Capítulo veinticinco

Aunque tenía la esperanza de poder marcharme mucho antes de que el señor Muñoz pasara a recoger a Sabine, en el instante en que llego al camino de entrada y miro por el espejo retrovisor, descubro que está justo detrás de mí.

Llega temprano.

Diez minutos antes, para ser exactos.

Los mismos diez minutos que yo tenía planeado utilizar para llegar a casa desde el trabajo, ponerme algo sobrio y salir pitando hacia el jardín principal de la casa de Haven, donde tendrá lugar la ceremonia de entierro de Talismán.

—¿Ever? —Sale de su brillante Prius plateado con las llaves en la mano y me mira con suspicacia—. ¿Qué haces aquí? —Inclina la cabeza mientras se aproxima y me envuelve en una nube de desodorante Axe.

Me cuelgo el bolso del hombro y cierro la puerta del coche con mucha más fuerza de la necesaria.

—Qué gracioso… Pues… verá… Resulta que vivo aquí.

Me mira con una expresión tan extrañada que no tengo claro si me ha oído o no hasta que sacude la cabeza y repite:

—¿Vives aquí?

Asiento, aunque me niego a decir nada más.

—Pero… —Mira a su alrededor y se fija en la fachada de piedra, en los escalones de la entrada, en el césped recién cortado y en las flores que acaban de salir—. Pero esta es la casa de Sabine… ¿no es así?

Me quedo callada un momento. Siento la tentación de decirle que no, que esta mansión de estilo Toscana situada en Laguna Beach no es la casa de Sabine. Que ha cometido un error y ha acabado llegando a mi casa.

Pero justo cuando estoy a punto de empezar a hablar, Sabine aparca detrás de nosotros. Sale del coche entusiasmada y dice:

—¡Ay, Paul! Siento llegar tarde… La oficina era una locura, y cada vez que intentaba marcharme aparecía otra cosa que debía hacer… —Hace un gesto negativo con la cabeza y lo mira de una forma demasiado coqueta para una primera cita—. Pero si me das un minuto, subiré a cambiarme para que podamos marcharnos. No tardaré mucho.

¡¿Paul?!

Los miro, primero a uno y después a otro. He escuchado el tono feliz, melodioso y cantarín de mi tía y no me ha gustado. No me ha gustado en absoluto. Suena demasiado íntimo. Demasiado atrevido. Debería llamarlo señor Muñoz, como hacemos nosotros en el instituto. Al menos hasta que termine la noche, momento en que, por supuesto, decidirán de mutuo acuerdo tomar caminos separados…

Muñoz sonríe y se pasa la mano por el cabello castaño y ondulado (que lleva quizá un poco largo), como si quisiera vanagloriarse. Por el mero hecho de que tenga un pelo demasiado bonito para ser un profesor no significa que deba presumir de esa manera.

—He llegado unos minutos antes de tiempo —dice, mirándola a los ojos—. Así que, por favor, tómate el tiempo que necesites. Esperaré aquí tranquilamente, charlando con Ever.

—¿Ya os conocéis, entonces? —Sabine se apoya el maletín sobrecargado contra la cadera para observarnos.

Niego con la cabeza y exclamo sin poder evitarlo:

—¡No! —Aunque no sé a ciencia cierta si esa negativa es en respuesta a su pregunta o hace referencia a toda la situación. Aun así, es sin duda un «no» inequívoco, y no pienso retirarlo—. Bueno, lo que quiero decir es que acabamos de conocernos… ahora mismo. —Me quedo callada. Los dos me estudian con suspicacia, tan confundidos como yo, que ni siquiera sé cómo voy a salir de esta—. Me refiero a que no nos conocíamos de antes ni nada de eso. —Al observarlos me doy cuenta de que solo he conseguido desconcertarlos aún más—. De todas formas, él tiene razón. Deberías… esto… subir a arreglarte … —Señalo al señor Muñoz con el pulgar, ya que no pienso llamarlo «Paul». No pienso llamarlo de ninguna manera— nosotros esperaremos aquí hasta que estés lista. —Sonrío con la esperanza de poder mantenerlo fuera, en el camino de entrada, lejos de mi sala de estar.

Sin embargo, por desgracia, los modales de Sabine son mucho mejores que los míos, y apenas he acabado la frase cuando ella replica:

—No seas ridícula. Entra y ponte cómodo. Ever, ¿por qué no pides una pizza o algo así para cenar? No he tenido tiempo de pasarle por el supermercado.

