Me dirijo a la clase de historia pensando en qué será peor: ver a Roman o al señor Muñoz. Porque a pesar de que no he visto ni he hablado con ninguno de ellos desde el viernes, cuando todo mi mundo se vino abajo, no hay duda de que me despedí de ambos de una forma bastante extraña. En mi último encuentro con el señor Muñoz tuve un arrebato sentimental en el que le confesé mis poderes extrasensoriales (cosa que no hago jamás), y lo insté a salir con mi tía Sabine (algo de lo que empiezo a arrepentirme muchísimo). Y por más horrible que pueda parecer esto, mucho peor fueron mis últimos [omentos con Roman: apunté mi puño hacia su chakra umbilical con la intención no solo de matarlo, sino de aniquilarlo por completo. Y lo habría hecho… pero me distraje, y él aprovechó el momento para largarse. Teniendo en cuenta todo, puede que fuera mejor sí, pero sigo tan cabreada con él que me resulta imposible asegurar que no trataré de destruirlo de nuevo.
Aunque lo cierto es que sé que no volveré a intentarlo. Y no porque Damen se haya pasado toda la clase de lengua diciéndome que venganza nunca es la respuesta, que el karma es el único y verdadero sistema de justicia y un montón de cosas por el estilo, sino porque no estaría bien. A pesar de que Roman me engañó de la peor forma posible y me dejó sin la más mínima razón para volver a confiar en él… no tengo derecho a matarlo. Eso no resolvería mi problema. No cambiaría nada. Es un tipo horrible y malvado (y todo lo que sea sinónimo de «malo»), pero no tengo derecho a…
—Vaya, ¡ahí está mi chica preferida!
Se desliza a mi lado, con su pelo rubio y despeinado, sus ojos azul océano y sus brillantes dientes blancos, y cruza uno de sus brazos fuertes y bronceados frente a la puerta del aula para impedirme que entre.
No necesito más. El ronroneo crispante de su falso acento británico y la repugnancia que me causa su mirada lasciva son suficientes para que me entren ganas de asesinarlo de nuevo.
Pero no lo haré.
Le he prometido a Damen que saldría sana y salva de clase sin recurrir a eso.
—Bueno, cuéntame, Ever, ¿qué tal tu fin de semana? ¿Damen y tú lo habéis pasado bien? ¿Ha sido capaz de… «sobrevivir a tus caricias», por casualidad?
A pesar de la promesa de no violencia que acabo de hacerme, aprieto los puños a los costados e imagino qué aspecto tendría Roman reducido a una pila de ropa de diseño sobre un montoncito de polvo.
—Porque si no es así, si no seguiste mi consejo y sacaste a ese viejo dinosaurio de paseo, supongo que debo ofrecerte mis más sinceras condolencias. —Asiente mirándome a los ojos y luego añade en voz baja—: De todas formas, no tienes por qué preocuparte. No estarás sola por mucho tiempo. Una vez que acabe el período de luto apropiado, será un placer para mí llenar el hueco que ha dejado su pérdida.
Me concentro en mantener la respiración firme y regular mientras me fijo en el brazo fuerte, musculoso y bronceado que me impide el paso. Sé que solo haría falta un buen golpe de kárate para partirlo en dos.
—Qué demonios… Incluso en el caso de que consiguieras controlarte y mantenerlo con vida, ya sabes que lo único que tienes que hacer es silbar, y acudiré a tu lado. —Sonríe al tiempo que me recorre con la mirada de una forma muy íntima—. De todos modos, no hace falta que me respondas ahora mismo. Tómate el tiempo que quieras, Ever. Porque te aseguro que, a diferencia de Damen, yo sé esperar. Al fin y al cabo, es cuestión de tiempo que vengas a buscarme.
—Solo hay una cosa que quiero de ti… —Entorno los párpados hasta que todo lo que no es él se vuelve borroso— y es que me dejes en paz. —Me ruborizo cuando su rostro adquiere un aire lascivo.
—Me temo que eso no es posible, encanto. —Se echa a reír, vuelve a recorrerme con la mirada y sacude la cabeza—. Créeme, quieres mucho más que eso. Pero no te preocupes, como ya te he dicho, esperaré todo lo que sea necesario. Es Damen quien me preocupa. Y a ti también debería preocuparte. Por lo que he podido comprobar durante estos últimos seiscientos años, es un hombre impaciente. En realidad, bastante hedonista. Hasta donde yo sé, nunca ha esperado mucho tiempo por nada.
Trago saliva con dificultad y me esfuerzo por mantener la calma recordándome que no debo morder su anzuelo. Roman tiene un don para localizar mi punto débil, mi criptonita psicológica, por llamarla de alguna manera, y le encanta martirizarme.
—No me entiendas mal, siempre ha sido de los que guardan las apariencias (se pone un brazalete negro, se muestra inconsolable en los funerales)… pero créeme, Ever, las suelas de sus zapatos no se secarán antes de que inicie la caza de nuevo. Siempre busca ahogar sus penas con lo que sea… o mejor dicho, con quien sea. Y aunque es posible que prefieras no creerlo, escucha a alguien que ha estado con él desde el principio. Damen no espera a nadie. Y está claro que jamás ha esperado por ti.
