Me paso la noche retorciéndome y dando vueltas. La cama es un lío de mantas y almohadas empapadas de sudor, y mi cuerpo y mi mente están exhaustos a causa de los sueños. Me despierto un instante jadeando en busca de aire, pero vuelvo a dormirme y regreso al mismo lugar del que trataba de escapar.
Y la única razón por la que quiero que este sueño pare es que Riley aparece en él. Ríe contenta mientras se agarra de mi mano y me lleva a dar una vuelta por una tierra extraña. Aunque camino a su lado y finjo que también yo disfruto del paseo, en el momento en que se da la vuelta, intento volver a la superficie, ansiosa por alejarme de ese sitio.
Porque lo cierto es que en realidad no es Riley. Riley está muerta. Cruzó el puente porque yo se lo pedí; ha avanzado hacia un lugar desconocido. Y aunque ella no deja de tirar de mí, de gritarme para que le preste atención, de decirme que confíe en ella y no intente huir… me niego a obedecer. Estoy segura de que esto es una especie de castigo por haber hecho daño a Damen, por haber enviado a Drina a Shadowland y por poner todo aquello que me importa en pe^' gro. Es la culpa lo que hace que mi subconsciente genere estas genes, tan almibaradas y felices que es imposible que sean reales.
Sin embargo, la última vez, cuando estoy a punto de largarme, Riley aparece justo delante de mí para bloquearme la salida y empieza a gritarme que me quede quieta. Me encuentro frente a un enorme escenario cuyo telón se abre lentamente para dejar al descubierto un cubículo rectangular, alto y estrecho… una especie de prisión de cristal. Y dentro se encuentra Damen, luchando desesperado.
Corro a ayudarlo mientras Riley me observa; le suplico que se quede quieto mientras intento hacer algo para liberarlo. Pero él ni siquiera puede oírme. No puede verme. Sigue luchando en vano hasta que se agota, y luego cierra los ojos y se desvanece hacia el abismo.
Hacia Shadowland.
El hogar de las almas perdidas.
Salto de la cama con el cuerpo estremecido, helada, empapada en sudor. Me quedo en medio del dormitorio con una almohada apretada contra el pecho. Me siento abrumada, y no solo por una extrema sensación de derrota, sino también por el terrible mensaje que me ha enviado mi hermana imaginaria: da igual cuánto me esfuerce, no podré salvar el alma de mi compañero eterno.
Corro hacia el armario y me pongo lo primero que pillo antes de coger unas zapatillas y dirigirme al garaje. Sé que es demasiado temprano para ir a clase, demasiado temprano para ir a cualquier sitio. ^ero me niego a rendirme. Me niego a creer en las pesadillas. Tengo que empezar por algún sitio. Debo utilizar lo que tengo.
Estoy a punto de subirme al coche, pero me lo pienso mejor. Me doy cuenta de que abrir la puerta del garaje y poner el motor en marcha podría despertar a Sabine. Y aunque no me costaría nada salir fuera v manifestar otro coche, una bici, un scooter o lo que me dé la gana, decido probar corriendo.
Nunca me ha gustado mucho correr. Siempre he sido de las que arrastran los pies en cada una de las vueltas que nos obligan a dar en educación física, y no de las que se esfuerzan para superar su mejor marca personal ni nada parecido. Pero eso era antes de convertirme en inmortal. Antes de tener la habilidad de moverme a una velocidad increíble. A una velocidad que ni siquiera he puesto a prueba todavía, ya que la última vez que corrí fue cuando descubrí que tenía esa capacidad. No obstante, ahora tengo la oportunidad perfecta para saber cuántos kilómetros y a qué velocidad puedo correr antes de detenerme, caerme o desplomarme en el suelo con calambres, y estoy impaciente por comprobarlo.
Me escabullo por la puerta lateral y me dirijo a la calle. Al principio pienso que debería calentar, empezar por un trote suave antes de avanzar por el asfalto a toda velocidad. Pero, en cuanto empiezo, siento una descarga de adrenalina que recorre mi cuerpo como si se tratara de un combustible para cohetes extraordinario. Y al momento siguiente me doy cuenta de que estoy corriendo como una máquina, tan rápido que las casas de mi barrio quedan reducidas a borrones de estuco y piedra. Salto sobre los cubos de basura y esquivo los coches aparcados mientras corro de calle en calle con la elegancia y la agilidad de un felino salvaje. En realidad no soy consciente de los movimientos de mis piernas o mis pies, pero confío en que no me follarán. Confío en que me llevarán hasta mi destino en un tiempo asombroso.