Los sigo tan despacio como me es posible sin tener que arrasar los pies. En parte a modo de protesta, y en parte porque no puedo arriesgarme a chocar con alguno de ellos, porque no confío en que mi mando a distancia cuántico me impida echar un vistazo a su cita.

Sabine abre la puerta principal, echa un vistazo por encima del hombro e insiste:

—¿Ever? ¿Estás de acuerdo? ¿Te parece bien pedir una pizza?

Hago un gesto de indiferencia al recordar los dos sandwiches vegetales que Jude ha dejado para mí y que, en cuanto se ha ido, he partido en diminutos trozos que han acabado en el váter.

—Estoy bien. He comido algo en el trabajo. —Enfrento su mirada pensando que este es el momento perfecto para decírselo, ya que sé que no se enfadará con el señor Muñoz (¡¡¡Paul!!!) tan cerca.

—¿Tienes trabajo? —Me mira con los ojos como platos y la boca abierta desde el umbral de la puerta.

—Pues sí… —Me encorvo hacia delante y empiezo a rascarme el brazo, aunque en realidad no me pica—. Creí que te lo había contado.

—Pues no lo has hecho. —Me dirige una mirada cargada de significados… y ninguno bueno—. Está claro que has olvidado mencionármelo.

Empiezo a retorcer el bajo de mi camisa en un intento por parecer despreocupada.

—Vaya, pues ese tema está solucionado. Es oficial: ya tengo empleo. —Suelto una risotada que me suena falsa incluso a mí.

—¿Y dónde has conseguido ese trabajo? —pregunta ella en voz baja mientras sigue con la mirada a Muñoz, que se dirige a la sala de estar, ansioso por evitar todo este mal rollo que tan inteligentemente he provocado.

—En el centro. En un lugar donde se venden libros y… cosas. —Mi tía mantiene los ojos entrecerrados—. Escucha —añado—, ¿por qué no hablamos de esto más tarde? Odiaría que llegarais tarde por mi culpa. —Echo una miradita a la sala de estar, donde Muñoz se ha acomodado en el sofá.

Ella me imita antes de decir con expresión seria y voz apremiante:

—Me alegro de que hayas encontrado trabajo, Ever, no me entiendas mal. Solo desearía que me lo hubieras dicho, eso es todo. Ahora tendremos que buscarte un sustituto en la oficina y… —Hace un gesto negativo con la cabeza—. Bueno, ya hablaremos de eso luego. Esta noche. Cuando vuelva.

Y aunque me «entusiasma» descubrir que sus planes con Muñoz no se extienden hasta el amanecer, le contesto:

—Bueno, eso va a ser difícil. La gata de Haven ha muerto y quiere enterrarla con todos los honores. Lo cierto es que se encuentra fatal así que podría volver bastante tarde… —No me molesto en terminar la frase, dejo que ella rellene el espacio en blanco.

—Mañana, entonces. —Se da la vuelta—. Ahora ve a charlar con Paul mientras me cambio.

Corre escaleras arriba con el maletín en la mano y un repiqueteo de tacones. Entretanto, yo respiro hondo, me encamino hacia la sala de estar y me sitúo detrás de un enorme y sólido sillón. Apenas puedo creer que me encuentre en esta situación.

—Solo para que lo sepa: no pienso llamarle «Paul» —aclaro mientras me fijo en sus pantalones vaqueros de diseño, en la camisa que lleva por fuera, en su sofisticado reloj y en sus zapatos, demasiado modernos para que ningún otro profesor se atreva a ponérselos.

—Es un alivio. —Sonríe y me mira con expresión alegre—. En el instituto resultaría algo incómodo.

Trago saliva con fuerza y empiezo a toquetear la parte superior del respaldo del sillón. No sé muy bien qué se espera que haga ahora, porque aunque mi vida ha sido sin duda rarita, verme obligada a bromear con mi profesor de historia (que además conoce uno de mis mayores secretos) lleva las cosas a un nivel desconocido.

Sin embargo, aparentemente la única que se siente incómoda aquí soy yo. Muñoz parece completamente relajado. Se ha acomodado en el sofá con los brazos cruzados y el pie apoyado sobre la rodilla: la viva imagen de la tranquilidad.

—Bueno, ¿cuál es tu relación con Sabine? —pregunta al tiempo que extiende los brazos sobre el respaldo.

—Es mi tía. —Lo observo con detenimiento en busca de señales de incredulidad, confusión o sorpresa, pero lo único que consigo es una mirada interesada—. Se convirtió en mi tutora legal cuando murieron mis padres. —Me encojo de hombros.

—No tenía ni idea. Lo siento mucho… —Hace una mueca, y su voz se apaga a medida que lo inunda la tristeza.

