado?
—Estaba fumando en mi vestidor.
—¿Qué ventana es esa?
—La última a la izquierda, junto a la de mi padre.
—Ambas tendrían luz, ¿no?
—Indudablemente.
—Hay aquí una cosa muy curiosa —dijo Holmes, sonriendo—. ¿No es extraordinario que un ladrón, con experiencia previa, quisiera entrar en una casa cuando podía ver por las luces de las ventanas que había dos miembros de la familia que aún estaban levantados?
—Debe de ser un tipo con nervios de acero.
—Bueno, si el caso no fuera extraño, no nos hubiéramos dirigido a usted para que nos lo explicara —dijo el señor Alee—. Pero en cuanto a su idea de que el hombre había robado en la casa antes de que le atacara William, me parece de lo más absurdo. ¿No hubiéramos encontrado todo revuelto y echado en falta lo que se hubiera llevado?
—Depende de lo que fuera —dijo Holmes—. Debe recordar que se trata de un ladrón muy especial y que parece seguir modos de actuación muy personales. Mire, por ejemplo, la curiosa colección de cosas que se llevó de casa de Acton. ¿Qué era? ¡Una bola de cuerda, un pisapapeles y no sé qué más cachivaches!
—Bueno, estamos en sus manos, señor Holmes —dijo el viejo Cunningham—. Cualquier cosa que usted o el inspector sugieran tengan por seguro que se hará.
—En primer lugar —dijo Holmes—, quisiera que ofreciesen una recompensa, fijada por usted mismo, pues puede que la policía tarde un poco en ponerse de acuerdo en la cifra, y estas cosas más vale hacerlas en el momento. Aquí he esbozado la fórmula, si no le molesta firmarla. Pensé que cincuenta libras serían suficientes.
—Con gusto ofrecería quinientas —dijo el Juez de Paz cogiendo el papelito y el lápiz que Holmes le extendió—. Pero esto no es correcto —añadió ojeando el documento.
—Lo escribí muy de prisa.
—Mire, usted empieza: «Cuando a las doce y cuarto se intentó, el martes por la mañana…», y continúa. En realidad fue a las doce menos cuarto.
Me dolió el error, pues sabía cuánto le molestaban a Holmes las imprecisiones. Era su especialidad el ser exacto en los datos, pero su reciente enfermedad le había afectado, y este pequeño incidente me demostraba que aún no era el mismo. Por un momento estuvo como violento, mientras el inspector levantaba las cejas y Alee Cunningham soltaba una carcajada.
El anciano corrigió la falta y le devolvió el papel a Holmes.
—Que lo impriman cuanto antes —dijo—. Creo que es una idea excelente.
Holmes se guardó cuidadosamente el papel en su agenda.
—Y ahora —dijo—, creo que sería conveniente que recorriéramos la casa todos juntos y nos asegurásemos de que este ladrón tan irregular no se llevó nada en efecto.
Antes de entrar, Holmes examinó la puerta que había sido forzada. Estaba claro que el cerrojo se había abierto introduciendo un formón o un cuchillo grueso, porque la madera mostraba las hendiduras por donde había penetrado.
—¿No tienen barras protectoras?
—Nunca lo hemos creído necesario.
—¿No tienen perro?
—Sí, pero está atado al otro lado de la casa.
—¿A qué hora se acuesta la servidumbre?
—Sobre las diez.
—Tengo entendido que a esa hora William también solía estar en la cama.
—Sí.
—Es curioso que estuviera levantado justo esa noche. Y ahora, señor Cunningham, me gustaría ver la casa.
Un pasillo con suelo de losetas, del cual salían las puertas de las cocinas, daba a una escalera de madera que subía al primer piso. Acababa esta en un descansillo, al otro lado del cual estaba la escalinata principal que subía desde el vestíbulo de la entrada. A este descansillo daban el cuarto de estar y varios dormitorios, incluidos los del señor Cunningham y su hijo. Holmes andaba despacio, haciéndose cargo de la estructura de la casa. Deduje de su expresión que estaba sobre una pista y, sin embargo, me era imposible averiguar en qué dirección iba.
—Mi querido caballero —dijo el señor Cunningham en tono impaciente—, ¿no es esto un tanto innecesario? Ese es mi dormitorio, al final de las escaleras, y el de más allá es el de mi hijo. Le dejo a su buen criterio el juzgar si le fue posible al ladrón subir aquí sin que le oyéramos.
