Me encamino hacia los Grandes Templos del Conocimiento. Nos detenemos justo delante de los escalones de mármol y lo miro, preguntándome (en realidad, ¡deseando!) que él pueda ver lo que yo veo: la fachada cambiante, lo único que se requiere para poder entrar.
—Así que lo encontraste de verdad… —dice con una voz teñida de asombro mientras contemplamos la antojadiza colección de los lugares más sagrados y hermosos de la Tierra.
El Taj Mahal se transforma en el Partenón, que a su vez se convierte en el Templo de Loto, que luego se transforma en la Gran Pirámide de Giza, y así sin parar. El hecho de poder admirar su belleza nos permite pasar a la enorme galería de mármol flanqueada por columnas talladas similares a las de la antigua Grecia.
Damen mira a su alrededor con el rostro convertido en una máscara de pura admiración.
—No he estado aquí desde…
Le observo con el rabillo del ojo conteniendo el aliento. Me muero por conocer los detalles de la última vez que estuvo aquí.
—… desde que vine a buscarte.
Lo miro con los ojos entrecerrados, sin saber muy bien lo que significa eso.
—Algunas veces… —comienza a narrar— tenía la suerte de encontrarme contigo sin más, de acabar en el mismo lugar que tú en el momento oportuno. Sin embargo, lo más normal era que tuviera que esperar unos cuantos años antes de llegar a conocerte de la manera apropiada.
—¿Quieres decir que me vigilabas? —Estoy atónita, y espero que la cosa no sea tan espeluznante como parece—. ¿Cuando era una niña?
Aparta la vista antes de hablar.
—No, no te vigilaba, Ever. Por favor… ¿Por quién me tomas? —Se echa a reír y sacude la cabeza—. Más bien te… seguía los pasos. Esperaba con paciencia el momento oportuno. No obstante, las últimas veces, cuando no fui capaz de encontrarte a pesar de todos mis esfuerzos (y, créeme, me esforcé muchísimo: viví como un nómada, vagando de un lugar a otro con la seguridad de que te había perdido para siempre), decidí venir aquí. Y encontré a unas amigas que me mostraron el camino.
—Romy y Rayne. —Asiento. No he visto ni he oído la respuesta en su mente, pero de alguna manera sé que son ellas. Me abruma una repentina oleada de culpabilidad al darme cuenta de que no me he acordado de las gemelas hasta ahora. Ni siquiera me he preguntado cómo ni dónde estarían hasta hace unos segundos.
—¿Las conoces? —pregunta de repente, a todas luces sorprendido.
Aprieto los labios. Sé muy bien que tendré que contarle el resto de la historia, las partes que esperaba poder omitir.
—También fueron ellas quienes me condujeron hasta aquí… —Hago una pausa, respiro hondo y aparto la vista, ya que prefiero observar la estancia que su mirada interrogante—. Estuvieron en casa de Ava… Rayne, al menos. Romy había salido. —Sacudo la cabeza y empiezo de nuevo—. Estaba fuera intentando ayudarte cuando tú…
Cierro los ojos y dejo escapar un suspiro. Decido que es mejor mostrárselo. Todo. Todo lo que ocurrió. Y también las partes que me da demasiada vergüenza explicar con palabras. Proyecto los sucesos ocurridos ese día hasta que ya no existen más secretos entre nosotros. Le permito saber lo mucho que lucharon por él cuando yo me mostraba tan testaruda que incluso me negaba a escuchar.
Sin embargo, en lugar de enfadarse, coloca sus manos sobre mis hombros y, con expresión comprensiva, me comunica:
—Lo hecho hecho está. Tenemos que seguir adelante; no podemos mirar atrás.
Trago saliva con fuerza y enfrento su mirada, a sabiendas de que tiene razón. Es hora de ponernos en marcha, pero ¿por dónde empezamos?
—Será mejor que nos separemos. —Esa afirmación me deja desconcertada, y él debe de darse cuenta de ello, porque añade—: Piénsalo, Ever. Tú intentas encontrar algo que pueda revertir los efectos del elixir que bebí, y yo trato de salvarte de Shadowland. No buscamos lo mismo.
Dejo escapar un suspiro decepcionado, pero debo admitir que tiene razón.
—Supongo que entonces nos veremos de nuevo cuando volvamos a casa. A mi casa, quiero decir. ¿Te parece bien? —Pongo mi mano sobre la suya y se la aprieto con suavidad, reacia a regresar a esa deprimente estancia vacía. Además, no sé muy bien qué piensa de todo eso del karma ahora que ha recobrado la memoria.
Y, tan pronto hace un gesto de asentimiento y cierra los párpados, desaparece ante mis ojos.
Así que respiro hondo y cierro los ojos también mientras pienso:
«Necesito ayuda. He cometido un terrible error y no sé qué hacer. Tengo que encontrar un antídoto para el antídoto… algo que revierta los efectos de lo que hizo Roman. O bien descubrir una forma de llegar hasta él, de convencerlo para que coopere conmigo… pero debe ser algo que no requiera que yo… bueno… me vea involucrada en una situación en la que no me sienta cómoda… No sé si me he explicado bien…»
Me concentro y repito las palabras una y otra vez. Espero que eso me garantice el acceso a los registros akásicos, los registros que contienen todo lo que se ha hecho, se hace o se hará jamás. Rezo para que el lugar no esté cerrado, como ocurrió la última vez que estuve aquí.
Pero en esta ocasión oigo un zumbido familiar y, en lugar del pasillo largo que conduce a una estancia misteriosa, aparezco en medio de un cine. El vestíbulo está vacío, la cafetería, desierta. Permanezco inmóvil sin saber qué hacer hasta que una puerta de doble batiente se abre ante mí.
Me adentro en una sala con el suelo pegajoso, los asientos gastados y olor a palomitas con mantequilla. Camino por el pasillo y elijo el mejor sitio, el que se encuentra en medio de la fila central. No he hecho más que sentarme en la butaca cuando la luz se apaga y un enorme cuenco de palomitas aparece en mi regazo. Las enormes cortinas rojas se retiran para dejar al descubierto una pantalla de cristal gigantesca. La pantalla parpadea unos instantes antes de empezar a mostrar una profusión de imágenes que pasan a toda velocidad.
Sin embargo, en lugar de la solución que esperaba, solo son fragmentos de películas que ya he visto. El resultado es una especie de montaje casero de los momentos más curiosos de mi familia desde nuestra época en Oregón, ambientados con una banda sonora que solo Riley podría haber elegido.
Observo un vídeo en el que aparecemos Riley y yo actuando en el escenario de nuestra sala de estar, donde bailamos y cantamos en playback para una audiencia formada por nuestros padres y el perro. De pronto aparece una imagen de Buttercup, nuestro labrador dorado. Saca la lengua y empieza a dar lametazos como un loco para intentar quitarse el trocito de mantequilla de cacahuete que Riley le ha puesto en la nariz.
Y aunque no es lo que esperaba, sé que también es importante. Riley prometió que encontraría una forma de comunicarse conmigo, de asegurarme que sigue a mi lado aunque ya no pueda verla.
Así que dejo mi cruzada a un lado y me acomodo en el asiento. Sé que ella está sentada a mi lado, invisible y en silencio. Quiere que compartamos este instante, como dos hermanas que contemplan un vídeo casero de los momentos que han pasado juntas.