CAPÍTULO 5

Los Ángeles Vengadores

Durante toda la noche caminaron por intrincados desfiladeros y caminos irregulares sembrados de rocas. Más de una vez se extraviaron; pero el profundo conocimiento que Hope tenía de las montañas les permitió volver a encontrar el rumbo. Cuando amaneció sus ojos vieron un panorama de belleza maravillosa, aunque salvaje. Los picachos coronados de nieve los cercaban en todas direcciones y parecían mirar los unos por encima del hombro de los otros hacia el lejano horizonte. Tan escarpadas eran las vertientes a uno y otro lado, que los alerces y los pinos parecían estar suspendidos sobre las cabezas de los viajeros, como si bastase una ráfaga de viento para que cayesen encima dando tumbos. No era totalmente ilusorio este miedo, porque el árido valle se hallaba apretadamente sembrado de árboles y de peñas que habían caído de una manera semejante. Cuando ellos pasaban, una gran roca rodó por la vertiente con violento estrépito, que despertó los ecos en las cañadas silenciosas y sobresaltó a los cansados caballos, que se lanzaron al galope.

A medida que el sol iba alzándose lentamente por encima del horizonte, los casquetes de nieve de las altas montañas se encendían uno después de otro, igual que las lámparas de un festival, hasta que todos ellos estuvieron rutilantes y arrebolados. El magnífico espectáculo alegró los corazones de los tres fugitivos y les dio nuevas energías. Junto a un torrente violento que surgía de una cañada hicieron alto y dieron de beber a sus caballos, mientras ellos desayunaban rápidamente. Lucy y su padre hubieran permanecido allí de buena gana descansando un rato más, pero Jefferson Hope se mostró inexorable.

—Están siguiendo nuestro rastro —dijo—. Todo depende de nuestra rapidez. Una vez a salvo en Carson, podemos descansar todo el resto de nuestras vidas.

Durante todo aquel día avanzaron con esfuerzo por desfiladeros, y al anochecer calcularon que se hallaban a más de treinta millas de distancia de sus enemigos. Por la noche eligieron la base de un peñasco que formaba un saliente, donde las rocas ofrecían algún resguardo contra el viento frío, y allí, apretujados para mejor conservar el calor, disfrutaron de unas horas de sueño. Sin embargo, se levantaron antes de que amaneciese y reanudaron la marcha. Ningún indicio habían descubierto de que los persiguiesen, y Jefferson Hope comenzó a pensar que se encontraban ya completamente fuera del alcance de la terrible organización en cuyas iras habían incurrido. Bien ajenos estaban de saber hasta donde llegaba su garra de hierro ni lo poco que iba a tardar en cerrarse sobre ellos y aplastarlos.

Hacia la mitad del día segundo de su fuga empezaron a agotarse sus escasas provisiones. Esto preocupó muy poco al cazador, porque había en aquellas montañas posibilidades de cazar y él había tenido que fiarse muchas veces de su rifle para proveerse de lo necesario para subsistir. Eligió un rincón abrigado, amontonó algunas ramas secas y encendió una brillante hoguera para que sus acompañantes pudieran calentarse, porque se hallaban ya a cerca de cinco mil pies sobre el nivel del mar y el aire era frío y cortante. Después de manear los caballos, se despidió de Lucy, se echó el fusil al hombro y se lanzó en busca de lo que pudiera ponérsele por delante. Cuando miró hacia atrás vio que el anciano y la muchacha se habían acurrucado muy cerca de la lumbre y que los tres animales permanecían inmóviles al fondo. Luego, unas rocas se interpusieron y ocultaron todo a su vista.