Respiro hondo y colmo mi cabeza de palabras, música y ecuaciones matemáticas que están muy por encima de mis capacidades, cualquier cosa para borrar esas palabras, que son como flechas afiladas en mi corazón.
—Sí. Lo he visto con mis propios ojos, de verdad —dice con un acento londinense de clase baja. Luego sonríe y continúa con su pronunciación habitual—: Drina también lo vio. Aunque, a diferencia del mío (y mucho me temo que también del tuyo), el amor de Drina era incondicional. Estaba decidida a recuperarlo sin tener en cuenta lo que hubiese hecho, sin hacer preguntas. Y eso, afrontémoslo, es algo que tú nunca harías.
—¡Eso no es cierto! —grito con una voz ronca y seca, como si fuera la primera vez que hubiera hablado en todo el día—. Damen ha sido mío desde el momento en que nos conocimos… Yo… —Me quedo callada, a sabiendas de que no debería haber empezado. Es inútil enzarzarse en esta pelea.
—Lo siento, cielo, pero te equivocas. Tú nunca has tenido a Damen. Un beso casto aquí, un apretón sudoroso de manos allí… —Se encoge de hombros con expresión burlona—. En serio, Ever, ¿de verdad crees que esos patéticos intentos de llegar a la segunda base pueden satisfacer a un tipo narcisista, avaricioso e indulgente consigo mismo como él? ¿Durante cuatrocientos años, nada más y nada menos?
Vuelvo a tragar saliva y me esfuerzo por mostrar una calma que no siento antes de decir:
—Eso es mucho más de lo que tú tuviste nunca con Drina.
—No gracias a ti —replica, y me mira con dureza—. Pero, como ya te he dicho, sé esperar. Y Damen no. —Hace un gesto negativo con la cabeza—. Es una lástima que estés tan decidida a jugar duro para conseguirlo. En realidad, tú y yo somos mucho más parecidos de lo que piensas. Ambos suspiramos por alguien a quien jamás hemos tenido…
—Podría matarte ahora mismo —susurro con voz trémula. Me tiemblan las manos. Le prometí a Damen que no haría esto, y sé que no debería hacerlo—. Podría… —Contengo la respiración. No quiero que sepa lo que solo Damen y yo sabemos, que golpear el chakra (uno de los siete centros de energía corporales) más débil de un inmortal es la forma más rápida de aniquilarlo.
—¿Podrías… qué? —Sonríe y acerca tanto su cara a la mía que su aliento me congela la mejilla—. ¿Darme un puñetazo en el chakra central, por ejemplo?
Me quedo atónita. Me pregunto cómo es posible que lo haya averiguado.
Sin embargo, él suelta una carcajada y vuelve a sacudir la cabeza.
—Cariño —me dice—, no olvides que Damen estuvo bajo mi hechizo, lo que significa que me lo contó todo, que respondió a todas y cada una de las preguntas que le hice… incluyendo unas cuantas sobre ti.
Me quedo allí de pie, negándome a reaccionar, decidida a parecer calmada, indiferente… Pero es demasiado tarde. Ya me ha golpeado. Justo donde más me duele. Y creo que ni siquiera lo sabe.
—No te preocupes, cielo. No tengo intención de ir a por ti. Pese a que tu flagrante incapacidad de discernir y tu mal uso de los conocimientos me dicen que un corte rápido en el chakra de la garganta sería lo único que haría falta para destruirte para siempre… —Sonríe antes de humedecerse los labios con la lengua—. Lo estoy pasando demasiado bien viendo cómo te retuerces como para hacer algo así. Además, no pasará mucho tiempo antes de que empieces a retorcerte debajo de mí. O encima de mí. Cualquiera de las dos cosas me vale. —Suelta una carcajada. Sus ojos azules están clavados en los míos y me miran de una forma tan penetrante, tan íntima, tan profunda, que se me encoge el estómago a causa del asco—. Te dejaré los detalles a ti. Sin embargo, no importa lo mucho que lo desees, tú tampoco vendrás a por mí. Sobre todo porque tengo lo que tú quieres. El antídoto del antídoto. Y lo sabes muy bien. Solo tienes que encontrar una forma de ganártelo. Solo tienes que pagar el precio requerido.
Estoy desconcertada. Siento la boca seca y la mandíbula floja. Recuerdo que me dijo eso mismo el viernes. Estaba tan concentrada en Damen que lo había olvidado hasta ese momento.
Aprieto los labios mientras le sostengo la mirada. Por primera vez en muchos días, recupero la esperanza, porque sé que solo es cuestión de tiempo que ese antídoto acabe en mis manos. Lo único que tengo que hacer es encontrar un modo de arrebatárselo.
—Vaya, mira eso… —Roman sonríe con desdén—. Parece que habías olvidado nuestra cita con el destino.
Empiezo a seguir mi camino en cuanto levanta el brazo, pero vuelve a bajarlo de pronto y me inmoviliza de nuevo con una carcajada.