Y solo han pasado unos cuantos segundos antes de encontrarme ante él, ante el único lugar al que juré no regresar jamás, preparada para hacer lo único que le prometí a Damen que no haría: acercarme a puerta de Roman con la esperanza de poder cerrar algún tipo de trato.
Sin embargo, antes incluso de que levante la mano para llamar, Roman aparece ante mí. Lleva puestos una bata de color morado oscuro, un pijama de seda azul y unas alpargatas de terciopelo con un zorro dorado bordado en el empeine, que asoman por debajo de los pantalones. Tiene una expresión ladina, y me mira sin ningún signo de sorpresa.
—Ever… —Inclina la cabeza hacia un lado, lo que me permite ver sin problemas su tatuaje del uróboros—. ¿Qué te trae por este barrio?
Mis dedos juguetean con el amuleto que cuelga bajo mi camisa. Siento el corazón a cien y espero que Damen tenga razón, que el amuleto me proporcione protección… si llego a necesitarla.
—Tenemos que hablar —le digo, e intento disimular el asco que siento cuando sus ojos realizan un lento y desagradable crucero por mi cuerpo.
Roman escudriña la oscuridad con atención y luego vuelve a mirarme.
—¿En serio? —Arquea las cejas—. Pues no tenía ni idea.
Empiezo a poner los ojos en blanco, pero al recordar por qué he venido a este lugar, me decido en cambio por apretar los labios.
—¿Reconoces la puerta? —Desliza los nudillos por la madera antes de asestar un sólido golpe. Y yo no puedo evitar preguntarme qué estará tramando—. Por supuesto que no —dice antes de esbozar una sonrisa—. Y eso se debe a que es nueva. Me vi obligado a sustituir la antigua después de tu última visita. ¿Recuerdas que la estropeaste para poder tirar mis reservas de elixir? —Suelta una risotada y sacude la cabeza—. Eso estuvo muy feo por tu parte, Ever. Y, además, armaste un buen jaleo. Espero que hoy te comportes mejor. —Se apoya contra el marco de la puerta y hace un gesto para indicarme que pare. Me mira de una forma tan penetrante, tan íntima, que tengo que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para no retorcerme.
Avanzo por el vestíbulo hacia la sala de estar, y me doy cuenta de que la puerta no es lo único que ha cambiado desde la última vez que estuve aquí. Han desaparecido los grabados enmarcados de Botticelli y la abundancia de cretona. En estos momentos, la casa es un compendio formado por mármol y piedra, tejidos oscuros y pesados, paredes rugosas de escayola y volutas de hierro forjado.
—¿Estamos en la Toscana? —Me giro para mirarlo y me quedo atónita al descubrir que se encuentra tan cerca de mí que puedo ver a la perfección cada una de las motitas moradas de sus ojos.
Se encoge de hombros, aunque no se digna retroceder para concederme un poco de espacio.
—A veces echo mucho de menos mi viejo país. —Sonríe con lentitud, un gesto que eleva sus pómulos y muestra sus resplandecientes dientes blancos—. Ya sabes, Ever, como en casa no se está en ningún sitio.
Trago saliva con fuerza y me doy la vuelta mientras intento determinar cuál es la vía de escape más rápida, ya que no puedo permitirme cometer ni el más mínimo error.
—Bueno, dime, ¿a qué debo este magnífico honor? —Me mira por encima del hombro mientras se dirige a la barra. Saca una botella de elixir del refrigerador para el vino y sirve su contenido en una copa de cristal tallado antes de ofrecérmela. Hago un gesto negativo con la cabeza y la rechazo con la mano, así que él se acerca al sofá, se desploma encima, separa las piernas y apoya la copa sobre su rodilia—. Doy por hecho que no te has presentado en mi casa en plena madrugada para admirar mi nueva decoración, así que dime, ¿a qué viene esto?
Me aclaro la garganta y me obligo a mirarlo a los ojos sin Saquear, sin vacilar, sin retorcerme o mostrar cualquier otro signo de debilidad. Sé muy bien que toda esta situación puede cambiar en un mero instante… que puedo pasar de ser una persona que despierta simple curiosidad a convertirme en una presa irresistible.