Caminó un par de millas pasando de una cañada a otra sin éxito, aunque, a juzgar por las señales que había en la corteza de los árboles y por otras indicaciones, pensó que eran abundantes los osos por aquellos alrededores. Por último, después de dos o tres horas de inútil búsqueda, empezó a pensar, desesperado, en el regreso; pero en ese instante alzó los ojos, y lo que vio hizo vibrar de placer su corazón. Trescientos o cuatrocientos pies por encima de él, en el borde de un saliente que formaba la cima, distinguíase un animal que ofrecía algún parecido con un morueco, pero que estaba armado con un par de cuernos gigantescos. Aquel «cuernos grandes», porque de esa manera se llama, montaba probablemente la guardia para seguridad de un rebaño invisible para el cazador; pero, por suerte, se hallaba mirando en dirección contraria y no lo había visto. Se tumbó boca abajo, apoyó el rifle encima de una roca y apuntó largo y firme antes de dar al gatillo. El animal pegó un bote, se tambaleó un instante al borde del precipicio y rodó estrepitosamente hacia la hondonada que había debajo. El animal resultaba demasiado pesado para cargárselo a la espalda, y el cazador se contentó con cortar una de las patas y parte del lomo. Con este trofeo al hombro volvió presuroso sobre sus pasos, porque el crepúsculo se echaba encima. Sin embargo, no bien inició el regreso, se dio cuenta de la dificultad con que se enfrentaba. Llevado de su anhelo, se había aventurado más allá de las cañadas que él conocía, y no resultaba tarea fácil encontrar el camino por el que había venido. El valle en que se hallaba dividíase y subdividíase en muchos desfiladeros, tan parecidos los unos a los otros que resultaba imposible distinguirlos. Avanzó un trecho de una milla o más, hasta que llegó a un torrente de montaña que él estaba seguro de que no había visto nunca hasta entonces. Convencido de que se había metido por un paso equivocado, probó fortuna por otro, pero con idéntico resultado. La noche se iba echando rápidamente encima, y ya era casi oscuro cuando encontró, por fin, un desfiladero que le era familiar. Aun entonces no le resultó tarea fácil seguir el camino exacto, porque no se había alzado la luna, y los altos riscos a uno y otro lado hacían que fuese todavía más profunda la oscuridad. La carga le abrumaba y, rendido ya por sus esfuerzos, avanzó a trompicones, reanimando su voluntad con el pensamiento de que cada paso que daba lo iba acercando a Lucy y de que llevaba alimento suficiente para el resto de su viaje.

Había llegado ya a la boca del mismo desfiladero en el que los había dejado. A pesar de la oscuridad, podía distinguir el perfil de los peñascos que lo limitaban. Pensó que el padre y la hija le estarían esperando con ansiedad, porque llevaba ausente casi cinco horas. Llevado de la alegría de su corazón, juntó las manos alrededor de su boca e hizo que la cañada resonase con el eco de su clamoroso grito, como señal de que ya estaba allí. Se detuvo y esperó la respuesta. Pero esta no llegó, y solo su propio grito fue saltando por las cañadas tristes y silenciosas, que lo devolvieron hasta sus oídos después de incontables repeticiones. Volvió a gritar todavía más fuerte que antes, y tampoco ahora llegó el más ligero murmullo de los amigos a los que había dejado hacía tan poco tiempo. Apoderóse de él una angustia vaga y sin nombre y echó a correr hacia adelante, frenéticamente, dejando caer el precioso alimento, de tan grande que era su emoción.

Al doblar el recodo se le presentó bien a la vista el lugar en que había estado encendida la hoguera. Veíase aquí todavía un montón brillante de brasas de leña, pero era evidente que nadie había vuelto a alimentarla desde que él se marchó. El mismo silencio mortal reinaba por todo el contorno. Con sus temores trocados por completo en seguridades, avanzó apresuradamente. Cerca de los restos de la hoguera no había criatura viviente: los animales, el hombre, la doncella, todo había desaparecido. Era demasiado evidente que durante su ausencia había ocurrido algún desastre súbito y terrible, un desastre que había alcanzado a todos ellos, pero que, sin embargo, no había dejado rastros indicadores.

Atónito y entontecido por semejante golpe, Jefferson Hope sintió que se le iba la cabeza, y tuvo que apoyarse en su rifle para no caer al suelo. Era, sin embargo, esencialmente un hombre de acción, y se recobró con rapidez de su pasajera impotencia. Echó mano a un trozo de leña medio consumido que había entre las brasas, lo sopló hasta convertirlo en llama y procedió con su ayuda a examinar el pequeño campamento. La tierra estaba apisonada por cascos de caballos, mostrando que un grupo numeroso de jinetes había alcanzado a los fugitivos, y la dirección de sus huellas demostraba que habían vuelto después a tomar la dirección de Salt Lake City. ¿Se habían llevado con ellos a los compañeros de Hope? Este se hallaba ya casi convencido de que era eso lo que había ocurrido, cuando su vista se posó en un objeto que hizo vibrar dentro de él todos sus nervios. A poca distancia, y a un lado del sitio en que acamparon, había un montón de tierra rojiza de poca altura, y ese montón, con toda seguridad, no estaba allí antes. No había modo de confundirlo con nada: era una tumba excavada recientemente. Al acercarse, el joven cazador vio que había clavado en ella un palo, con una hoja de papel metida en la hendidura hecha en una horquilla del mismo. La inscripción que se leía en el papel era concisa, pero elocuente:

