Capítulo tres

—¿Sabes una cosa?

Miles me mira mientras sube al coche. Sus ojos castaños parecen más grandes que de costumbre, y su agradable rostro aniñado muestra una sonrisa de oreja a oreja.

—No, será mejor que no intentes adivinarlo. Voy a tener que decírtelo, ¡porque jamás podrías imaginar lo que ha ocurrido! ¡No acertarías!

Sonrío y escucho sus pensamientos un instante antes de que los pronuncie en voz alta. Tengo que morderme la lengua para no exclamar: «¡Vas a ir a un campamento de actores en Italia!».

—¡Voy a ir a un campamento de actores en Italia! —exclama mi amigo un segundo después—. No, mejor dicho, en Florencia, Italia. La cuna de Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Rafael…

«Y de nuestro buen amigo Damen Auguste, que de hecho conoció a todos esos artistas», pienso para mis adentros.

—Me enteré de la posibilidad hace unas cuantas semanas, pero hasta anoche no se hizo oficial, ¡y aún no puedo creérmelo! Ocho semanas en Florencia en las que no haré otra cosa que actuar, comer y perseguir a tíos buenos italianos…

Lo miro de reojo mientras abandonamos el camino de entrada de su casa.

—¿Y a Holt le parece bien todo eso?

Miles me observa con atención.

—Bueno, ya sabes lo que se dice: lo que ocurre en Italia se queda en Italia.

Excepto cuando no es así. Mis pensamientos regresan a Drina y a Roman, y me pregunto cuántos inmortales renegados más habrá sueltos por ahí, esperando el momento apropiado para aparecer en Laguna Beach y aterrorizarme.

—De cualquier forma, me marcharé pronto, en cuanto terminen las clases. ¡Y tengo muchas cosas que preparar hasta entonces! Ay, casi olvido la mejor parte… bueno, una de las mejores partes: resulta que todo ha salido a la perfección, ya que la obra en la que actúo, Hairspray, termina una semana antes de que me vaya, así que podré realizar una última reverencia ante el público como Tracy Turnblad… En serio, ¿no te parece perfecto?

—La perfección personificada. —Sonrío—. De verdad. Felicidades. Es genial. Y te lo mereces, debo añadir. Ojalá pudiera ir contigo.

Y en el momento en que las palabras salen de mi boca, me doy cuenta de que lo he dicho en serio. Sería muy agradable poder escapar de todos mis problemas, subirme a un avión y volar lejos de aquí. Además, echo de menos salir por ahí con Miles. Durante las últimas semanas, mientras Haven, él y todos los demás estaban bajo el hechizo de Roman, he vivido algunos de los días más solitarios de mi vida. No tener a Damen a mi lado era más de lo que podía soportar, Pero no contar con mis dos mejores amigos estuvo a punto de hundirme en la miseria. Sin embargo, ni Miles ni Haven recuerdan nada de eso. Solo Damen tiene reminiscencias de ciertos momentos y ocasiones, y lo poco que recuerda hace que se sienta terriblemente culpable.

—A mí también me encantaría que vinieras —responde mientras pulsa los botones del equipo estéreo del coche a fin de encontrar una banda sonora que encaje con su buen humor—. ¡Podríamos ir todos a Europa después de la graduación! Podemos sacar billetes para el InterRail, dormir en hostales para jóvenes, ir de mochileros por ahí… sería genial, ¿no crees? Solo nosotros seis: Damen y tú, Haven y Josh, y quienquiera que sea mi pareja y yo…

—¿Quienquiera que sea tu pareja? —Lo miro un instante—. ¿De qué va todo esto?

—Soy realista. —Se encoge de hombros.

—Vamos, por favor… —Pongo los ojos en blanco—. ¿Desde cuándo?

—Desde anoche, cuando me enteré de que me voy a Italia. —Se echa a reír y se pasa una mano por el cortísimo pelo castaño—. Escucha, Holt es genial y todo eso, no me entiendas mal. Pero no me engaño a mí mismo. No me hago ilusiones y sé que lo nuestro es lo que es. Es como si siempre hubiéramos tenido una fecha de caducidad, ¿sabes? Una obra completa de tres actos con un comienzo, un nudo y un desenlace definidos. No es como lo que tenéis Damen y tú. Vosotros estáis condenados a cadena perpetua.

