II VIDAS EJEMPLARES

LAS AVENTURAS DE ARTHUR CONAN DOYLE

La historia se remonta a 1880 y tiene que ver con un tal George Newnes. Este individuo era un avispado periodista, un hombre de mundo: un hombre que se había pateado a conciencia la cara y la cruz de su querido Londres, y por extensión de la parte del Imperio Británico que le tocó en suerte. Y sabía lo que la gente quería.

El citado año, con unos ahorrillos y un grupo de amigos socios fundó un semanario: el Tit-Bits, que en castellano se podría traducir como «A golpe de titular». Tenemos un ejemplo hoy en día de algo parecido: esos periódicos que nos reparten gratuitamente en las estaciones del metropolitano. Era un acopio, más o menos ordenado, de resúmenes de noticias curiosas e interesantes, sin carga alguna de paja, cuyas fuentes procedían de recortar los diarios aparecidos entre semana. Había alguna aportación, alguna firma amiga, opiniones del lector, crucigramas, chistes… pero lo importante era no aburrir, ser escueto y un tanto escandaloso, pero con pies de plomo. ¿Les suena? Además, costaba tan sólo un penique.

A los diez años el invento funcionaba a todo gas. Así pues, en 1891 el señor Newnes volvió a liarse la manta a la cabeza y se arriesgó en otro semanario, sólo que un poco más enjundioso: el Strand Magazine. Por si alguien no lo sabe, el Strand era antaño esa parte de Londres, compuesta por barrios obreros, que conectaba el centro con las afueras. Imaginen el potencial. Los contenidos eran parecidos al Tit, pero los artículos tenían más cuerpo, se incluía una ilustración por página, y las firmas de los artículos de opinión ya no se contentaban con un simple anonimato. Además, se incluía una novela por entregas y un par de cuentos cortos. Todo por un poco más en el precio, pero poco. Al menos al principio, como siempre pasa. Tuvo éxito: se vendieron 300.000 ejemplares con el primer número. Y fue a más.

Vamos a dejar un momento al señor Newnes con sus negocios londinenses, dejemos esta tierra próspera y partamos a tierras escocesas, unos treinta y dos años antes. En la capital, Edimburgo, fruto de la pareja formada por Charles y Mary Doyle —de soltera Foley—, un 22 de mayo de 1859 nacía Arthur Conan. El esposo era funcionario y en ratos de ocio también pintor. El chico tuvo una infancia feliz, asistió al colegio, no destacó especialmente en nada pero tampoco fracasó, lo que no es poco. Y a los 17 años, por presiones familiares ante las que, por otra parte, no opuso una excesiva resistencia, inició la carrera de medicina. Se doctoró en 1885.

Entre medias había practicado su profesión en un barco ballenero en la ruta del Ártico y en un mercante por mares africanos. En este segundo viaje padeció un incendio a bordo y un amago de hundimiento. Harto de pasar frío y calamidades se estableció en Plymouth, compartiendo consulta con el doctor George Budd, pero tampoco funcionó bien la cosa, y acabó con consulta propia y pobre en los suburbios de la ciudad. Allí conoció a Louise Hawkins, hija de uno de sus pacientes, con la que se casó el 6 de junio de 1885.

Pero el amor tampoco trajo un pan debajo del brazo. La clientela era escasa y venía a menos, y el señor Doyle fiaba demasiado y cobraba poco. Tampoco es que fuera el no va más de la medicina. El caso es que en ratos muertos se dedicaba a escribir novelitas de aventuras, históricas, poemas, artículos que enviaba a revistas aquí y allá y que de vez en vez veía publicados y pagados, por supuesto. Así, cuando la penuria le acosaba con sus dientes de acero, se decidió un día de marzo de 1886 a escribir algo con más calibre y a enviar ese «algo» a un editor serio.

En octubre del mismo año recibió una oferta. La casa Ward & Lock de Londres, editora de varias revistas, le ofreció 25 libras por una novelita titulada Estudio en escarlata, una historia de detectives. Doyle, que ya había empezado a empeñar algunos enseres, aceptó aquella miserable oferta. En aquella novela el joven Arthur había conjuntado una serie de vivencias personales, algo de ficción y un algo también de lecturas previas. El resultado, bien apañadito, es el origen de nuestro querido Sherlock Holmes. Vamos a hacer una pausa en el tiempo y vamos a ver los componentes de la citada novela.

