Capítulo seis

—Me asombra lo mucho que has progresado. —Damen sonríe—. ¿Has aprendido todo esto por tu cuenta?

Asiento mientras contemplo la enorme habitación vacía, satisfecha conmigo misma por primera vez desde hace semanas.

En el momento en que Damen mencionó que quería retirar todos los carísimos muebles con los que había llenado la estancia durante el reinado de terror de Roman, me puse manos a la obra. Aproveché la oportunidad para deshacerme de la hilera de sillones reclinables de cuero negro y los televisores de pantalla plana, la mesa de billar con tapete rojo y la barra cromada: todos los símbolos y manifestaciones físicas de la fase de nuestra relación más sombría hasta el momento. Me ensañé con cada pieza con tanto entusiasmo que… bueno, ni siquiera estoy segura de dónde acabaron. Lo único que sé es que ya no están aquí.

—Parece que ya no necesitas mis lecciones.

—No estés tan seguro. —Me doy la vuelta y sonrío mientras le aparto de la cara un mechón oscuro y ondulado con mis nuevos Cantes. Espero que podamos conseguir la cura de Roman pronto, o que al menos encontremos una alternativa mejor—. No tengo ni la menor idea de dónde acabaron esas cosas… Además, no puedo volver a llenar este espacio, ya que no sé dónde guardaste todas las cosas que tenías aquí. —Busco su mano un segundo tarde y frunzo el ceño al descubrir que se aleja de mí para dirigirse a la ventana.

—Los muebles… —dice con un tono grave y serio mientras contempla el cuidado césped a través del cristal— han retornado a sus orígenes. Han vuelto a su estado original de energía pura con potencial para convertirse en cualquier cosa. Y lo demás… —Se encorva y las fuertes líneas de sus hombros se alzan ligeramente antes de volver a bajar—. Bueno, eso ya da igual5 ¿no crees? Ahora ya no lo necesito.

Observo su espalda y me fijo en su silueta esbelta, en su pose despreocupada. Me pregunto cómo es posible que no le interese recuperar sus preciados recuerdos de] pasado (el retrato que le hizo Picasso con aquel sobrio traje azul, o el que le hizo Velázquez a lomos de un semental blanco encabritado), por no mencionar todas esas asombrosas reliquias de siglos anteriores.

—Pero… ¡esas cosas tienen un valor incalculable! Tienes que recuperarlas. ¡Son únicas!

—Cálmate, Ever. Son solo cosas. —Su voz suena firme, resignada. Se gira hacia mí de nuevo antes de añadir—: Ninguna de ellas tiene un significado real. Lo único que importa de verdad eres tú.

Y aunque ese sentimiento resulta de lo más dulce y sincero, no me afecta como debería. Lo único que parece importarle estos días, aparte de mí, es estar en sintonía con el karma. Debo admitir que me parece estupendo que seamos el número uno y el dos de su lista de prioridades, pero el problema es que el resto de la lista… está en blanco.

—En eso te equivocas. No son solo cosas —respondo con voz apremiante y persuasiva mientras me acerco a él con la esperanza de que me escuche esta vez—. Libros firmados por Shakespeare y las hermanas Brontë, candelabros de María Antonieta y Luis XVI… Está claro que esos objetos no son solo «cosas». ¡Son historia, por el amor de Dios! No puedes quedarte como si nada, como si no fueran más que una caja de cacharros viejos que has donado a una organización caritativa.

Su mirada se dulcifica mientras traza una línea desde mi sien hasta mi barbilla con el dedo enguantado.

—Creí que odiabas mi «vieja y polvorienta» habitación, como la llamaste una vez.

—La gente cambia. —Encojo los hombros. Deseo, y no por primera vez, que vuelva a ser el Damen que conocía—. Y hablando de cambios, ¿por qué te agobia tanto el viaje de Miles a Florencia? —Noto que se pone rígido ante la mera mención de la ciudad—. ¿Es porque está relacionado con Drina y Roman? ¿No quieres que se entere de esa conexión?

Me observa durante unos instantes y separa los labios como si fuera a decir algo, pero luego se da la vuelta y murmura:

—No puede decirse que esté «agobiado».