JOHN FERRIER QUE VIVIÓ EN SALT LAKE CITY MURIÓ EL DÍA 4 DE AGOSTO DE 1860

De modo, pues, que el valeroso anciano del que poco antes se había separado estaba muerto, y ese era todo su epitafio. Jefferson Hope miró a su alrededor, desatinado, para ver si había otra tumba más, pero no encontró ninguna señal. Lucy había sido llevada al punto de origen por sus terribles perseguidores para que se cumpliese su primitivo destino, convirtiéndola en una mujer más del harén del hijo de uno de los Ancianos. Cuando el joven tuvo la certeza de lo que le había ocurrido a la joven y de su propia impotencia para evitarlo, deseó yacer él también con el anciano granjero en el lugar silencioso de su último descanso.

Sin embargo, su ánimo activo arrojó nuevamente lejos de sí el letargo que brota de la desesperación. Si ya no le quedaba nada, podía, por lo menos, consagrar su vida al castigo de los culpables. Jefferson Hope, al mismo tiempo que de una paciencia y una perseverancia indomables, estaba dotado de una capacidad persistente de rencor justiciero, que quizá aprendió de los indios, entre los cuales había vivido. En pie junto a la hoguera desolada, tuvo el convencimiento de que solo una cosa podía acallar su dolor, y esa cosa era la sanción plena y total del crimen, impuesta por sus propias manos a los raptores y asesinos. Resolvió consagrar a esa única finalidad su firme voluntad y su incansable energía. Volvió sobre sus pasos, con rostro ceñudo y pálido, hasta donde había dejado caer la carne y, después de reavivar el fuego encenizado, asó la suficiente para unos cuantos días. La envolvió luego en un paño y, cansado como estaba, emprendió el camino de regreso por las montañas, siguiendo la huella de los Ángeles Vengadores.

Caminó durante cinco días, con los pies llagados y abrumado de cansancio, por los desfiladeros que antes había atravesado a caballo. Por la noche se dejaba caer entre las rocas y arrancaba unas pocas horas al sueño; pero mucho antes de que amaneciese volvía siempre a reanudar la marcha. Al séptimo día llegó al cañón del Águila, desde el que iniciaran su malhadada fuga. Desde allí se descubría, en la llanura, el hogar de los Santos. Agotado y exhausto, se apoyó en su rifle y amenazó fieramente con su mano curtida a la ciudad que se extendía silenciosa a sus pies. Estando contemplándola se fijó en que había banderas y otras señales de festejos en algunas calles principales. Hallábase aún haciendo cabalas sobre lo que aquello podría significar, cuando oyó pisadas de cascos de un caballo y vio venir hacia él a un jinete montado en su cabalgadura. Cuando estuvo cerca vio que se trataba de un mormón, llamado Cowper, al que había hecho algunos favores en distintas ocasiones. Se acercó, pues, cuando el jinete estuvo a su altura, a fin de averiguar cuál había sido la suerte de Lucy Ferrier.

—Soy Jefferson Hope —le dijo—. Usted me recordará.

El mormón le miró sin disimular su asombro. La verdad, era difícil identificar en aquel caminante harapiento y desgreñado, de cara espantosamente pálida y de ojos feroces y desorbitados, al apuesto cazador joven de otros tiempos. Pero, después de convencido de su identidad, la sorpresa del hombre se cambió en consternación.

—Comete usted una locura en venir aquí —exclamó—, y no vale más que la suya mi vida si me ven hablando con usted. Los Cuatro Santos han lanzado contra usted un mandamiento de prisión por haber ayudado a los Ferrier en su fuga.

—No los temo a ellos ni temo a su mandamiento —dijo Hope, muy serio—. Cowper, usted debe de saber algo del asunto. Yo le conjuro por todo lo que más quiera a que conteste a algunas preguntas más. Nosotros dos fuimos siempre amigos. Por amor de Dios, no se niegue a contestarme.

—¿De qué se trata? —preguntó, desasosegado, el mormón—. Hable rápido. Hasta las mismas rocas tienen oídos, y los árboles, ojos.

—¿Qué ha sido de Lucy Ferrier?

—Ayer contrajo matrimonio con el joven Drebber. Reaccione, hombre, reaccione; parece usted un muerto.