—¿Cadena perpetua? —Lo observo de soslayo y sacudo la cabeza antes de detenerme frente a un semáforo en rojo—. Eso suena mucho más a una condena que a un «felices para siempre».

—Ya sabes lo que quiero decir. —Inspecciona sus manos y las vuelve para observar sus uñas, pintadas de rosa fucsia para el personaje de Tracy Turnblad—. Vosotros estáis sintonizados el uno con el otro, conectados. Y hablo de manera literal, porque da la impresión de que no podéis quitaros las manos de encima…

Ya no.

Trago saliva con fuerza, aprieto el acelerador en el momento en que el semáforo se pone en verde y atravieso el cruce con un chirrido de ruedas que deja un rastro de goma negra sobre el asfalto. Me niego a aminorar la velocidad hasta que entro en la zona de estacionamiento y empiezo a buscar el coche de Damen, que siempre está aparcado en el segundo mejor lugar, junto al mío.

No obstante, incluso antes de pisar el freno sé que no se encuentra allí. A punto de salir del coche, me pregunto dónde podría estar cuando Damen aparece justo a mi lado y apoya una mano enguantada sobre mi puerta.

—¿Dónde está tu coche? —pregunta Miles, que le observa mientras cierra la puerta y se coloca la mochila al hombro—. ¿Y qué te ha pasado en la mano?

—Ha desaparecido —dice Damen sin apartar la vista de mí. Luego mira a Miles y, al ver su expresión, añade—: Me refiero al coche, no a la mano.

—¿Lo has vendido? —pregunto, pero solo por disimular delante de Miles. Damen no necesita comprar, vender o intercambiar, como le pasa a la gente normal. Puede hacer aparecer cualquier cosa a voluntad.

Hace un movimiento negativo con la cabeza y me conduce hacia la puerta de entrada.

—No, lo dejé en el arcén de la carretera con la llave en el contacto y el motor en marcha —responde con una sonrisa.

—¡¿Qué?! —grita Miles—. ¿Estás diciendo que has dejado tu deslumbrante BMW M6 Coupé negro… en el arcén?

Damen asiente.

—Pero ¡es un coche de cien mil dólares! —exclama Miles, cuyo rostro empieza a ponerse como un tomate.

—De ciento diez mil. —Damen suelta una carcajada—. No olvides que estaba personalizado y venía con todos los extras.

Miles lo mira fijamente. Los ojos parecen a punto de salírsele de las órbitas. No logra comprender que alguien pueda hacer algo así… ni los motivos que tendría para ello.

—Vale, de acuerdo… A ver si lo he entendido bien: te levantaste esta mañana y pensaste «Qué coño, voy a dejar mi coche, ridiculamente caro, a un lado de la carretera… DONDE CUALQUIERA PODRÍA LLEVÁRSELO»… ¿Es eso?

Damen hace un gesto de indiferencia con los hombros.

—Algo así.

—Pues, puede que no te hayas dado cuenta —replica Miles, casi hiperventilando—, pero algunos de nosotros no tenemos coche. ¡Algunos de nosotros tenemos padres crueles que nos obligan a depender de la amabilidad de los amigos durante el resto de nuestras vidas!

—Lo siento. —Damen vuelve a encogerse de hombros—. Supongo que no pensé en eso. Aunque, si eso hace que te sientas mejor, te diré que ha sido por una buena causa.

Y cuando me mira, cuando sus ojos se clavan en los míos y me provocan esa familiar oleada de calidez, tengo el horrible presentimiento de que lo de abandonar su coche no ha sido más que el principio.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —le pregunto mientras nos acercamos a la puerta de la verja, donde nos espera Haven.