—Me da la impresión —dijo el hijo con sonrisa maliciosa—, de que va a tener que seguir otro rastro.
—De todas formas voy a tener que pedirles que me complazcan un ratito más. Por ejemplo, me gustaría ver la vista que tienen las ventanas de la parte delantera de la casa. Este, imagino —dijo abriendo la puerta—, es el dormitorio de su hijo. Y ese, supongo, el vestidor en el cual se encontraba fumando cuando se dio la alarma. ¿Adonde da su ventana?
Cruzó el dormitorio, abrió la otra puerta y echó una ojeada al vestidor.
—Espero que ya esté satisfecho —dijo de mal humor el señor Cunningham.
—Gracias, creo que he visto cuanto quería.
—Pues, si es tan necesario, ya podemos pasar a mi cuarto.
—Si no es demasiada molestia…
El Juez de Paz se encogió de hombros y dirigió sus pasos hacia su dormitorio, una habitación corriente y parcamente amueblada. Mientras lo cruzábamos en dirección a la ventana, Holmes se quedó rezagado hasta que él y yo nos quedamos los últimos. Al pie de la cama había una pequeña mesa cuadrada, sobre la que se encontraba una jarra de agua y un plato de naranjas.
Justo cuando pasábamos por delante de ella, y ante mi más absoluto asombro, Holmes se inclinó por delante de mí y deliberadamente la tiró. El vaso se hizo añicos y la fruta cayó rodando por todo el cuarto.
—Buena la ha hecho, Watson —dijo con serenidad—. Mire cómo ha puesto la alfombra.
Me detuve confuso y comencé a recoger la fruta, comprendiendo que por alguna razón mi acompañante quería que yo cargara con las culpas. Los demás siguieron mi ejemplo y levantaron la mesa de nuevo.
—¡Pero bueno! —exclamó el inspector—. ¿Dónde se ha metido?
Holmes había desaparecido.
—Esperen aquí un momento —dijo Alee Cunningham—. En mi opinión ese hombre está loco. Venga conmigo, padre, a ver dónde se ha metido.
Salieron del cuarto corriendo dejándonos al inspector, al coronel y a mí mirándonos perplejos.
—Vive Dios que me inclino a estar de acuerdo con el joven señor Alee —dijo el oficial—. Puede que sea efecto de esta enfermedad, pero me da la impresión de que…
Fue interrumpido por un repentino grito de «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Asesinos!». Con un escalofrío reconocí la voz de mi amigo. Salí corriendo de la habitación hacia el descansillo. Los gritos, que se habían convertido en roncos y oscuros ruidos, provenían de la habitación que habíamos visto primero. Entré y continué hasta el vestidor. Ambos Cunninghams se inclinaban sobre la postrada figura de Sherlock Holmes; el joven le tenía agarrado por la garganta con ambas manos mientras el mayor parecía estarle retorciendo una de las muñecas. En un segundo nosotros tres los separamos y Holmes, tremendamente pálido y cansado, se puso en pie.
—¡Detenga a estos hombres, inspector! —jadeó.
—¿Bajo qué cargo?
—El de asesinar a su cochero, William Kirwan.
El inspector miró desconcertado a su alrededor.
—Vamos, vamos, señor Holmes —dijo por fin—. No pretenderá usted…
—¡Venga, hombre, míreles las caras! —exclamó Holmes secamente.
Ciertamente, jamás vi escrito sobre rostro alguno reconocimiento más claro de su culpabilidad. El hombre más mayor parecía paralizado y aturdido, la expresión hosca. El hijo, por el contrario, había desechado aquel aire bravucón y desenfadado que le caracterizaba, y en sus ojos negros brillaba la fiereza de un peligroso animal salvaje, distorsionando sus hermosas facciones. Sin decir nada, el inspector se acercó a la puerta y tocó el silbato. Acudieron a su llamada dos de sus policías.
—No tengo alternativa, señor Cunningham —dijo—. Confío en que todo esto resulte ser una absurda equivocación, pero ya ve que… ¿Conque esas tenemos? ¡Suéltelo! —dio un manotazo y el revólver que el joven intentaba montar cayó al suelo.