Ni Sherlock Holmes ni el Dr. John H. Watson se llamaban así en los apuntes previos. Sherlock fue en un principio Sherrinford, y Watson, Ormond Sacker. Este último no vendría de hacer la guerra en Afganistán, sino de Sudán, y vivirían ambos en el 221B de Upper Baker Street. En cuanto a su personalidad, Sherlock resulta de una amalgama donde estaría el propio Arthur onírico, es decir, lo que era el Dr. Doyle y lo que le hubiera gustado ser, es decir, el «otro yo», al que se añadirían los conocimientos y prestancia de un admirado profesor de medicina, el Dr. Joseph Bell: un hombre famoso entre los estudiantes por su capacidad de análisis y deducción. Watson representaría al propio Doyle «real», con algunas pizcas de descuido y unas buenas dotes de honorabilidad. Al doctor Joseph Bell le gustaba practicar ante sus pacientes y alumnos juegos analíticos: a primera vista determinaba con aproximado acierto la dolencia del enfermo, e incluso datos como su procedencia, familia, gustos y maneras. El truco es en el fondo sencillo: había que fijarse en como tratabas tu ropa, lo que habías pisado, tus manchas y cuidados, tu forma de mirar, andar, en fin… esos importantísimos actos cotidianos a los que no damos importancia alguna. Casi todos los relatos de Holmes comienzan con una demostración de este tipo. Y es todo un acierto, por otra parte.

Volviendo a nuestra historia, el Dr. Doyle vio su relato publicado en el número anual de 1887 de la revista Beeton’s Christmas. Y pasó sin pena ni gloria. Pero suscitó la atención de una revista norteamericana: la Lippincott’s Magazine, de Filadelfia, que ya se había interesado por un relato de un joven escritor londinense llamado Oscar Wilde, una historia titulada El retrato de Dorian Gray. El representante en Inglaterra de la citada revista organizó una cena con los dos «nuevos» escritores y concertó con ambos la publicación de la novela de Oscar y una nueva de Arthur, la que se llamaría El signo de los cuatro. Ni que decir tiene que los honorarios fueron, sin ser exagerados, mucho mejores.

Y toca hacer una segunda pausa, porque hay que hablar de cómo compuso Doyle sus novelas. No sólo esta, sino también las futuras El sabueso de los Baskerville y El valle del terror. Aquí los estudiosos han rescatado muchas deudas literarias. Por lo pronto, Estudio en escarlata le debe mucho a Los dinamiteros, de Robert L. Stevenson, y El signo de los cuatro, a La piedra lunar, de Wilkie Collins. Aunque ya he hablado de algunas características de las novelas de Doyle y volveré al asunto en las notas finales de este volumen, no está de más recalcar el hecho: Salvo —con objeciones— El sabueso…, las otras tres novelas no son sino la unión de dos novelas en una sola. De estas dos novelas una relata los hechos protagonizados por Watson y Holmes, y la otra los sucesos pasados que originan la primera. Casi siempre una es menor en calidad que la otra, por regla general la que nos cuenta ese pasado, sobre todo porque ni Watson ni Holmes están entre los personajes, aunque en el caso de El valle del terror —y respeto mucho la opinión de mi amigo y «holmesólogo» Juan Manuel M. Navas— la segunda resulta excelente.

¿Se acuerdan de aquel astuto periodista del principio? ¿El tal George Newnes? Muy bien. Pues a este señor sí que le gustaron las dos novelas de Arthur Conan. Pero le parecían largas: creía, y con razón, que si las hubiera dejado en formato cuento largo, resultarían mucho mejores, y, además, las podría publicar él, cómo no. La oferta le pareció bien al señor Doyle, y en julio de aquel 1891 aparecía el primer cuento de Sherlock Holmes: Escándalo en Bohemia. Le pagaron por él 30 guineas, y por cada uno que le siguiera la misma cantidad. Al séptimo cuento al ya ex doctor Arthur Conan Doyle le pareció oportuno pedir 20 guineas más por unidad. Para su sorpresa le fue admitido el aumento de sueldo sin protesta alguna. Las cosas le iban a ir desde entonces al señor Doyle, al menos económicamente, viento en popa, que se dice. Y al editor… Pero esa es otra historia.