—Ha cogido el autobús. —Haven pasea la mirada entre nosotros. El flequillo, que ahora está teñido de azul marino, le cae sobre el rostro—. Hablo en serio. Yo tampoco lo habría creído si no lo hubiera visto con mis propios ojos, pero ha salido de ese enorme autobús amarillo junto con todos los demás novatos, petardos, retrasados y marginados que, a diferencia de él, no tienen más remedio que coger el transporte público. —Sacude la cabeza—. Y me he quedado tan alucinada al verlo que he tenido que parpadear varias veces para asegurarme de que era él. Y, puesto que ni siquiera entonces estaba del todo convencida, he enviado un mensaje a Josh con el móvil para que me lo confirmara. —Sostiene en alto el aparato para que todos lo veamos.

Miro a Damen de reojo preguntándome qué estará tramando, y solo entonces me doy cuenta de que ha sustituido su suéter de cachemir por una sencilla camiseta de algodón, y que sus vaqueros de diseño han sido sustituidos por unos pantalones holgados de marca desconocida. Incluso las botas negras de motero que le han hecho famoso han sido reemplazadas por unas chanclas de goma marrones. Y aunque en realidad no necesita nada de eso para estar tan increíblemente guapo como el día en que nos conocimos… ese nuevo atuendo no va con él.

O al menos, no va con el Damen al que yo estaba acostumbrada.

Lo que quiero decir es que, aunque Damen es inteligente, amable, cariñoso y generoso… también es un chico extravagante y presumido. Una persona preocupada por la ropa, el coche y su imagen en general. Y que nadie intente descubrir su fecha de nacimiento… porque para ser alguien que escogió ser inmortal, tiene un verdadero complejo con el asunto de la edad.

Y pese a que en condiciones normales me habría importado un comino la ropa que llevase o cómo llegara al instituto, cuando lo miro siento de nuevo ese horrible pinchazo en el estómago… una presión insistente que reclama mi atención. Una innegable advertencia de que esto es solo el principio. Está claro que esta súbita transformación va mucho más allá de un simple cambio altruista, de una reducción de gastos o una repentina preocupación por el medioambiente. Todo esto se debe a lo que ocurrió anoche… está relacionado con el karma. Al parecer, Damen está convencido de que renunciar a sus posesiones más preciadas va a equilibrar las cosas de algún modo.

—¿Entramos? —Sonríe y me coge de la mano en el momento en el que suena el timbre.

Nos alejamos de Miles y de Haven, que sin duda pasarán las tres próximas horas intercambiando mensajes de texto para intentar averiguar qué es lo que le ocurre a Damen.

Mientras caminamos por el pasillo, contemplo la mano enguantada que sujeta la mía.

—¿Qué es lo que pasa? ¿Qué has hecho en realidad con tu coche? —pregunto en un susurro.

—Lo que te he dicho. —Se encoge de hombros—. No lo necesitaba. Era un capricho innecesario con el que ya no quiero estar… encaprichado. —Me mira y se echa a reír, pero al ver que no comparto su diversión, sacude la cabeza y dice—: No te lo tomes así. No es para tanto. Cuando me di cuenta de que era algo que no necesitaba, conduje hasta una zona marginal y lo dejé a un lado de la carretera para que alguien lo encontrara.

Aprieto los labios y vuelvo la vista al frente, deseando poder colarme en su mente y ver los pensamientos que me esconde, averiguar de qué va realmente todo esto. Porque, a pesar de la forma en que me mira, a pesar de la indiferencia con la que se ha encogido de hombros, nada de lo que ha dicho tiene el menor sentido.

—Vale, me parece muy bien. Si eso es lo que necesitas hacer, entonces genial, disfrútalo. —Hago un gesto despreocupado, porque aunque sé que no tiene nada de genial, también sé que es mejor no decirlo en voz alta—. ¿Y cómo piensas desplazarte de un lado a otro ahora que no tienes coche? Porque, por si no te habías dado cuenta, vivimos en California, y aquí no puedes ir a ningún sitio sin coche.

Al mirarlo descubro que mi estallido le ha hecho muchísima gracia, y esa no es precisamente la reacción que yo esperaba.

