EL AUTOR
Hemos hablado —y aún hablaremos— mucho del señor Doyle autor de las diversas hazañas de los señores Holmes y Watson, pero poco de sus otros libros. Tampoco hemos incidido con punta acerada sobre su literatura. Arthur Conan Doyle es recordado y querido como el creador del personaje de Sherlock Holmes pero durante su vida fue admirado y odiado por algunas otras creaciones y obras.
Los escritores fundamentalmente escriben sobre el tiempo y el espacio en que les toca en suerte discurrir. Aun los que relatan historias fantásticas, e incluso los poetas, esos famosos desconocidos. Maquillar la realidad, cambiar la vida cotidiana que nos envuelve es quizá el origen primigenio de todo hecho literario: la mal llamada Ciencia Ficción —yo la considero sencillamente literatura fantástica, pues a menudo el término «Ciencia» está ausente en este subgénero, y Brian W. Aldiss la ha llamado recientemente «ficción surrealista»— no deja de ser la trasposición a un tiempo futuro de sucesos y visiones contemporáneas al autor. En el fondo, una gran cantidad de libros son críticas terribles a los comportamientos humanos, las cuales llevadas a futuros imaginarios ganan una máscara que no pudieran mantener de otra manera. Vencen al censor y conquistan al lector inteligente. Esto no quiere decir que todo lo fantástico sea bueno: puestos a buscar, mala literatura la tienen hasta los clásicos.
El señor Doyle no es ajeno a estos comentarios y muy a menudo reconfigura elementos de su entorno en su literatura. Veamos algunos ejemplos.
Su madre, Mary, tenía ascendencia irlandesa. Más aún, se remontaba a los famosos Percy de Northumberland, en la línea genealógica de los Plantagenet. No es extraño que, por influencia materna, devorase libros históricos en su infancia y que acabara escribiendo novelas de caballeros y justas, como La Compañía Blanca —que consideraba su mejor novela—, Sir Nigel o Micah Clarke.
Algunos de sus hermanos —tuvo nueve, de los cuales Arthur haría el número diez— también llegaron a la fama. James escribió Las Crónicas de Inglaterra, Henry fue el director de la National Gallery en Dublín, y Richard, como su abuelo, el famoso caricaturista John Doyle, llegaría a ser un excelente dibujante. Su padre, Charles Altamont Doyle, del que ya hemos dicho anteriormente que en ratos de ocio gustaba del pincel, también destacó desgraciadamente por su alcoholismo. No le dio una vida fácil a su esposa y murió de un ataque epiléptico en 1893. Esto provocó en el joven Arthur una animadversión casi patológica a los excesos de la ingesta de alcohol y a despreciar a los pobres borrachos. Todos estos datos y muchos más pueden encontrarse en su autobiografía, Memorias y aventuras, y en varios cuentos holmesianos. Recordará el lector en el transcurrir de su lectura lo mal mirados que tiene a los beodos Sherlock Holmes. Y entre ellos a su propio hermano Sherrinford o al hermano mayor de Watson, el cual murió a causa de esta enfermedad. También en el último de los relatos, El último saludo, encontraremos a un personaje adicto a la bebida llamado curiosamente Altamont.
Pasó su infancia y juventud en varios colegios católicos y jesuitas, cuya rigidez espartana le llevó a profesar con ardor el agnosticismo. En su novela Las cartas de Stark Munro, se pueden encontrar estas y otras más coincidencias autobiográficas.
Ya en la universidad, y aparte del famoso profesor Bell, que daría origen en parte a Holmes, conoció a un excéntrico profesor de apellido Rutherford. Era un tipo corpulento, casi como un oso, con una voz prodigiosa y grave, de hombros anchos, inteligente, impetuoso y aguerrido. Un modelo exacto para el que sería años después el protagonista de El mundo perdido y una corta pero magnífica serie de relatos: el profesor George Edward Challenger.