Y entonces empezó el acabóse. A nuestro amigo Arthur el personaje se le atragantó. Aún le haría protagonista de dos libros de aventuras, que le dieron buenas y sustanciosas libras, pero él quería otra cosa. Él quería ser un Conrad, un Wells, un nuevo Poe. Y entre aventura y aventura del señor Sherlock intentó la novela sesuda, con empaque: de categoría. Así nos legó libros como La compañía blanca, que consideraba como su mejor novela, Las aventuras del brigadier Gerard, un héroe de las guerras napoleónicas, y muchos libros pseudohistóricos, relatos de las guerras inglesas y largos y sesudos ensayos sobre los temas más diversos. Pero la crítica es unánime: lo que le sobraba en Holmes le faltaba en el resto: imaginación. Doyle fue un narrador excelente, y el resto de su obra no «holmesiana» es buena, pero se bifurca, se pierde. No sabe dar cuerpo a los personajes, narra bien la batalla pero no sabe describir la guerra. Es posible que cuando murió en 1930 no comprendiese que ya con Sherlock Holmes había dado al mundo una de las mayores aportaciones literarias que se recuerden.

Así pues, harto de su personaje, y con el buen fin de dedicarse a «obras de mayor envergadura», a finales de 1893, decidió eliminar al personaje. Lo hizo en el cuento titulado El problema final: Holmes y su querido enemigo Moriarty se marcaban un macabro tango ante las cataratas de Reichenbach, cayendo ambos a las simas del olvido y la desesperación. Pero lo que menos sospechaba el autor es que al darle a su personaje ese delicado empujoncito también se lo daba a sí mismo. Su madre, que le había recriminado el propósito fatal, dejó de hablarle una temporada; su casa diariamente era asediada por miles de cartas de fervientes admiradores —entre las que había bastantes amenazas—, rogándole que devolviese a la vida al detective. Las oficinas del Strand, cada sábado y durante muchos meses, eran meta final de pacíficos manifestantes. Y en el mundo entero florecieron asociaciones y clubes que a la consigna de «¡Viva Holmes!» asediaron en la percepción de sus posibilidades la paz del señor Doyle y familia. A Arturo se le debió olvidar aquella sentencia: «Si matas a un héroe, das vida a un mito».

En 1902 apareció El sabueso de los Baskerville, una magnífica novela, con la que intentó apaciguar los ánimos y también su cuenta corriente. Aunque se vendió a millares y agotó varias ediciones en un sólo día, se trataba de una aventura protagonizada por Holmes antes de resbalar cataratas abajo. El público lo entendió en su debida magnitud. El tozudo escocés no resucitaba al mito. Las manifestaciones siguieron hasta octubre de 1903, en que gracias al esfuerzo popular, al que cabe añadir la hermosa cantidad de 100 libras el cuento en Inglaterra y 5000 dólares el libro en Estados Unidos, Sherlock Holmes volvía a ver la luz y las paredes de La aventura de la casa vacía. Hasta abril de 1927, en que está fechado el último de los cuentos, no dejaría ya Arthur a Sherlock. Y no hay que perderse el bellísimo prólogo del último libro, El archivo de Sherlock Holmes, con toda probabilidad las últimas palabras que nuestro autor escribió dedicadas a la pareja de Baker Street. Este prólogo, todo hay que decirlo, lo he encontrado en la edición íntegra inglesa, pues por una pequeña errata editorial estaba siendo omitido en las últimas ediciones españolas. Mi amiga Teresa Medina, profesora de inglés, ha tenido la gentileza de traducirlo para esta edición inmejorablemente.

Hasta el año de su muerte, y sin poder remediarlo, Conan Doyle fue una figura pública y atendió de palabra y obra a múltiples actividades. Tuvo sus devaneos en política, en 1902 fue condecorado como Sir, por sus aportaciones literarias «en las guerras inglesas» curiosamente, perteneció a sociedades fabianas y entró en todas las controversias y debates públicos que puedan imaginarse. Era un tipo contradictorio y leal, tan capaz de amonestar a sus hijos por la menor tontería como proteger en la vía pública a cualquier mujer que a sus ojos resultara ofendida. Defendió en las columnas periodísticas —y siguiendo las pautas holmesianas— a supuestos condenados que a la postre, y gracias a estos esfuerzos, resultaban inocentes. Viajó cuanto pudo, en Nueva York fue recibido como si de un monarca se tratase, en Canadá el gobierno puso a su disposición hasta un vagón «Pullman» particular para sus desplazamientos. Le tentó la esgrima y el boxeo, la ópera y la música de cámara, instrumental y coral —es «curioso» que Holmes tuviera ocios tan parecidos—. Y sufrió en sus propias carnes el terror de la Gran Guerra, en la que se ofreció voluntario y en la que su primogénito murió.