—¿Qué tiene de malo el autobús? Es gratis.

Sacudo la cabeza con la boca abierta de par en par. No puedo creer lo que estoy oyendo.

¿Desde cuándo te preocupan los gastos, señor Consigo Un Millón Apostando En Las Carreras de Caballos y Puedo Manifestar Cualquier Cosa Que Desee?

Y solo después de preguntarme eso me doy cuenta de que he olvidado proteger mis pensamientos.

—¿Es así como me ves? —Se detiene justo al lado de la puerta del aula, herido por mi comentario—. ¿Como un vago superficial, materialista y narcisista obsesionado con el consumismo?

—¡No! —exclamo al tiempo que le aprieto la mano con la esperanza de convencerlo de que no es así… Lo cierto es que pienso algo parecido, pero no tiene la connotación negativa que él le da. El sentido es «mi novio aprecia las cosas buenas de la vida», y no «mi novio es la versión masculina de Stacia»—. Yo solo… —Bajo la vista. Desearía poder ser la mitad de elocuente que él—. Yo… supongo que lo que pasa es que no lo entiendo. —Me encojo de hombros—. ¿Y a qué viene esto del guante? —Alzo su mano para colocarla en un lugar donde ambos podamos verla.

—¿No es obvio? —Hace un gesto negativo con la cabeza y tira de mí hacia la puerta.

Pero yo me resisto, me niego a dejar que me intimide. Nada es obvio. Ya nada tiene sentido.

Damen se detiene con la mano en el picaporte. Parece bastante herido cuando dice:

—Me pareció una buena solución por el momento. Pero quizá prefieras que me limite a no tocarte y punto… ¿Es eso lo que quieres?

¡No! ¡No me refería a eso!

Elijo la comunicación telepática porque he visto que se acercan algunos compañeros de clase y quiero recordarle lo difícil que me ha resultado evitar cualquier tipo de contacto físico durante los últimos tres días, lo duro que ha sido fingir un resfriado, cuando ambos sabemos que no enfermamos nunca, y utilizar otras ridiculas técnicas evasivas que me avergonzaban. Ha sido una tortura, simple y llanamente. Tener un novio asombroso y sexy y no poder tocarlo… es una agonía de la peor clase.

—Sé que no podemos arriesgarnos a que el sudor de nuestras manos se mezcle ni nada por el estilo, pero aun así… ¿no crees que queda un poco… raro? —susurro en cuanto volvemos a quedarnos solos.

—Eso me da igual. —Me mira a los ojos con una expresión abierta y sincera—. Me da igual lo que piensen los demás. Solo me importas tú.

Me oprime los dedos y abre la puerta con su mente. Pasamos junto a Stacia Miller de camino a nuestras mesas, y aunque no he vuelto a verla desde el viernes pasado, cuando se libró del hechizo de Roman, tengo la certeza de que el odio que siente por mí no ha disminuido ni lo más mínimo. Me preparo para no tropezar cuando coloque su mochila delante de mis pies, como hace siempre… pero, según parece, hoy está tan distraída por el cambio de look de Damen que olvida el jueguecito. Lo recorre con la mirada lentamente, de la cabeza a los pies y luego a la inversa.

De cualquier forma, que no me haya hecho ni caso no significa que pueda relajarme y dar por hecho que las hostilidades se han acabado. Porque lo cierto es que con Stacia las cosas nunca se acaban. Eso lo ha dejado bien clarito. Sin duda está más cabreada que nunca… lo que convierte este pequeño respiro en la calma que precede a la tormenta.

—Ignórala —susurra Damen, que acerca tanto su mesa a la mía que los bordes casi se superponen.

