CAPÍTULO 1

En la gran llanura de álcali

En la parte central del gran continente norteamericano existe un desierto árido y repulsivo, que sirvió durante muchísimos años de barrera opuesta al avance de la civilización. Desde Sierra Nevada hasta Nebraska, y desde el río Yellowstone, en el Norte, hasta el Colorado, en el Sur, se extiende una región en que todo es desolación y silencio. Pero la Naturaleza no se presenta del mismo humor en toda esa inexorable zona. Esta abarca altas montañas, coronadas de nieve, y valles tenebrosos y lúgubres. Hay ríos de rápida corriente que se precipitan por dentados cañones; y llanuras enormes, que se blanquean de nieve en invierno, y que se agrisan en verano con el polvo salino del álcali. Pero todo ello tiene como características comunes la aridez, lo inhóspito, lo mezquino.

No hay nadie que habite esta región de la desesperanza. De cuando en cuando cruza por ella alguna partida de pawnees o pies negros en busca de nuevos cazadores; pero hasta los más sufridos de entre los valientes se alegran de perder de vista aquellas espantosas llanuras y de volver a pisar la región de las praderas. El coyote acecha entre los matorrales; pasa el buitre aleteando pesadamente por los aires; y el desgarbado oso gris camina pesadamente por los oscuros barrancos buscando como puede el sustento entre las rocas. No tiene otros habitantes aquel desierto.

No existe en el mundo entero más triste panorama que el que se distingue desde la vertiente norteña de Sierra Blanca. Los grandes llanos se extienden hasta perderse de vista, como manchones de polvo alcalino cortados por matas de raquíticos chaparrales. Una larga cadena de picos de montañas se alza en el último límite del horizonte, con sus cimas abruptas cubiertas de nieve. No hay señal de vida en aquella gran extensión de tierra, ni nada que con la vida tenga relación. No cruza un pájaro por el firmamento, de un azul de acero, ni se observa movimiento de ninguna clase en el suelo, gris y monótono; y por encima de todo, el silencio más absoluto.

He dicho que no hay nada que tenga relación con la vida en la extensa llanura. Pero eso está lejos de ser verdad. Mirando desde Sierra Blanca, se descubre un sendero que va serpenteando por el desierto hasta perderse de vista en la lejanía. Está señalado con surcos de ruedas y trillado por los pies de muchos aventureros. Vense aquí y allá, desperdigadas, unas cosas blancas que brillan al sol y que resaltan sobre el color apagado de los yacimientos de álcali. ¡Acercaos a examinar aquello! Son osamentas: las unas, grandes y toscas; las otras, más pequeñas y más delicadas. Aquellas son de bueyes, y estas, de hombres. Se puede seguir en una distancia de mil quinientas millas ese espantoso camino de caravanas guiándose por los restos desperdigados de los que cayeron a la vera del camino.

El día 4 de mayo de 1845, un viajero solitario contemplaba desde lo alto este mismo panorama. Por su aspecto habría podido tomársele por el genio o demonio mismo de aquella región. Quien lo hubiese estado mirando se habría visto en dificultades para afirmar si andaba más cerca de los cuarenta que de los sesenta años. Su rostro era enjuto y macilento, con la piel apergaminada recubriendo con tirantez el pronunciado armazón de los huesos; su cabellera y su barba, largas y de color castaño, estaban veteadas y salpicadas de blanco; sus ojos, hundidos, ardían con un brillo nada natural, y la mano que empuñaba el rifle tenía muy poca más carnosidad que la de un esqueleto. Tuvo que echar el cuerpo hacia adelante buscando apoyo en el arma, aunque su elevada estatura y su macizo armazón óseo delataban una constitución física fuerte, flexible y vigorosa. Sin embargo, la flaqueza de su cara, y las ropas, que colgaban flojísimas sobre sus acorchados miembros, decían a voz en grito qué era lo que le daba aquella apariencia senil y decrépita. El hombre aquel se moría; se moría de hambre y de sed.