Sus años finales fueron los años de un hombre cansado y dolorido. Nunca pudo superar la muerte de su hijo. Se agarró como un náufrago a creencias espiritistas y mágicas. Llegó a defender públicamente el mundo de los ángeles y las ninfas, como si de ciencias exactas se tratase —en la esperanza de volver a encontrar a su amado vástago en esos mundos del más allá—. A causa de esta perdonable pasión llegó a entablar una fuerte disputa con aquel gran mago llamado Houdini, que acabó ridiculizando las creencias de nuestro escritor y que causó la enemistad entre ambos personajes, que en otros y mejores tiempos fomentaron una entrañable amistad. Hasta llegó a vaticinar el fin del mundo: con resultados evidentes.

El 7 de julio de 1930, a los dos meses escasos de cumplir 71 años, a consecuencia de una angina de pecho murió el señor Arthur Conan Doyle, del número 2 de Devonshire Place, London W., doctor en medicina, escritor y caballero. Su desconsolada esposa, hijos y herederos, amigos y conocidos, futuros hombres y mujeres del mundo, fantasmas y aparecidos, ninfas y sueños esperan que siga mucho tiempo curándonos el tedio y confortándonos del dolor de este mundo desde su rincón particular del Walhala.

SHERLOCK HOLMES

Sherlock Holmes, que fue bautizado originalmente como William Sherlock Scott Holmes, nació en Yorkshire, concretamente en la hacienda de sus padres en North Riding, el día 6 de enero de 1854. Sus progenitores se llamaban Siger y Violet. El padre era un militar retirado y la madre la tercera hija de Sir Edward Sherrinford.

Se le conocen dos hermanos: Sherrinford, nacido el 30 de noviembre de 1845, y Mycroft, que vino al mundo el 12 de febrero de 1847.

Entre julio de 1855 y junio de 1860, y posteriormente desde abril de 1861 hasta septiembre de 1864, la familia Holmes residió en Francia. Vivieron en diversas ciudades: Burdeos, Pau, Montpellier y París. En Francia tenían parientes, los Vernet, de los cuales uno de los primos de Holmes llegó a ser tan famoso como el propio Sherlock, y sus aventuras fueron también narradas por Arthur Conan Doyle: el profesor Challenger.

Después de su llegada a Inglaterra, entre los años 1864 y 1872, sabemos que Sherlock residió en un internado, posteriormente contraería una grave enfermedad que le tuvo postrado todo el invierno de 1865, tras la cual seguiría estudios en una escuela cercana a su lugar de nacimiento. A los 14 años volvería a Francia, a Pau, donde profundizaría sus estudios de alemán, francés, artes marciales y esgrima, estas dos últimas para fortalecer su mermado físico. Tras regresar a Inglaterra, recibiría clases particulares del profesor James Moriarty.

Entre 1872 y 1877 estudió en Oxford y Cambridge. No siguió una carrera regular, sino que eligió asignaturas diversas, tanto científicas como filosóficas, música y musicología, y practicó algunos deportes como el ajedrez, el remo y la defensa personal, llegando a convertirse en un púgil sobresaliente. Por aquel entonces resolvió —o mejor sería decir— participó en algunos casos policiales, demostrando unas dotes insospechadas para el esclarecimiento de algunos enigmas.

En julio de 1877 se traslada a Londres, donde alquila unas habitaciones en Montague Street, dedicándose de lleno a la tarea de «detective consultor». Al principio le fue muy complicado llegar a hacerse un nombre. Entre sus ratos perdidos, que hubo muchos, leyó y escribió, y aprendió el arte del teatro, ingresando en la Compañía Shakespeariana Sasanoff, donde destacó en diversos papeles, sobre todo por la caracterización de los personajes. Entre 1879 y 1880, realizó con la citada compañía una gira por los Estados Unidos de América, en donde resolvió algunos problemas. A su vuelta, y hasta enero de 1881, volvería a sus ocupaciones detectivescas con un éxito creciente.