—He venido a acordar una tregua —le digo. Estoy atenta a cualquier tipo de reacción, pero él se limita a mirarme fijamente—. Ya sabes, un alto el fuego, una declaración de paz, un…
—Por favor… —Hace un gesto con la mano—. Ahórrame las explicaciones, encanto. Podría decirlo en veinte idiomas y en cuarenta dialectos. ¿Y tú?
Encojo los hombros. Lo cierto es que me considero afortunada de haber podido decirlo en al menos un idioma.
Roman hace girar la bebida en la copa: el líquido iridiscente chispea y resplandece mientras se desliza por los lados antes de volver a caer.
—¿Y qué clase de tregua quieres? Tú mejor que nadie deberías saber cómo funciona esto. No tengo ninguna intención de darte nada a menos que tú estés dispuesta a entregarme algo a cambio. —Da unos golpecitos en el espacio que hay junto a él en el sofá y sonríe, como si fuera a plantearme en serio la idea de sentarme a su lado.
—-¿Por qué haces esto? —pregunto, incapaz de ocultar mi frustración—. Tienes un aspecto más o menos aceptable, eres inmortal y Posees todos los dones que eso conlleva… Podrías tener a cualquier chica que desearas, así que ¿por qué insistes en fastidiarme a mí?
Roman echa la cabeza hacia atrás y suelta una carcajada, un rugido estruendoso que llena la habitación. Al final, se calma lo suficiente para bajar la mirada y me observa con detenimiento antes de hablar.
—¿Un aspecto «más o menos aceptable»? —Sacude la cabeza y se echa a reír de nuevo. Luego deja la copa sobre la mesa y coge un cortaúñas dorado de una caja cubierta de joyas—. Un aspecto aceptable… —murmura al tiempo que niega con la cabeza. Examina sus uñas antes de volver a clavar los ojos en mí—. Verás, encanto, esa es precisamente la cuestión. Puedo tener cualquier cosa que desee. Cualquier cosa y a cualquiera. Todo es demasiado fácil. Demasiado. —Suspira y empieza a cortarse las uñas, y se concentra tanto en esa tarea que comienzo a preguntarme si va a decir algo más, y justo en ese instante añade—: Todo se vuelve bastante tedioso después de los primeros… bueno… cien años o así. Y aunque tú eres demasiado nueva para comprenderlo, algún día te darás cuenta del enorme favor que te he hecho.
Me remuevo con incomodidad. No tengo ni la menor idea de lo que quiere decir. ¿Un favor? ¿Bromea o qué?
—¿Seguro que no quieres sentarte? —Mueve el cortaúñas en dirección al mullido sillón que se encuentra a mi derecha para instarme a que me siente—. Me conviertes en un anfitrión deplorable al insistir en quedarte ahí de pie. Además, ¿sabes lo encantadora que estás? Un poco… desaliñada… eso es evidente, pero de una forma muy sexy.
Entorna los párpados hasta que sus ojos parecen los de un gato y luego separa los labios lo justo para que su lengua pueda asomar entre ellos. Sin embargo, me quedo donde estoy y finjo no haberlo notado. Para Roman todo es un juego, y sentarme habría sido algo parecido a rendirme. Aun así, quedarme quieta, viendo cómo se humedece los labios con la lengua mientras me recorre con la vista, no es lo que yo llamaría salir victoriosa.
—Te engañas más incluso de lo que yo pensaba si crees que me has hecho un favor —aseguro con una voz ronca que está muy lejos de parecer firme—. ¡Estás loco! —añado, aunque me arrepiento en cuanto las palabras salen de mi boca.
Roman se limita a encogerse de hombros, impertérrito ante mi estallido, y sigue cortándose las uñas.
—Créeme, te he hecho mucho más que un favor, encanto. Te he dado un propósito. Una raison d'être, como dicen los franceses. —Me mira con las cejas enarcadas—. Dime, Ever, ¿no estás totalmente decidida a encontrar una manera de poder… consumar… tu relación con Damen? ¿No estás tan desesperada por encontrar un remedio que has llegado a convencerte a ti misma de que venir aquí era una buena idea?
Trago saliva y clavo los ojos en él. Debería habérmelo pensado bien, debería haber seguido el consejo de Damen.