En 1885 contrajo matrimonio con Louise Hawkins, a la que llamaba cariñosamente «Touie», la cual padecía del corazón: al igual que Mary Morstan, la segunda esposa de John Watson. La salud de Touie no era muy buena y acabó complicándosele con una tuberculosis, que la llevó a la tumba en 1906. Posteriormente, en 1907 Arthur contraería nuevas nupcias con la señorita Jean Leckie, a la que conocía desde 1897. El respeto a su primera esposa hizo que mantuviera con Jean la más estricta y virtuosa amistad mientras «Touie» vivía.
Si repasamos un poco la vida de Holmes y Watson veremos no pocas coincidencias. Las dos primeras esposas de Watson murieron pronto, y ambas a causa del corazón, Constance Adams y Mary Morstan. Esta última, en un relato aparecido en 1903, cuando Arthur había recibido confirmación del estado irreversible de su esposa. También es significativo que Irene Adler falleciese en octubre del mismo año. La tercera esposa de Watson, cuyo nombre aún nos es desconocido, bien puede ser resultado de ese amor íntimo y secreto que Arthur mantuvo con Jean. Por otra parte, que Sherlock «muriera» en las cataratas de Reichenbach no es sino producto de una visita de Doyle al citado lugar suizo en 1893. Arthur sabía lo que se hacía.
En 1895 los Doyle viajaron a El Cairo, para que «Touie» tomase los aires. Durante aquel periodo sus relaciones de pareja no fueron muy buenas. Allí Arthur trabajó como corresponsal del periódico The Westminster Gazette, cubriendo la guerra con Turquía. También le ofreció la oportunidad de conocer la vida e historia reciente de Egipto. Estos sucesos acabaron reflejándose en varios libros: La tragedia del Korosko, sobre la guerra del Sudán, Un dúo y un coro ocasional, sobre los primeros años de un feliz matrimonio, y El tío Bernac, un retrato napoleónico con algunos incisos sobre la aventura egipcia del famoso guerrero.
En 1899 participó activamente como médico en la guerra en Sudáfrica. Concretamente en el hospital Langman, de Ciudad del Cabo, en donde permaneció hasta Agosto de 1900. Parte de sus experiencias pueden observarse en su cuento holmesiano El soldado de la piel descolorida, y en su totalidad en el libro La guerra en Sudáfrica, sus causas y modos de hacerla, lo que le valió ser condecorado como Teniente Honorario y ser nombrado Caballero en 1902.
Tras la muerte de su primera esposa su vida dio un giro literario importante, destinando la mayoría de sus obras posteriores a crónicas históricas, panfletos políticos y estudios pseudo-científicos. Se interesó por el caso de George Edalji, un ciudadano de origen persa que en 1903 fue condenado a siete años de prisión por considerársele autor de varios anónimos criminales. Siguiendo las pautas holmesianas, Doyle fue publicando en el Daily Telegraph londinense una serie de artículos donde probaba la inocencia del citado sujeto. En 1907, tras revisarse el caso, George fue absuelto, recibió una compensación de 300 libras y acudió como invitado a la boda de Arthur y Jean. También en 1912 se ocupó del caso de un judío alemán residente en la urbe llamado Oscar Slater. Había sido condenado por asesinato a una larguísima temporada entre rejas. Los desvelos de Doyle pronunciaron su liberación en 1927, en que el señor Oscar recibió, en compensación a sus injustos sufrimientos, la nada desdeñable cifra de 6.000 libras.
Participó activamente en la Primera Guerra Mundial, como oficial en la reserva de la Compañía Crowborough, en el Sexto Regimiento Real de Voluntarios de Sussex y llegó a visitar diversos frentes. Esto le llevó a escribir varios volúmenes, entre los que destaca una Historia de las Campañas inglesas en Francia y Flandes, en seis tomos, así como sugerir la construcción de un túnel que pusiera a Inglaterra en contacto directo con el continente: una idea nada descabellada, como ahora sabemos.