A principios de enero de 1881 conoce al Dr. John Watson, un médico militar licenciado por herida de guerra, con el que comparte nuevas habitaciones en el 221B de Baker Street. Comienza así un periplo profesional de 22 años, hasta septiembre de 1903.

Junto al doctor, y en algunas ocasiones en solitario, ya que el doctor Watson contrajo hasta tres veces nupcias y pasó largos periodos ausente de Baker Street —aunque a petición de Holmes colaboró aun así en determinadas averiguaciones—, el mundo conoció a una de las más sorprendentes parejas de investigadores policiales de todos los tiempos. Watson se encargó de efectuar la crónica de algunas de ellas, sesenta aproximadamente, y dejó constancia de otras ciento dos, aunque en ese largo periodo se sabe que el dúo participó en no menos de trescientas aventuras.

El lunes 4 de mayo de 1891, a la edad de 37 años, desaparece en las cataratas de Reichenbach. El Dr. Watson informa al mundo, gracias a una nota dejada por su amigo, que ha tenido un encuentro con el famoso criminal y también matemático, Dr. James Moriarty, y que probablemente haya muerto tras la escritura de esta nota. Watson supone que ambos contrincantes, en la lucha que a buen seguro sobrevino, cayeron por la terrorífica cascada. Durante casi tres años no se supo qué pasó en aquel paraje y aun hoy se cotejan diversas versiones.

El 5 de abril de 1894 Sherlock Holmes reaparece, dando pie a una de las aventuras más famosas de toda la serie, La aventura de la casa vacía. Holmes confiesa que sobrevivió al duelo con Moriarty, el cual cayó a la sima. Y decidió tomarse un tiempo de respiro, ya que al darle el mundo por muerto, y con una nueva identidad, dejaría de perseguirle la banda criminal de la que el profesor Moriarty era la cabeza visible.

Se ha conjeturado mucho sobre qué hizo y con qué seudónimos vivió Holmes este oscuro periodo. Holmes sólo confesó pequeñas vaguedades. Unos dicen que fue explorador, otros que músico, que volvió a ver a su amada Irene Adler —a la que conoció en el famoso Escándalo en Bohemia—, con la que habría engendrado un hijo, e incluso se ha llegado a afirmar que estuvo en tratamiento con el célebre médico vienes Sigmund Freud para desintoxicarse de su drogodependencia. Bien pueden ser ciertas todas estas cosas a la vez o ninguna. Holmes se llevó el secreto a la tumba.

Una vez vuelto en 1894 a la actividad profesional, no abandonó esta hasta el mes de octubre de 1903, siendo esta segunda parte de su vida de una intensidad extraordinaria.

En noviembre de 1903, a la edad de 49 años, Holmes se retira a una casa sita en las colinas de Sussex, con su vieja ama de llaves Martha Hudson, para dedicarse al estudio de la apicultura. Se conocen tres casos en los que participa desde entonces. El último del que se tienen noticias fiables, escrito con toda probabilidad por su hermano Mycroft, es el que se conoce como El último saludo, el 2 de agosto de 1914.

Se sabe que durante dos años residió, bajo nombre supuesto, en Chicago, entre 1912 y 1913; y se afirma que tuvo alguna participación en ambas Guerras Mundiales. Lo único cierto es que desde 1914 hasta 1957, en que murió, su vida fue sosegada y tranquila. Y que su muerte fue un sencillo ir apagándose, poco a poco, sin sufrimiento, sin dolor, sin ruido.

Dejó escritas 17 obras aproximadamente, entre artículos, opúsculos y libros, entre los que cabe destacar un estudio Sobre los motetes polifónicos de Orlando di Lasso y un Manual práctico de apicultura, su obra cumbre.

JOHN WATSON

John Hamish Watson, de padre Henry y madre Ella, nació el 7 de agosto de 1847 en Hampshire. A poco de nacer murió su madre, y el progenitor decidió emigrar a Australia, donde John viviría hasta agosto de 1865. Tuvo un hermano, Henry, que moriría en 1888 víctima del alcohol.