—Cójalo —dijo Holmes, pisándolo con rapidez—. Le será útil en el juicio. Pero esto era lo que más falta nos hacía —y levantó un trozo de papel arrugado.
—¿El resto de la carta? —gritó el inspector.
—Justamente.
—¿Dónde estaba?
—Donde estaba seguro de encontrarlo. Le explicaré todo en un momento. Creo, coronel, que usted y Watson pueden regresar a casa, y yo me reuniré con ustedes en media hora a lo sumo. El inspector y yo tenemos que hablar con los detenidos. Estaré con usted a la hora de comer.
Sherlock Holmes fue fiel a su palabra, pues era cerca de la una cuando entraba en el cuarto de fumadores del coronel. Le acompañaba un menudo caballero mayor, que me fue presentado como el señor Acton, cuya casa había sido el escenario del primer robo.
—Quería que el señor Acton estuviera presente mientras les explicaba este asunto —dijo Holmes—, pues es lógico que él sienta un gran interés por los detalles. Me temo, coronel, que lamentará la hora en que hospedó a ave tan conflictiva como yo.
—Muy al contrario —dijo el coronel con énfasis—, me considero privilegiado al haber podido estudiar sus técnicas de trabajo. Confieso que superan todas mis esperanzas y que me resulta imposible saber cómo llegó al desenlace. Hasta el momento ni tan siquiera he visto el vestigio de una pista.
—Me temo que la explicación quizá le desilusione, pero ha sido un hábito en mí el no ocultar mis métodos ni a Watson ni a quienes se tomen por ellos un interés inteligente. Pero antes, y puesto que aún estoy un poco conmovido por la contienda en el vestuario, me serviré un poco de su coñac, coronel. Últimamente, mi fortaleza está un poco mermada.
—Confío en que no sufrirá ningún otro ataque nervioso.
Holmes soltó una carcajada.
—Ya llegaremos a ese punto a su debido tiempo —dijo—. Les explicaré ordenadamente el caso, mostrándoles los diversos puntos que me encaminaron hasta mi decisión final. Les ruego me interrumpan en caso de que haya algo que no les quede del todo claro. En el arte de la deducción es elemento fundamental el saber discernir cuáles, de entre diversos hechos, son relevantes y cuáles son triviales. De otro modo, las energías y la atención, en lugar de concentrarse, se disipan. Bien. En este caso, desde el primer momento, no tuve la más mínima duda de que la clave de todo el asunto se hallaba en el trocito de papel que se encontró en la mano del hombre asesinado.
»Antes de entrar en este punto quisiera atraer su atención sobre el hecho de que, caso de ser cierta la narración de Alee Cunningham, y de haber huido el atacante justo después de disparar contra William Kirwan, entonces era evidente que no podía ser él el que le quitara la carta al hombre asesinado. Pero de ser así, debió ser el mismo Alee Cunningham el que lo hiciera, pues cuando su padre bajó ya había varios criados en la escena. El detalle es muy simple, pero al inspector se le había pasado por alto, debido a que partía de la suposición de que estos magnates rurales no tenían nada que ver en el asunto. Yo, sin embargo, tengo a gala no ir con prejuicios nunca y seguir con docilidad el camino que me marcan los hechos. Así, desde el principio de la investigación, observaba con recelo el papel que Alee Cunningham había desempeñado.
«Procedí entonces a un minucioso examen del papelito que nos había dado el inspector. De inmediato me percaté de que era una esquina de un documento singular. Aquí está. ¿No notan ahora algo muy sugerente en él?
—Tiene un aspecto muy irregular —dijo el coronel.
—Mi querido caballero —exclamó Holmes—, no hay la menor duda de que lo han escrito dos personas, alternando las palabras. De inmediato comprobarán esto si observan las «tes»: una es muy débil y otras son muy fuertes. Un somero análisis de las palabras que contienen «t» demuestra enseguida que «cuarto» y «tal» están escritas con una letra más firme, mientras que «tendrá» lo está con una más débil. De las seis palabras, muy pronto observará que «doce», «cuarto», «algo» y «tal» las había escrito una persona, mientras que «menos» y «tendrá» las había escrito otra.
—¡Sí que es verdad! ¡Está más claro que el agua! —exclamó el coronel—. ¿Pero por qué iban a escribir dos hombres una carta?