Su primogénito murió en la Gran Guerra. El dolor de esta pérdida y un patológico miedo a la muerte que se le había ido incrementando con el devenir de la edad le llevó a creer en los espíritus. A partir de 1916 se convirtió en un ferviente defensor de las teorías espiritistas, dando conferencias por todo el mundo y llegando a defender las famosas fotografías de las Hadas de Cottingley como verdaderas. Houdini —como ya se ha dicho— le puso en su sitio, aunque Arthur jamás se retractó y siguió escribiendo libros y más libros defendiendo su postura. Al final la muerte —en forma de ataque al corazón— le vino a buscar en la su villa inglesa, tras una fatigosa gira por el norte de Europa, el 7 de Julio de 1930.
No hay, pues, más que ver estos sutiles datos para confirmarnos en la teoría que esbozaba al principio sobre la procedencia de las fuentes literarias de Doyle: su vida misma. A ésta hay que añadir su genio literario, su prosa directa, su versatilidad pero sobre todo el dinamismo de sus descripciones y la agilidad de sus diálogos. De todo esto ya se ha hablado. Sólo quedaba demostrar que había un escritor —errara o no en sus creencias— comprometido con su tiempo detrás del autor de Sherlock Holmes.
Podemos hablar de su afición al cricket, que jugaba al fútbol, que amaba el esquí, que practicó el rugby y que llegó a escribir estupendos poemas al respecto. Que fue un fotógrafo más que interesante y un columnista de primera fila. Es decir que, como todo hombre que se precie de poseer una cierta cultura, tendía a ejercitar su entendimiento y vitalidad en diversas y suculentas ocupaciones. Aunque Sherlock Holmes siga siendo un caso aparte.
LOS ACTORES
¿Qué tenía Sherlock Holmes tan atractivo? ¿A qué se debe una fama tan desmedida (o justa), entonces y ahora? ¿Qué hace este personaje, qué aporta, qué le define? ¿Qué le es tan particular?
Sherlock Holmes es un ser humano. Desde el primer momento el lector concibe en el personaje rasgos que le identifican consigo mismo, o que identifican a otros que conoce. El lector sabe que un hálito de vida más allá de la letra anima al detective, y a algunos de los personajes que, al igualarse con el protagonista adquieren personalidad, psicología; tal fuerza es la que desprende. Su aspecto, sus vicios y virtudes, sus éxitos y fracasos, su manera de comportarse con sus antagonistas.
Nos encontramos con un héroe atípico, egocéntrico y atractivo. En sus costumbres se concentra lo más loable junto a lo más detestable. Su afición al tabaco malo, reunión de sobras de miles de pipas anteriores, que guarda en una pantufla clavada en un lateral de la chimenea. La droga que se inyecta cuando siente el aburrimiento de la vida monótona deslizarse en su interior, esa forma de desentenderse del hastío. Y al mismo tiempo un virtuoso del violín, que deleita a Watson con melodías de café vienes, con pasajes de Wagner, Verdi, Paganini: que conoce la historia de la música en sus aspectos menos conocidos y los estudia y los comparte. Un ser lleno de contradicciones, como todos, aunque nos sea duro reconocerlo.
A veces hace gala de una falta de conocimientos generales que raya con lo irrisorio y otras le descubrimos cercano a la más pedante erudición. Unos días su ánimo le hace saltar vigoroso, no quedarse un momento quieto, husmear aquí y allá, siquiera detenerse a masticar un insignificante tentempié, y otras se despanzurra en su sillón, se pierde en miradas absortas, se tira días y días en el mutismo y el abandono. Un hombre incapaz de amar, que se ríe de los sentimientos como si fueran un delito, y un hombre capaz de enamorase de una mirada, un gesto, un talle, una palabra susurrada al oído. Que se le aprecia una vida interior riquísima, un mundo habitado que Watson nunca nos relata, pero que está ahí, que se le descubre en pequeños giros, en las ocultas trampas del idioma.