Había avanzado penosamente por una quebrada, trepando después a la pequeña altura, con la vana esperanza de descubrir algún indicio de agua. Y veía ante sus ojos la gran llanura salada que se extendía hasta el lejano cinturón de abruptas montañas, sin que por parte alguna apareciesen una planta o un árbol que indicasen la existencia de agua. No había en todo el ancho panorama un rayo de esperanza. Miraba hacia el Norte, el Este y el Oeste con ojos extraviados e interrogadores, hasta que comprendió que sus andanzas habían llegado a su fin y que iba a morir allí, sobre aquel árido risco.

—¿Qué más da aquí que en lecho de plumas dentro de veinte años? —murmuró entre dientes, sentándose al cobijo de un peñasco.

Pero antes de sentarse había dejado en el suelo el inútil rifle y también un bulto voluminoso envuelto en un mantón gris, que había traído colgado del hombro derecho. Era, por lo visto, excesivamente pesado para sus fuerzas, porque, al descargarse del mismo, cayó al suelo con alguna violencia. Salió instantáneamente del envoltorio gris un leve gemido, y surgió del mismo una carita asustada, de ojos oscuros y brillantes, y también surgieron dos puños pequeñitos, regordetes y pecosos.

—Me ha hecho usted daño —dijo en tono de reproche una voz infantil.

—¿De verdad? —contestó el hombre en tono pesaroso—. No tuve esa intención.

Al decir esto, abrió el mantón gris y extrajo del mismo una linda nena de unos cinco años de edad, cuyos elegantes zapatitos, vestido rosa y delantalito de lino pregonaban los cuidados maternales. La niña estaba pálida y descolorida, pero lo sano de sus brazos y piernas demostraba que había sufrido menos que su acompañante.

—¿Cómo te sientes ahora? —preguntó él con ansiedad, porque la niña seguía restregándose la mata de rizos blondos que le cubría la parte posterior de la cabeza.

—Béseme ahí para que se me pase —dijo, muy seria, la niña levantando hacia él la parte dolorida—. Eso es lo que solía hacer mamá… ¿Dónde está mamá?

—Se ha marchado, pero creo que la verás antes de que pase mucho tiempo.

—Conque se ha marchado, ¿eh? —dijo la niña—. ¡Qué raro que no se haya despedido de mí! Lo hacía casi siempre, aunque solo tuviese que salir para tomar el té en casa de la tía, y ahora lleva ya tres días ausente… ¡Qué horriblemente seco está todo esto! ¿Verdad? ¿Y no hay agua ni nada que comer?

—No, corazón; no queda nada. Tendrás que tener paciencia algún tiempo; pero luego todo irá perfectamente. Apoya tu cabeza en mí, así; te sentirás mejor. No es fácil hablar cuando se tienen los labios como el cuero, pero creo que lo mejor es que sepas a qué punto han llegado las cosas. ¿Qué es eso que has cogido?

—Son unas cosas muy lindas, muy bonitas —exclamó la niña con entusiasmo mostrando dos brillantes fragmentos de mica—. Cuando regresemos a casa se los regalaré a mi hermano Bob.

—Muy pronto verás cosas mucho más lindas —le dijo el hombre, con aplomo—. Espera un poco. Lo que yo iba a decirte era… ¿Recuerdas cuando nos apartamos del río?

—¡Claro que sí!

—Pues verás: nosotros calculábamos encontrar pronto otro río. Pero hubo algo que no marchó bien: la brújula, el mapa, o lo que fuese, porque no dimos con él. Se nos acabó el agua, menos unas gotas para las personas como tú, y… y…

—Y ya no pudo usted lavarse —le interrumpió con gravedad su compañera, alzando la mirada hacia su cara mugrienta.

—No; ni beber tampoco. Y el primero en irse fue el señor Bender, y después el indio Pete, y después la señora McGregor, y después Johnny Hones, y después, cariño, tu madre.