—Evidentemente era un asunto oscuro, y uno de los hombres, que no confiaba en el otro, estaba decidido a que, se hiciera lo que se hiciera, ambos tuvieran la misma parte en el asunto. Bien, de los dos hombres, también está claro que el que escribió las palabras «doce» y «cuarto» era el cabecilla.
—¿Cómo deduce eso?
—Se podría desprender del simple carácter de una letra comparada con la otra. Pero hay razones más exactas que la mera suposición para afirmarlo. Si examinamos el retazo de papel con atención, llegarán a la conclusión de que el hombre de trazos más firmes escribió primero todas sus palabras, dejando los huecos para que el otro los rellenara. Estos huecos no eran siempre suficientemente grandes y observarán que el segundo hombre hubo de estrujar su «menos» entre el «doce» y el «cuarto», demostrando así que estas palabras estaban escritas de antemano. El hombre que escribió primero sus palabras es, sin duda, el que planeó todo el asunto.
—¡Excelente! —exclamó el señor Acton.
—Pero muy superficial —dijo Holmes—. Llegamos ahora, sin embargo, a un punto importante. Quizá no sepan que los expertos han llegado a un grado muy fino de exactitud en cuanto a deducir la edad de las personas basándose en su caligrafía. En casos normales, se puede fijar con casi total confianza la década de una persona. Y digo en casos normales porque la falta de salud y la debilidad física reproducen los caracteres de la vejez, incluso aunque el inválido sea joven. En este caso, viendo los rasgos firmes del uno y el aspecto un tanto tembloroso del otro, aunque sigue siendo una escritura legible, podemos asegurar que el uno era un hombre joven y el otro de avanzada edad sin llegar a la senectud.
—¡Excelente! —repitió el señor Acton.
—Sin embargo, hay otro punto, más sutil y de mayor importancia. Hay rasgos comunes en estas dos caligrafías. Pertenecen a personas unidas por lazos de consanguinidad. Quizá a ustedes les resulte más evidente comprobarlo en las «íes» griegas, pero para mí hay muchas indicaciones que apuntan a lo mismo. No albergo ninguna duda respecto de que hay un aire de familia en estas dos muestras de escritura. Por supuesto que ahora solo les estoy dando los aspectos principales de mi examen del papel. Había otras veintitrés deducciones que les serían de mayor utilidad a los expertos que a ustedes. Todas coincidían en reafirmar mi impresión de que los Cunningham, padre e hijo, habían escrito esta carta.
»Llegado a este punto, mi siguiente paso fue, por supuesto, examinar los detalles del crimen y ver hasta dónde conducían. Subí con el inspector a la casa y vi todo lo que había que ver. La herida del hombre asesinado era, como pude determinar con plena seguridad, consecuencia de un tiro de revólver disparado a una distancia de unas cuatro yardas. Las ropas no estaban chamuscadas. Por tanto, era evidente que Alee Cunningham había mentido al decir que ambos hombres estaban peleando cuando se disparó el revólver. Otra cosa era que tanto el padre como el hijo estaban de acuerdo en cuanto al lugar por donde había escapado el hombre hacia la carretera. Pero resulta que en ese sitio precisamente hay una acequia con mucha humedad en el fondo. Puesto que allí no encontré huellas de pisadas, me convencí no solo de que los Cunningham habían mentido de nuevo, sino de que nunca existió ningún desconocido en el asunto.
«Ahora me quedaba por descubrir el móvil de este crimen singular. A este fin me esforcé primeramente por resolver la razón del primer latrocinio, el que se perpetró en casa del señor Acton. Tenía entendido, por algo que nos contó el coronel, que había un pleito entre usted, señor Acton, y los Cunningham. Inmediatamente se me ocurrió pensar que habían saqueado su biblioteca con la intención de obtener algún documento de importancia para el caso.
—Así es —dijo el señor Acton—. No hay duda posible en cuanto a sus intenciones. Tengo todo el derecho sobre la mitad de su patrimonio, y si hubieran podido encontrar un solo papel, que afortunadamente se encontraba en la caja fuerte de mi abogado, sin duda hubieran echado a perder el caso.