Y un hombre que, dependiendo de las circunstancias, puede llegar hasta a tomar partido tanto por el débil como por el asesino: pues en sus dictámenes aparecen las pasiones. Cuando una mujer asesina al causante de su desgracia, cuando un hombre se venga sobre el hombre que le ha desbaratado su amor: es decir, cuando la ley aplicada en su propiedad resulta injusta moralmente, Holmes y Watson abren su mano, dejan que otra justicia —tal vez el destino, tal vez Dios— cumpla sus intereses. Un último recurso para los desheredados de la justicia.
¿Turbador? Sí. Y también extraño, conmovedor, cercano: muy cercano. En Holmes se concentra el ansia popular ante el mundo maquinista. La ley carece de moral, el que más tiene más puede: a Holmes no le valen esos argumentos. Todos esperamos la llegada de este superhombre. Pero lo que hace de Sherlock no llegar a la deidad, al mito no humano, son sus bajadas de tono, sus ironías innecesarias, sus meteduras de pata, sus enfados repentinos y, ¡cuántas veces lo olvidamos!, su humildad. Su posicionamiento entre los sencillos, entre los pobres, entre los que yerran. Porque Holmes se equivoca a veces, porque nos confiesa con angustia cómo por su falta de previsión va a llegar tarde para salvar a su defendido. Sí, Holmes también se equivoca: es humano. Y lo declara para que todos lo sepamos.
Sabe ganarse la confianza de la gente porque no comulga con los métodos absolutistas de la policía, se acerca al criminal y a menudo le da una oportunidad para el arrepentimiento. Rechaza casos que podrían hacerle casi millonario cuando sospecha que no le dicen la verdad… En resumen, nos encontramos ante un hombre muy superior a la media, a la mediocridad.
Pero no hay que olvidarse de su complementario, ese Watson que tanto se hace el tonto, ese sospechosamente inteligente Watson. Un hombre que ha cursado todos los años de una carrera difícil, más los que se añaden a su especialización en cirugía, los que le validan como oficial del ejército, no puede ser tonto. Está claro que se lo hace. Sólo así puede destacar más aún si cabe los hallazgos de su amigo Holmes. Y hay más: tiende a equivocarse con las fechas, con los datos, los suyos y los ajenos. No es sino un truco con el que potencia su imagen vulgar, y al mismo tiempo le sirve para ocultarse. Llegó a sospecharse si fue mujer —un argumento curioso aunque poco defendible—, e incluso la homosexualidad entre ambos inquilinos de Baker Street, avalada esta teoría por la falta de datos acerca de la «inexistente» señora Hudson. Una curiosa y muy victoriana pareja de hecho.
Sin embargo —aunque una cosa no quita lo otro— es un hombre que se ha casado hasta tres veces, y que ha sufrido en silencio la muerte de tres esposas, lo que en su época no es tan infrecuente como hoy en día. Un hombre culto, que lee a los clásicos de su tiempo, que consulta día a día los periódicos, que lleva un archivo minucioso con cada uno de los casos investigados: un hombre sensible a las artes, sobre todo a la música, aunque sin llegar a la melomanía de su colega Holmes. Un hombre que con el paso del tiempo colaborará en su medida en diversas aventuras de una forma constante y creciente, y que poco a poco, sin que nos demos cuenta, le va a soltar ante la cara a Holmes ironías tan intensas como las que reciba. Un hombre que va a ser capaz de interponer su cuerpo ante la bala que hubiera matado a su amigo. Sólo por este suceso Watson merece toda la humanidad, toda la vida que le niega estar atado a un personaje.
Los demás entes circulan, se mueven, viven en su parcialidad y toman cuerpo cuando se cruzan con estos dos personajes. La ciudad de Londres es Londres porque en ella habitan dos héroes singulares. A los que admirar y admirarse, a los que desear por el parecido, por lo que a ellos nos iguala, en todo lugar, en todo tiempo.