—Mi hermana también murió. —De repente, me quedo ensimismada—. Y Buttercup, nuestro perro.

—Ever… —Mueve la cabeza de esa forma en que lo hace la gente cuando no puede ni imaginarse lo que sería encontrarse en tu situación—. Yo…

—Yo también morí —añado antes de que pueda acabar. No quiero oír sus torpes condolencias, no quiero ver cómo se esfuerza por encontrar las palabras adecuadas cuando lo cierto es que ni siquiera existen—. Esa noche morí con ellos… pero solo durante unos segundos, hasta que… —«Regresé, resucité, probé el elixir que proporciona la vida eterna…» Niego con la cabeza—. Bueno, hasta que desperté. —Encojo los hombros. Me pregunto por qué le cuento todo esto.

—¿Fue entonces cuando te diste cuenta de que tenías poderes psíquicos? —Su mirada es firme, y permanece clavada en la mía.

Echo un vistazo a la escalera para asegurarme de que Sabine no anda cerca y luego asiento con la cabeza.

—Ocurre a veces —afirma. No parece sorprendido ni crítico, tan solo práctico—. He leído un poco sobre ese tema. Es mucho más común de lo que crees. Mucha gente regresa cambiada o transformada de alguna forma.

Bajo la vista hasta el sillón y trazo con los dedos la costura del acolchado, aliviada al escuchar esa información. Aunque no tengo ni la menor idea de qué decir.

—Y por la forma en que toqueteas ese cojín y miras hacia las escaleras cada cinco segundos, deduzco que Sabine no lo sabe. ¿Me equivoco?

—Vaya… ¿Quién es el médium ahora, usted o yo? —No es más que un intento de aligerar el ambiente.

No obstante, él se limita a sonreír y a mirarme como si de repente entendiera muchas cosas. Y eso, por suerte, borra la expresión de lástima que tenía antes.

Nos quedamos así (él observándome mientras yo escruto el sillón), y el silencio se prolonga durante tanto tiempo que al final sa-Cudo la cabeza y digo:

Créame, Sabine no lo entendería. Ella… —Piso la alfombra °n ta puntera de la zapatilla. No sé cómo seguir, pero tengo claro que es necesario que me explique—. No me entienda mal, es una buena persona, muy inteligente… una abogada con muchísimo éxito y todo eso, pero es como si… —Otro gesto negativo—. Bueno, digamos que es una gran admiradora del blanco y el negro. Y que no le gustan mucho los grises. —Aprieto los labios y aparto la vista. Sé que ya he dicho más que suficiente, pero necesito dejar una última cosa clara—: Por favor, no le cuente nada sobre mí, ¿de acuerdo? No lo hará, ¿verdad?

Lo observo y contengo la respiración mientras él se lo piensa. Se toma su tiempo, Sabine empieza a bajar las escaleras. Justo cuando estoy segura de que no podré soportarlo ni un segundo más, Muñoz dice:

—Haremos un trato. Tú dejas de saltarte las clases y yo no diré una palabra. ¿Qué te parece?

¡¿Qué?! ¿Está de broma? ¡Eso es prácticamente chantaje!

Vale, sé que no estoy en la mejor de las posiciones (sobre todo porque soy la única que tiene algo que perder), pero aun así… Echo un vistazo por encima del hombro y veo que Sabine se detiene frente al espejo para comprobar que no tiene lápiz de labios en los dientes. Aprovecho ese instante para contestar a Muñoz en voz baja:

—¿Qué importancia tiene eso? ¡Solo queda una semana de clases! Y ambos sabemos que voy a sacar sobresaliente…

Asiente desde el sofá y sonríe de oreja a oreja al ver a Sabine, pero sus palabras van dirigidas a mí:

—Y por esa razón no tienes ningún buen motivo para no estar allí, ¿verdad?

—¿Para no estar dónde? —pregunta Sabine, que está demasiado guapa con su sombra de ojos ahumada, el cabello rubio ondulado y un traje por el que es probable que Stacia Miller estuviera dispuesta a vender un riñón si tuviera veinte años más.

Abro la boca para contestar, ya que no confío del todo en Muñoz, pero él se me adelanta.

—Estaba diciéndole a Ever que no interrumpa sus planes —responde—. No hay ninguna necesidad de que se quede por aquí para hacerme compañía.

Sabine nos mira antes de centrarse en «Paul». Y aunque resulta agradable verla tan feliz y relajada, tan impaciente por salir, en el instante en que Muñoz coloca la mano en la parte baja de su espalda y la conduce hasta la puerta, me entran unas ganas insoportables de ponerme a gritar.