—¡Ahí lo tienen! —dijo Holmes sonriendo—. Fue un intento peligroso y arriesgado, en el cual creí entrever la influencia del joven Alee. No pudiendo encontrar nada, intentaron desviar las sospechas y hacerlo pasar por un robo normal, a cuyo fin se llevaron lo primero que encontraron. Todo esto está claro, pero aún quedaba mucho por esclarecer. Lo que yo quería ante todo era encontrar la parte restante del papel. Estaba convencido de que Alee se la había arrancado de la mano al hombre asesinado y casi seguro de que se la metió en el bolsillo de su batín. ¿Dónde, si no, iba a haberla puesto? Lo único que quedaba por saber era si aún seguía allí. Merecía la pena averiguarlo, y por eso fuimos todos a la casa. Los Cunningham se unieron a nosotros, como sin duda recordarán, a la puerta de la cocina. Por supuesto era de vital importancia que no se les recordara la existencia de este papel, de lo contrario lo destruirían sin demora. El inspector estaba a punto de explicarles la importancia que tenía, cuando, afortunadísimamente, a mí me dio un ataque que provocó un cambio en la conversación.
—¡Santo cielo! —exclamó el coronel riendo—. ¿Quiere decirnos que toda nuestra preocupación fue en balde y que simuló el ataque?
—Desde el punto de vista profesional, lo hizo de maravilla —exclamé yo, mirando con asombro a aquel hombre que no dejaba de sorprenderme con nuevas muestras de su astucia.
—Es un arte que a menudo resulta útil —dijo—. Cuando me recobré, conseguí arreglármelas mediante una estratagema que quizá tuviera el mérito de ser ingeniosa, para que el viejo Cunningham escribiera la palabra «menos» y así compararla con el «menos» que estaba escrito en el papel.
—¡Qué imbécil he sido! —exclamé.
—Ya vi que se compadecía de mí por mi debilidad —dijo Holmes con una carcajada—. Y sentí tener que causarle el pesar que sabía que experimentaría. Entonces subimos juntos al piso de arriba y, tras entrar en la habitación, observé que el batín estaba colgado detrás de la puerta. Conseguí entonces distraer su atención volcando la mesita y yo volví a examinar el bolsillo. Sin embargo, apenas me había hecho con el papel que, como esperaba, estaba allí, cuando los dos Cunningham se me lanzaron encima. Realmente creo que, de no ser por su ayuda expedita, me hubieran asesinado allí mismo. Aún siento las manos de ese joven agarrándome la garganta y el tirón que el viejo le daba a mi muñeca con el fin de hacerme soltar el papel que tenía en la mano. Se dieron cuenta de que lo sabía todo, y el repentino cambio de sentirse completamente seguros a estar desesperados debió de enloquecerlos.
»Posteriormente, tuve una pequeña charla con el viejo Cunningham con respecto al móvil del crimen. Estuvo muy razonable, aunque su hijo es un perfecto demonio, dispuesto a volarse los sesos o los de cualquiera, si hubiera podido echar mano del revólver. Cuando Cunningham vio que todo estaba perdido se derrumbó y lo confesó todo. Parece que William había seguido a sus amos en secreto la noche que robaron en casa del señor Acton y, teniéndolos así en su poder, procedió, bajo la amenaza de delatarlos, a hacerles chantaje. Sin embargo el señor Alee era un sujeto peligroso para jugar con él de esa manera. Fue un golpe de verdadero genio por su parte el ver en el robo que conmovía a toda la vecindad una oportunidad para deshacerse del hombre al que temía. A William se le atrajo con un señuelo y le mató. De haber obtenido la nota entera y de haber prestado algo más de atención a los detalles, es muy posible que nunca se hubiera levantado ninguna sospecha.
—¿Y la nota? —pregunté.
Sherlock Holmes puso ante nosotros el papel completo.
—Es el tipo de mensaje que yo esperaba —dijo—. Claro que aún no sabemos la relación existente entre Alee Cunningham, William Kirwan y Annie Morrison. El resultado muestra que la trampa estaba muy bien tendida. Estoy seguro de que les encantarán los trazos hereditarios que se aprecian en la «q» y en la «g». La ausencia de puntos sobre las «íes» y de acentos en la letra del viejo Cunningham es también muy característica. Watson, pienso que nuestra cura de reposo en el campo ha sido un rotundo éxito y mañana regresaré, sensiblemente mejorado, a Baker Street.