—No se preocupe por mí —le dijo Hope con voz débil. Hasta los mismos labios se le habían puesto blancos, y se había dejado caer al pie del peñasco en el que se apoyaba—. ¿De modo que ha contraído matrimonio?

—Sí, se casó ayer, y esa es la razón de que ondeen aquellas banderas en la Casa Fundacional. Entre el joven Drebber y el joven Stangerson hubo palabras sobre cuál de ellos se la tenía que llevar. Los dos formaron en la expedición que los persiguió y Stangerson había matado a tiros al padre, lo que parecía darle más derechos; pero, cuando expusieron argumentos ante el Consejo, los partidarios de Drebber resultaron los más fuertes, y el Profeta se la entregó a él. Sin embargo, no pertenecerá a nadie durante mucho tiempo, porque ayer la vi y en su rostro se leía la muerte. Más que una mujer, parece ya un fantasma. ¿Se marcha usted ya?

—Sí, me marcho —dijo Jefferson Hope, que se había levantado ya de donde estaba sentado.

Era tan dura y tan firme la expresión de su rostro, que se hubiera dicho que estaba cincelada en mármol, mientras que sus ojos brillaban con luz siniestra.

—¿Adonde va usted?

—No se preocupe —contestó Hope.

Y echando el arma sobre la espalda se alejó por el desfiladero adelante hasta el corazón mismo de las montañas y hasta las guaridas de las fieras. Entre todas ellas no había ninguna tan feroz y tan peligrosa como él mismo.

La predicción que había hecho el mormón tuvo exacto cumplimiento. Ya fuese por la terrible muerte sufrida por su padre, ya fuese a consecuencia de la odiada boda a la que se había visto obligada, la pobre Lucy no volvió a levantar cabeza, sino que se fue apagando de tristeza y falleció antes de un mes. Su estúpido marido, que se había casado con ella principalmente para entrar en posesión de los bienes de John Ferrier, no mostró gran dolor por su pérdida; pero las otras mujeres suyas sí que la lloraron y la velaron durante la noche anterior al entierro, según es costumbre de los mormones. Se hallaban agrupadas alrededor del féretro en las primeras horas de la madrugada, cuando, ante su temor y asombro indecibles, se abrió de par en par la puerta y entró en la habitación un hombre harapiento, de aspecto salvaje y curtido por la vida en descampado. Sin dirigir una mirada ni una palabra a las encogidas mujeres, avanzó hasta el cuerpo blanco y mudo, que había servido de morada al alma pura de Lucy Ferrier. Se inclinó sobre ella, aplicó sus labios con reverencia a la fría frente, y acto seguido, alzando la mano de la difunta, le quitó del dedo el anillo de boda.

—No la enterrarán con esto —gritó con fiereza.

Y, antes de que nadie pudiera dar la alarma, bajó a saltos las escaleras y desapareció.

Tan rápido y extraordinario fue el episodio, que hasta a las que lo presenciaron les habría resultado difícil creer, o hacer creer a los demás, en su realidad, si no hubiese sido por el hecho innegable de que el anillo de oro que indicaba su condición de casada había desaparecido.

Durante algunos meses permaneció Jefferson Hope entre las montañas, llevando una vida extraña y selvática y alimentando en su corazón el feroz deseo justiciero de que se hallaba poseído. Relatábanse en la ciudad anécdotas de una figura fantástica que había sido vista rondando por los suburbios y que merodeaba por las cañadas solitarias de la montaña. En cierta ocasión, una bala atravesó silbando la ventana de Stangerson y fue a plantarse en la pared, a menos de un pie de distancia de la persona. En otra ocasión, cuando Drebber pasaba por debajo de un peñasco, cayó rodando hacia él una gran piedra, y solo escapó a una muerte terrible tirándose al suelo boca abajo. No tardaron los dos jóvenes mormones en descubrir la razón de aquellos atentados contra sus vidas, y salieron al frente de varias expediciones a las montañas, con la esperanza de capturar o de matar a su enemigo, pero siempre sin éxito. Después adoptaron la precaución de no salir nunca solos o después de oscurecido, y pusieron guardia en sus casas. Al cabo de algún tiempo pudieron aflojar estas precauciones, porque ya nadie oyó hablar ni vio a su adversario, por lo que confiaron en que el tiempo había apagado sus ansias justicieras.