A los 18 años regresó a Inglaterra para estudiar medicina, en la Universidad de Wellington. En 1872 se especializa en cirugía militar, alternando sus estudios con clases prácticas en el célebre Hospital de St. Bartholomew, en Londres. Se licencia en 1878 y pasa ese mismo año a Netley, para recibir un curso de práctica militar. En noviembre se le destina al 5º de Fusileros de Nortumberland y parte hacia Afganistán.

El martes 27 de julio de 1880 ocurre una de las más sangrientas derrotas del ejército inglés, la Batalla de Maiwand. Watson, que intervino en este combate, resultó herido. Gracias a Murray, su asistente, consigue volver a las líneas británicas. En los cuatro meses siguientes pasó un calvario de hospitales, recaídas e infecciones que estuvieron a punto de acabar con su vida. Al final, retirado por un tribunal militar, se le devuelve a Inglaterra con una modesta pensión.

A principio de enero de 1881, agobiado por su falta de previsión, decide buscarse un compañero con quien alquilar unas habitaciones. El resto es bastante conocido. Las alquilaron ipso facto.

John Watson, desde 1881 hasta 1903, compartió vida, ocupación y habitaciones con Sherlock Holmes, aunque alternativamente, ya que de cuando en cuando tenía la ocurrencia de casarse —hasta tres veces—, y eso suponía abandonar Baker Street. Asimismo siguió ejerciendo la medicina, ya que abrió varias consultas. Pero su renombre lo consiguió como cronista de las aventuras de su amigo el detective.

Entre 1884 y 1886 viajó a Estados Unidos, donde abrió una consulta médica en San Francisco y cortejó a la señorita Constance Adams. Regresaron juntos a Inglaterra y se casaron el 1 de noviembre de 1886. Desgraciadamente su esposa moriría a finales de diciembre de 1887. No tuvieron hijos. Durante este periodo, Watson dejó Baker Street y abrió consulta en Kensington, pero continuó colaborando en algunos casos con Sherlock.

El 1 de mayo de 1889 vuelve a casarse. Esta vez con Mary Morstan, a la que había conocido en la resolución de los sucesos de El signo de los cuatro. Volvió a dejar Baker Street para establecerse en Paddington como médico.

En mayo de 1891, a consecuencia de la desaparición de Sherlock Holmes, decide convertirse en su cronista oficial, aunque ya anteriormente había dado a la luz alguna aventura, como Estudio en escarlata o El signo de los cuatro. Para ello deja su consulta en Paddington y reabre la de Kensington, que al tener menor volumen de clientes, le permite dedicar más tiempo a la escritura.

A principios de 1892, de un fallo cardíaco, fallece a los 31 años de edad su esposa, Mary Morstan. Tampoco tuvieron descendencia.

Desde el regreso de Sherlock Holmes, en abril de 1894 hasta julio de 1902, vuelve a Baker Street, compartiendo con el detective ocho años de intensísimo trabajo. El citado 1902 se traslada a sus habitaciones en Queen Ana Street. No están aclaradas las circunstancias de este «abandono».

En junio de 1902 Watson salvó la vida de su amigo al interponerse entre este y un balazo casi a bocajarro. Recibió una herida en la pierna, de muy lenta curación. Es posible que el ajetreo de Baker Street le obligara a buscar un lugar donde reposar debidamente. Al mismo tiempo conoció a una dama, con la que contraería matrimonio ese mismo año. Aun hoy —es tal el secreto que mantuvo Watson— se ignora el nombre de su esposa. Se han apuntado dos nombres: Violet de Merville y Lady Francés Carfax. Parece que la segunda va ganando poco a poco sutiles adeptos. Se ha dicho que esta tercera, y última, «salida» de Baker Street fue motivo suficiente para que al año siguiente Holmes se jubilara. Pudo tener su peso en la decisión final, pero desde luego no fue el punto más importante, como en breves líneas conocerá el lector.

A partir de 1903 poco se ha sabido de John Watson, salvo los procesos lógicos de su amplia labor literaria, pues desde esta fecha hasta la de su muerte Watson escribió la mayoría de los relatos que hoy disfrutamos. Sabemos que siguió frecuentando la amistad de Holmes, cada vez con intervalos mayores en el tiempo, que se jubiló como médico, que tampoco tuvo hijos en su última relación. Murió el 24 de julio de 1929, a la edad de 82 años, al parecer ya solo y viejo, ante los ojos dulces de una enfermera en una blanca habitación de hospital.