En el fondo a todos nos gustaría coger nuestro revólver y escribir a balazos en la pared las siglas VR, que no significan Victoria Regina como algún incipiente afirma, sino Veritas Regina: la verdad, única regente, único camino.
LOS ACTOS
Pero por muy atractivo que sea un personaje, por muy sofisticado, curioso o elegante que sea, si el soporte sobre el que funda sus paseos, es decir la letra impresa, no resalta a la misma o parecida altura, el lector —y por ende la historia de la literatura— tienden a abandonar el ejemplar sobre el respectivo estante de la librería o el anaquel del olvido. La masa de nuestro pan debe ser buena, o por lo menos estar bien condimentada.
Hay casos excepcionales, por supuesto, pero el tiempo sabe colocar a cada uno en su sitio. Ha habido, habrá y hay auténticos mercaderes del hecho literario, grandes premiados a menudo, que debieron su fama a cierta picardía profesional. No hace falta extenderse: hoy por hoy estamos rodeados: casi más que en otros tiempos. Tenemos al caso el ejemplo de Hannibal Lecter: un personaje muy de moda en el género negro en los últimos años, que acaso deba su fama a un par de películas de éxito, aunque en esto no se salve ni el propio Holmes.
Thomas Harris, el autor de El dragón rojo, El silencio de los corderos y Hannibal, trilogía donde habita el nieztscheano y endemoniado psicólogo Lecter, es un escritor listo como pocos. De estas tres novelas la primera es fantástica, excelente, bien argumentada; la segunda falla en el desarrollo literario aunque el tema raya a la altura de la primera, y la tercera es un pastiche ramplón y soso con argucias y retóricas para aprendices, del que sin que se me caiga anillo alguno podría salvar algunos de los capítulos iniciales, como mucho. Pues —no debemos asombrarnos— la tercera y la segunda han sido éxito de ventas mientras que muchas personas ignoran aún que existe una primera parte. A estos casos me refiero con las excepciones.
Arthur Conan Doyle —no me cansaré de repetirlo— era un tipo con ingenio, un tipo listo que supo refundir las personalidades de varios congéneres suyos, incluido él mismo en el cóctel, para la creación de sus célebres personajes. Y además las técnicas narrativas de algunos maestros del relato como Collins, Dickens, Stevenson y sobre todo su muy querido Poe. De tal manera que se podría describir sin equívocos —salvo alguna excepción, que la hay— su técnica particular y novedosa. Vamos allá.
Comienza casi siempre con una introducción, no demasiado larga, hecha por el narrador desde el tiempo en que escribe, posterior en varios años a los hechos que nos va a contar. Se trata por lo tanto de unas memorias. En ellas nos relata algunas rarezas de la publicación de ese caso en particular o alguna anécdota relativa a la personalidad de los futuros protagonistas. Suele ser este el momento en que recibimos más información sobre la «vida privada» de Holmes y Watson. Finaliza esta introducción con una o dos frases que nos predisponen hacia lo admirable de los sucesos a describir.
Tras esta introducción comienza el caso en los preliminares del mismo. Nos enteramos del tiempo en que ocurrieron los hechos, conocemos al futuro cliente de Holmes y este tiende a sorprenderle con sus brujerías y deducciones, por su forma de vestir, de andar, de explicarse… o bien trabamos conocimiento del susodicho por cartas, por medio de un testigo o por un artículo de la prensa diaria. Doyle aprovecha para poner en boca de Watson o de Lestrade, o de cualquier otro incauto, una serie de juicios a priori que tienden a caerse por su propio peso según avance el relato.