. —Respira hondo —ronronea. Sus labios rozan mi oreja y sus dedos se deslizan sobre mi hombro, dejando un rastro helado a su paso—. El pánico no es necesario. No hace falta que te conviertas en una «lerda» de nuevo. Estoy seguro de que, entre los dos, podemos llegar a un acuerdo, encontrar una manera de solucionar este asunto.
Lo miro con los ojos entrecerrados, asqueada por el precio que ha impuesto. Mis palabras son lentas y deliberadas:
—¡Nada de lo que puedas decir o hacer logrará convencerme de que me acueste contigo! —exclamo, en el preciso instante en que el señor Muñoz abre la puerta, así que toda la clase lo oye.
—Buf… —Roman sonríe y levanta las manos en un gesto de rendición mientras entra de espaldas en el aula—. ¿Quién ha dicho nada de echar un polvo, colega? —Echa la cabeza hacia atrás para soltar una carcajada, y eso permite que el espeluznante tatuaje del uróboros quede a la vista por unos momentos—. No quiero desilusionarte, guapa, pero si quisiera un buen revolcón, ¡la última a quien buscaría sería a una virgen!
Me acerco a toda prisa a mi mesa con las mejillas encendidas y la vista fija en el suelo. Me paso los siguientes cuarenta minutos dando respingos cuando mis compañeros de clase estallan en risas histéricas a Pesar de los numerosos intentos por acallarlos del señor Muñoz) cada vez que Roman me lanza un ruidoso y repugnante beso. Corro a Puerta en cuanto suena el timbre. Estoy ansiosa por llegar hasta Damen antes de que lo haga Roman, porque tengo la certeza de que éste lo presionará hasta que reaccione… y eso no nos lo podemos permitir, ya que está en posesión de la solución a nuestro problema.
Sin embargo, cuando giro el pomo de la puerta oigo:
—¿Ever? ¿Tienes un momento?
Me detengo. Mis compañeros de clase se agolpan a mis espaldas, impacientes por salir al pasillo, donde podrán seguir el ejemplo de Roman y burlarse de mí un poco más. Escucho su risa desdeñosa detrás de mí cuando me giro hacia el señor Muñoz para averiguar qué quiere.
—Lo hice. —Sonríe. Mantiene una pose rígida y su voz suena algo nerviosa, pero parece impaciente por contármelo.
Me siento incómoda, así que me cambio la mochila de hombro. Desearía haberme tomado la molestia de aprender a utilizar la visión remota para poder echarles un ojo a las mesas del comedor y asegurarme de que Damen se atiene a lo planeado.
—Me acerqué a ella, como tú me dijiste que hiciera.
Lo miro con los ojos entrecerrados y vuelvo a concentrarme en él. Se me revuelve el estómago cuando empiezo a comprender.
—La mujer del Starbucks. Sabine. ¿La recuerdas? Pues la he visto esta mañana. Incluso hemos hablado un rato y… —Se encoge de hombros y aparta la mirada. Es evidente que todavía está muy afectado por el incidente.
Me quedo de pie delante de él, sin aliento. Sé que tengo que acabar con esto, cueste lo que cueste, antes de que se me vaya de las manos.
—…Y tenías razón. Esa mujer es muy agradable. De hecho, aunque probablemente no debería contártelo, hemos quedado para cenar el viernes.
Estoy horrorizada. Las palabras se deslizan sobre mí mientras indago en su energía para ver la escena que se desarrolla en su cabeza.
Sabine está en la cola, pensando en sus cosas, hasta que Muñoz se acerca… y en ese momento se gira y le dirige una sonrisa que… que… ¡que es vergonzosamente coqueta!
Sin embargo, lo cierto es que no hay nada de lo que avergonzarse. Al menos para Sabine. Y tampoco para Muñoz. No, la única que siente vergüenza soy yo. Esos dos no podrían ser más felices.
Esto no puede ocurrir. Por demasiadas razones que no puedo pararme a enumerar, esa cena no puede tener lugar. Una de esas razones es que Sabine no es solo mi tía, ¡es la única familia que tengo en el mundo! Y otra, quizá incluso más importante, es el hecho de que, debido al patético y sensiblero arrebato sentimental que tuve el viernes en un momento de debilidad, Muñoz sabe que tengo poderes psíquicos… ¡y Sabine no!
Me ha costado muchísimo impedir que ella averiguara mi secreto, y no pienso dejar que un profesor de historia colado hasta las trancas lo estropee todo.
No obstante, justo cuando estoy a punto de decirle que no pueden salir, que no puede llevar a mi tía a cenar ni revelar ningún tipo de información que yo haya podido confesar de forma accidental durante un momento de debilidad porque pensaba que no volvería a verlo nunca, el profesor se aclara la garganta y dice:
—Anda, vete a comer antes de que se haga demasiado tarde. No pretendía retenerte tanto tiempo. Solo pensaba que…
—Ah, no, no pasa nada —replico—. Yo solo…
Pero no me deja terminar. Prácticamente me empuja hasta la puerta antes de despedirme con la mano.
—Vete ya —insiste—. Ve con tus amigos. Me ha parecido que debía darte las gracias, eso es todo.