—Eres demasiado impaciente. —Hace un gesto afirmativo con la cabeza al tiempo que suaviza los bordes de sus uñas recién cortadas—. ¿Por qué tanta prisa cuando tienes una eternidad por delante? Piénsalo bien, Ever, ¿en qué os ocuparíais si no fuera por mí? ¿Os enviaríais enormes ramos de tulipanes rojos como la sangre? Al final pasaríais tanto tiempo juntos que no podríais evitar aburriros el uno del otro.
—Esto es ridículo. —Lo fulmino con la mirada—. Y el hecho de que Veas las cosas así, como si hubieras realizado una especie de acto caballeroso… —Me interrumpo, a sabiendas de que no es necesario añadir más. Roman se engaña a sí mismo, está como una cabra, y parece decidido a ver las cosas únicamente desde su perspectiva egoísta.
—La deseé durante seiscientos años —dice sin apartar los ojos de mí al tiempo que arroja el cortaúñas a un lado—. Y por qué, te preguntarás. ¿Por qué molestarse en perseguir a la misma mujer durante tanto tiempo cuando podría haber tenido a cualquier otra? —Me mira como si esperara una respuesta, pero ambos sabemos que no tengo ni la menor intención de seguir por ese camino—. No se trataba solo de su belleza, como tú crees… Aunque debo admitir que eso fue lo que me atrajo en un principio. —Sonríe con aire nostálgico—. No, era sencillamente que no podía tenerla a ella. Dio igual cuánto lo intentara, dio igual durante cuánto tiempo, nunca pude conseguir su… —su expresión es penetrante, intensa— aprobación, si quieres llamarlo así.
Pongo los ojos en blanco. No puedo evitarlo. El hecho de que haya desperdiciado siglos languideciendo por ese monstruo no me interesa en absoluto.
No obstante, él ignora mi expresión exasperada y continúa:
—No te equivoques, Ever. Estoy a punto de compartir contigo algo muy importante, algo que deberías tener en mente. —Se inclina hacia delante, apoya los brazos sobre las rodillas y añade con una voz grave, firme y llena de apremio—: Siempre deseamos lo que no podemos tener. —Vuelve a apoyar la espalda y asiente como si me hubiera dado la clave del conocimiento supremo—. Es la naturaleza humana. Nos han creado de esa forma. Y aunque me consta que prefieres creer lo contrario, esa es la única razón por la que Damen ha pasado los últimos cuatrocientos años deseándote.
Contemplo su rostro plácido y su cuerpo inmóvil. Sé que intenta herirme, que mete el dedo en la misma llaga de siempre porque sabe que ese ha sido uno de mis miedos desde que conocí nuestra historia.
—Afróntalo, Ever. Ni siquiera la increíble belleza de Drina consiguió mantener despierto su interés. Seguro que ya sabes lo pronto que se cansó de ella, ¿verdad?
Siento el estómago como un bloque de granito. ¿Desde cuándo doscientos años es «pronto»? Aunque supongo que, cuando te enfrentas a una eternidad, todo es relativo.
—Esto no es un concurso de belleza —replico, aunque me estremezco cuando oigo esas palabras pronunciadas en voz alta. En serio, ¿eso es lo mejor que se me ocurre decir?
—Por supuesto que no, encanto. —Roman sacude la cabeza y su expresión rezuma lástima—. De haberlo sido, Drina habría ganado. —Se acomoda y extiende los brazos sobre los cojines antes de apoyar la copa encima de uno de ellos—. Déjame adivinar… Has logrado convencerte de que esto va de dos almas que se unen como si fueran una, que están destinadas la una a la otra y todo eso típico del… amor adolescente, ¿verdad? —Se echa a reír y asiente mientras añade-—: Es eso lo que crees, ¿no es así?
—No querrías saber lo que creo. —Lo miro con gesto desdeñoso) decidida a llegar al meollo de la cuestión ahora que ya se me ha potado la paciencia—. No he venido aquí a que me aburras con tus disquisiciones filosóficas; he venido porque…
—Porque quieres algo de mí —concluye mientras deja la copa de cristal sobre la madera con un golpe seco—. Y en ese caso, resulta evidente que ocupo el asiento del conductor, lo que significa que no estás en posición de elegir el punto de destino.