Lágrimas amargas rodaron por el rostro de Holmes al enterarse de esta noticia, que endurecieron un poco más su solitario corazón.

Nos legó la crónica más veraz y lúcida posible de los hechos de Sherlock Holmes, que su amigo y agente literario, el señor Arthur Conan Doyle, supo difundir con diligencia y elegancia para el tiempo y para el mundo.

MYCROFT HOLMES

El nombre de Mycroft lo recibe el segundo hijo de los Holmes el día de su nacimiento, 12 de febrero de 1847. Es un homenaje a las tierras que poseía la familia en Yorkshire, llamadas afectuosamente «Mycroft», algo así como «mi terrenito» en español.

Según el propio Sherlock, Mycroft era el más inteligente de los tres hermanos. De Sherrinford, el mayor, sabemos poco. Parece que fue aún más inteligente en el terreno intelectual, pero tenía un carácter débil y contradictorio. Un corpachón generoso, espíritu alegre y buenas dosis de credulidad. El año 1896 fue acusado injustamente de un crimen, que Holmes y Mycroft tuvieron que aclarar —y olvidar—: Sherrinford pasó el resto de su vida en una granja de Yorkshire.

En 1868 Mycroft ingresa en Oxford y más adelante continúa en Cambridge hasta doctorarse en Economía y en Política, especializándose en idiomas y relaciones internacionales. Muy pronto se integra en el Foreign Office, el Ministerio de Asuntos Exteriores inglés, convirtiéndose en experto asesor ministerial hasta su misma muerte.

Desde 1874 hasta 1946 fue miembro del selecto Club Diógenes, de Londres. Un lugar donde reinaba el silencio y cuyos socios prácticamente no hablaban entre sí. Allí transcurrió casi toda su vida. Y en los altos despachos oficiales. Era un hombre de costumbres reglamentadas. Muy alto y con algo de sobrepeso, elegante aunque con humildad, poseía el don de lo analítico: cuando Sherlock le consultaba es que el caso entre manos era cuando menos muy particular. Escribió —con muy pocas dudas de su autoría— la última de las aventuras de Holmes y Watson. Murió a los 99 años, un 19 de noviembre de 1946.

JAMES MORIARTY

El señor James Moriarty nació el 31 de octubre de 1846 y es casi un misterio llegar a conocer otro dato fiable de su persona. Que fue el mejor enemigo posible de Holmes y un adversario a su altura son casi las propias palabras del detective. Avisado queda el lector que prácticamente todo lo que se cuenta de él entra en el terreno de la especulación.

No está claro dónde nació, aunque se supone que se trataría de alguna metrópoli del oeste inglés. Tuvo dos hermanos, pero fueron también bautizados como él. A este respecto se ha establecido cierta no aclarada controversia sobre si Holmes se enfrenta a uno o a tres enemigos distintos.

En el verano de 1872 fue profesor de matemáticas y ciencias del joven convaleciente Sherlock Holmes. Parece que al finalizar el periodo estival tuvo que abandonar su ocupación al no poder comunicar nuevos conocimientos a su discípulo.

Desaparece y es dado por muerto el lunes 4 de mayo de 1891, al caer por las cataratas de Reichenbach. Holmes le recuerda continuamente no sin un cierto deje de malicia y al mismo tiempo de «reconocimiento». Le llama «El Napoleón del crimen», y su espíritu parece estar siempre tras los delitos más entreverados y difíciles. Y, como Mycroft, aparecerá mencionado en muchos relatos.

OTROS PERSONAJES MÁS O MENOS RELEVANTES

De entre los cientos de personajes, con nombre o sin él, que aparecen en las aventuras de Sherlock Holmes, hay algunos que a fuerza de repetirse pueden adquirir su tanto por ciento de peso: sin embargo, a pesar de esa repetición, muy poco sabemos de ellos. Así nos encontramos con la señora Marta Hudson, la eterna ama de llaves de Holmes y Watson.