—Entonces, también mamá está muerta —gimió la nena, dejando caer la cara sobre el delantal y sollozando amargamente.

—Sí, todos se marcharon, menos tú y yo. Entonces se me ocurrió que quizá encontraría agua en esta dirección, te cargué en mis hombros, y caminamos juntos, a pie. Pero nada hemos ganado con ello. ¡Ya solo nos queda una probabilidad infinitamente pequeña!

—¿Quiere usted decir con eso que también nosotros vamos a morir? —preguntó la niña, conteniendo los sollozos y alzando su cara manchada de lágrimas.

—Supongo que sí, más o menos.

—¿Y por qué no lo ha dicho antes? —exclamó la niña con risa jubilosa—. ¡Me ha asustado usted! Ahora que, como es natural, así que estemos muertos, volveremos a reunimos con mamá.

—Tú sí, corazón.

—Y usted también. Yo le contaré a ella lo buenísimo que ha sido usted conmigo. Estoy por apostar a que sale a recibirnos a la puerta del cielo con un gran jarro de agua, un montón de pasteles de alforfón, calentitos y tostados por las dos caras, que tanto nos gustan a Bob y a mí… ¿Tardará mucho eso?

—Lo ignoro. No; no tardará mucho.

El hombre tenía fija la mirada en la línea norte del horizonte. Habían aparecido en la bóveda azul del firmamento tres pequeñas manchitas que iban aumentando de tamaño a cada instante, de tan grande como era la velocidad con que se acercaban. Las manchas se convirtieron rápidamente en tres grandes pajarracos pardos, que dibujaron círculos por encima de las cabezas de los dos caminantes y acabaron posándose en unas rocas desde las que podían atalayarlos. Eran buitres, buitres del Oeste, cuya llegada es como el anuncio de la proximidad de la muerte.

—Gallos y gallinas —exclamó jubilosa la nena, apuntando hacia aquellos seres de mal agüero, y palmoteando para obligarlos a levantar el vuelo—. Dígame: ¿fue Dios quien hizo esta región?

—¡Naturalmente que fue Él! —dijo su compañero, bastante sorprendido por la inesperada pregunta.

—Fue Él quien hizo la región de Illinois, allá lejos, y el Missouri —prosiguió la niña—. Me está pareciendo que fue alguna otra persona la que hizo la tierra de estos parajes. No está ni con mucho tan bien hecha. Se olvidaron del agua y de los árboles.

—¿Y si rezaras una oración? —le preguntó el hombre con recelo.

—¡Pero si todavía no es de noche! —contestó ella.

—No importa. No será una cosa normal, pero puedes estar segura de que a Él no le importará eso. Reza las mismas oraciones que solías rezar todas las noches dentro de la galera, cuando cruzábamos los llanos.

—¿Y por qué no reza usted alguna? —le preguntó la niña, con ojos de asombro.

—Las tengo olvidadas —contestó él—. No las he vuelto a rezar desde que tenía la mitad de la estatura de ese fusil. Pero quizá nunca sea demasiado tarde. Rézalas tú en voz alta, y yo escucho y las repito.

—Pues entonces tendrá usted que arrodillarse, y yo también —dijo ella extendiendo el mantón con ese propósito—. Y tiene usted que alzar las manos de esta manera. Así parece que uno se siente bueno.

Era un espectáculo extraordinario, si bien no había por allí nadie más que los buitres para contemplarlo. Los dos caminantes se arrodillaron el uno junto al otro sobre el estrecho chal, la niña parlera y el temerario y curtido aventurero. La carita regordeta de la niña y el rostro macilento y anguloso del hombre se volvieron hacia el firmamento, sin nubes, en una súplica sincera al Ser terrible ante el cual estaban cara a cara, y las dos voces, fina y clara la una, profunda y áspera la otra, se unieron en la súplica de misericordia y perdón. Una vez terminada la plegaria, volvieron a sentarse a la sombra del peñasco hasta que la niña se durmió, acurrucada sobre el ancho pecho de su protector. Este contempló el sueño de la niña durante algún tiempo, pero la naturaleza pudo más que él. Llevaba tres días y tres noches sin tomar descanso ni concederse reposo. Sus párpados fueron poco a poco cerrándose sobre los ojos fatigados, y la cabeza fue hundiéndose cada vez más sobre el pecho, hasta que la barba agrisada del hombre se mezcló con las doradas trenzas de su compañera, y ambos durmieron con el mismo sueño profundo, vacío de imágenes.