Muy lejos de eso, el tiempo, si había hecho algo, era aumentarlas. El alma del cazador era de naturaleza dura e inflexible, y la idea predominante de castigar a los culpables había tomado posesión tan completa de ella, que no quedaba en la misma espacio para ninguna otra clase de emoción. Pero él era, ante todo, hombre práctico. No tardó en comprender que hasta una constitución de hierro como la suya sería incapaz de soportar el esfuerzo incesante a que la estaba sometiendo. La vida en descampado y la falta de alimento sano estaban desgastándole. Si moría igual que un perro en las montañas, ¿en qué quedaría el castigo de los criminales? Sin embargo, esa era la muerte que le esperaba si él persistía. Comprendió que con ello hacía el juego a sus enemigos, y por eso regresó, aunque muy contra su voluntad, a las viejas minas de Nevada, para recuperar allí la salud y reunir dinero suficiente que le permitiese perseguir su objetivo sin pasar privaciones.

Su propósito había sido permanecer ausente un año como máximo, pero un conjunto de circunstancias imprevistas le impidieron abandonar las minas durante casi cinco años. Al cabo de ese tiempo, sin embargo, el recuerdo de sus ofensas y el ansia justiciera seguían siendo tan vivos como aquella noche memorable en que estuvo junto a la tumba de John Ferrier. Regresó, disfrazado y bajo nombre supuesto, a Salt Lake City, sin preocuparse de su propia vida, con tal de conseguir lo que él sabía que era justicia. Allí se tropezó con malas noticias. Unos meses antes había habido entre el Pueblo Elegido un cisma, y algunos de los miembros jóvenes de la Iglesia se habían rebelado contra la autoridad de los Ancianos, lo que trajo por consecuencia la secesión de cierto número de descontentos, que abandonaron Utah y se convirtieron en gentiles. Entre estos figuraban Drebber y Stangerson; y nadie sabía adonde se habían marchado. Se rumoreaba que Drebber se las había ingeniado para convertir una gran parte de sus bienes en dinero, y que al marcharse era hombre rico, mientras que su compañero Stangerson era relativamente pobre. Sin embargo, no existía pista alguna acerca de sus andanzas.

Habrían sido muchos los hombres que hubieran abandonado todo pensamiento de justiciero castigo en presencia de semejante dificultad, pero Jefferson Hope no se desalentó ni un solo instante. Con la pequeña fortuna que poseía, complementada con ciertos empleos que pudo conseguir, viajó de ciudad en ciudad por los Estados Unidos en busca de sus enemigos. Pasó un año y otro; sus negros cabellos se volvieron grises; pero él siguió caminando, convertido en sabueso humano, con toda el alma puesta en el único objetivo al que había consagrado su vida. Su perseverancia se encontró finalmente recompensada. Fue tan solo una visión rápida de un rostro en una ventana; pero ella bastó para enterarle de que Cleveland, en Ohio, guardaba a los hombres en cuya persecución iba. Regresó a su pobre alojamiento con el plan de castigo perfectamente preparado. Sin embargo, la casualidad había querido que Drebber, al mirar desde la ventana, reconociese al vagabundo de la calle y leyese en sus ojos la muerte. Se apresuró a presentarse al juez de paz, acompañado por Stangerson, que era ahora secretario particular suyo, y expuso ante él que ambos se encontraban con su vida en peligro debido a los celos y al odio de un antiguo rival. Jefferson Hope fue detenido aquella noche, y, como no pudo presentar fianzas, permaneció encarcelado por espacio de algunas semanas. Cuando recobró al fin la libertad, fue solo para encontrarse con que la casa de Drebber estaba deshabitada y que este y su secretario habían partido para Europa.

Otra vez se había visto burlado el vengador, y otra vez su rencor concentrado lo impulsó a seguir en la persecución. Sin embargo, necesitaba fondos, y se vio obligado a volver al trabajo durante algún tiempo, economizando hasta el último dólar para el viaje inminente. Por último, cuando tuvo lo necesario para sostener su vida, partió para Europa y siguió la pista de sus enemigos de ciudad en ciudad, trabajando en cualquier oficio para ganar para el viaje, pero sin alcanzar nunca a los fugitivos. Cuando llegó a San Petersburgo, ellos se habían puesto en camino para París, y cuando él los siguió a esa ciudad, se enteró de que acababan de salir para Copenhague. A la capital danesa llegó con un retraso de pocos días, porque ya ellos habían marchado para Londres, ciudad en la que logró, por fin, cazarlos. Lo mejor que podemos hacer para saber lo que allí ocurrió es copiar el relato del propio cazador, tal como se halla registrado en el diario del doctor Watson, al que tanto debemos ya.