Esta señora parece hallarse eternamente en unos cincuenta o sesenta años, no queda claro si es viuda o soltera, si fue una institutriz en su juventud y si la casa de Baker Street la adquirió por una herencia, si la compró o si se trata de una posesión que los «Hudson» atesoraban desde generaciones. En todo caso es una buena mujer, asustadiza y tierna, que aprecia a sus eternos inquilinos con un amor callado y servicial. Les sirve unos más que interesantes desayunos, les limpia las habitaciones y con callado afán pasa por la historia como un soplo de brisa buena. Acompañó a Holmes en su retiro de Sussex y participó activamente en dos aventuras muy importantes, La casa vacía y El último saludo. Debió de morir allí, en Sussex, o tal vez no.

Si salimos de la casa veremos cómo el servicio de la misma varía de un cuento a otro. Tan pronto un criado, una doncella o un botones, casi siempre anónimos, acompañan a los visitantes, actúan de recaderos, ponen y quitan mesas e incluso colaboran en pequeñas pesquisas. Sin embargo a menudo Watson, la señora Hudson y hasta el propio Holmes realizan esas funciones, lo que nos viene a decir que las libras no entraban en el 221 de Baker Street de una manera regular.

Otro tanto puede decirse de los inspectores de policía Lestrade y Hopkins. El primero es una figurilla enjuta, seca, de nariz prominente y ojos hundidos, que desde el principio Watson compara con un hurón. Este detective oficial hace a menudo las funciones del «gracioso»: sus juicios a priori, su poco tacto, le hacen caer continuamente en fracaso tras fracaso, que Holmes no para de contrarrestar. A Sherlock le basta muchas veces con resolver el caso y luego cede a la policía el asunto resuelto, para beneficio del pobre Lestrade y del voluntarioso Hopkins, que es la contraposición del primero, aunque es tratado en las aventuras con respeto puesto que comprende y aplaude los métodos de Holmes, y en el fondo quisiera ser su discípulo.

No quiero acabar este apartado sin citar a los «Irregulares» y a Irene Adler. Los «Irregulares» son un grupo de chicos de la calle: mendigos e hijos de mendigos, hijos de las bajas capas sociales londinenses, descalzos, harapientos, listos como el hambre. Ese homenaje particular a los picaros, a los rapazuelos, a esa infantil maravilla heredada de Dickens, aunque en su polo positivo. No tienen nombre y son eternos, siempre están ahí para ayudar al intrépido detective, por unas monedas, por una sonrisa afectuosa, por ser tenidos en consideración. Y para Irene un pequeño capítulo aparte.

IRENE ALDER

Ya lo dice Watson al principio de Escándalo en Bohemia: «Para Holmes ella siempre fue la mujer».

Entre los holmesólogos —yo entre ellos— que consideran que Holmes no es el misógino que nos ha trasmitido el cine —parece que Billy Wilder también está de nuestra parte—, Irene Adler es nuestra piedra de toque. Desgraciadamente la mayoría de los datos que tenemos de ella no proceden de la pluma de Watson ni de la de Doyle, sino de relatos posteriores a la muerte de estos autores y algún anónimo. Lo mismo ocurre con pequeños apuntes y con los años finales, es decir, a partir de 1930, de Sherlock y otros personajes.

Nació como «Clara Stephens» en Trenton, New Jersey, el 7 de septiembre de 1860. Estudió música y canto y muy pronto destacó en la ópera, consiguiendo papeles importantes en obras de Verdi y Meyerbeer. Fue una mujer muy bella y muy inteligente. Se granjeó las amistades y los amores de grandes personajes, príncipes y directores de orquesta, abogados y —¡cómo no!— detectives consultores. A causa de uno de estos encuentros y desencuentros amorosos Irene conoce a Sherlock en mayo de 1887. Desde entonces, y si sabemos leer bien entre las líneas de Escándalo en Bohemia, quedará claro el amor entre ambos.

Se dice que durante los años oscuros de Holmes, cuando desapareció tras su enfrentamiento con Moriarty, volvieron a encontrarse en Montenegro y en París, donde salvo los papeles que acreditarían un matrimonio, los dos establecerían las relaciones propias de una pareja bien avenida. Esta unión, y por un acuerdo tácito entre ambas partes, se rompería a mediados de 1892. A finales de este año, ya de vuelta a tierras americanas, en Hoboken, New Jersey, Irene dio a luz un hijo.

Irene murió en Trenton, lugar en que nació, el 8 de octubre de 1903. Parece probable que el dolor que le produjo esta temprana pérdida fue causa directa por la que Sherlock decidió retirarse de su profesión a la temprana edad de 49 años.