Si el caminante hubiese permanecido despierto otra media hora más, sus ojos habrían contemplado una visión extraordinaria. Allá, en el último extremo de la llanura alcalina, se alzó una nubécula de polvo, muy tenue al principio y que apenas podía distinguirse de la neblina a semejante distancia, pero que fue creciendo gradualmente en altura y en anchura hasta formar una nube sólida y de contornos bien definidos. Esta nube continuó creciendo de tamaño hasta que se hizo evidente que solo podía levantarla una gran muchedumbre de seres en movimiento. De haber estado en zonas más fértiles, el observador habría llegado a la conclusión de que se acercaba a él alguna de las grandes manadas de bisontes que pastan en las praderas. Pero esto era evidentemente imposible en tan áridas soledades. A medida que el torbellino de polvo fue aproximándose al risco solitario, en lo alto del cual dormían los dos seres abandonados, fueron dibujándose por entre la bruma los toldos de lona de galeras y figuras de hombres armados a caballo, hasta que aquella aparición resultó ser una gran caravana que se dirigía hacia el Oeste. Pero ¡qué caravana! Cuando la cabeza de la misma había llegado ya al pie de las montañas, no se distinguía aún su retaguardia en el horizonte. El dilatado cortejo se extendía por toda la enorme llanura: galeras y carros, hombres a caballo y hombres a pie. Innumerables mujeres que se tambaleaban bajo la carga que llevaban a cuestas, y niños que caminaban con paso inseguro a un lado de las galeras, o que asomaban las cabezas desde debajo de los blancos toldos. Evidentemente, no era aquella una expedición corriente de inmigrantes, sino que parecía más bien un pueblo de nómadas obligado por circunstancias angustiosas a buscar un nuevo país donde residir. De aquella enorme masa de seres humanos se alzaba por el aire claro un estruendo y un sordo rumor, acompañado del chirriar de las ruedas y de los relinchos de los caballos. Pero no bastó aquel estrépito para despertar a los dos cansados caminantes que dormían en lo alto.

Marchaban a la cabeza de la columna más de una veintena de hombres serios, de rostros férreos, vestidos de ropas de colores oscuros tejidas en casa y armados de rifles. Al llegar al pie del risco escarpado hicieron alto e hicieron entre ellos una breve consulta.

—Los pozos están hacia la derecha, hermanos míos —dijo un hombre de boca enérgica, cara completamente afeitada y cabello enmarañado.

—A la derecha de Sierra Blanca, y así llegaremos al río Grande —dijo el otro.

—No temáis que nos falte el agua —gritó un tercero—. Aquel que pudo hacer que manase de las rocas no abandonará ahora a su pueblo elegido.

—¡Amén! ¡Amén! —respondieron todos los del grupo.

Iban ya a reanudar la marcha, cuando uno de los más jóvenes y de vista más aguda dejó escapar una exclamación señalando hacia el risco escarpado que había encima de ellos. En su cima ondeaba un trocito de tela de color rosa, resaltando brillante y fuertemente sobre el fondo de las rocas grises que había detrás. Al ver aquello se produjo un sofrenar general de caballos, y todos empuñaron los fusiles, mientras acudían otros jinetes al galope para reforzar la vanguardia. De todos los labios salió la palabra «pieles rojas».