Continúa entonces el desarrollo, en el que caben dos posibilidades. Una es la visita real del cliente. Holmes le exprime y le obliga a la verdad por medio de la humildad. Aceptará o rechazará al cliente, que no al caso, y esto es muy importante, según el grado de veracidad de sus palabras y modos. Tras su marcha, Holmes, con la ayuda complaciente de Watson, esboza un segundo juicio a priori, el cual se ve cuajado por lo práctico, es decir lo posible. Otra posibilidad es que nuestra pareja visite el lugar de los hechos. En este caso se comienza con un intenso y descriptivo conocimiento del medio, de las personas que lo habitan —lo que sirve para ir quitando de en medio a posibles sospechosos— y de los objetos. Tras este estudio Holmes saca conclusiones a las que les falta un punto de apoyo. Es muy frecuente escuchar a Watson decir que Holmes ya tiene el caso resuelto y que su desmedido histrionismo le lleva a dar un paso más allá. Tenemos por lo tanto sospechas fundadas, pero no definitivas.
Tras esta sección, que es la que más ocupa en el relato, aparece una parte que llamo «Nexos diversos». Suele ser corta, y en ella se nos habla de una vuelta a Baker Street, de algunas averiguaciones o pesquisas casi siempre falsas o incompletas o alguna prestidigitación holmesiana fuera del contexto. Digamos que Doyle relaja el ambiente antes del mazazo definitivo.
Y este llega, por supuesto, detrás. Se trata de resoluciones, demostraciones ta situ, e incluso descripciones en las que Watson y Holmes son testigos ocultos o de facto. También aparecen las explicaciones de los culpables, o del investigador, pero, y esto también tiene mucha importancia, dejando puertas abiertas. Soluciones que contentan a la policía pero que sabemos no comportan toda la maquinaria del suceso.
Es entonces cuando, como únicos testigos de la verdad última estaremos los lectores y unos pocos y selectos personajes. Holmes nos describirá con todo lujo de detalles el caso resuelto, esas puertas abiertas y esos «nexos diversos» que en principio parecían no tener importancia alguna. Contundente y tajante, pero sin alharacas, como mucho discretas actuaciones teatrales para escasos espectadores, casi un gesto al lector de a pie.
Terminan los relatos con un final conciso. A veces una vuelta a las «memorias», a veces una frase curiosa o un «adagio», e incluso un somero resumen de lo que aconteció «tiempo después».
En resumen, los cuentos se componen de los siguientes ingredientes:
Reitero que este es un esquema general que se repite en una gran mayoría de los relatos. Sin embargo —y también vuelvo a la carga— remito al lector al estudio pormenorizado, aventura por aventura, que aparece al final de este libro, con las pequeñas variaciones correspondientes.
En cuanto a los temas que se tratan, la variedad es más que interesante. Desde luego nunca podremos acusar a Conan Doyle de falta de recursos. Dependiendo de su origen, que no de su final, ya que lo que parece en principio un suceso inextricable luego resulta «agüita de mayo», hay mucho y surtido.
Encontraremos casos de habitaciones cerradas, es decir sucesos que han ocurrido en recintos cerrados al exterior y que más parecen obra de fantasmas que de seres reales, como en La banda de lunares; casos de «fair-play» o de criminales que avisan cuándo, cómo y de qué manera van a actuar, y luego van y lo hacen, como en Las cinco semillas de naranja; asuntos de tesoros ocultos, como en El ritual de los Musgrave; comportamientos extravagantes, como en El hombre que se arrastraba; falsas verdades, asesinatos curiosos, misterios fantasmales, robos imposibles, timos descarados, venganzas, enigmas, espionaje y calumnia, y también se nos relatarán algunos fracasos, como el famoso Escándalo en Bohemia, y humoradas magníficas, como lo que le pasó al aristócrata solterón.
Todo esto aderezado con mapas, planos, criptogramas, mensajes, perros husmeadores, elencos teatrales al completo, fumaderos de opio, palacios, residencias, páramos, ríos… En resumen, y recapitulando, la excusa suficiente para que a Sherlock y a John aún les queden muchos lectores venideros, acaso muchos infinitos. Así es imposible aburrir.
Basta ya de palabras. Tempus est iocundi. Pasen y vean.
Jesús Urceloy
Enero de 2003