—¿Sabes una cosa? Tienes toda la razón del mundo. Para una persona normal, eso no podría considerarse «agobiado». Pero para un chico que siempre ha sido el más sereno y tranquilo del lugar… en fin, lo único que hace falta para saber que estás molesto es que arrugues el ceño y que aprietes la mandíbula un poco.

Suspira, y sus ojos buscan los míos mientras se acerca a mí una yez más.

—Viste lo que ocurrió en Florencia. —Se mueve con incomodidad—. A pesar de todas sus virtudes, también es un lugar que evoca recuerdos insoportables que preferiría no tener que explorar.

Trago saliva con esfuerzo mientras rememoro lo que vi en Summerland: a Damen escondido en una pequeña y oscura alacena, contemplando cómo los canallas que buscaban el elixir mataban a sus padres… y luego sufriendo abusos como pupilo de la iglesia… hasta que la Peste Negra barrió Florencia, momento en que les dio a Drina y a los demás huérfanos el brebaje de la inmortalidad con la esperanza de poder curarlos, sin tener ni idea de que eso les otorgaría la vida eterna…

Me siento como la peor novia del mundo por haberle recordado algo así.

—Prefiero concentrarme en el presente. —Hace un gesto con la cabeza para señalar la enorme estancia vacía—. Y en estos momentos necesito tu ayuda para volver a amueblar este lugar. Según mi agente inmobiliario, la gente que quiere comprar una casa busca espacios con un aspecto limpio, elegante y contemporáneo. Y aunque había pensado en dejar la casa vacía para enfatizar la amplitud de las habitaciones, supongo que podríamos intentar…

—¡¿Tu agente inmobiliario?! —exclamo, tan ahogada con esas palabras que mi voz se eleva unas cuantas octavas al final de la pregunta—. ¿Para qué necesitas a un agente inmobiliario?

—Voy a vender la casa. —Hace un gesto indolente—. Creí que lo entenderías…

Miro a mi alrededor y echo de menos el antiguo canapé de terciopelo con sus mullidos cojines, ya que sé que me proporcionaría un aterrizaje perfecto cuando mi cuerpo se venga abajo y mi cabeza explote en silencio.

Sin embargo, me limito a quedarme en pie, decidida a no derrumbarme. Miro al único novio que he tenido en los últimos cuatrocientos años, a ese chico increíblemente guapo, como si fuera la primera vez que lo veo.

—No te enfades tanto… Nada ha cambiado. No es más que una casa. Una casa demasiado grande. Además, de todas formas nunca he necesitado tanto espacio. Ni siquiera utilizaba la mayoría de las habitaciones.

—Entonces, ¿con qué piensas remplazaría? ¿Con una tienda de campaña?

—Pienso que debo reducir la escala, eso es todo. —Tiene una expresión suplicante que me ruega comprensión—. Nada siniestro, Ever. No pretendo hacerte daño.

—¿Y tu agente inmobiliario también va a ayudarte con eso? ¿Con lo de «reducir la escala»? —Lo observo con detenimiento y me preguntó qué es lo que le ocurre, hasta dónde piensa llegar—. Vamos, Damen, si lo que quieres es algo más pequeño, ¿por qué no te limitas a hacerlo aparecer? ¿Por qué has elegido la manera convencional?

Lo recorro con la mirada, desde su gloriosa cabeza de cabello brillante y oscuro hasta sus pies perfectos calzados con chanclas de goma, mientras recuerdo que no hace mucho yo misma deseaba volver a ser normal, como todos los demás. Sin embargo, ahora que me estoy acostumbrando a utilizar mis poderes, ya no le encuentro sentido a eso.

—¿De qué va todo esto en realidad? —pregunto con los ojos encerrados. Me siento bastante traicionada—. Fuiste tú quien me trajo aquí. Eres tú quien me ha hecho de esta forma. Y ahora que al final me he acostumbrado, ¿decides dejarlo sin más? Vamos, en serio, ¿por qué haces esto?

Pero en lugar de responderme, cierra los ojos y proyecta una imagen en la que ambos parecemos felices y contentos correteando por una hermosa playa de arenas rosadas.

Cruzo los brazos con fuerza. No pienso jugar hasta haber obtenido las respuestas que busco.