—No es posible que haya por estos parajes un número apreciable de injuns —dijo el hombre más anciano y que parecía ser el que tenía el mando—. Hemos dejado ya atrás a los pawnees y no hay otras tribus hasta que crucemos las grandes montañas.

—Hermano Stangerson, ¿quiere que me adelante para ver de qué se trata? —preguntó uno de la partida.

—Yo iré también. Y yo —gritaron una docena de voces.

—Dejad vuestros caballos aquí abajo, y nosotros os esperaremos —contestó el más anciano.

Los jóvenes echaron pie a tierra al momento, ataron sus caballos y empezaron a trepar por la vertiente escarpada marchando hacia el objeto que había excitado su curiosidad. Avanzaron con rapidez y sin hacer ruido, con la seguridad y la destreza de exploradores experimentados. Los que los contemplaban desde el llano vieron cómo pasaban de una roca a otra, hasta que sus figuras se dibujaron contra el horizonte del cielo. Iba delante el joven que había sido el primero en dar la alarma. Los que le seguían vieron que alzaba de pronto sus manos, como sobrecogido de asombro, y cuando llegaron hasta donde él estaba experimentaron idéntico sentimiento en presencia del espectáculo que se ofrecía a su vista.

En la pequeña meseta que coronaba el inhóspito montículo se alzaba un gigantesco risco solitario, y, pegado a ese risco, había un hombre de elevada estatura, barba larga y facciones duras, pero de una flaqueza extremada. La expresión de placidez daba a entender que se hallaba profundamente dormido. A su lado descansaba una niña pequeña, que tenía rodeado con sus blancos bracitos el cuello moreno y fuerte del hombre y que descansaba su cabeza de cabellos dorados sobre el pecho del chaleco de pana de este. Los labios rosados de la niña estaban entreabiertos, dejando ver la hilera bien formada de blanquísimos dientes, y una sonrisa alegre jugueteaba en sus facciones infantiles. Sus piernecitas regordetas y blancas, que terminaban en unos calcetines blancos y unos zapatos limpios de brillantes hebillas, ofrecían extraño contraste con los miembros largos y arrugados de su compañero. En el borde de una roca que dominaba a la extraña pareja se habían posado tres solemnes buitres que, a la vista de los recién llegados, dejaron escapar roncos chillidos de chasco y se alejaron aleteando adustamente.

Los chillidos de los inmundos pajarracos despertaron a la pareja durmiente, que se puso a mirar con asombro a su alrededor. El hombre se alzó en pie tambaleándose y dirigió su mirada hacia la llanura, que era un desierto cuando cayó dormido, y que ahora se veía cruzada por aquel conjunto inmenso de hombres y de animales. A medida que contemplaba aquello fue tomando su rostro una expresión de incredulidad, y se pasó la huesuda mano por los ojos, diciendo entre dientes:

—Esto es lo que llaman delirio.

La niña se había puesto en pie a su lado, agarrándose al faldón de su chaqueta. No hablaba, pero miraba a su alrededor con ojos infantiles de asombro y de interrogación.

El grupo salvador pudo convencer pronto a los dos abandonados de que lo que veían no era un engaño de sus sentidos. Uno de ellos alzó a la niña en vilo y se la cargó en hombros, mientras los demás sostenían a su desmadejado compañero y lo llevaban hacia las galeras.

Me llamo John Ferrier —explicó el caminante—. Esta niña pequeña y yo somos los únicos que quedamos de veinte personas. Los demás murieron todos, allá en el Sur, de sed y de hambre.

—¿Es hija suya?

—¡Claro que lo es ahora! —exclamó, desafiante, el interrogado—. Es hija mía porque yo la he salvado. Nadie podrá quitármela. De hoy en adelante se llamará Lucy Ferrier. Pero ¿quiénes sois vosotros? —prosiguió, examinando con curiosidad a sus fornidos y atezados salvadores—. Por lo visto, sois un grupo numerosísimo.