—¿Por qué haces esto? —Hago un gesto de exasperación con la cabeza, harta ya de este juego—. ¿Por qué te molestas si sabes que no estoy interesada? Estoy segura de que sabes que Drina no regresará, sin importar lo que nos hagas a Damen y a mí. Lo hecho hecho está. No puede cambiarse. Y al final, todo este juego, toda esta tontería que has montado… lo único que consigue es impedirte que vivas tu vida… que sigas adelante. —Clavo la mirada en él, firme, convincente. Proyecto una imagen en la que me ofrece el antídoto y me ayuda—. Así pues, voy a pedírtelo de una manera tan razonable como me sea posible: por favor, ayúdame a solucionar lo que le hiciste a Damen para que todos podamos coexistir.
Niega con la cabeza y aprieta los párpados con fuerza.
—Lo siento, cariño, pero el precio ya ha sido establecido. Ahora es solo cuestión de si estás o no dispuesta a pagarlo.
Me apoyo contra la pared. Me siento agotada, derrotada, pero no pienso dejar que se dé cuenta. Sé que lo único que quiere es lo único que jamás le entregaré. Un jueguecito muy antiguo del que Damen ya me advirtió.
—Jamás me tendrás, Roman. Nunca, jamás… mientras me quede algo…
No he llegado aún a las partes más insultantes y humillantes cuando él se levanta del sofá a tal velocidad que su aliento me roza la mejilla antes de que pueda parpadear.
—Tranquilízate —susurra. Su rostro está tan cerca que puedo ver cada uno de los inmaculados poros de su piel—. Aunque estoy convencido de que lo pasaríamos genial, me temo que no se trata de eso. Deseo algo mucho más esotérico que un revolcón virginal. De cual quier forma, si quieres probar con eso, por mí no te detengas, encanto. Te aseguro que estoy muy… dotado… para esa tarea. —Sonríe, y sus ojos azul oscuro se clavan en los míos mientras proyecta una imagen de la película que se desarrolla en su cabeza, una en la que él es el protagonista y aparece conmigo en una cama gigante.
Aparto la mirada. Mi respiración se ha convertido en una serie de jadeos rápidos, y me cuesta un verdadero esfuerzo no estamparle la rodilla en la entrepierna cuando desliza la nariz por mi oreja, mi mejilla y mi cuello para inhalar mi esencia.
—Sé por lo que estás pasando, Ever —murmura al tiempo que me roza el lóbulo de la oreja con los labios—. Sé lo que es anhelar algo que está tan cerca y que… nunca consigues saborear. Es una clase de dolor que la gente jamás llega a experimentar. Pero nosotros sí, ¿verdad? Tú y yo estamos unidos por eso.
Aprieto y aflojo los puños en un intento por serenarme. No puedo correr el riesgo de precipitarme; no puedo permitirme el lujo de reaccionar de manera exagerada.
—No te preocupes. —Sonríe mientras se pone fuera de mi alcance—. Eres una chica inteligente. Estoy seguro de que lo descubrirás. Y si no… —Se encoge de hombros—. Bueno, nada cambia, ¿no crees? Las cosas siempre siguen exactamente igual. Tú y yo, y nuestros destinos unidos… durante toda la eternidad.
Se escabulle hacia el pasillo a tal velocidad que pasa un instante antes de que pueda situar su silueta de nuevo. Ha inclinado la cabeza y me insta a acercarme a la puerta. Casi me empuja hacia la calle mientras dice:
—Siento acabar con esta conversación de una manera tan brusca, pero solo pienso en tu reputación. Si Damen llegara a enterarse de que has estado aquí… Bueno, sería toda una tragedia para ti, ¿no es así?
Sonríe, todo dientes inmaculados, cabello dorado, piel bronceada y ojos azules… El típico chico de póster californiano que dice «¡Ven a disfrutar de la vida en Laguna Beach!». Y yo me enfurezco conmigo misma por ser tan estúpida, por no haber escuchado a Damen, por ponernos en peligro aún más. Le he dado a Roman otra cosa que utilizar en mi contra.
—Siento que no hayas conseguido lo que has venido a buscar, encanto —ronronea mientras clava su mirada en un Jaguar antiguo que está aparcando en la entrada. Dentro va una pareja de morenos despampanantes que salen del coche para dirigirse al interior de la casa. Roman cierra la puerta tras ellos al tiempo que añade—: Hagas lo que hagas, evita en lo posible el coche de Marco al salir. Se pondría hecho una furia si llegaras a ensuciárselo.