Y, aunque asiento como si estuviera dispuesta a hacerlo, la verdad es que… no puedo. Me encantaría poder fingir que es invisible… pero no puedo hacerlo. La tengo delante de mí, y me obsesiona por completo. Indago en sus pensamientos con la esperanza de descubrir qué ha ocurrido entre ellos… si es que ha ocurrido algo. Porque, si bien sé que el responsable de todo el coqueteo, los besos y los mimos fue Roman, el caso es que no me quedó más remedio que presenciarlos. Y sé a ciencia cierta que Damen no tenía voluntad propia… sin embargo, eso no cambia el hecho de que ocurrió de verdad: mi novio besó a Stacia y recorrió su piel con las manos. Estoy bastante segura de que la cosa no llegó mucho más allá, pero me sentiría muchísimo mejor si consiguiera alguna prueba que respaldara esa teoría.

Sé que es una locura, que es un acto pernicioso y del todo masoquista… pero no pienso detenerme hasta tener los recuerdos de Stacia a mi alcance, hasta revelar el último detalle, por más horrible, doloroso y angustioso que sea.

Estoy a punto de ahondar más, de viajar hasta el núcleo de su cerebro, cuando Damen me da un apretón en la mano y dice:

—Ever, por favor… Deja de torturarte. Ya te he dicho que no hay nada que ver. —Trago saliva, fijo la vista en la parte posterior de la cabeza de Stacia y observo cómo cuchichea con Honor y con Craig. Damen sigue hablando, pero apenas le presto atención—: No ocurrió. No es lo que piensas.

—Creí que no recordabas nada… —comento, pero me abruma la sensación de culpabilidad en el instante en que veo su expresión dolida.

—Confía en mí —insiste con un suspiro—. O al menos intenta hacerlo, por favor. ¿Vale?

Respiro hondo y lo miro. Desearía poder hacerlo, sé que debería hacerlo.

—En serio, Ever. Al principio no soportabas pensar que había salido con otras chicas durante los pasados seiscientos años, ¿y ahora te obsesiona la semana pasada? —Arquea una ceja y se inclina para acercarse. Su voz suena apremiante y seductora cuando añade—: Sé que te sientes herida. Y lo entiendo, de verdad. Pero no puedo volver atrás, no puedo cambiar las cosas. Roman hizo esto a propósito… No puedes permitir que gane.

Trago saliva con fuerza. Sé que tiene razón. Me estoy comportando de una forma ridícula e irracional, me estoy desviando del camino correcto.

Además —piensa Damen, que se decide por la comunicación telepática ahora que ha llegado nuestro profesor, el señor Robins—. Sabes que no tiene importancia. A la única a la que he querido es a ti. ¿No te basta con eso?

Me acaricia la sien con la mano enguantada y me mira a los ojos mientras proyecta en mi mente nuestra historia, mis numerosas encarnaciones: como joven sirvienta en Francia, como la hija de un puritano en Nueva Inglaterra, como una chica de la alta sociedad británica a la que le encantaban las fiestas, como una musa con una gloriosa melena pelirroja…

Me quedo boquiabierta y alucinada, ya que nunca había visto esa última vida.

Damen se limita a sonreír y su expresión se vuelve más cálida mientras me enseña los momentos memorables de esa época. Hace un rápido repaso del día que nos conocimos (en una galería de arte de Amsterdam), y me muestra nuestro primer beso, a las puertas de la galería esa misma noche. Me enseña solo los momentos más románticos y omite mi muerte, que siempre, de forma inevitable, ocurre antes de que podamos llegar a más.

Y después de ver todos esos maravillosos instantes, de contemplar el amor inquebrantable que siente por mí, lo miro a los ojos y respondo a su pregunta en mi mente:

Por supuesto que me basta. Siempre me ha bastado contigo.

Aunque concluyo con tristeza añadiendo:

Pero ¿a ti te basta conmigo?

Admito la auténtica verdad: mi miedo a que se canse de las caricias con guantes, de los abrazos telepáticos, y busque cosas reales en una chica normal con un ADN inofensivo.

Asiente y sujeta mi barbilla con los dedos enguantados para darme un abrazo mental tan cálido, tan reconfortante, que todos mis miedos se desvanecen.

En respuesta a la disculpa que encierra mi mirada, se inclina hacia delante y acerca sus labios a mi oreja para decirme:

—Bien. Pues ahora que eso ha quedado claro, hablemos de Roman…