—Cerca de diez mil —dijo uno de los jóvenes—. Somos los hijos de Dios perseguidos. Somos los elegidos del ángel Merona.

—Nunca lo oí nombrar —dijo el caminante—. Por lo visto, os ha elegido en cantidad.

—No bromees con lo que es sagrado —contestó el otro severamente—. Somos de los que creen en las Sagradas Escrituras escritas con caracteres egipcios sobre planchas de oro batido que fueron puestas en las manos del santo Joseph Smith en Palmira. Venimos de Nauvoo, en el estado de Illinois, lugar en el que habíamos fundado nuestro templo. Buscamos un refugio que nos ponga a salvo de los hombres violentos e impíos, aunque sea en el corazón del desierto.

Ese nombre de Nauvoo despertó, sin duda, recuerdos en John Ferrier, y dijo:

—Ahora caigo. Vosotros sois los mormones.

—Somos los mormones —contestaron a coro sus compañeros.

—¿Y adonde vais?

—No lo sabemos. Nos guía la mano de Dios bajo la persona de nuestro profeta. Tienes que venir a presencia suya. Él dirá lo que hemos de hacer contigo.

Para entonces habían llegado al pie del collado, y viéronse rodeados por muchedumbres de peregrinos: mujeres de rostro pálido y bondadosa mirada; niños fuertes y risueños; y hombres de mirada inquieta y sincera. Cuando vieron los pocos años de uno de aquellos desconocidos y la miseria del otro, se alzaron en gran cantidad exclamaciones de asombro y de conmiseración. Sin embargo, su escolta no se detuvo y avanzó, seguida por una gran multitud de mormones, hasta que llegaron a una galera que llamaba la atención por su gran tamaño y por su aspecto llamativo y elegante. Tiraban de ella seis caballos, mientras que las de los demás solo estaban tiradas por dos o, a lo sumo, cuatro animales. Junto al carretero estaba sentado un hombre que no debía de tener más de treinta años, pero al que su maciza cabeza y su expresión resuelta señalaban como conductor de multitudes. Estaba leyendo un volumen de lomo pardo, pero lo dejó a un lado al ver acercarse a la multitud, y escuchó atentamente el relato del episodio. Acto seguido se volvió hacia los dos extraviados.

—Si hemos de admitiros entre nosotros —dijo solemnemente— será únicamente como creyentes de nuestro credo. No aceptamos lobos en nuestro redil. Es preferible que vuestros huesos se blanqueen en este desierto a que vengáis a convertiros en la manchita de podredumbre que acaba de corromper el fruto. ¿Queréis venir con nosotros en estas condiciones?

—Yo iré con vosotros aceptando cualquier condición —dijo Ferrier, poniendo tal énfasis en sus palabras, que los solemnes ancianos no pudieron dominar una sonrisa. Únicamente el jefe mantuvo su expresión severa e imponente.

—Hermano Stangerson, lleváoslo, dadle de comer y de beber, y también a la niña —dijo—. Encargaos también de enseñarle nuestra santa fe. Nos hemos demorado ya bastante. ¡Adelante! ¡Adelante hacia Sión!

—¡Adelante, adelante hacia Sión! —gritó la muchedumbre de mormones.

Y esas palabras corrieron como una ola a todo lo largo de la caravana, pasando de boca en boca hasta que se apagaron como un débil murmullo en la lejanía. Entre restallidos de látigos y chirriar de ruedas, las grandes galeras se pusieron en movimiento y la caravana entera empezó pronto a serpentear otra vez. El anciano a cuyo cuidado habían sido puestos los dos extraviados los condujo hasta su propia galera, en la que los esperaba ya la comida.

—Permaneceréis aquí —les dijo—. Dentro de pocos días os habréis recobrado ya de vuestras fatigas. Entre tanto, no olvidéis que desde ahora y para siempre pertenecéis a nuestra religión. Brigham Young lo ha dicho, y él ha hablado con la voz de Joseph Smith, que es la voz de Dios.