Él suspira y mira por la ventana. Luego se gira hacia mí y dice:

—Ya te lo he dicho: mi único recurso, mi única forma de salir de este infierno que he creado, es ponerme en sintonía con el karma. Y mi única manera de lograr eso es renunciar a la ostentación, a la buena vida, a los gastos astronómicos y a todas las demás extravagancias de las que he disfrutado durante los últimos seiscientos años. Vivir la vida de un ciudadano normal. Debo ser honesto, humilde y trabajar muy duro, esforzarme cada día como todos los demás.

Lo observo con detenimiento mientras repito sus palabras en mi mente. Apenas puedo creer lo que acabo de oír.

—¿Y cómo planeas hacer eso exactamente? —pregunto con suspicacia—. A ver, en tus seiscientos años de vida, ¿alguna vez has tenido un trabajo de verdad?

Aunque hablo muy en serio, porque para mí esto no es ninguna broma, él inclina la cabeza hacia atrás y se echa a reír como si en realidad lo fuera.

Al final se calma lo suficiente para contestar:

—¿Crees de verdad que nadie me contratará? —Vuelve a reírse, aunque esta vez con más ganas—. Ever, por favor… ¿No te parece que llevo en este mundo el tiempo suficiente como para haber adquirido unas cuantas habilidades?

Abro la boca para responder, porque deseo explicarle que, si bien es del todo alucinante verlo pintar un Picasso con una mano (y mejor que el propio Picasso) mientras dibuja un Van Gogh con la otra, lo cierto es que no creo que eso vaya a servirle de gran ayuda a la hora de conseguir el codiciado puesto de camarero en el Starbucks de la esquina.

Sin embargo, antes de que pueda decirle eso, Damen se sitúa a mi lado con tal elegancia y velocidad que lo único que consigo pronunciar es:

—Bueno, para ser alguien que ha dado la espalda a sus dones, todavía puedes moverte con una rapidez asombrosa. —Soy consciente del cálido y maravilloso hormigueo que recorre mi piel cuando él me rodea la cintura con los brazos y me estrecha contra su pecho, evitando con mucho cuidado el contacto piel contra piel—. ¿Y qué pasa con lo de la telepatía? —susurro—. ¿Piensas renunciar a eso también? —Estoy tan abrumada por su proximidad que me cuesta formular la pregunta.

—No pienso renunciar a nada de lo que me acerca más a ti —dice mientras me mira a los ojos con serenidad y firmeza—. En cuanto al resto… —Contempla el espacio vacío que lo rodea antes de centrar su atención de nuevo en mí—. Dime, Ever, ¿qué te importa más: el tamaño de mi casa… o el de mi corazón?

Me muerdo los labios y aparto la mirada. La verdad que encielan sus palabras hace que me sienta diminuta y avergonzada.

—¿De verdad importa algo que prefiera el autobús a un BMW o las marcas blancas a Gucci? Porque el coche, el vestuario, el código postal… no son más que nombres, cosas que sin duda es divertido tener alrededor, pero que al final no tienen nada que ver con la persona que soy en realidad. No tienen nada que ver con mi verdadero yo.

Trago saliva y me concentro tan solo en él. En realidad me da igual su BMW o su castillo en Francia; después de todo, si quisiera esas cosas podría hacerlas aparecer yo misma. Pero aunque no son importantes, si quiero ser sincera debo admitir que formaban parte de la atracción inicial… junto con la persona deslumbrante, inteligente y misteriosa que me cautivó desde el principio.

De cualquier forma, cuando por fin lo miro de nuevo, de pie ante mí, despojado de todos los lujos y ostentaciones, pertrechado únicamente con la esencia de lo que es en realidad, me doy cuenta de que se trata del mismo chico cálido y maravilloso que ha sido siempre. Lo que demuestra que tiene razón: ninguna de las demás cosas tiene importancia.

Nada que no tenga que ver con su alma.

Sonrío y recuerdo de repente el único lugar donde podemos estar juntos a salvo, protegidos de cualquier daño. Aferró su mano enguantada antes de decir:

—Ven, quiero enseñarte algo. —Y empiezo a tirar de él.